Carlos Ma. De Bustamante, 1844
FRAGMENTO
DOS INSURGENTES: GALEANA Y LICEAGA
Don Herrnenegildo Galeana
Esperábanse los auxilios que Morelos había ofrecido; pero impaciente Galeana se resolvió a atacar con la fuerza con que por entonces contaba.
Llegó, pues, a las inmediaciones de Coyuca al punto de Cacahuatitan, y al día siguiente avanzó sobre el pueblo. Tomó la vanguardia con la caballería que antes había llevado de descubierta Mongoy. Al pasar el río atacó y derrotó casi solo una emboscada del Comandante Avilés; avanzó sobre éste, que iba en fuga, como cosa de tres cuadras; mató siete enemigos y tomó igual número de armas; pero al pasar un barbecho, que allí llaman Huarnii, se parapetó el enemigo en unas parotas (árboles de extraordinario grosor), y comenzó a hacer fuego. Entonces Galeana hizo alto, mandó montar el cañón y continuó la acción sosteniéndose. En este acto, D. Julián Avila vio que el caballo que montaba (que era de Galeana), estaba herido: éste le dijo que se saliese de las filas y montase en otro para volver a la carga; no lo hizo así sino que se salió con suma precipitación, y tras de él su escolta; creyó su tropa que este movimiento era de fuga y comenzó a desordenarse, por cuyo motivo cargó el enemigo, y con dos partidas, una de caballería y otra de infantería, flanqueó a los americanos y les tomó la retaguardia: dióse parte a Galena de esta ocurrencia, el cual se hallaba en lo más recio del combate de vanguardia, y no lo quiso creer, mas repetidos lo avisos hasta por tercera vez, mandó a su sobrino D. Pablo Galeana que lo averiguase y le avisase; de hecho se comprobó la verdad y mandó abandonar el cañón, y que su gente saliese del bosque, y solo marchó a reunirse con su sobrino. Encontróse con el enemigo de frente, y con una voz terrible dijo a éste... Aquí está Catearla... luego que lo oyeron, dos compañías de infantería le abrieron paso, ¡tanto le formidaban! avanzó hasta el otro lado del río, reunió a unos cuantos dispersos como pudo, y tornó a la carga. El enemigo estaba situado a la margen del río; avisósele que dos compañías de éste lo pasaban por diferentes puntos para flanquearlo, y entonces comenzó a retirarse poco a poco haciendo fuego al enemigo, que avanzaba en su persecución; ya no pudo, aunque quiso, reunir ningún disperso. Guiaba esta partida de los españoles un hombre llamado José Oliva, a quien Galeana había hecho mucho bien en Téipam y Sanjon, donde este ingrato residía últimamente; conoció a Galeana, comenzó a llamarlo por su nombre y a avanzar sobre él con su partida, ya casi lo alcanzaba, cuando picando recio al caballo, éste que era brincador, le dio un gran golpe en la cabeza que le hizo saltar la sangre por la boca y narices que lo atontó; sin embargo, no cayó a tierra sino que se quedó sentado en las ancas muy aturdido, viéndolo su sobrino en tal estado, lo hecho por delante y se quedó a retaguardia con tres dragones y el ayudante D. Pedro Rodríguez, para impedir que avanzase el enemigo, más este cargó reciamente en términos de tocarse unos a otros. Al pasar Galena bajo de un huizache, el caballo dio nuevamente otro salto fuerte, y como salía una gran rama del mismo árbol que atravesaba el camino se dio contra ella al tiempo de levantar la cabeza para ver a los que los perseguían y cayó en tierra. Rodeáronlo catorce dragones y ninguno osaba apearse para tomarlo; pero Joaquín León desde su caballo le disparó un carabinazo y le atravesó el pecho. Entonces Galeana, moribundo y agitado de las ansias de la muerte, tiró de su espada, que no pudo sacar de la vaina. El mismo dragón consumó su iniquidad, pues se apeó del caballo, le cortó la cabeza, la puso en una lanza, y se volvió con ella en triunfo para el pueblo de Coyuca, que habían abandonado sus moradores teniendo por cierta la entrada de Galeana. El cadáver quedó allí mutilado y no lo pudo recoger su sobrino porque también cargó sobre él una partida de seis dragones. El comandante español Avilés mandó fijar la cabeza de Galeana sobre una zeiba que está en la Plaza de Coyuca, fueron tales los denuestos y befas que hicieron sobre la cabeza amputada dos mugercillas, que dicho comandante tuvo que reprenderlas diciéndolas estas palabras... Esta es la cabeza de un hombre honrado y valiente... ¡Testimonio inequívoco e irrecusable de la virtud de Galeana! Mandóla después quitar, y que se colocase en la puerta de la Iglesia de Coyuca, donde se enterró.
