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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1808 Plan de Independencia de fray Melchor de Talamantes.

3 de julio de 1808

INTRODUCCIÓN


Desde los primeros días que se divulgó en México de un modo auténtico la triste noticia de la abdicación hecha por la real familia de sus derechos a la corona de España e Indias en el pérfido usurpador Bonaparte, comenzaron a bullir en mi imaginación mil ideas conducentes a la salud de la patria y seguridad del reino. No de aquellas ideas que nacen únicamente del sentimiento, e inspiradas del intenso dolor que causa la vista de los insultos inferidos a la nación, ideas que se advierten en los niños y mujeres, y en hombres destituidos de luces y conocimientos: sino de aquellas que dicta para estos lances la sana política, que tienen su fundamento en los principios elementales del derecho público, aprobadas por todos los autores antiguos y modernos, regnícolas y extranjeros, que tratan de grande y difícil arte de la legislación y gobierno, y que desde mucho tiempo atrás he tenido el cuidado de leer y meditar.

Entre ellas, la primera que se presentaba a mi espíritu era la de un congreso nacional que inflamase los corazones por el bien de la patria, reuniese los ánimos, descubriese las disposiciones y resoluciones del reino todo, organizase a éste, le diese la consistencia, firmeza y prosperidad que le faltaban, calmase la inquietud de toda clase de pretendientes y litigantes, terminando los negocios que han quedado interrumpidos por la opresión de la península metrópoli, llenase de consuelo a los habitantes por los infinitos recursos de todo género que podría proporcionarles, y revistiese al reino de Nueva España de aquel carácter de dignidad, grandeza y elevación que debía hacerlo respetable entre las naciones cultas e independientes de América y Europa.

Pero como los deseos que se tenían de la celebración de este congreso eran tan vivos como generales; el celo del jefe que nos gobierna, de los ministros que le dictaminan, y del fidelísimo ayuntamiento de México parecía que conspiraban al mismo fin, hube de encerrar mis ideas y proyecto dentro de mí mismo, seguro de que el público debía confiar en las sabias y prudentes determinaciones de esos verdaderos padres de la patria. Me lisonjeaba también de que empeñados ellos en causa tan interesante al bien del reino, y acostumbrados a mirarlo en todos sus aspectos, a conocer sus verdaderas necesidades e intereses, tendría yo mucho que aprender y admirar en las resoluciones y partidos que se tomasen, en las nuevas reglas y leyes que se estableciesen.

Así me mantuve aquellos primeros días, sin atreverme a poner mis reflexiones por escrito, y entretenido con la festiva y placentera idea de ese momento venturoso que iba a asegurar la felicidad de la Nueva España. No es posible pintar el embeleso que me causaba la súbita aparición de mil instituciones útiles que nos faltan, la abertura de mil canales de abundancia y comodidad que permanecen obstruidos, la agitación general de los habitantes a quienes la falta de destinos tiene enervados los ánimos, embotadas sus facultades, y como separados del cuerpo de la sociedad, la eflorescencia, en fin, de este vasto continente y de la América toda...

¡Vanas ilusiones!... que vino a borrar la dolorosa noticia de que el gobierno en nada menos pensaba por ahora que en el referido congreso. La lentitud de las providencias relativas a este gran negocio así me lo habían indicado: pero recelaba que, por no estar instruido en el plan secreto del gobierno, mis sospechas fuesen falsas, y mi desconfianza infundada. Mas ¡oh!, dolor: ella era más justa de lo que yo hubiera querido, y sabemos ya todos que algunos ministros opinan que aunque podrá ser necesaria en adelante la junta de las ciudades del reino, no ha llegado todavía el casó de verificarla.

Para desvanecer esta idea, que puede traer a la nación las más funestas consecuencias, he trabajado rápidamente la presente obra, deseando que se vea en ella, como en un solo punto de vista, la multitud y suma gravedad de los asuntos que es necesario decidir con tiempo para que el reino tenga en su gobierno un curso expedito, la falta de legislación en muchos puntos, y para que, organizado interiormente el reino, pueda obrar con más energía hacia el exterior. La simple lectura- de este corto papel convencerá de la grave necesidad en que nos hallamos de no perder un momento, y de tenerlo prevenido todo con anticipación, ocurriendo a un congreso nacional, cuya autoridad es la única que puede libertarnos de los embarazos que nos cercan.

