Fray Servando Teresa de Mier, Diciembre de 1820.
No debía proponerse la cuestión sino así: ¿por qué no ha sido ya libre la Nueva España desde 1808 en el absoluto trastorno que padeció la monarquía, y se fue a pique la antigua España? Cómo no lo es todavía es la actual impotencia de los españoles? Su marina se reduce a dos navíos de línea y cinco fragatas. Un rey de Berbería tiene más. Su erario es ninguno; la pobreza es general y espantosa; para cubrir las deudas ha echado mano de los bienes de las órdenes monacales, militares, canonices y hospitalarias. Por haber querido Fernando VII enviar el año pasado algunas pocas tropas contra Buenos Aires, perdió la autoridad absoluta. Si las Cortes intentasen otro envío, se perderían con la Constitución, contra la cual no cesa de conspirar. Sólo en la absoluta ignorancia de los pueblos, y en una opresión tan feroz como poderosa cabe el mantener atado a un rincón miserable de la Europa, distante dos mil leguas de océano, un mundo sembrado de oro y plata con las demás producciones del universo.
En la ilustración y liberalidad del día, España misma ha desesperado de conservar las Américas. Las considera ya como perdidas y ha abandonado el timón a sus mandarines subalternos, que andad como pueden haciéndonos por acá una guerra de intriga. Y la América del Sur está libre casi toda.
¿Por qué no lo está la del Norte? Por la ignorancia, inexperiencia y ambición de los que se han puesto a la cabeza del movimiento. Ellos no han conocido, que para salvar un Estado es absolutamente necesario establecer un centro de poder supremo; que este poder ha de ser un cuerpo civil para que represente a la Nación; y que es menester, al cabo, que este poder contrate alianzas y auxilios con otras potencias que reconozcan su independencia. Sin estas tres cosas la libertad no se consigue, se sella la servidumbre, se desuela la patria.
I
No habiendo un centro de poder a que obedezcan todos los que se proponen resistir al yugo del antiguo gobierno, hay anarquía; y sería tanta locura pretender triunfar en ese estado un cuerpo político, como medrar uno humano en el desorden general de sus humores. Jesucristo mismo alegó como un axioma que todo reino entre sí dividido será desolado. Lo hemos experimentado en nuestro Anáhuac o Nueva España; y hubiera parecido la antigua si no se hubiese erigido la Junta Central, a pesar de las Juntas provinciales, que ambiciosas e inexpertas como nuestros jefes de insurrección, querían mantener aislado supremo poder de cada provincia.
¿Cómo se han imaginado estos jefes, que separado cada uno en su mando, podrían prevalecer contra el sistema combinado del gobierno real, que atacaba a cada uno aislado con todo su poder reunido? Necesariamente debían ir pereciendo unos tras otros los jefes, cansarse los soldados y los pueblos con la largura de la lucha y la infelicidad de los sucesos, desertar aquellos o indultarse, y éstos implorar el perdón y clemencia con que no cesa de brindar el antiguo gobierno conociendo su impotencia.
Esta sólo es la que ha impedido que no está concluido todo enteramente y aún nos quede alguna esperanza de libertad. La que tienen los españoles de mantenernos en su servidumbre, no tiene otro apoyo que la locura de nuestra misma división. Reunámonos, pues, paisanos míos, reunámonos, y ellos están perdidos; no digo ahora que serán dos mil a lo más sin esperanza de reemplazo; ellos mismos confiesan que sin la ayuda de los hijos del reino nada podrían haber hecho aún en su mayor incremento.
¡Qué sea menester dar razones para probar la necesidad de un centro de poder, siendo cosa más clara que la luz! Así como los hombres se ven precisados a ceder una parte de sus derechos naturales para adquirir en la sociedad la garantía de lo que le resta, con la ventaja del número y del orden; así es menester que todo jefe militar ceda una parte de la autoridad que ha adquirido para formar un centro de ella que sostenga la que le queda por la unidad de los planes, la combinación de todas las fuerzas y la ayuda recíproca. A la seguridad propia, y a la ventaja general deben los militares sacrificar esa ambición miserable que pierde a ellos y la patria. Demasiado tendrá ésta con qué premiarlos, como sabrá eternamente aborrecerlos, si por su ambición queda arrastrando aún las cadenas de los peninsulares.