Tamaña desgracia sucedió a las once del día 27 de junio de 1814 en el punto que llaman del Salitral, al lado del poniente de dicho pueblo, y a distancia de dos leguas del mismo. Dos soldados de Galeana enterraron después su cuerpo y como estos fueron fusilados dos años después, no se ha podido tomar razón del Ubi del sepulcro, aunque se ha solicitado inútilmente pues el monte ha tomado diversa forma, llenándose de bosques que crecen prodigiosamente en aquellos climas feraces.
Carácter del General Galeana
D. Hermenegildo Galeana nació en el pueblo de Téipam, se radicó en la hacienda del Zanjon, propia de su primo hermano. D. Juan José, y la administró por muchos años. A instancias de éste tomó parte en la revolución, y no fue necesario convencerlo, pues él estaba muy mal dispuesto con la dominación española y orgullo de los naturales de aquella península, por las persecuciones que en su infancia sufrió de D. Toribio de la Torre, y de D. Francisco Palacios. Fue casado seis meses, y cuando murió tenía cincuenta y dos años de edad. Nació con las disposiciones mejores para la guerra, y que jamás habría mostrado si no hubiera ocurrido la revolución. Ya vimos, en la Carta primera de la segunda época, primera edición, que por una casualidad, las mostró en el campo de la Sabana cuando desamparó el puesto el brigadier D. Francisco Hernández, y lo mismo D. Miguel Ramírez (alias el Florero) en cuyas circunstancias afligidas recurrieron a él los soldados y lo eligieron comandante, hallándose allí enfermo y encargado de la administración de justicia. Entonces desarrolló su brío y mostró para lo que lo reservaba la Providencia. Este hombre, en quien la valentía era una segunda naturaleza; que jamás atacó al enemigo a retaguardia, y que era terriblísimo en una acción de guerra, era por el contrario, un cordero en los momentos de paz y fuera de la acción. Jamás hizo fusilar a ninguno, aunque tuviese orden de hacerlo. Calculaba mucho, principalmente en el calor de la batalla; entonces le ocurrían medidas imposibles al parecer, pero certeras e indefectibles. Si hubiese esperado los auxilios del campo de Atijo, a vuelta de tres meses lanza del sur al general Armijo, y reconquista todo lo perdido. Tenía sobre los negros un ascendiente poderoso; llamábanle Tata Gildo, y lo que él decía se cumplía irrevocablemente, y sin repugnancia; a su nombre siempre acompañó como correlativa la idea de un hombre de bien y aun el mismo Calleja siempre lo tuvo en este concepto. Amó al señor Morelos hasta la idolatría, y lo respetó tanto, que jamás le habló sino con el mayor comedimiento. Cuando éste supo su muerte se arrebató de dolor, dióse una palmada en la frente, y dijo... ¡Acabándose mis brazos... ya no soy nada...! Yo que venero las palabras de este hombre extraordinario, me atrevo a grabar sobre el sepulcro de Galeana estas sencillas palabras:
Al brazo derecho de Morelos, Hermenegildo Galeana, muerto en 27 de junio de 1814, peleando en el campo por la libertad, la América Mexicana agradecida.
