22 de Diciembre de 1815
Excelentísimo Señor:
En cumplimiento de la superior orden que Vuestra Excelencia se sirvió comunicarme la noche del 21 del corriente, salí a las seis de la mañana subsecuente de esa capital conduciendo desde su ciudadela la persona del rebelde José María Morelos, a quien mandé fusilar por la espalda, como a traidor, a las tres de la tarde de hoy, a presencia de toda la sección de mi mando y de la guarnición destacada en este punto.
A más de los auxilios cristianos que ya había hecho aún antes de notificarle la sentencia en la Ciudadela, tuvo por el camino los que le ministró el padre capellán de la sección; y no obstante estos, le proporcioné al cura de este pueblo, y su vicario, quienes lo asistieron desde tres horas antes de su muerte, con cuya operación parece que manifestó algunos sentimientos de arrepentimiento diversos de los que hasta entonces había demostrado.
A las cuatro de la propia tarde se le dio sepultura en la parroquia de este pueblo por su cura el Br. D. José Miguel de Ayala, como consta del oficio que acompaño a Vuestra Excelencia, junto con la respuesta que me dio de otro preventivo que le libré a mi llegada que fue a las once del día.
Dios guarde a Vuestra Excelencia muchos años. San Cristóbal, 22 de diciembre de 1815.
Excelentísimo señor Manuel de la Concha.
Excelentísimo señor Virrey Don Félix María Calleja.
Supuesta retractación de Morelos
Publicada por el gobierno virreinal el 26 de diciembre de 1815
Excelentísimo señor:
Para descargo de mi conciencia y para reparar en lo poco que puedo −ojalá pudiera hacerlo en un todo− los innumerables gravísimos daños que he ocasionado al rey, a mi patria y al Estado, como también para precaver o desvanecer el escándalo que pueda haberse tomado de la exterior tranquilidad con que comparecí en el autillo a que me condenó el santo tribunal de la Inquisición, y sufrí la terrible pena de degradación practicada en mi persona, suplico a vuestra excelencia que por medio de los papeles públicos se comunique el siguiente sencillo manifiesto.
Sin otro motivo que la autoridad de Hidalgo, de cuyo talento e instrucción tenía yo hecho un gran concepto, abracé el partido de la insurrección, insistí después en él y lo promoví con los infelices progresos que todos saben y que yo quisiera llorar con lágrimas de sangre, arrastrado de un deseo tan excesivo y furioso del bien de mi patria, que sin detenerme a reflexionar, lo tuve por justo. Por esta misma indisposición de ánimo, reputé falsa la venida a España de nuestro amado monarca Fernando VII y me dejé persuadir que, si acaso había venido, habría sido por disposición de Napoleón, a sus órdenes e imbuido en sus máximas injustas e irreligiosas. Y así continué aspirando a la independencia y maquinando para conseguirla.
Pero de algunos meses a esta parte, disgustado por las divisiones entre mis compañeros o cómplices, y por la falta de recursos para lograr el designio, viendo que inútilmente se derramaba la sangre y se estaban causando tantos males, pensaba ya abandonarlo y aprovechar la primera ocasión para retirarme a la Nueva Orleans o a los Estados Unidos, y aun creo que algunas veces me ocurrió el pensamiento de ir a España a cerciorarme de la venida del soberano y a implorar el indulto de mis atentados de su real clemencia.
Estas son mis ideas y pensamientos cuando fui preso por las tropas del rey y conducido a esta ciudad, en lo que reconozco un singularísimo beneficio de la infinita misericordia. Porque confinado aquí en la cárcel, a la luz de las reflexiones que me han hecho, he conocido lo injusto del partido que abracé y lo ajeno y repugnante que era mí carácter y estado. Conozco y confieso que por la ignorancia del sagrado evangelio, culpable ciertamente en un eclesiástico, me he apartado de sus máximas conducentes no sólo al bien espiritual de las almas sino al temporal de las sociedades. Que he dejado de dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Quiero decir que negué, y con la seducción, con la fuerza de mi ejemplo fui causa de que otros muchos negaran al señor don Fernando VII la obediencia y reconocimiento debidos a un monarca jurado que estaba en quieta y pacífica posesión de gobernar a la América cual legítimo y verdadero soberano; y que para abrazar el partido de la insurrección dejé de dar a Dios lo que debía como eclesiástico, como sacerdote y como cura. Sí, omitiendo el rezo del oficio divino por las ocupaciones militares le negué a Dios el tributo de alabanzas que diariamente debía rendirle. Con tanta sangre como se ha derramado de mi orden y por mi causa me inhabilité para ofrecerle el sacrificio santo de la misa. Abandoné las ovejas que había puesto a mi cuidado. He sido causa de que otros muchos hayan contravenido a tan sagrados deberes. He atraído con mi conducta y con la de otros que han seguido mi mal ejemplo sobre el venerable clero secular y regular de la América tal vilipendio y desprecio que al contemplarlo se me parte el corazón de dolor. Pero se me parte mucho más al considerar la pérdida de tantas almas redimidas con la sangre preciosísima de Jesucristo que por mi causa habrán perecido y perecerán eternamente.
