Octubre 23 de 1814
Mexicanos:
Jamás hemos presumido que pudieran medirse nuestras fuerzas con las arduas y sublimes obligaciones en que nos constituyó aquella sagrada ley que en obsequio de la salud común exige imperiosamente nuestra ciega sumisión. La patria misma reclamó nuestros sacrificios y, comenzando por el de nuestra propia reputación, lo aventuramos todo, muy asegurados de que a vueltas de nuestros yerros habían de aparecer la sinceridad de nuestros respetos y rectitud de nuestras intenciones. Bajo de esta confianza aceptamos la más augusta que podía depositarse en nuestras manos, y con la misma nos presentamos ahora a la faz de la nación para manifestar sencillamente la serie y fruto de nuestros afanes, persuadidos de que el celo por la causa publica, que animó constantemente nuestras operaciones, merecerá el aplauso y gratitud de los patriotas virtuosos y sensatos o nos conciliará, si no, su indulgente consideración.
¡Qué días tan placenteros el 14, 15 y 16 de Septiembre del año próximo anterior! En ellos vimos que sucediendo la apacible serenidad a la borrasca espantosa, que poco antes nos había hecho estremecer, se establecían tranquilamente los cimientos del edificio social, se anunciaba el orden y se miraba con interés la prosperidad y engrandecimiento de los pueblos. Vimos a éstos ejercer por la vez primera los derechos de su libertad en la elección de representantes para formar el cuerpo soberano. Vimos reunirse la suprema corporación que hasta allí se había reconocido, a la cual es verdad que en su primitiva instalación se debieron grandes ventajas, pero disuelta posteriormente, también es cierto que iba a precipitarnos en los horrores de la anarquía, o ya fuese en la sima del despotismo. Vimos ampliarse legalmente el Congreso de la Nación con el aumento de cinco individuos, llenando esta medida el voto general de los ciudadanos y concediéndose por medio de ella la representación que demandaban justamente las provincias. Vimos, en fin, adoptarse algunas instituciones que, si no eran las más acordes con los principios de nuestra libertad, se acomodaron felizmente a las necesidades del momento para que sirviesen de norte mientras la potestad legitima fijaba la ley que pusiese coto a la arbitrariedad y allanase los caminos de nuestra suspirada independencia.
Tal fue, mexicanos, el digno objeto a que meditábamos consagrar desde luego nuestras tareas. Mas apenas nos preveníamos para tan gloriosas fatigas cuando una nube intempestiva de infortunios descarga sobre nuestras cabezas, bate y destruye el principal apoyo de nuestra seguridad y frustra desgraciadamente el cumplimiento de nuestros designios. Recordamos con horror las inopinadas derrotas del Ejército del Sur que, seguidas de la invasión de las provincias de Oaxaca y Tecpan, causaron un trastorno universal y abrieron la puerta a los peligros, que se dejaron ver por todas partes. Circunstancias verdaderamente deplorables, en las cuales no habría sido poco atender a la conservación de la primera autoridad, única esperanza de los pueblos, ni fuera mucho que en las convulsiones brutales de la patria se desquiciase el centro no bien consolidado de la unidad, para colmo de nuestra desventura. Pero nuestras miras y conatos, superiores siempre a nuestros desastres, se extendieron más allá de los angustiados límites a que parecía estrecharnos nuestra afligida situación.
De hecho, cercados de bayonetas enemigas y a la sazón en que nos perseguía obstinadamente el pérfido Armijo, procedimos a dar a nuestra representación el complemento de que todavía era susceptible, eligiendo con maduro acuerdo nueve diputados más que llevasen la voz por las provincias que aun no estaban representadas. Decretose, por unánime consentimiento, que en tan peligrosa crisis reasumiese el Congreso las riendas del gobierno y que no saliera de sus manos hasta no recibir la forma que se sancionase; se nombraron jefes de celo, probidad e ilustración que encargándose del mando militar de sus respectivas demarcaciones protegiesen el orden, fomentasen la opinión e hiciesen frente a las viles artes de los tiranos, que prevalidos de nuestras desgracias pensaban sacar partido de la sencillez de los incautos.