¿Y seré yo solo, mexicanos, el que deplore esta desgracia infanda? ¿No habrá quien me acompañe en tan justo duelo por un hombre en quien todos reconocemos un cooperador eficacísimo para la independencia? ¿Necesitaré de las flores de la elocuencia para esparcirlas sobre su sepulcro, y honrar su memoria? De ninguna manera; los hechos de Galeana son tan públicos, y su mérito tan relevante, que basta referirlos sencillamente para elogiarlos: el aplauso nace de su misma naturaleza, no de otro modo que las bellezas de un escrito, tanto más admirables, cuanto que se forman fluyendo con la tinta de la pluma que las escribe: digámoslo en dos palabras, el adorno del orador hace sospechoso el mérito del héroe cuando amplifica sus conceptos, y los engalana con los atavíos de una elocuencia afeminada; sin embargo, sin confundir la cualidad de historiador con la de panegirista, bien podré admirar como un grande asunto de nuestra historia, el arte prodigiosos con que Galeana adquirió una nombradía incomparable en el último período de sus días. Sin recursos, sin armas y sin hombres, con un puñado de ellos, desnudos y hambrientos, y mal armados, hace frente a la división victoriosa de Armijo, y casi fuerza a la naturaleza para superar toda clase de obstáculos, y avanzar rápidamente en la reconquista; y si no ¿por qué se espantaron acobardadas dos compañías de soldados enemigos cuando les dice, yo soy Galeana? Por la grandiosa idea que de su mérito tenían formada; porque le veían multiplicar de día en día sus fuerzas, y porque de Galena sólo temían que fuese capaz de marchitar sus laureles. Concluyo diciendo que este es el héroe sin par, en su clase, y que para ponerle un extremo de comparación, necesitamos revolver los fastos de la primera edad heroica de México, y decir... sólo Moctheuzoma Illhuicamina, llamado el Heridor del Cielo, por justo renombre de su atrevimiento, es comparable con Hermenegildo Galeana... ¡Ah! ¡eterna sea su memoria en nuestros fastos, y bendita sea también por nuestros hijos!
D. José María Liceaga y Reyes
Desde las primeras páginas de nuestra historia hemos hablado del general Liceaga, pues fue uno de los americanos intrépidos que se presentaron en la gran lid de nuestra independencia. Educado con opulencia en Guanajuato, y formado en sus primeros años de juventud en un cuerpo de dragones veteranos del ejército del rey, aprendió a amar el orden y la disciplina, y jamás se separó de estos principios. Unido al general Rayón desde que éste hizo su gloriosa retirada del Saltillo, Liceaga fue uno de los primeros oficiales que se distinguieron en la memorable acción de Piñones; por esto y su buena conducta, se vio nombrado por los departamentos militares reunidos en la villa de Zitácuaro el 22 de agosto de 1811, individuo de la primera Junta Soberana, creada allí, a la que debió la revolución su ser, y con cuyas providencias se le dio tono y orden a una conmoción que sin ella hubiera terminado casi al nacer, y mostró un carácter de actividad y energía de todo punto necesario para llevar adelante tamaña empresa. Decretada la separación de la Junta, y señalado a Liceaga por departamento el Bajío, en breve organizó una fuerte división... ¡ah! si la seducción de los malvados, si el espíritu de intriga diseminado entonces por todas partes para destruirnos, no hubiese contagiado al joven Liceaga para separarlo del centro de la unión, nada le faltaría para ser un héroe... dejóse arrastrar por su inexperiencia, y esta falta menos funesta a su persona que a la patria, falta que llorará mientras la recuerde, dio a Iturbide el triunfo del puente de Salvatierra y le abrió paso para su engrandecimiento. Llamado al orden por las prudentes interpretaciones del Sr. Morelos, y emplazado para la apertura del Congreso de Chilpantzingo, Liceaga se presentó en él a pesar de su estado débil de salud, y siguió la suerte del Congreso después de las batallas de Valladolid y Puruarán. Instalado el poder ejecutivo, fue uno de sus vocales en compañía de los Sres. Morelos