Febrero 27 de 1821
No cumpliría con el deber de tan sagrado título, ni el importantísimo plan en que estoy empeñado, si no lo manifiesto a V. E. l. Quiero cumplir con uno y otro hasta donde alcance mi débil potencia.
Es el caso que por mis cautos costados soy navarro y vizcaíno y no puedo prescindir de aquellas ideas rancias de mis abuelos, que me transmitieron la educación por mis venerados y amadísimos padres. No creo que hay más que una religión verdadera, que es la que profeso y entiendo que es más delicada que un espejo puro a quien el hábito sólo empaña y obscurece. Creo igualmente que esta religión sacrosanta se halla atacada de mil maneras y sería destruida si no hubiera espíritus de alguna fortaleza que a cara descubierta y sin rodeos saliera a su protección y como creo también que es obligación anexa al buen católico este vigor de espíritu y decisión, ya me tiene V. E. l. en campaña.
Estoy decidido a morir o vencer y como no es de los hombres de quienes espero y deseo la recompensa, me hallo animado de un vigor, que los elefantes que puedan oponérseme (si es que los hay) los considero todavía más pequeños que un arador. En dos palabras: o se ha de mantener la religión en Nueva España, pura y sin mezcla, o no ha de existir Iturbide.
Plegue al cielo que para mayor gloria del Altísimo, así como en otro tiempo unos humildes pescadores fueron destinados para propagar la fe, en el siglo XIX el hombre más pequeño de Nueva España sea el apoyo más firme del Dogma Santísimo.
¡Qué aliento no debe tener, mi respetado amigo, el hombre que entra en un negocio cuya ganancia es indubitable! En este caso me hallo: o logro mi intento de sostener la religión y de ser un mediadero afortunado entre los europeos y americanos y viceversa, o perezco en la demanda. Si lo primero, me contemplaré feliz. Si lo segundo, V. E. I. dirá. Este no es un concepto, no es una conjetura; es un axioma cristiano infalible y en tan firme seguridad, ¿podrá haber espíritu débil? No ciertamente. Hoy es cuando conozco esta verdad.
Es tal mi decisión, es tal mi aliento, que no habrá obstáculo que no desprecie, ni peligro que no arrostre.
Al Sr. D. José de la Cruz, nuestro común amigo, le escribo con esta misma fecha sobre el particular. Le remito copia de la carta que le dirijo al Exmo. Sr. Virrey como preliminar de mi plan y aunque creo que no dejará de manifestarla a V. E. I. la acompaño, con todo, otro ejemplar porque a sus solas pueda meditar mi objeto, pueda inferir los apoyos con que cuento para una decisión tan terminante y apoyar con sus respetos, con su sabiduría y con su ejemplar virtud, como sabio, como español imparcial, como habitante de la Nueva España y como Príncipe de la Iglesia, un plan santo, justo, conveniente y en diversos sentidos necesario.
Ya está dicho el objeto de mi carta y ya he cumplido con mi deber bajo todos aspectos. Ruego a V. E. l. que medite el caso con la detención que exige y nada más; porque si así es, ni puede dejar de penetrarse de la razón de mis fundamentos, ni de apoyarme y protegerme con la mayor firmeza, como ni de auxiliarme con sus luces, ni de anteponerse entre el vestíbulo y el altar para implorar del Padre Soberano de ellas, las que necesito para llevar a cabo tan ardua empresa.
Es de V. E. I., como siempre, invariable, afectísimo, agradecido amigo, atento y seguro servidor que besa sus manos.
Agustín de Iturbide.
Fuente: García Cantú Gastón. El Pensamiento de la reacción mexicana. Antología. México. Lecturas Universitarias. UNAM. 1986. 456 pp.
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