Pero no es llegado el caso, se nos dice, de convocar este congreso; aún no es el tiempo de verificarlo. Quiero suponer graciosamente que los que se explican de esta manera hablen conforme a los dictámenes de su conciencia y a las luces de su razón; que nada menos influya en su modo de pensar que ese espíritu de ambición que trata de sobreponerse a todos reteniendo una autoridad que no es propia, que prefiere el interés personal al beneficio de la patria, y que se reviste de una apariencia de virtud, celo y justicia para captarse a los incautos y ocultar unas miras pérfidas y malignas. Quiero suponer también que, entre los que han opinado de ese modo no haya algunos que sean los principales seductores, componiéndose el resto de unos infelices seducidos a quienes se ha podido engañar y sorprender abusando de su buena fe y sinceridad. Lejos de mí el atribuir a nadie tan perversos sentimientos en instantes tan críticos como los presentes, y en una causa en que el bien general es el único bien que resta a cada uno de los miembros del Estado.

Pero permítase me que no pase ligeramente por esa opinión perniciosísima, y digna de toda execración. ¿No es, pues, llegado el tiempo de convocar a las ciudades Y magnates del reino para escuchar su voto? Y ¿cuándo llegará ese tiempo? ¿Será aquel en que invadidas nuestras costas por las tropas francesas y acometidos por otro lado de los angloamericanos, sus aliados, que ha tiempo que nos amenazan, sea preciso dividir nuestras fuerzas, multiplicar nuestras atenciones y correr todos al arma para defendernos? Ese tiempo de agitación, de atropellamiento Y de efervescencia ¿será el que hayamos de escoger para pensar y deliberar con tranquilidad? ¿Se podrán 'poner en orden los muebles de una casa cuando insta la necesidad de apagar el incendio que la consume, o defenderla del asalto de los ladrones que la amenazan? y ¿qué amigos tenemos hasta ahora para que nos ayuden en esos momentos angustiados? ¿Qué alianzas nos hemos procurado para dividir las fuerzas del enemigo cuando llegue el instante de atacarnos? Y el tiempo más precioso que podríamos aprovechar para hacer avances tan necesarios e importantes ¿lo cederemos todo a la Francia, a esa nación que acaba de burlarse de nuestra amistad, de insultar nuestro honor, y de llevar la guerra, la desolación, el dolor y la opresión al seno de una nación pacífica y aliada?

Durante nuestro sueño, ¿qué no puede hacer la Francia, o su pérfido tirano que sólo aspira al engrandecimiento de su familia? ¿No podrá en el tiempo mismo en que nos hallamos dormidos, hacer vivas instancias a los Estados Unidos para que nos declaren la guerra, u obligados al menos a firmar un tratado en que se comprometan a no auxiliarnos jamás, ya que ayuden al desembarco de las tropas francesas permitiéndoles el paso libre por su territorio? ¿Qué haríamos entonces, abiertas nuestras puertas, indefenso el interior, y retirado nuestro ejército a la costa del golfo? Y ¿qué haríamos también si el proyecto fuese atacarnos a un tiempo por ambos puntos?

¿No podrá igualmente terminar sus diferencias con Inglaterra de un modo satisfactorio a esta nación, o entretenerla con negociaciones las más lisonjeras, mientras que se ocupa aquel usurpador en llevar al cabo su plan de conquista de las Américas? ¿Qué le importaría en el primer caso a la Inglaterra que estos países quedasen a disposición de la Francia, si por un tratado solemne se le permitiese en ellos el comercio, si se le dejase el dominio de los mares, y la posesión tranquila de la India, y demás países que ha conquistado? La necesidad actual puede inducir al emperador francés a abrazar estos partidos, por ignominiosos que parezcan, y aunque no es dudable, atendidos sus principios y conducta, que él buscará después arbitrios para declarar la guerra a la Gran Bretaña faltando a lo convenido en los tratados, nosotros entretanto seremos la víctima, y nos veremos inundados de tropas francesas, a las cuales no opondremos otra resistencia que la de nuestros brazos, débiles sin duda por más que nos lisonjee el amor propio, o a lo menos nada versados en la nueva táctica europea.

Es también probable que verificado el convenio entre esas tres naciones, seamos acometidos a un tiempo de todas ellas. Nos hallamos en actual guerra COn Inglaterra, la cual unida a la Francia, y resentida, como lo está, de sus desgraciadas empresas en Buenos Aires, debe miramos como a sus más declarados enemigos. Los angloamericanos han intentado de otro lado aumentar sus posesiones a costa de las nuestras; y ¿qué embarazo tendría la Francia en darles lo que le pidiesen, si contribuyendo ellos a nuestra opresión se quedaba la Francia con lo más precioso y opulento de estos terrenos?

