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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1810 La Junta Superior de Cádiz a la América Española.

Febrero 28 de 1810

En la peligrosa crisis que acaba de sufrir la monarquía, cuando asaltada de una nube de desgracias en su defensa exterior, las facciones y el frenesí minaban interiormente sus cimientos para que se desplomase al suelo; cuando la confusión y el desorden no dejaban al parecer senda alguna que sugerir en medio del laberinto de los sucesos y del movimiento tumultuario de las pasiones, el pueblo de Cádiz, que puesto por la naturaleza y la fortuna inmediatamente al torbellino, ha tenido la suerte de ser una de las principales columnas en que se ha sostenido la unidad y la esperanza del estado, os habla ahora por medio de su Junta Superior, para enteraros de la verdad de los acontecimientos, manifestaros la serie de sus operaciones y mostraros el rumbo por donde vuestra lealtad debe seguimos para la salvación de la patria.

La fama llevará a vuestros oídos que los franceses han penetrado en la Andalucía, que han ocupado a Sevilla, que se han dilatado hasta el mar, que la autoridad soberana depositada en la Junta Central lo está, ahora, en un Consejo de Regencia y que nuestros esfuerzos deben comenzar de nuevo a organizar la máquina de la resistencia contra el enemigo. La inmensidad de la distancia, la diversidad de lenguas por donde los hechos pasan, la malignidad que los vicia el terror, que los abulta, todo contribuirá a llenar de sorpresa y de dolor vuestros ánimos y no cesaréis de preguntar: ¿Por qué medio, por cuál camino, las lisonjeras esperanzas que antes se concibieron se han convertido en una perspectiva tan triste de reveses e incertidumbres?

Sin duda los españoles no habíamos sido bastante castigados todavía de estos veinte años de degradación, y los efectos deplorables de la tiranía que hemos consentido en este tiempo ominoso se dejan sentir aun en medio del gran carácter que hemos desplegado en nuestra revolución. Esta es la causa original de nuestros errores, de nuestros reveses, de que se hayan malogrado nuestras esperanzas, y de que se hayan obscurecido los albores de prosperidad con que el tiempo nos ha halagado la fortuna.

Deshechos en los campos de Ocaña, el ejército más poderoso que se ha opuesto a los franceses en esta guerra, ajustada la paz entre Austria y Francia, Gerona rendida y todas las fuerzas enemigas agolpadas a Sierra Morena. Era claro que los enemigos invadiendo la Andalucía y destruyendo el gobierno querían dar cima a sus perversos designios y completar la ruina del estado. Sólo medidas de un carácter prodigioso por su celeridad y su fuerza podían servir a contener el torrente que amenazaba. Pero la Junta Suprema ya desautorizada con las desgracias que habían seguido a todas sus operaciones, mal obedecida, perdida la confianza, y llevando consigo el desaliento de su mala fortuna, no tenía manos para obrar, ni pies para caminar. La fuerza irresistible de las cosas la había conducido a esta extremidad amarga; y cuando los franceses excesivamente superiores en número a las tropas que defendían las Sierras rompieron por ellas, el disgusto de los pueblos ya manifiesto en voces y en querellas anunciaban a la Junta el momento de su cesación inevitable.

Pero esta cesación que por el bien del estado y conservación de su unidad debía ser voluntaria y solemne, a fin de que la autoridad que se estableciese por ella fuese legítima y universalmente reconocida, estuvo a riesgo de perder estos caracteres necesarios y sagrados. Había la Junta salido de Sevilla para trasladarse a la Isla de León, según lo tenía anunciado anteriormente. Los franceses se acercaban y, en este momento de crisis, el pueblo de aquella ciudad agitado por el terror y por el espíritu de facción se tumultó desgraciadamente, clamó contra la autoridad establecida y llenó con sus gritos los pueblos y ciudades de Andalucía.

Oyéronlos los buenos con espanto, los prudentes con indignación. Temieron unos y otros ver el Estado flotando sin timón alguno, al arbitrio del huracán de las pasiones y deshecho en los horribles vados que le amenazaban. En tal incertidumbre, disueltos al parecer los lazos políticos que unen los diferentes miembros de la república, cada provincia, cada ciudad, cada villa tenía que tomar partido por si sola y atender por si sola a su policía, conservación y defensa. Cádiz desde este instante debió considerarse en una situación particular y distinta a todas las demás ciudades de España. Su población, su opulencia, las relaciones inmensas de su comercio, la singularidad y fuerza de su posición debieron persuadirla que ella iban (sic) a constituirse las principales esperanzas del Estado. Creyose con razón el objeto de mayor atención para los patriotas españoles, el lazo más importante de unidad con la América y el interés y la expectación de toda Europa. El rumbo que ella siguiese, los sentimientos que manifestase debían ser principios de conducta y sendero de confianza para otros pueblos. Mayores recursos la imponían mayores obligaciones y puesto que, por culpa de los hombres o por rigor de la fortuna, el incendio se acercaba a su recinto, era fuerza que para atajarla mostrase un carácter correspondiente a su dignidad y poderío.

