Diciembre 15 de 1810
MANIFIESTO QUE EL SEÑOR DON MIGUEL HIDALGO Y COSTILLA, GENERALISIMO DE LAS ARMAS AMERICANAS Y ELECTO POR LA MAYOR PARTE DE LOS PUEBLOS DEL REINO PARA DEFENDER SUS DERECHOS Y LOS DE SUS CONCIUDADANOS, HACE AL PUEBLO
Me veo en la triste necesidad de satisfacer a las gentes sobre un punto en que nunca creí se me pudiere tildar, ni menos declarárseme sospechoso para mis compatriotas.
Hablo de la cosa más interesante, más sagrada y para mí la más amable: de la religión santa, de la fe sobrenatural que recibí en el bautismo.
Os juro desde luego, amados conciudadanos míos, que jamás me he apartado ni en un ápice de la creencia de la Santa Iglesia Católica.
Jamás he dudado de ninguna de sus verdades, siempre he estado íntimamente convencido de la infalibilidad de sus dogmas, y estoy pronto a derramar mi sangre en defensa de todos y cada uno de ellos.
Testigos de esta protesta son los feligreses de Dolores y de San Felipe, a quienes continuamente explicaba las terribles penas que sufren los condenados en el Infierno, a quienes procuraba inspirar horror a los vicios y amor a la virtud, para que no quedaran envueltos en la desgraciada suerte de los que mueren en pecado.
Testigos, las gentes todas que me han tratado, los pueblos donde he vivido y el ejército todo que comando.
¿Pero para qué testigos sobre un hecho e imputación que ella misma manifiesta su falsedad? Se me acusa de que niego la existencia del Infierno, y un poco antes se me hace cargo de haber asentado que algún pontífice de los canonizados por santo está en este lugar.
¿Cómo, pues, concordar que un pontífice está en el Infierno, negando la existencia de éste?
Se me imputa también el haber negado la autenticidad de los Sagrados Libros, y se me acusa de seguir los perversos dogmas de Lutero.
Si Lutero deduce sus errores de los libros que cree inspirados por Dios, ¿cómo el que niega esta inspiración sostendrá los suyos deducidos de los mismos libros que tiene por fabulosos? Del mismo modo son todas las acusaciones.
¿Os persuadiríais, americanos, que un tribunal tan respetable y cuyo instituto es el más santo, se dejase arrastrar del amor del paisanaje hasta prostituir su honor y su reputación?
Estad ciertos, amados conciudadanos míos, que si no hubiese emprendido libertar nuestro reino de los grandes males que le oprimían y de los muchos mayores que le amenazaban y que por instantes iban a caer sobre él, jamás hubiera sido yo acusado de hereje.
Todos mis delitos traen su origen del deseo de vuestra felicitad. Si éste no me hubiese hecho tomar las armas, yo disfrutaría una vida dulce, suave y tranquila; yo pasaría por verdadero católico, como lo soy y me lisonjeo de serlo; jamás habría habido quien se atreviese a denigrarme con la infame nota de la herejía.
¿Pero de qué medio se habían de valer los españoles europeos, en cuyas opresoras manos estaba nuestra suerte? La empresa era demasiado ardua.
La Nación, que tanto tiempo estuvo aletargada, despierta repentinamente de su sueño a la dulce voz de la libertad. Corren apresurados los pueblos y toman las armas para sostenerla a toda costa.
Los opresores no tienen armas ni gentes para obligarnos con la fuerza a seguir en la horrorosa esclavitud a que nos tenían condenados. Pues, ¿qué recurso les quedaba?
Valerse de toda especie de medios, por injustos, ilícitos y torpes que fuesen, con tal que condujeran a sostener su despotismo y la opresión de la América.
Abandonan hasta la última reliquia de honradez y hombría de bien; se prostituyen las autoridades más recomendables; fulminan excomuniones que nadie mejor que ellos saben no tienen fuerza alguna; procuran amedrentar a los incautos y aterrorizar a los ignorantes para que, espantados con el nombre de anatema, teman donde no hay motivo de temer.
¿Quién creería, amados conciudadanos, que llegase hasta este punto el descaro y atrevimiento de los gachupines? ¿Profanar las cosas más sagradas para asegurar su intolerable dominación?