II
Está bien, y ¿cómo elegir ese centro de poder? ¿Quién le ha de dar la sanción? ¿Cómo hacer que los demás jefes militares lo reconozcan, que lo obedezcan los pueblos?
Si se tratase de obedecer a un hombre que no fuese el padre natural, habría dificultad, porque los hombres naturalmente libres e independientes no admiten el gobierno de uno solo sino por la violencia de las armas, y lo sacuden luego que pueden. Sólo se mantienen tranquilos bajo él, si han contraído el hábito de obedecer por la continuación de los siglos, o el respeto sagrado de las leyes. No hablamos de ese gobierno.
Pero todos quieren uno, porque todos quieren el orden, y no pudiendo gobernar todos, voluntariamente se sujetan al que ellos mismos eligen por sus delgados, cooperando después a su buen éxito como de una obra suya y para su propio bien. Un congreso, pues, es el que se ha de establecer. Este es el gobierno natural de toda asociación, éste es el órgano nato de la voluntad general.
Esta es también la que confiere un poder a los militares y legitima sus operaciones. Los militares no representan la nación; son los instrumentos de que se sirve para su defensa, y para conseguir su paz y tranquilidad, o sea su independencia y libertad. Antes es un axioma entre todas las naciones libres del despotismo, que la fuerza armada no es deliberante. Deliberar ella y obrar es tan grande absurdo para la libertad como para la justicia ser uno mismo el juez del hecho y del derecho.
En una palabra: militares peleando sin un cuerpo civil o nacional que los autorice, en el mar se llaman piratas, en tierra, asesinos, salteadores, facciosos y rebeldes, aunque en verdad no lo sean. Y de aquí viene que a pesar de haber tenido nuestros generales mexicanos tantos millares de hombres a sus órdenes, los españoles siempre les han hecho la guerra a muerte como a rebeldes. Yo bien sé que esto es muy mal hecho; pero peor y más chocante sería si hubiese permanecido un Congreso nacional. Por no tenerlo, aunque ya existía una Junta Suprema, se negaron las Cortes de Cádiz a la mediación que en 1812 ofreció la Inglaterra a petición de nuestros diputados, porque no teníamos en México, decían, un gobierno con quién tratar, y sólo la admitían para las demás partes de América que tenían Congresos.
Teniéndolo, no hallarían los españoles razones ni aparentes para disculpar su barbarie aun entre los ignorantes; se hubieran desacreditado enteramente dentro y fuera del reino, y sobrarían vengadores de nuestra sangre. No basta que una cosa sea justa, es necesario que los parezca y revestirla de ciertas formas para que llame la atención de los hombres, y se vean obligados a respertarla por respeto a la opinión general, que al cabo todo lo avasalla.
El mismo asesino Calleja, desde que sonó un Congreso entre los insurgentes mexicanos, ya recurrió para debilitar su influjo a los medios legales, publicando declaraciones de los ayuntamientos de no haber otorgado poderes algunos para representar a sus pueblos. Conoció el tirano la importancia de aquel paso, y que contra él no bastaba tocar a degüello.
Yo soy testigo de que a nombre Congreso en México, se alborotó la Europa para venir a su socorro, y de todas partes se dirigían a los Estados Unidos, generales, oficiales y soldados a millares. Grandes personajes hablaron en orden a nuestras América al rey de Prusia, y a los emperadores de Austria y Rusia, y todos respondieron que deseaban nuestra independencia, y que estaban prontos a reconocerla luego que tuviésemos un gobierno, y se les enviasen un ministro.