Evacuadas estas importantísimas deliberaciones, instaba ejecutivamente el despacho de los negocios en los distintos ramos de la administración, cuyo enorme peso ya cargaba sobre nuestros hombros. En vano hubiéramos solicitado otro asilo que no fuese la fidelidad y vigilancia de los pueblos que, aunque inermes, estaban generosamente decididos por la santidad de su causa. Así es que, variando de ubicación frecuentemente, se continuaban día y noche nuestros trabajos, consultando medidas, discutiendo reglamentos y acordando providencias que se expedían sin intermisión para ordenar la vasta y complicada máquina del Estado. Ni la malignidad de los climas, ni el rigor de las privaciones, ni los quebrantos de salud harto comunes, ni los obstáculos políticos que a cada paso se ofrecían, nada pudo interrumpir la dedicación con que se trataba desde los asuntos más graves y delicados hasta las minucias y pequeñeces que llamaban entonces el cuidado de la soberanía. Estimulados del empeño de salvar a nuestros compatricios, nada fue bastante para debilitar nuestra constancia.
Entretanto, aleccionados por la experiencia, nos convencíamos más y más de la urgentísima necesidad de arreglar el plan que al principio nos propusimos, en que desenrollando los derechos de nuestra libertad, se sistemase conforme a ellos un gobierno capaz de curar en su raíz nuestras dolencias y conducirnos venturosamente al término de nuestros deseos. Un gobierno en que, desplegando la liberalidad que se ha proclamado en la época de las luces, se fundase el imperio severo y saludable de la ley sobre las ruinas de la dominación caprichosa de los hombres e, identificados los intereses individuales con los de la misma sociedad, aspirasen con igual anhelo todos los ciudadanos en sus diversos destinos al bien y felicidad de la nación, pospuestas las miras ambiciosas y despreciadas las sugestiones de los partidarios.
Peregrinos en el campo inmenso de la ciencia legislativa, confesamos ingenuamente que un proyecto semejante no cabía en la esfera de nuestra posibilidad. Nos atrevimos, empero, a tentar su ejecución ciñéndola precisamente a tirar las primeras líneas para excitar a otros talentos superiores a que tomando la obra por su cuenta la perfeccionasen sucesivamente hasta dejarla en su último mejoramiento. La agitación violenta en que nos hallábamos, las interesantes ocupaciones que nos impedían, la falta absoluta de auxilios literarios y el respeto que profesamos sinceramente a nuestros paisanos nos habrían retraído de la empresa si el amor de la patria no nos hubiese compelido a zanjar como pudiéramos los fundamentos de su libertad, olvidados o no entendidos después de cinco años de luchar heroicamente por esta sagrada prenda.
Cual haya sido el resultado de nuestras tentativas lo justifica el Decreto Constitucional, sancionado solemnemente, jurado y mandado promulgar por el Congreso. La profesión exclusiva de la religión católica, apostólica, romana; la naturaleza de la soberanía; los derechos del pueblo; la dignidad del hombre; la igualdad, seguridad, propiedad, libertad y obligaciones de los ciudadanos; los límites de las autoridades; la responsabilidad de los funcionarios; el carácter de las leyes: he aquí, mexicanos, los capítulos fundamentales en que estriba la forma de nuestro gobierno. Los principios sencillos que se establecen para ilustrar aquellos grandes objetos descifran el sistema de nuestra revolución, demuestran evidentemente la justicia de nuestra causa, alumbran los senderos que han de seguirse para el logro de nuestra independencia y, aclarando los deberes recíprocos de los súbditos y de los que mandan, afianzan solidamente el vínculo de la sociedad.