Penetrado de estos sentimientos ¿cómo era dable que conservara en lo interior de mi espíritu la tranquilidad que manifestaba en lo exterior de mis sentidos y cuerpo? Atribúyase esto a mi complexión y temperamento o a cierta especie de aturdimiento causado por la sorpresa. Cuando comparecí al autillo y a la sensible ceremonia de ser degradado, mi alma estaba inundada de dolor y sentimientos de amargura, cuales no he sentido en toda mi vida, sin dejar por eso de sujetarme con resignación y con humildad a tan justas penas merecidas por mis enormes delitos.
Bien persuadido de ellos, y arrepentido de haberlos hecho, así fuera a proporción y medida de su gravedad y número, pido perdón a Jesucristo mi redentor, amantísimo Dios de la paz, de la caridad y la mansedumbre, por el detestable abuso que hice del carácter de ministro suyo y del respeto que por éste se me tenia, para desterrar la paz, destruir la caridad y la unión y extender una guerra tan sangrienta. Se lo pido a la Iglesia santa de no haber hecho caso de sus leyes y censuras por ignorancia e inadvertencia culpables. Se lo pido al amado monarca Fernando VII, por haberme rebelado y sublevado contra él tantos fieles y leales vasallos suyos. Se lo pido al clero secular y regular de haberlo difamado y exautorizado con mi mala conducta y la de otros que me han seguido. Se lo pido a los superiores eclesiásticos y civiles por el desprecio que hice de su autoridad. Se lo pido a todos los pueblos que he escandalizado con mi mal ejemplo. Se lo pido en fin a tantos europeos y americanos por lo mucho que les he dañado en sus intereses y en sus haberes y en la vida de aquéllos de quienes dependía su subsistencia. Ruego a todos que, satisfechos con la pérdida de mi vida temporal, interpongan los méritos infinitos de Jesucristo y la intercesión poderosa de la Virgen y los santos para que, salva mi pobrecita alma, vaya a pedirle a Dios incesantemente el remedio de tantos males como he causado.
Estos son, señor excelentísimo, mis sentimientos que deseo lleguen a noticia de todos para que se aprovechen de ellos los extraviados, representándose en el trance en que me veo y ponderándolos con la elocuencia a que no alcanzo en las circunstancias en que me hallo, suplico a vuestra excelencia se sirva mandar que se divulguen en el modo y tiempo que tuviere por conveniente.
Dios guarde a vuestra excelencia muchos años. México, diciembre 10 de 1815.
Excelentísimo señor. José María Morelos.
Excelentísimo señor virrey don Félix María Calleja.
[Añadido posterior]
Excelentísimo señor:
Por lo que pueda importar a la pacificación de mi patria, suplico a vuestra excelencia que el sencillo manifiesto que le dirigí ayer se añada este párrafo:
Por último, en este momento en que por la infinita misericordia de Dios las verdades han disipado mis antiguas ilusiones, quiero pagar un tributo de reconocimiento a la amistad que a tantos infelices he debido, a los cuales exhorto y ruego encarecidamente, por utilidad suya y del mejor servicio de Dios y por el mismo amor que han tenido a nuestro desolada patria, que cesen ya de destruida, que reflejen que no es conforme sino repugnantísimo a la razón sacrificar el bien temporal y espiritual de la presente e inmediatas generaciones por la mayor comodidad y abundancia incierta y muy contingente de las remotas; y dejando las armas que han tomado a mis preceptos, a instancias mías o a mí ejemplo, vuelvan al reposo y seno de sus familias. Así nuestra patria volverá más pronto a la prosperidad y sosiego de que carece y de que disfrutaba ciertamente bajo la quieta subordinación y obediencia a nuestros católicos monarcas, y la Iglesia americana recobrará el crédito, el consuelo y gloria que con la insurrección le hemos quitado.
Esto es lo que quiero que se añada al manifiesto y a la súplica que hago a vuestra excelencia, que solicito que se divulguen los sentimientos que contiene, estimulado únicamente de mi conciencia y del deseo del bien general de todos.
Dios guarde a vuestra excelencia muchos años. México, diciembre 11 de 1815. Excelentísimo señor.
José María Morelos.
Excelentísimo señor virrey don Félix María Calleja.
*Documentos Históricos Constitucionales de las Fuerzas Armadas Mexicanas. Senado de la República. México, Primera edición, 1965. Cuatro Tomos. Tomo I. p. 99.
**Gaceta de México, t. IV, núm. 840, pp. 1398-1402, Herrejón Peredo, Morelos II, 1985, doc. 21, p. 454-457.
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