Yo sé que si como Herrera, ministro enviado por el Congreso de Tehuacán, fue a Nueva Orleáns y se sepultó allí por falta de dinero, va a Washington, en el norte de los Estados Unidos, donde lo estaba esperando el Congreso. Se declara la guerra a España en 1815 ó 16. Ya estaban tomadas todas las medidas, y se habían enviado generales a Inglaterra a concertarlas con el partido poderoso que llaman de la oposición para que sobre esto no hubiese alguna.
Uno de los efectos de estas medidas fue la venida de Mina a Norteamérica, a quien debían seguirle Renovales y otros generales, porque también los liberales de España refugiados en Londres (que ahora están en las Cortes) estaban en favor de nuestra libertad para tener un asilo. Pero nada es comparable al deseo que tienen de que la gocemos, nuestro hermanos de los Estados Unidos. En principios de 1815 ya el Presidente había dispuesto se reuniesen a deliberar los americano-españoles que por allí hubiese y le propusiesen los arbitrios o caminos por donde se nos pudiese dar socorro o favorecernos en la empresa.
En fines del mismo año, el estado de la Luisiana, cuya capital es Nueva Orleáns, envió diputados al Congreso ofreciendo todos sus caudales y personas para que se declararse la guerra a España en favor de nuestra emancipación. Y este Estado saludaba la bandera de México con 19 cañonazos como de república independiente, y recibía nuestras presas declaradas buenas por nuestro almirantazgo de Galveston, que en sólo 8 meses produjo 74 mil peso de derechos, aunque no se pagaban de la plata sellada.
Llegó Mina a Baltimore, y sin más fianza que el deseo ardiente de nuestra libertad, quince comerciantes se reunieron para armarle una expedición completa y respetable, y al nombre de armamento para México, toda la juventud más brillante de los Estados Unidos corría para alistarse.
No, no es falta del norte de América que no tengamos el auxilio y la alianza de diez millones y medio de almas a que asciende su población, y de más de doce mil buques que cuenta su marina. Es bestialidad nuestra, que no lo pedimos, ni sabemos ponernos en estado de que se nos dé sin faltar al derecho de gentes, cuyas formas es necesario salvar. ¿Cómo sin faltar a ellas ha de declarar la guerra a España en favor de puñados de insurgentes dispersos acá y allá sin reconocer un cuerpo nacional que los autorice y por consiguiente no presentando otro aspecto que el de reuniones de facciosos armados contra su gobierno antiguo y reconocido?
Proteger tales gentes con una declaración formal de guerra sería alarmar o atraer contra sí a todos los gobiernos, porque en todas partes no faltarían militares que se insurgiesen contra el suyo. Si Francia reconoció la independencia de los Estados Unidos de América, declaró la guerra a Inglaterra en su defensa, y luego hizo lo mismo España, fue después que los Estados de la América inglesa unidos en Congreso declararon su independencia, nombraron generales, y un Poder ejecutivo o Gobierno.
Así Mina, mientras sonaba un Congreso en el reino de México, iba en boga con su expedición, para la cual se presentaban cuadros enteros de oficiales y hasta generales franceses; aún mariscales de Francia pedían ser admitidos en la expedición; artillería, municiones, armas, ropas, buques, víveres todo sobraba.
Pero Terán por las intrigas y seducción del obispo Pérez, disolvió y prendió el Congreso de Tehuacán. Otro general incurrió en la falta de no quererlo admitir cuando quedó libre. Se avisó a Herrera y Toledo leyó sus cartas. Este intrigante, que al nombre de Congreso, se había presentado en la costa con fusiles, pidido oficiales para obrar por Texas, cayó enteramente de ánimo con la disolución del Congreso, y se reconcilió, con el gobierno español. Fue de Nueva Orleáns al norte de América, esparció la noticia y toda la fortuna de Mina desapareció como ilusión de teatro. Los comerciantes retiraron sus auxilios y Mina, materialmente sin tener qué comer, cayó postrado en cama., ¡Tanta es la importancia de un Congreso cualquiera que sea!