Desengañémonos, señores: puede que no nos sobrevenga ninguno de estos males, que la Francia piense de diversa manera que nosotros, que las circunstancias la obliguen a mudar de conducta, o que la Providencia tome en sí nuestra defensa desbaratando de un golpe esos proyectos bárbaros e inicuos. Pero la posibilidad de estos acontecimientos no debe ser de nuestra cuenta. Debemos temerlo todo, y precaverlo todo. Todo debe recelarse de una política astuta, capciosa, fraudulenta, como la de Bonaparte. Su carácter es tenaz y consistente, acostumbrado a prosperar en sus empresas, no desiste de las que ha abrazado hasta no consumar su iniquidad triunfando de todas las dificultades que le oponen la naturaleza, las leyes y la religión.

Este el hombre o más bien el monstruo devastador con quien vamos a tenerlas: el que usa alternativamente para subyugar a las naciones de la violencia o de la perfidia, de la astucia o de la fuerza: el que aparece como católico en el centro de la Francia, y se reviste del carácter de un musulmán a lado de las mezquitas del mahometano; el que protege a la iglesia en esa inmensidad de individuos que sostienen su trono y se lo forman, y la persigue en su cabeza visible, obligándola a ser infiel a su dignidad, arrebatándole el dominio temporal que posee por tantos títulos, y olvidando aquella bondad con que ese amable pastor quiso santificar su exaltación; el que maneja indistintamente la virtud y el vicio, según conviene a sus miras personales; el mecenas de los sabios de la literatura y de las artes, pero al mismo tiempo el aliado y amigo de los apostatas del clero y de los traidores de los otros reinos. Déspota indomable, cuya ambición no bastará a saciar la dominación entera del universo.

¿Qué precauciones, pues, serán bastantes para ponemos a cubierto de un soberano de tan odiosas cualidades? Y ¿no deberá ser una de las primeras emplear sin dilación la voz nacional, para reclamar y sostener nuestros derechos, y pedir la debida satisfacción de los ultrajes que acabamos de sufrir? ¿Estaremos únicamente en espectación de los nuevos agravios que se nos puedan causar, y no obraremos activamente poniendo nuestras demandas con la dignidad, energía y resolución que corresponden a un reino respetable y poderoso? ¿No se nos acusará justamente de descuido, de indolencia, y aun de ingratitud, si al ver humillados y prisioneros a nuestros reyes, subyugada y desarmada a la metrópoli, nos mantenemos todavía en la inacción y no volamos a su amparo? ¿Dónde está el honor nacional, ese honor español que se ha hecho respetar de todos los pueblos, si no influye poderosamente sobre nosotros en la presente ocasión?

¿Qué haríamos, o qué deberíamos hacer, si estuviésemos unidos al continente europeo, y en libertad de representar al universo la justicia de nuestra causa, Y la profanación que ha recibido nuestro suelo? ¿No nos pondríamos todos de concierto para correr en defensa de nuestros padres, hermanos y amigos, para salvar a nuestros monarcas con toda su familia, y recobrar completamente nuestra primera libertad? Pues esta obligación no ha cesado por la separación y distancia en que nos hallamos; antes bien, cuanto la vasta extensión de los mares disminuye los riesgos que nos amenazan, la obligación en que estamos de volver por el honor de la patria se aumenta hasta lo sumo.

Si la metrópoli estuviese enteramente libre, ¿qué haría ella en caso de ser oprimidas las Américas? ¿Consultaría sólo a su propia defensa para el caso de ser invadida? ¿Nos dejaría abandonados a las contingencias de la suerte? Y ¿no es verdad más bien que ella clamaría con toda la energía y valor que le inspirasen la naturaleza de los agravios y la violación de sus fueros? Pues esta misma debe ser en la actualidad la regla de nuestros procedimientos. Los hijos están obligados a encargarse de la causa de sus padres, como éstos lo son de volver por el honor de aquéllos y amparar sus personas, sus bienes y su libertad.