De acuerdo con estas máximas se prescribe la organización de las supremas corporaciones que, derivadas de la fuente legitima de los pueblos, parten entre si los poderes soberanos, y mezclándose sin confusión sus sagradas atribuciones quedan sujetas a la sobrevigilancia mutua y reducidas sus funciones a un periodo determinado. No se permite en las elecciones primordiales el menor influjo a la arbitrariedad y, así como la libertad de los pueblos es el origen de donde dimana el ejercicio de la soberanía, se libra también a un tribunal, que merezca la confianza inmediata de la nación, la residencia de los primeros funcionarios. Sería temeridad imperdonable arrogarnos la solución de un problema que no han alcanzado a desatar los más acreditados publicistas; pero, ¿no podremos lisonjearnos de haber enfrenado la ambición y echado fuertes trabas al despotismo? ¿No podremos exigir de nuestros conciudadanos que reconozcan nuestro desprendimiento y el celo desinteresado con que hemos atendido a la salvación de nuestra patria, libertándola de la usurpación extraña al tiempo mismo que la preservamos de la tiranía doméstica?
No resta poco para completar el cuerpo de nuestras instituciones, habiendo sido inevitable dejar en pie mucha parte de las antiguas. El Poder Legislativo las reformará oportunamente y dictará las que se desearen, limitándose, como se ha hecho en las demás, al tiempo y circunstancias funestas de la guerra... ¡Oh! Quiera el cielo llegue el afortunado día en que, pacificado nuestro territorio, se instale la Representación Nacional, ante cuya majestad tributemos el justo homenaje de nuestra obediencia, según que hemos prometido delante de los altares, y de cuya soberanía recibamos la Constitución permanente del Estado que ponga el sello a nuestra independencia.
Ínterin, mexicanos, está concertado el plan que ha de regirnos para que nuestra felicidad no se encomiende ciegamente al influjo fortuito de las armas. La arbitrariedad no tiene acogida en nuestro sistema; podemos francamente practicar todo lo que no se oponga a las leyes, por más que contradiga a las pasiones y caprichos de los que gobiernen. Reconozcamos, pues, las autoridades constituidas por el Supremo Congreso, único depositario de los derechos y confianza de los pueblos; estrechemos las relaciones de unión y fraternidad con que hasta aquí hemos anhelado por la salud de la patria; abominemos el espíritu de partido que en cualquier evento nos sumergiría infaliblemente en el fango de la esclavitud, y de una esclavitud quizá mas ignominiosa que la que hemos experimentado bajo los reyes de España. ¡Horror eterno a las facciones intestinas! Solo ellas, menoscabando el estado brillante de nuestros ejércitos y la fuerza moral de la opinión, podrían acarrearnos el malogro de nuestra gloriosa empresa.
Sabios compatriotas, penetraos de nuestra buena fe, penetraos de nuestro celo y, compadecidos de nuestra ignorancia, ayudadnos con vuestras luces para que, rectificándose nuestros conocimientos, enmendemos los errores en que hayamos incidido y precavamos de hoy en más nuestros desaciertos involuntarios.
Apatzingán, octubre 23 de 1814. Año quinto de la independencia mexicana.
JOSE MARÍA LICEAGA, diputado por Guanajuato, presidente.
Dr. JOSE SIXTO BERDUSCO, diputado por Michoacán.
JOSE MARÍA MORELOS, diputado por el Nuevo Reino de León.
Lic. JOSE MANUEL DE HERRERA, diputado por Tecpan.
Dr. JOSE MARIA Cos, diputado por Zacatecas.
Lic. JOSE SOTERO CASTANEDA, diputado por Durango.
Lic. CORNELIO ORTIZ DE ZARATE, diputado por Tlaxcala.
Lic. MANUEL DE ALDERETE Y SORIA, diputado por Querétaro.
ANTONIO JOSE MOCTEZUMA, diputado por Coahuila.
Lic. JOSE MARIA PONCE DE LEON, diputado por Sonora.
Dr. FRANCISCO ARGANDAR, diputado por San Luís Potosí.
REMIGIO DE YARZA, secretario.
Nota. Los Excmos. Sres. Lic. D. Ignacio López Rayón, Lic. D. Manuel Sabino Crespo, Lic. D. Andrés Quintana, Lic. D. Carlos María Bustamante, D. Antonio Sesma, poseídos de los mismos sentimientos que se expresan en este manifiesto, no pudieron firmarlo por hallarse ausentes. Yarza. Bermeo.
Fuente: Ernesto Lemoine Villicaña, Morelos. Su vida revolucionaria a través de sus escritos y de otros testimonios de la época.
|