Fortuna que yo tuviese bastante influjo para conseguir todavía 121 mil pesos, siquiera para conducir 300 oficiales de todas armas y 30 sargentos que estaban ya embarcados con armas y municiones competentes. Todo debía ir a desembarcar en la costa de Veracruz, si hubiese permanecido el Congreso a quien se había mandado a avisar. Pero por su falta, Mina determinó llegar a la isla de Santo Domingo. Allí se le murió la flor de su gente y retrocedió a Galveston para consultar con Herrera, ministro del Congreso, que ya no estaba allí, y por su disolución se había vuelto al reino.
Confirmada la noticia de ella, Mina de desesperado se echó en Soto la Marina con 250 hombres, y por lo que hizo con este puñado desde tan mal punto, se puede conjeturar lo que habría hecho con más y mejor gente por la costa de Veracruz, auxiliando sus operaciones un Congreso, que también habría contenido su impetuosidad juvenil y suplido su falta de talento político y conocimiento del país. Tanto cúmulo de desgracias nos ha acarreado la disolución del Congreso. Es necesario, pues, restablecerlo para restablecernos y salvarnos. Congreso, Congreso, Congreso luego, luego, luego. Este es el talismán que ha de reparar nuestros males, y atraernos el auxilio y el reconocimiento necesarios de las potencias para que nosotros lleguemos a ser una.
III
¿Y qué, me dirán, necesitamos un auxilio extranjeros los mexicanos para ser libres e independientes? Según la estadística de Humboldt, en 1808 debíamos de ser más de 7 millones y medio, hoy debemos a consecuencia, ser 10, y los europeos serán en todo 40 mil. No necesitamos sino unirnos y acabase. Es verdad; pero ¿quien nos une divididos como estamos por la ambición, mil intereses, pasiones y sicaterías? ¿por los rayos imaginarios de excomuniones abusivas? ¿por el fanatismo son el nombre de religión? por la ignorancia tanto mayor cuanto no la conocemos; por la credulidad borrical de los indultos y promesas del gobierno que no son más que embustes y engaños; por la necedad de creer que España es la primera potencia del mundo, cuando no es sino un rincón miserable, sepultado en la ignorancia y ludibrio de las naciones, entre las cuales no suena sino por el dinero que le damos, y es tan impotente para ampararnos comos para defendernos: por el hábito del miedo que produce esta persuasión, y la crueldad inexorable de nuestros asesinos, que se apresuran a destruirnos, porque saben que de otra manera no pueden sujetar un país inmenso: por el planeta oveja que domina sobre nosotros como descendientes de los indios; y el cometa perfidia que nos vino con la sangre de los españoles? Nadie aprende a andar sin que otros le pongan andaderas. Se da mil golpes si lo intenta.
Es necesario, pues, que una fuerza respetable nos presente un asilo a cuyo entorno no unamos. Yo bien conozco que todo americano es insurgente, porque insurgente no quiere decir sino hombre que conoce sus derechos, aborrece la esclavitud y ama la libertad de su patria. Pero con todo ha diez años que estos mismos americanos están peleando unos contra otros en favor de los tiranos gachupines con gran risa de estos mismos por nuestra imbecilidad. No se reirían si al apoyo de una fuerza respetable, pudiesen los americanos manifestar su corazón y decidirse. Esta misma fuerza impondría silencio a las pasiones de los ruines.
Desengañémonos: por esas mismas miserias ninguna nación soltó comúnmente los grillos de la esclavitud, sin que otra le ayudase a limarlos. Los Estados Unidos de América no se hubieran quizá libertado sin el auxilio de la Francia y de la España, ni ésta sin el auxilio de la Inglaterra, ni aquélla sin el de todas las potencias de Europa. La misma nación que ayuda, atrae sus aliadas a reconocer su favorecida, y la misma nación desposeída se ve obligada en fin a reconocer su independencia.