Debemos además de eso, hacer por la metrópoli lo mismo que ella puesta en libertad haría sin duda por sí misma y en favor de la familia reinante. Ella retrocedería a sus primitivas instituciones olvidadas desde algunos años; instituciones que son las fundamentales de toda sociedad civil. Se formaría toda ella en cuerpo, se congregaría en cortes, para quejarse a la Francia de las ofensas que se le han hecho por su emperador. Imploraría también el socorro de las otras naciones, aun de las enemigas, para que la protegiesen y amparasen en este lance, que expone la seguridad de todos los pueblos. Organizaría entretanto al reino, para llenar los huecos que origina en una nación de la anarquía, o de la falta de la autoridad monárquica. Pues no son otros los fines del congreso nacional que se desea en la Nueva España, como se manifiesta en la presente obra.

¿Qué autoridad hay hoy en día en este reino capaz de alcanzar por sí misma los referidos fines, y de ejercer tan elevadas funciones? ¿Dónde aquel por que dispensa, abroga, e instituye las leyes, que les da fuerza y rigor, o las altera según las circunstancias? ¿Han recibido jamás los virreyes semejante potestad? ¿La han obtenido las audiencias? ¿Han podido los reyes concederla a otro contra los derechos inherentes al cuerpo de la nación? Pues si esta falta es conocida, y necesitamos ahora más que nunca poner en uso el poder legislativo, o habremos de quedar expuestos a mil peligros, y carecer de mil disposiciones que nos son indispensables, o habremos de permitir que nos dicten leyes los que no están autorizados para ello ni por el rey, ni por el cuerpo de la sociedad.

Pero supóngase por un momento que llegase esto a verificarse, aunque sin autoridad, y sin consentimiento nuestro; ¿cómo se recibiría en las demás naciones la legación, diputación o embajada del virrey o de la audiencia para solicitar su amistad? Unas naciones que tienen por notoria la verdad de los principios que hemos apuntado, que se dirigen y gobiernan por ellos, ¿admitirían unas alianzas, celebrarían unos contratos débiles de suyo e insubsistente s por falta de la autoridad legítima que en sentir de ellas debe sancionarlos? ¿Nos prestarían  el auxilio que tanto necesitamos? ¿Harían causa común con nosotros contra la Francia? De ninguna manera. Algunos particulares puede que se aprovechasen de nuestra situación para sus especulaciones mercantiles; pero el gobierno de esas naciones miraría con indiferencia nuestra solicitud, y cuando no la desairase, la entretendría a lo menos con lisonjeras esperanzas, que en vez de aprovechamos, nos perjudicarían. La Francia no celebró su primer tratado de comercio con los Estados Unidos, ni reconoció su independencia, sino después que las colonias angloamericanas se formaron en cuerpo y emplearon para hacerse escuchar la voz nacional. Entonces fue cuando se les ministraron armas, se les enviaron ejércitos valerosos y se les puso a cubierto de la prepotencia de Inglaterra, acaso más temible entonces para ellas que lo que es hoy para nosotros el poder de Francia.

Se ha querido decir que no tenemos hasta ahora pruebas bastantes de haber pasado los reinos de Castilla a una dominación extranjera, de la coacción y cautiverio de nuestros reyes y de la opresión de la metrópoli, y que sin ellas no estamos bastantemente autorizados para formar un congreso. Debemos admirar ciertamente esta respuesta dada en un tiempo en que se ven por todas las provincias de este reino disposiciones militares, en que se levantan nuevos regimientos, se aumenta la tropa, se registran escrupulosamente las costas y se retienen las embarcaciones que vienen de Europa. ¿A qué fin se diría todas estas providencias, si no estuviésemos suficientemente convencidos de que se intenta dominamos, y que la opresión que se ha causado en la metrópoli se trata de extender hasta nosotros? ¿Caben estas precauciones tan delicadas, y los exorbitantes gastos que ellas ocasionan en un estado de incertidumbre e indecisión?

Pues si todas las providencias tomadas son justas y excelentes, como que se dirigen a la seguridad del reino, ¿cómo no hemos de estar hábiles y expeditos para practicar aquella diligencia esencial y primitiva que da fuerza y consistencia a las demás y contribuye más que todas a la salud pública? y ¡qué!, ¿no tenemos aún pruebas bastantes y documentos auténticos de la desgraciada suerte de nuestra nación? ¿No se confirma todo por las noticias públicas que nos vienen por momentos? ¿No es una nueva prueba la interrumpida comunicación de España con las Indias? Pues ¿qué mayores pruebas y documentos debemos esperar? ¿Será necesario para aseguramos en la verdad de esos hechos que vengan los ejércitos franceses trayendo en las puntas de sus bayonetas y en las bocas de sus cañones las gacetas que nos desengañen? Si en los crímenes de Estado, según las reglas de nuestro derecho, deben aprovecharse los menores indicios, ¿cómo es que no nos ponen en movimiento tantas pruebas sólidas como las que tenemos, y en una causa que puede decidir de nuestra ruina?