Así fue. Desde el momento que oyó que los enemigos habían invadido la Andalucía y se encaminaban a Sevilla, el pueblo en vez de abatirse hizo ver con energía digna en todo de la augusta causa a cuya defensa se ha consagrado. Habló sola la voz del patriotismo y callaron todas las ilusiones de la ambición. Jefes y subalternos a porfía daban muestras de desprendimiento y generosidad. Dio el primer ejemplo de ello el gobernador de la plaza que, al anunciar al Ayuntamiento la ventaja del enemigo y el peligro de Andalucía, se manifestó pronto a resignar el mando en quien el pueblo tuviese mayor confianza, reservándose servir a la patria en calidad de simple soldado. No lo consintió el Ayuntamiento, ni a nombre del pueblo, el síndico que le representa en él, y el general, que tantas pruebas de desinterés, de valor y de patriotismo ha dado en el curso de esta revolución, quedó nuevamente encargado de la autoridad militar y política de la plaza por la voluntad del pueblo, que ama su carácter, confía en sus talentos y respeta sus virtudes.

Mas para que el gobierno de Cádiz tuviese toda la representación legal y toda la confianza de los ciudadanos, cuyos destinos más preciosos se le confían, se procedió a petición del pueblo y propuesta de un síndico, a formar una junta de gobierno, que nombrada solemne y legalmente por la totalidad del vecindario, reuniese los votos, representase las voluntades y cuidase de los intereses. Verificóse así y sin convulsión, sin agitación, sin túmulo, con el decoro y concierto que conviene a los hombres libres y fuertes, han sido elegidos por todos los vecinos, escogidos de entre todos y destinados al bien de todos los individuos que componen hoy la Junta Superior de Cádiz. Junta cuya formación deberá servir de modelo en adelante a los pueblos que quieran elegirse un gobierno representativo digno de confianza.

Desde el momento de su instalación vio las enormes dificultades que tenía delante de sí y juró, sin embargo, corresponder a las esperanzas de sus comitentes. Despeñábanse los franceses con su impetuosidad acostumbrada a ver si podían sorprender este emporio que tanto codician. Delante de ellos, traídos en las alas del terror o sacudidos por el odio, venían millares de fugitivos que no tenían otro asilo, ni otro refugio, que Cádiz. Dentro del pueblo, animoso sí y confiado en su bizarría y entusiasmo, pero receloso del atraso en que se hallaban las obras de defensa, incierto del éxito de sus esfuerzos y expuesto por lo mismo a los peligros de la efervescencia. Resistir y rechazar a los unos, acoger a los otros, asegurar y fortalecer al último, proveer a la seguridad exterior, mantener dentro de la tranquilidad, cuidar de que no falte nada a una población ya tan inmensa, fueron los objetos arduos y gravísimos a que la Junta tuvo que aplicar su atención y en que tiene la satisfacción de asegurar que, hasta ahora, sus providencias y sus medidas han logrado un efecto correspondientes a su celo.

Dio al instante la mayor actividad al alistamiento general de todos los vecinos, excitó su entusiasmo para que concurriesen a la conclusión de la gran batería que defiende exteriormente a la ciudad por la parte del arrecife, mandó demoler el castillo de Santa Catalina para que los franceses no pudiesen obstruir desde él la entrada y salida en la bahía, convocó con premios y recompensas a todos los hombres de mar para el armamento de las fuerzas sutiles que tanto deben contribuir a nuestra resistencia. Y con las medidas y providencias tomadas para la policía alimentaria del pueblo, los víveres y mantenimientos de todas clases se hallan en un estado tal que nuestros enemigos, dueños de la costa y arbitrios de extenderse donde quieren, no los disfrutan ni con más baratura, ni en mayor abundancia.