Es indispensable, pues, para que obtengamos la nuestra un auxilio exterior. Nos lo están brindando los Estados Unidos como hermanos y compatriotas, por su propio interés, porque les falta numerario para su inmenso comercio. Y México, según prueba el sabio barón de Humboldt, produce él solo la mitad del oro y la plata que el resto del universo entero, y aún dice que puede sextuplicarlo. No necesitamos sino ponernos en estado de que nos favorezcan los angloamericanos sin faltar al derecho de gentes estableciendo nosotros un Congreso que represente al Anáhuac, y enviando un ministro plenipotenciario en solicitud de que nos reconozcan como nación independiente y contrate una alianza ofensiva y defensiva.
A la noticia de haberse efectuado, España se cruza de brazos, y cruzan los mares doce mil buques conduciendo armas y soldados, que se lanzarán a porfía de todo el mundo a esta arena de oro y plata. ¿Qué puede la miserable España, dividida en su interior, y amenazada exteriormente, contra una República, que acaba de mantener cinco años guerra con ventaja a su madre patria, llamada señora de los mares?
Esta misma no aguarda sino lo que he dicho para reconocer y hacer reconocer de todo el mundo nuestra independencia. He aquí la instrucción compendiosa que el jefe de la oposición en Inglaterra dio a Mina al despedirlo para México: un Congreso, un ejército que lo obedezca, y un ministro a Londres, y está reconocida la independencia de México y reconocerla Inglaterra es reconocerla la Europa entera. Sans tibi Christe.
IV
Ahora que hemos visto ya la necesidad que tiene nuestra América para libertarse, de un Congreso, un ejército auxiliar y un ministro diplomático, vamos a ver la manera de tener todo esto.
Desde luego tener Congreso, es el huevo juanelo. El general Victoria, por ejemplo, designará entre su gente 17 personas de las diferentes provincias de Nueva España, si es posible (aunque tampoco es necesario absolutamente que lo sean) procurando que sean de las más decentitas e inteligentes. Estas dirán que representan las Intendencias de México, la capitanía de Yucatán y las 8 provincias internas del oriente y poniente, y aun se añadirán, si se quisiere, otras cuatro personas por el reino de Guatemala, que según las Leyes de Indias pertenece a Nueva España como Yucatán, para comprender así todo el Anáhuac. Estas personas elegirán por Presidente al general Victoria u otra persona la más respetable, por vice-presidente al general Guerrero u otro de crédito: y luego se asignarán un secretario o ministro de Estado o Relaciones extranjeras, otro de Hacienda, y el tercero de Guerra. Estos ministros no pueden ser del Congreso, porque lo son del Poder Ejecutivo o Gobierno. El Congreso elegirá en su seno su Secretario o Secretarios. Y ya tenemos el Gobierno y el Congreso necesarios.
¿Y ésto basta para un Congreso tan preciso y ponderado? Sobra; y si los monos supiesen hablar, bastaría que el Congreso fuese de ellos y dijesen que representaban la nación. Entre los hombres no se necesitan sino farsas porque todo es una comedia. Afuera suena y eso basta. ¿Pero quien ha autorizado a estos monos? La necesidad que no está sujeta a leyes. Salus populi suprema lex est. En toda asociación los miembros que están libres, están naturalmente revestidos de los derechos de sus consocios para libertarlos. Se presume y supone su voluntad. Exigir más, será sacrificar el fin de los medios. Después que están libres ratifican lo hecho, todo defecto queda subsanado con el consentimiento y todo lo hecho resta firme y permanente. ¿Y quién puede dudar de la voluntad de lo mexicanos para que se les liberte por todos los medios?