¿Valerse de la misma religión santa para abatirla y destruirla? ¿Usar de excomuniones, contra toda la mente de la Iglesia? ¿Fulminarlas, sin que intervenga motivo de religión?
Abrid los ojos, americanos. No os dejéis seducir de nuestros enemigos. Ellos no son católicos sino por política. Su Dios es el dinero, y las conminaciones solo tienen por objeto la opresión.
¿Creéis acaso que no puede ser verdadero católico el que no esté sujeto al déspota español? ¿De dónde nos ha venido este nuevo dogma, este nuevo artículo de fe?
Abrid los ojos, vuelvo a decir. Meditad sobre vuestros verdaderos intereses: de este precioso momento depende la felicidad o infelicidad de vuestros hijos y de vuestra numerosa posteridad.
Son ciertamente incalculables, amados conciudadanos míos, los males a que quedáis expuestos si no aprovecháis este momento feliz que la Divina Providencia os ha puesto en las manos.
No escuchéis las seductoras voces de nuestros enemigos, que bajo el velo de la religión y de la amistad os quieren hacer víctimas de su insaciable codicia.
¿Os persuades, amados conciudadanos, que los gachupines, hombres desnaturalizados que han roto los más estrechos vínculos de la sangre -¡se estremece la naturaleza!-, que abandonando a sus padres, a sus hermanos, a sus mujeres y a sus propios hijos, sean capaces de tener afectos de humanidad a otra persona?
¿Podréis tener con ellos algún enlace superior a los que la misma naturaleza puso en las relaciones de su familia? ¿No los atropellan todos por solo el interés de hacerse ricos en la América?
Pues no creáis que unos hombres nutridos de estos sentimientos puedan mantener amistad sincera con nosotros. Siempre que se les presente el vil interés, os sacrificarán con la misma frescura [con] que han abandonado a sus propios padres.
¿Creéis que el atravesar inmensos mares, exponerse al hambre, a la desnudez, a los peligros de la vida inseparables de la navegación, lo han emprendido por venir a haceros felices? Os engañáis, americanos.
¿Abrazarían ellos ese cúmulo de trabajos por hacer dichosos a unos hombres que no conocen? El móvil de todas esas fatigas no es sino su sórdida avaricia.
Ellos no han venido sino por despojarnos de nuestros bienes, por quitarnos nuestras tierras, por tenernos siempre avasallados bajo de sus pies.
Rompamos, americanos, estos lazos de ignominia con que nos han tenido ligados tanto tiempo. Para conseguirlo, no necesitamos sino de unirnos.
Si nosotros no peleamos contra nosotros mismos la guerra está concluida y nuestros derechos a salvo. Unámonos, pues, todos los que hemos nacido en este dichoso suelo.
Veamos desde hoy como extranjeros y enemigos de nuestras prerrogativas a todos los que no son americanos.
Establezcamos un Congreso que se componga de representantes de todas las ciudades, villas y lugares de este reino, que teniendo por objeto principal mantener nuestra santa religión, dicte las leyes suaves, benéficas y acomodadas a las circunstancias de cada pueblo.
Ellos entonces gobernarán con la dulzura de padres, nos tratarán como a sus hermanos, desterrarán la pobreza moderando la devastación del reino y la extracción de su dinero, fomentarán las artes, se avivará la industria, haremos uso libre de las riquísimas producciones de nuestros feraces países y, a la vuelta de pocos años, disfrutarán sus habitantes de todas las delicias que el soberano autor de la naturaleza ha derramado sobre este vasto continente.
Nota: Entre las resmas de proclamas que nos han venido de la Península desde la irrupción en ella de los franceses, no se lee una cuartilla de papel que contenga, ni aún indicada, excomunión de algún prelado de aquellas partes contra los que abrazasen la causa de Pepe Botella, sin que nadie dude que sus ejércitos y constitución venían a destruir el cristianismo en España.
Fuente: De la crisis del modelo borbónico al establecimiento de la República Federal. Gloria Villegas Moreno y Miguel Angel Porrúa Venero (Coordinadores) Margarita Moreno Bonett. Enciclopedia Parlamentaria de México, del Instituto de Investigaciones Legislativas de la Cámara de Diputados, LVI Legislatura. México. Primera edición, 1997. Serie III. Documentos. Volumen I. Leyes y documentos constitutivos de la Nación mexicana. Tomo I. p. 83.
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