Los españoles de la península han hecho aquí por nosotros todo lo que han podido; nos han instruido del estado de aquellas cosas en cuanto les ha sido posible; nos han remitido las últimas gacetas que publicaron en nuestra Corte la abdicación de nuestros reyes. No han hecho más, porque después del último barco que nos enviaron, las tropas francesas se han apoderado de Cádiz y demás puertos, y la península toda está a discreción de los generales franceses. y en esta situación esperaremos nuevos documentos y comprobantes? ¡Ah!, quiera el cielo que el último documento que nos venga no sea aquel que ese pérfido emperador tiene preparado para humillamos.

Sobre todo, ¿qué vamos a perder en la celebración de este congreso tan combatido por unos pocos y tan justamente deseado por todos? Él ha de componerse de las Autoridades constituidas, de un virrey celoso y fiel al rey y a la nación, de unos ministros íntegros e ilustrados, de unos pastores ejemplares, de los magnates y primeros nobles del reino, de los jefes de todos los tribunales y oficinas, de los diputados de las ciudades, de todos aquellos, en fin, en quienes debe tenerse la mayor confianza y están interesados en reunirse y auxiliarse mutuamente para la defensa común. ¿Qué decisiones podrán salir de estas respetables juntas, que no sean las más sabias, las más equitativas, las más útiles, las más benéficas? ¿Quién habrá que no escuche con sumisión la voz de este congreso formado de los personajes más sagrados y respetables del reino? Todo él estará pendiente de sus resoluciones, y éste será el medio más seguro de mantener al pueblo en dependencia y subordinación.

Supongamos, por último, que variado en Europa el estado de las cosas, sea necesario disolverlo. ¿Qué habríamos perdido entonces? ¿No será mayor nuestro, mérito y más elevada la confianza que se tenga en adelante de las Américas, sabiéndose el ardor con que se ha abrazado la causa de la real familia y la salud de la patria entera? ¿No será más bien recibida nuestra sumisión, cuando por el congreso mismo se haga la entrega del reino y se reconozca inmediatamente la autoridad de nuestro legítimo monarca? ¿Los miembros todos del congreso nacional de Nueva España no lograrán una estimación y concepto que les dé el mejor lugar en el corazón de nuestros reyes, en el de nuestros españoles peninsulares, y aun en el de los hombres de bien de todas las naciones? ¿Por qué, pues, han de malograrse ocasiones tan preciosas para acreditar la fidelidad y nobles sentimientos de los habitantes de Nueva España? pero si nuestras desagracias continuasen, si el yugo francés siguiese oprimiendo a la parte principal de nuestra patria ¿cuánto no habremos adelantado con el tiempo que aprovechásemos? ¿Dejaremos para lo último un remedio que aplicado oportunamente nos traerá imponderables ventajas, o malogrados los momentos presentes nos remitiremos a un tiempo de que acaso no podremos disponer? ¿Qué de medidas tan útiles no podemos tomar desde ahora para precaver las desgracias venideras? ¿Qué de arbitrios no podemos tomar desde ahora para precaver las desgracias venideras? ¿Qué de arbitrios no podemos emplear para inutilizar los conatos de la Francia y asegurar la felicidad del reino? Quiero poner unos pocos ejemplos para que se vea demostrativamente parte de los bienes que deben resultamos.

El comercio de Manila, reducido hasta aquí a una sola embarcación, y recargado de un enorme impuesto, correrá en adelante bajo de otro pie y otra clase de contribuciones, con lo cual lograremos mayores provisiones del Asia; y las Islas Filipinas, necesitadas de nuestro socorro, se mantendrán unidas a nosotros. La isla de La Habana, auxiliada y fomentada competentemente, será un baluarte que defienda el golfo, un astillero que sostenga nuestra marina, Un depósito que nos guarde las mercaderías de Europa. Los Estados Unidos, conociendo las ventajas que les proporciona nuestro comercio y la alianza que deberemos hacer con ellos, no tendrán embarazo en abrir sus puertos, hoy en día cerrados, para proveemos de todas sus producciones, desentendiéndose de los reclamos de la Francia. Nuestro erario, cuyas entradas deben ahora bajar considerablemente por la interrupción del comercio interior y exterior, y cuyos enormes gastos son ahora inevitables, abrirá nuevos canales que lo provean y aumenten copiosamente por medio de las justas y arregladas contribuciones que impondrá el congreso, y que sólo él puede imponer.