En los españoles mismos tenemos las pruebas repetidas y perentorias de todo. ¿Qué fueron duda célebres Juntas Provinciales? un tumulto del más ínfimo y necio populacho enfadado con las renuncias de sus reyes y crueldades de Murat, a cuya cabeza se puso la de algún fraile y tres o cuatro más exaltadas y desconocidas. Esto se llamó Junta, que quedó vigente porque el populacho mató a las autoridades que se opusieron, los demás callaron de miedo, y la provincia consintió a lo que se había hecho en su capital.
Ninguna provincia sabía de otra, aunque por rabia e instinto casi todas hacían lo mismo. Pero no podía prosperar contra el enemigo en esta anarquía: se gritaba por un centro de poder, y las más juntas cediendo a la justicia de este grito en apariencia, enviaron a Madrid uno o dos de sus miembros a conferenciar solamente sobre los medios de ir adelante en la guerra, y avisar a sus juntas, cuyas órdenes debían esperar. Como para ocultar al pueblo esta ambiciosa retención de poder, se les dieron los poderes e instrucciones con mucho sigilo, los treinta y seis que se juntaron, se levantaron con el poder supremo. Los pueblos que deseaban la concentración del poder y que lo vieron en el sitio real de Aranjuez, de donde estaban acostumbrados a recibir las órdenes, lo obedecieron lo mismo que los ejércitos. Las juntas rabiaron y se negaron. Pero con ocho millones fuertes, que de las obras pías llegaron de México a la titulada Central, levantó 30 mil caballos y se hizo respetar refugiada en Sevilla.
Cuando ésta se perdió, su Junta provincial mandó asesinar a los centrales fugitivos. Estos se juntaron a escondidas en la isla de León, nombraron, sin poderes, una regencia, y echaron a huir por diferentes partes sin atreverse a darla a conocer. Era ilegítima y nula. Pero el embajador de Inglaterra, por evitar la anarquía y la perdición consiguiente, consiguió a fuerza de promesas, que la Junta de Cádiz reconociese a la Regencia. Lo mismo y por lo mismo fueron haciendo las demás. Y cátate el gran gobierno que declaró la guerra a las Américas y las ha bañado en sangre: el mismo que nos envió al intruso virrey Venegas que comenzó acá la guerra a muerte.
Así como la Central, aunque sin poderes para ello y contra el reclamo de los pueblos, se hizo perpetua, lo mismo quería ser esta regencia procrastinando las Cortes prometidas. El pueblo de la isla de León se insurgió, y entonces la regencia mandó que los españoles y americanos, que huyendo de los franceses se habían refugiado en aquella isla donde estaban sitiados, se eligiesen de entre unos 200 para representar la España y dos para representar la América, añadiéndose dos por Filipinas. Elegidos por sí mismos estos suplentes se instalaron el 24 de septiembre de 1810 y dijeron que representaban la nación. Luego nombraron una nueva regencia o gobierno. Y he aquí las famosas Cortes o Congreso de Cádiz. Los ejércitos lo reconocieron y los pueblos cuando fueron pudiendo; lo reconoció Inglaterra porque le tenía cuenta y lo mismo otras potencias; hicieron luego una Constitución y al cabo quedaron libres.
Hagamos nosotros para tener un Congreso lo mismo que la madre patria; nos reconocerán nuestros ejércitos, y los pueblos según vayan pudiéndolo; nos reconocerán los Estado Unidos de América, de los cuales ya algunos nos reconocen y lo mismo iran practicando otras potencias por lograr nuestro comercio; haremos una Constitución o mejoraremos la que hizo el Congreso Mexicanos cuyas bases eran muy buenas. El declaró la independencia del Anáhuac en Chilpancingo desde 6 de noviembre de 1813, y nosotros la gozaremos completamente con el auxilio que nos darán los Estados Unidos.
