Agosto 26 de 1811
EL OBISPO DE OAXACA, A SUS DIOCESANOS, EXHORTÁNDOLOS PARA QUE DEFIENDAN LA PROVINCIA
En la demasiada confianza está el peligro: y en los graves peligros es más necesaria que nunca la fortaleza, porque como dice Cicerón, al esfuerzo no desayuda la fortuna. No quiero disimularos, amados diocesanos míos, el peligro en que está nuestra amada Provincia de Oaxaca, si entregados a una necia confianza os mantenéis en inacción, sin reuniros para vuestra propia defensa y de vuestros amados hogares. Nuestro corto ejército en Chilapa ha padecido un descalabro considerable, porque nuestros pecados son muchos, y Dios misericordiosamente justiciero nos despierta y avisa piadosamente con el castigo, para que nos enmendemos. El rebelde Morelos y sus secuaces ensordecidos con sus miserables recientes ventajas pondrán la vista en el objeto más capaz de saciar sus codiciosas ideas, que será el saqueo de esta Ciudad y de los principales y más ricos pueblos de la Mixteca. Sí, amados diocesanos míos, vuestros caudales, alhajas, granas, cosechas y cuanto hay en vuestras casas vendrán buscando esos rebeldes bandidos: su osadía se extenderá a los vasos sagrados y alhajas de los templos y conventos: y su brutal lujuria abusará acaso a vuestra vista de vuestras mujeres, hijas y hermanas, derramando por calles y plazas vuestra propia sangre y la de vuestros parientes y amigos, si Dios no los detiene y vosotros con valor no les salís al encuentro, pues no merecemos ser defendidos solamente con milagros. No aguardéis a que se aproximen a este valle, porque sería mucho mayor nuestro peligro y nuestro daño. Nuestra defensa deberá hacerse en la frontera de la Provincia y en las angostas entradas de la Mixteca.
A las armas, pues, amados diocesanos míos, todos cuantos sean capaces de manejarlas sin excepción de clase, ni de estado, porque en el peligro común debe también serlo la defensa. Si, como debéis, tratáis de defenderos con energía, a vuestro lado me ofrezco, para cuanto alcancen mis débiles fuerzas y quebrantada salud, y para auxiliaros, y animaros con la palabra y el consejo y al menos levantaré mis trémulas manos al cielo, pidiendo perdón para mi pueblo, y al Dios de los ejércitos su brazo fuerte y sus necesarios auxilios para rechazar al más injusto enemigo con una completa victoria, que haga eterno honor a nuestras armas. Para ello acudid diligentes a donde os llame nuestro gobierno y jefes militares, armados de fidelidad a Dios, al rey, y a la patria, confiando en la justicia de nuestra causa, y en la protección del Dios de las batallas; y unidos todos con la más pura caridad para que sea irresistible nuestra fuerza. Españoles todos, americanos y europeos, honrados indios y castas, oíd y obedeced a vuestro prelado, que a todos tiernamente os ama, y creed, que uno mismo es el interés de todos, y una misma nuestra justa causa. Nuestras personas, vidas y haciendas de todos peligran igualmente, porque un ejército de bandoleros como el del traidor sacrílego Morelos no se satisface con sólo los europeos, y sus traidores auxiliantes colonos irreligionarios a nadie exceptúan ni respetan, sino que unos y otros vienen a chupar la sustancia de todos nosotros, a saquear el templo de María Santísima de la Soledad, nuestra dulcísima Madre, a inundar de sangre esta capital, a profanar nuestra santa religión y a introducir en todo la confusión, el desorden y la anarquía. No os encaprichéis, como oigo con desconsuelo mío de algún pueblo, en que cada uno se defenderá a sí mismo, porque el modo que una a una arrancáis fácilmente todas las cerdas de la cola de un caballo, que juntas os sería imposible, os vencerá, arrollará y saqueará fácilmente uno a uno vuestros pueblos el infame Morelos, y cualquier otro más débil enemigo, si no os unieseis para la común defensa: y con la unión jamás podrá vencernos.
A las armas, pues, amados diocesanos míos, y no os cause extrañeza, que vuestro obispo os persuada a ello, porque en causa como ésta de religión, todos debemos ser soldados. A Vuestra Señoría ilustrísima, mi venerable Cabildo y a sus distinguidos individuos como primeros en la jerarquía y en la estimación del público, toca ser los primeros en animar con la voz y con el ejemplo en el modo decoroso y útil, que sugerirá a vuestra señoría ilustrísima su notorio celo y patriotismo. A vosotros, mis amados curas, mis fieles coadjutores en el sagrado ministerio, toca guiar a vuestros respectivos feligreses, velar e impedir que el hombre enemigo no consiga acobardarlos, ni seducirlos. A todo el venerable clero secular y regular toca coadyuvar con todas sus fuerzas y posibles a nuestra justa defensa: y a todos vosotros, mis amados diocesanos, toca armaros de celo, de fortaleza y de valor para la defensa de la católica religión, del rey y de la Patria. Al débil devoto sexo y demás personas, que por sus circunstancias personales no sean útiles para las armas y a vosotros, inocentes vírgenes, que en vuestro sagrado retiro padecéis doblemente con la confusión e incertidumbre de las noticias y sucesos, toca aplacar la divina ira y esforzar vuestras oraciones y súplicas al Omnipotente Dios de las misericordias para que proteja, defienda y conserve libre de insurgentes a esta ciudad y a toda su provincia.
Si así lo hacemos todos, Dios protegerá nuestra diligencia y buenas intenciones y el ángel tutelar de esta Nueva España, que para nuestro amparo y gobierno nos trajo la Divina Providencia en la persona del valeroso acreditado militar, justificado y generoso político, benigno, benéfico e infatigable virrey el Excelentísimo Sr. Venegas, nos enviará oportunos auxilios de gente y armas con que triunfemos. Fidelidad y valor, amados diocesanos, pues como dice S. Bernardo, en los apuros y dificultades crece el ánimo del varón fuerte; fidelidad y valor y confianza en Dios con ciega obediencia, adhesión y subordinación a nuestros jefes militares y políticos; unión y caridad mutua en todos vosotros, amados diocesanos, y así triunfaréis de nuestros crueles enemigos insurgentes, seréis mis fieles y verdaderos hijos, y yo os llenaré de bendiciones, como vuestro amante padre.
Palacio Episcopal de Oaxaca, a 26 de agosto de 1811.
Antonio, obispo de Antequera.
Por mandado de su señoría ilustrísima el obispo, mi señor.
Dr. Miguel Casimiro de Ozta, secretario
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