Mas estas atenciones limitadas a la seguridad y defensa del pueblo de Cádiz no disminuían el grave cuidado que desde el momento de su creación aquejaba a la Junta. Contenida en los límites de su instituto, sin pretender dar leyes a los otros pueblos y desechando toda idea de supremacía, tan ajena de su carácter y de sus principios, como perjudicial a la causa publica; deseaba con ansia el instante en que la autoridad soberana apareciese con la debida fuerza y energía, y se mostrase el centro de las operaciones de todo el reino. No tardó este instante en llegar. Los individuos de la Junta Suprema, a pesar de las contradicciones y aun desaires que sufrieron en su viaje de parte de los pueblos agitados, pudieron reunirse en la Isla de León. Allí vieron que el poder que habían ejercido hasta entonces, ya sin acción en sus manos, debía transferirse a otros, para que pudiesen salvar la patria. Convencida de esta necesidad, instruida por la voz de todos los buenos españoles, y por la lección de los sucesos mismos, la Junta Suprema terminó sus funciones con el acto solemne que a ella sola correspondía, creando un Consejo de Regencia a quien trasladó la autoridad soberana de que estaba revestida. Los individuos nombrados para formarle el reverendo obispo de Orense don Pedro de Quevedo y Quintano, los señores don Francisco de Saavedra, don Francisco Xavier de Castaños, don Antonio de Escaño y, en representación de la América, el señor don Esteban Fernández de León, que habiendo renunciado su encargo por la debilidad de su salud, se substituyó en el señor don Miguel de Lardizábal y Uribe, electo en lugar suyo.

En medio de la incertidumbre y confusión de los días anteriores brilló por fin uno de alegría y de esperanza. Vio la Junta de Cádiz establecido un gobierno más consiguiente a nuestras leyes y a nuestras costumbres, y sobre todo más a propósito para conducir el estado en los tiempos borrascosos que nos afligen. Viole compuesto de las personas más aceptadas a los ojos del público, en quienes la nación está acostumbrada a respetar y admirar el celo, la confianza y la victoria. Vio en la elección del señor Lardizábal para representante de la América (elección que ella había invocado con sus deseos y preparado tal vez con el alto precio que hace de sus prendas en interés) un nuevo precioso lazo para estrechar la fraternidad de sus dominios con los dominios de España. Vio en fin a todas las autoridades, a todos los buenos ciudadanos contemplar esta grave novedad como la restauración de nuestras cosas; y acorde con ellos y con sus propios principios, reconoció al Consejo de Regencia como depositario de la autoridad soberana y juro obedecerle como al Monarca en cuyo nombre ha de mandar.

No teme la junta que este tributo de respeto dado a los supremos magistrados de la nación se atribuya por nadie a adulación ni a lisonja. La posición en que se hallan sus individuos, la alta confianza de que están revestidos, las circunstancias personales que les asisten, la protesta solemne que han hecho y vuelven a hacer de no querer ni admitir premio ni recompensa alguna por la enorme fatiga y alta responsabilidad de que se han encargado, alejan demasiadamente toda idea de obsequio servil para detenerse a rebatirla. En el júbilo que le cabe por un suceso tan deseado y por unas elecciones tan acertadas, la Junta no hace más que manifestar franca y sinceramente sus sentimientos. ¡Pueden ellos extenderse con la misma uniformidad por todas las provincias de España, por todos los ámbitos de la América! En ellos están cifrados el crédito y majestad del gobierno, la obediencia a sus mandatos, el efecto de sus providencias, la consistencia y salvación de la monarquía.

Creyendo los franceses sorprendernos con su celeridad impetuosa en esta especie de correría que han hecho por los campos andaluces, y se ven absolutamente burlados en su esperanza. Pensaban destruyendo al gobierno sumergirnos en la anarquía, y a sus ojos y a pesar suyo han visto transferirse sin agitación y sin violencia el poder soberano a otra nueva autoridad más vigorosa y temible para ellos. Contaron ya por suyos los puntos preciosos de la isla de Cádiz, y cuando llegaron a la costa del océano los hallaron defendidos por el ejército de Extremadura al mando del general duque de Alburquerque, que voló precipitadamente a su socorro, a que después se han unido numerosos refuerzos de nuestros aliados ingleses y portugueses. Así esta plaza que pensaban indefensa, independientemente de la fuerza de su posición, tiene para hacerles frente un ejército poderoso que dentro de pocos días ascenderá a más de 40 000 hombres. Para jactarse de ocupar a Sevilla y otras ciudades abiertas y desarmadas de Andalucía, para venir a la orilla del mar a encontrar con este engaño han desamparado la mayor parte de los puntos que ocupaban, y todo el reino de Portugal, el de Galicia, el principado de Asturias, Valencia, Murcia, Extremadura con todas sus plazas fuertes y gran parte de León, Castilla, Andalucía, Aragón y Cataluña se hallan libres de su tiránico y aborrecido yugo. En todas estas provincias se refuerzan los ejércitos que hay existentes, se forman otros nuevos, y puede decirse que los enemigos con su movimiento no han hecho otra cosa que añadirnos energía y aumentar nuestras fuerzas para resistirlos.