¿Con que no será indispensable acordarnos para establecer el Congreso a lo menos con los otros generales? En la tardanza está el peligro; nacen mil dificultades; se opone la ambición, exige condiciones. Si en España se hubiera querido hacer eso, nunca habría habido Junta Central. Cuesta, que era capitán general por Fernando VII, de Castilla la Vieja, se opuso; la Central lo puso preso. Tampoco quería Cortes la Regencia, pero las quería el pueblo español. La voluntad general del pueblo anahuacense está conocida; él desea un Congreso para salvarse; póngase y él aplaudirá; su aplauso confirmará la elección de los suplentes. A su favor se pondrá la opinión general, y aquel jefe que esté con el Congreso será el querido y el favorito, y su crédito tendrán que bajar la cabeza los demás.
El Congreso fue lo principal que dio a Morelos la preponderancia, a pesar de los Rayones, una estimación que no se ha perdido en el sepulcro y un nombre esclarecido entre las potencias extranjeras. ¡Ojalá que él hubiese también obedecido al Congreso en no ponerse a combatir con la tropa de Concha! Hoy estaría libre la patria, y él gozando de la gratitud y los premios correspondientes como el primer hombre de la nación Manos a la obra.
No hay que pararse en que el Congreso por los que lo componen sea bueno o malo. Nada de eso saben los extranjeros, donde ha de hacer al eco más importante. Ya se supone que al principio todo no es lo mejor. Pero más vale algo que nada. El médico, que para sacar a un enfermo de los brazos de la muerte quisiese que desde el primer día saliesen perfectas las operaciones de sus remedios, será un loco de atar.
V
Ya están el Congreso y el Gobierno. ¿ Cómo dar aviso a los Estados Unidos? Escribiendo yo este discurso es San Juan de Ulúa decían aquí las personas, a quienes Herrera y su segundo Zárate habían sustituido sus poderes. Pero el uno está en Buenos Aires y el otro de Secretario de Estado en la República de Colombia, compuesta de lo que antes llamábamos Venezuela y virreinato de Santa Fe. Y luego proseguía así:
En todo caso conviene enviar lo que se llama un mensajero. Un ministro plenipotenciario autorizado completamente para tratar con el gobierno de los Estados Unidos, y cualquiera otra potencia que sea necesario, tratados de paz y guerra, alianzas ofensivas y defensivas, tratados de comercio, auxilios pecuniarios sin límite, respondiendo con las minas de México, e igualmente auxilios militares. Para levantar él mismo ejércitos de mar y tierra, nombrar generales y oficiales provisoriamente, nombrar encargados de negocios o agentes para otras Cortes que convengan, sustituir él mismo la plenitud de sus poderes, nombrar cónsules generales y particulares, dar patentes de corso y hacer todo cuanto le parezca convenir para dar la libertad e independencia a la república anahuacense, cuya capital es México.
El poder ejecutivo, o presidente, es el que expide este nombramiento sellado y autorizado por el secretario o ministro de las relaciones extranjeras. El sello es el nopal sobre la piedra y encima el águila con la culebra a los pies. Dos laureles enlazados cierran todo.
¿Y cómo se enviará el mensajero o se le enviarán los poderes a uno que lo sea? Aquí exponía yo los medios, y designaba algunos sujetos acreditados de quienes podrían acá valerse. Pero los que en Veracruz estaban ya iniciados en la nueva insurreción fueron de parecer que yo debía ser el ministro, y ponerme en proporción. Por eso, vine a La Habana pagando 250 pesos por mi pasaje y de allí me trasladé a la inmediación de este gobierno, y para recibir los poderes del que manda en jefe, envío el buque portador de este pliego.
Téngase por entendido (proseguía yo en el papel) que aunque Nueva Orleáns es uno de los Estados Unidos, hay 30 días de navegación (12 por el estimbote o buque de vapor) a los Estados del norte, donde está la población principal, el gobierno y el poder. El Congreso se reúne de noviembre a marzo cada año en Washington, y allí está siempre el Presidente con los ministros. El banco nacional está cerca, en Filadelfia, como también están muy cerca Baltimore y Nueva York.