y Cós, y entonces trabajó con el mayor celo en reparar las quiebras padecidas. Cuando marchó el Congreso para Tehuacán, Liceaga ofreció seguirlo tan luego como concluyese unos asuntos de su familia, para lo que se le había dado licencia. Efectivamente, marchó para Tehuacán acompañado de su esposa, de donde tuvo que regresar harto desairado, pues vio que ya no existía aquella honorable corporación a que había pertenecido; así es que emprendió su vuelta en la que iba a perecer, pues asaltado entre Riofrío y la barranca de inanes por una guerrilla precursora de la numerosa división que mandaba D. Bernardo López (en 1° de febrero de 1816) perdió todo su equipaje, y nada faltó para que cayese prisionero. Internóse hasta el Bajío y comenzó a hacer una vida privada, desesperando de que los males de la nación tuviesen remedio; mas apenas supo que Mina había desembarcado y estaba en Comanja, cuando procuró unírsele y dirigirle con sus consejos; éstos eran muy apreciables como de un jefe antiguo, buen patriota, y que conocía el país y la naturaleza de la revolución. Rechazado Mina en Guanajuato, Liceaga le acompañó hasta el rancho del Venadito. Notó que Mina deseaba entregarse al sueño la noche en que se le arrestó, pero Liceaga le instó que no hiciese tal cosa, pues temía que se le sorprendiese en aquel punto; por tanto no permitió que sus criados desensillasen sus caballos, sino que estuviesen prevenido, y esta precaución le salvó cuando Orrantía se acercó al rancho a sorprender a aquel general...
Con la muerte de este general y ocupación del Fuerte de los Remedios, siguieron los desórdenes que hemos referido. Liceaga los desaprobaba, pero no podía remediarlos, y como buen patriota contribuía en lo que podía a evitarlos, viviendo en su hacienda de la Gabia. D. Miguel Borja, comandante del departamento de Guanajuato, y después de Jalpa, le pidió mil pesos prestados, y desde luego se los envió. Pocos días después Juan Ríos conocido por ladrón en la villa de León, asociado con una gavilla, se encontró con Liceaga cerca de su hacienda y le notificó que viniese con él; parecióle temeridad resistirse conociendo el ánimo depravado que traía aquel hombre de llevárselo de grado o por fuerza; afectó condescender con su intimación, creyendo que escaparía de él a merced del buen caballo que montaba. Hallándose a alguna distancia de la gavilla salteadora, puso piernas a su caballo; pero disparándole un carabinazo que lo atravesó, cayó muerto y luego fue despojado de su ropa, caballo y otros arneses ricos que siempre usaba.
Tamaña maldad se ha querido cohonestar con que se ejecutó de orden de Borja; pero este jefe ha dado en diversas ocasiones pruebas de mansedumbre y buen comportamiento por lo que no me parece justo atribuirle tan infame asesinato; lo más probable es que se ejecutó porque temieron sus autores que se quejase Liceaga de un gran robo de bueyes que le habían hecho en su hacienda.
Tal suerte cupo al Sr. D. José María Liceaga, sujeto en quien reconocerá Guanajuato un ornamento de su gloria, y la nación agradecida un eficacísimo defensor de sus derechos, un jefe activo y amante del orden; direlo en dos palabras, un benemérito hombre de bien. Liceaga era joven, rubio, bien agestado, de más que regular estatura, fastuoso en su comportamiento exterior que parecía soberbio. Su carácter era recio e inflexible, su voz aguda y chocante. Si a sus bellas circunstancias hubiera unido la amabilidad habría trabajado con doble fruto; pero este americano debió haber nacido en la edad de Catón en que la inflexibilidad era el distintivo de las almas grandes, y la marca de los patriotas estoicos. Parece que se ejecutó ese asesinato en principios de enero de 1819. La señora de Liceaga fue arrestada por un comandante español del departamento de Silao (D. Pedro Ruiz de Otaño), sin que le sirviese de salvaguardia su sexo y su notoria virtud, cualidades que aquellos monstruos jamás respetaron. El cadáver de su esposo se sepultó en la hacienda de la Laja.
T. II T. III T. IV T. V
|