Siguiendo, sin embargo, el impulso de su acostumbrada insolencia se han atrevido a imitar a la Junta que reconozca al rey usurpado. Mas la Junta desdeñando toda conexión inútil ya y superflua con estos hombres inicuos, les han respondido que Cádiz fiel a los principios que ha jurado, no reconoce otro Rey que a Fernando VII y, ha seguido tranquilamente sus tareas sin hacer caso de sus promesas, ni temer sus amenazas.

¿Y por qué las temería? ¿Pues acaso la naturaleza a Cádiz entre la tierra y el mar para que desconociendo este inmenso beneficio bajase el cuello ignominiosamente a la servidumbre, como una ciudad abierta y desarmada? El cobarde que tal piensa vuele los ojos a los despedazados muros de Zaragoza y Gerona, en ellos verá escritos su obligación con caracteres de sangre, ellos le enseñarán cómo debe resistir a los franceses el español que quiere hacerse digno de este nombre y cumplir con el gran juramento que hizo en el principio de esta necesaria contienda. Si Gerona y Zaragoza hubieron de rendirse al fin de las armas enemigas, a pesar de los esfuerzos de sus heroicos defensores; si la situación y disposición de estas plazas, si la falta de socorros hicieron inútiles estos sublimes esfuerzos; el océano con sus agitadas olas ciñe nuestras murallas, nos muestra el camino de la resistencia y la victoria y dice bramando a los franceses, que es por demás el ímpetu de su pujanza contra la ciudad de Alcides.

Sí pueblo de América, Cádiz se lisonjea de abatir la pujanza de los enemigos y de ser llamada algún día la restauradora de la patria. Aquí están los tribunales, aquí las autoridades, aquí tantos patriotas fugitivos que han abandonado a miles sus hogares y preferido la triste perspectiva de un porvenir incierto a la servidumbre. Aquí está el nervio de la guerra, aquí se ha estrechado más nuestra unión con la nación británica, desde aquí se socorre a las provincias libres para sostenerse contra los tiranos y mantener esta contienda no menos gloriosa cuando la adversidad nos persigue, que cuando nos corona la fortuna. Aquí en fin se levantará España de sus infortunios si todos los españoles nos igualan en actividad y en celo.

Cádiz os habla, pueblos de América, y confía que sus voces serán oídas de esos países con la adhesión y fraternidad que se deben a los vínculos estrechos que la unen con vosotros. ¿En qué ciudad, en qué puerto, en qué ángulo, por remoto y escondido que sea, no tiene Cádiz ahí un corresponsal, un pariente o un amigo? Por todo el universo se extienden nuestras relaciones comerciales, de amistad o de sangre, y es fuerza que las voces de nuestra lealtad y patriotismo exciten el interés de todos los hombres buenos del universo. ¡Oh americanos! Los mismos derechos tenéis que defender, el mismo rey que libertar, las mismas injusticias que satisfacer. Igualados a la metrópoli en derechos y prerrogativas, llamados en este instante por el Consejo de la Regencia a concurrir con vuestros diputados al congreso nacional, ya habéis adquirido sin sangre y sin peligro el carácter más eminente y bello de cuantos puede tener el hombre social en el mundo. Haceos, pueblos de América, merecedores de él, seguid unidos a nosotros con el mismo espíritu de lealtad y de celo que os han inflamado desde el instante en que supisteis nuestra resolución generosa. Venid a ayudarnos con vuestro consejo, a ilustrarnos con vuestra experiencia, a sostenernos con vuestro celo. Los destinos de los dos mundos dependen de este concurso solemne, universal; y las generaciones venideras os aclamaran como a nosotros defensores, legisladores, padres de la patria.