VI
Es menester, empero, considerar que el ministro plenipotenciario, cualquiera que sea, poco o nada puede sin dinero. Este fue siempre el nervio de la guerra y el eje de todas las operaciones que la empiezan, la acompañan y la finalizan. El mismo ministro para tratarse con alguna decencia, ser respetado y hacer sus viajes, necesita desde luego algún dinero. Se debe dinero también de la expedición de Mina, que no es justo pierdan del todo lo que dieron para el bien de nuestra patria. Es necesario comenzar por satisfacer algo para que avancen más. Los comerciantes no avanzan sin esperanza de ganar, y no siempre se les puede mantener con esperanza de ganar, y no siempre se les puede mantener con esperanzas, porque con éstas no giran, ni hacen sus pagamentos. Es necesario que vean algo y si no es posible dinero, frutos como grana, vainilla, azúcar, etcétera.
Sobre todo, si se quiere auxilio poderoso y pronto, es necesario hacer un esfuerzo para enviar dinero al banco de los Estados Unidos. Sabe todo negociante que sobre un millón se giran seis, y sobre dos, doce. Y sobre un giro de doce millones está libre el Anáhuac sin remedio. ¿Y qué son para él uno o dos millones? ¡Qué crédito le daría esto a nuestro gobierno! En aquel día quedaba concluida la alianza ofensiva y defensiva.
Tómese un convoy, y avísese al ministro el puerto hacia donde deben presentarse a recibir el dinero, avisando igualmente las señales, y pónganse espías en la costa. El banco nacional dará fragatas de guerra y todo lo necesario para asegurar el recibimiento del dinero. Y échense a dormir, que a vuelta de correo, como dicen, todos los puertos están bloqueados y hecho un poderoso desembarco. Se procurará desde luego tomar un puerto y fortalecerlo entonces para que en él se vayan sucediendo tropas y armas. Y el ahínco será abordar la capital, donde están los recursos, las autoridades, el golpe de la población, y de donde el pueblo está acostumbrado a recibir las órdenes. Tomarla es abreviar o concluir la guerra. Esta era la táctica de Napoleón, y paralizaba los reinos atónitos.
VII
He dicho los medios de salvar la patria. Pero no alcanzo cuáles han sido los que mis paisanos se han propuesto tener por el Mar del Sur haciendo de aquel lado la guerra y tomando puertos. ¿Aguardan auxilios del emperador de China? Son los únicos que por allí les podrían venir. Para irles de la Europa o los Estados Unidos de América era menester dar vuelta al mundo, pasar la línea en cuyos avanzados calores perecería de escorbuto la mitad de la expedición, aguardar los meses de diciembre y enero, únicos en que se puede navegar el Cabo de Hornos, para dar vuelta al Polo Antártico, esperar de allí los seis meses en que los vientos papagayos permiten abordar las costas del sur, y al cabo de uno o dos años y de millones de pesos gastados, desembarcar allí con la quinta parte de su gente. ¿Se puede imaginar locura semejante? Sólo un aventurero desprendido de las repúblicas de Chile y Buenos Aires puede arribar por ahí, como dicen ha llegado Lord Cocrane y se le ha entregado Guayaquil. Es menester, en verdad, que el país se entregue, porque por allí nunca pueden llegar fuerzas de provecho.
¡Mexicanos! Del norte nos ha de venir el remedio: por acá es donde se ha de trabajar para tener un puerto, mantener comunicación y recibir socorros. Todo cuanto se haga por el sur es perdido. El Profeta decía a los judíos que del norte les vendría todo el mal, porque por allí quedaban sus enemigos. A nosotros del norte nos ha de venir todo el bien, porque por allí quedan nuestros amigos naturales.
Diciembre de 1820
[Versión digital preparada por Sandra Marcusi según la edición de J. M. Miquel i Vergés y Hugo Díaz-Thomé, Escritos inéditos de Fray Servando Teresa de Mier
(México: El Colegio de México, 1944), pp. 213-227. ]
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