Ved cuanto nos cuesta a los españoles esta sagrada prerrogativa. Dolores, afanes y sacrificios inmensos nos presentó esta lucha, cuando con tan desiguales fuerzas nos lanzamos a la arena. Todavía no hemos recogido más que afán, sacrificios y dolores. El torrente de la devastación todo lo lleva consigo menos nuestra constancia virtuosa. No hay término, no hay campo en todo el reino que no esté regado con nuestra sangre. Las provincias se ven exhaustas, los pueblos arruinados, las casas desiertas, huyen de ellas las familias que no escuchando más que su odio a los enemigos se abandonan a la aventura por los páramos y las selvas, a precio del sosiego y de los haberes se compra la lenteja y todos se encuentran ricos con tal de no ser franceses. La Europa que atónita nos mirase se espanta de tanto sufrir. ¿Sabéis, pueblos de América, lo que nos da fuerza y resistencia? Pues es la certidumbre que tenemos de que con la constancia nos haremos invencibles. Es el premio hermoso que nos aguarda después de tan generosa carrera. Echados como ya están los cimientos a nuestra libertad civil y a nuestra perfección social, convocada una representación general de la monarquía para sentarla sobre bases que afiancen, para siempre, su prosperidad e independencia. ¿Qué español habrá, si merece el nombre de hombre, que prefiera el desaliento vil de la servidumbre a los nobles afanes que son precio de la dignidad que va a adquirir? Mucho vale, sí, mucho cuesta. El mundo lo ha visto. Este cáliz de amargura que tenemos en los labios no fuimos nosotros los que lo aplicamos a ellos. Otros nos han violentado a gustarle, y ya es fuerza que le apuremos hasta el fondo seguros de encontrar en ella libertad y la independencia; quizá la muerte, pero ciertamente la honra.

Tales han sido, pueblos de América, en estas difíciles circunstancias el procedimiento, los deseos y las esperanzas del pueblo de Cádiz y su Junta de Gobierno. La conservación de su monarquía, la gloria del Estado y la aprobación de los buenos, son el único galardón a que su ambición aspira.

Francisco Venegas. Domingo Antonio Muñoz.- Antonio de la Cruz.- Francisco de Bustamante y Guerra.- Miguel Lobo.- Luis Gargollo.- Tomas Isturiz.- Salvador Garzón.- Fernando Jiménez de Alba.- Josef Ruiz y Román.- Josef Ignacio Lazcano.- Francisco Escudero Isasi.- Josef Serrano Sánchez.- Ángel Martin de Iribarren.-Miguel Zumalave.- Josef Mollá.- Manuel Micheo.- Antonio Arraiga.- Pedro Antonio de Aguirre.- Manuel María de Arce, secretario.
Los pequeños movimientos que se sucintaron en Sevilla y algunos otros pueblos de esta Andalucía, dimanados del terror que infundía en aquellos primeros instantes la invasión de los enemigos, y verificados al tiempo mismo en que la Junta Central se trasladaba desde aquella capital a la Isla de León, nos dejaron por tres o cuatro días casi sin gobierno y expuestos a una anarquía. En tan críticas circunstancias, y para que no faltase autoridad que dirigiese la defensa de esta plaza, se formó esta Junta Superior de Gobierno, que desde luego se ocupó en tomar medidas oportunas para rechazar al enemigo. Pero felizmente vimos muy pronto, que reunida la Junta Central en la Isla y reconociendo la urgente necesidad de poner las riendas de la monarquía en manos activas que llenasen la confianza nacional, nombró un Consejo de Regencia que gobernase a nombre de nuestro amado rey, el señor don Fernando séptimo, cuya disposición análoga a la que dictan nuestras leyes, y deseada de todos, fue recibido con el entusiasmo más vivo y con el anuncio más lisonjero de prósperos sucesos. Esta ciudad siempre leal a los principios que ha jurado, se congratuló y dio prisa a reconocer en dicho Consejo de Regencia el depósito de la autoridad soberana, al que por tanto prestó esta Junta el homenaje de fidelidad y obediencia, y ocupada desde tan feliz momento en auxiliarlo con cuanto medios le sugiere su amor patriótico, y le presta este noble vecindario no hace más que segundar las rectas intenciones de su majestad. Y deseosa de que en esos países se consolida la unión y fraternidad incluye a vuestra, la adjunta proclama en que poniendo de manifiesto los notables sucesos que han ocurrido, se exhorta a todos a que reuniendo sus voluntades y deseos a los del supremo

Consejo de Regencia, pongan en sus manos así como nosotros lo hacemos, todos los medios que necesita para cumplir las grandes obligaciones que han jurado de salvar la patria y echar con la reunión de las próximas Cortes el nacimiento seguro de nuestra independencia y felicidad. Los vínculos de sangre, de relaciones y de intereses estrechan más que con ningún otro pueblo los de éste y ese reino, y así esta Junta se ve más obligada que ninguna otra a repetir a vuestra, que la unión, fraternidad y obediencia de las dos Españas serán el presagio seguro de la victoria. Nuestra Señora guarde a vuestra, muchos años.

Excelentísimo señor Arzobispo virrey de México.

Fuente: Archivo General de la Nación. Indiferente Virreinal.