Estos bienes y muchos otros que presento en la idea que sigue del congreso deben nacer de vuestras disposiciones, joh!, vosotros, que lleváis el honroso título de padres de la patria. La providencia ha puesto en vuestras manos la suerte de un grande imperio. Vuestros primeros pasos han de decidir de su felicidad o su desgracia. La negligencia e irresolución pueden causar daños irreparables. Tened presente que el reino de Francia se perdió irremisiblemente para la casa de Borbón por la vana confianza, debilidad y descuido de Luís XVI y que de los mismos principios se ha originado la pérdida que actualmente lloramos de los reinos de Castilla.

Prestad, pues, vuestra atención a los clamores de un verdadero patriota, que nada más tiene en su corazón que la salud del Estado y el beneficio de la patria; que desea sincera y cordialísimamente el bien de todos los actuales habitantes, sin distinción de jerarquías, condiciones, naciones y sexos; y que no prometiéndose tener influjo alguno en el congreso nacional, su modo de opinar en este punto no puede acusarse del menor motivo de interés.

Apéndice

Al concluirse la copia del discurso precedente nos Ilegaron las noticias del nuevo estado de la España con las sabias y valerosas disposiciones del infatigable señor duque del infantado. El regocijo de México ha sido vivo y extraordinario; no exhalan los corazones sino voces de aclamación, gozo y entusiasmo, al mismo tiempo que las más acres y justas inventivas contra el pérfido usurpador que ha tratado de subyugar a la generosa e intrépida nación española.

Es muy útil desde luego comunicar al pueblo y fomentar en él tan nobles sentimientos; pero es también de desear que los vivas y regocijos generales no nos encubran el verdadero estado de las cosas. La metrópoli está todavía oprimida, y en gran manera amenazada; aún no han salido de Portugal las tropas francesas que se introdujeron en él; aún no sabemos que se hayan reconquistado Pamplona y Figueras, y sólo sabemos que en el asilo de una y otra plaza han perecido muchos españoles; los reyes quedaban en Francia, y no podemos indicar las resoluciones que tomará el malvado Bonaparte sobre la suerte de su real familia; todo respira en la península disposiciones militares y anuncia nuevos combates, cuyo éxito no es fácil prever ni determinar; aliados con la Inglaterra, el emperador francés celebrará que se le haya dado este motivo para inundar nuestro suelo con sus ejércitos; la nación, por fin, conoce la incertidumbre en que se halla acerca de su futuro destino y la necesidad de celebrar cortes cuando se vea más desembarazada, para reformar los abusos que de mucho tiempo atrás se han introducido.

Las consecuencias que se deducen naturalmente de estas noticias, son que por mucho tiempo deben estar interrumpidas en las Américas las provisiones de empleos con perjuicio general, que deben padecer en gran manera el régimen y administración de las iglesias, que los juicios de apelación de todo género han de estar detenidos causándose en ello un daño irreparable, que permanecerá embarazado el comercio y cerrados los canales que surten el erario. En una palabra, que la decadencia de las Américas debe ser universal, poniéndose cada día más incapaces de auxiliar a la metrópoli.

Por lo que mira a ésta, ha de padecer imponderablemente en su agricultura, en su industria, en su comercio, y ha de necesitar más que nunca del socorro de sus Américas. Pero ¿qué socorros podrán éstas ministrarle, si no han consultado oportunamente al tiempo venidero, si no han organizado la legislación, defectuosa en muchos puntos por las circunstancias, si no han destruido todos los embarazos que se oponen a la prosperidad nacional, y si no han hecho en fin, tranquilamente y con reflexión, lo que allá no puede ejecutarse por ahora a causa del estrépito y tumulto de 'las armas?

No hay duda que de pronto podemos ministrarles socorro de dinero, que es lo que debemos hacer sin dilación, pues lo necesitan con urgencia; pero ¿qué les enviaremos en adelante, si no hemos procurado el aumento del erario, que debe irse extenuando progresivamente por la falta de entradas y por los enormes gastos y salidas que han de sufrir? Éste es uno de los ramos principales que deben arreglarse con prontitud, y seguramente no hay en este reino autoridad alguna que pueda hacerlo, sino la de un congreso nacional.

Ocúrrase, pues, a este que es el único arbitrio que nos resta, y sepan con tiempo nuestros españoles de Europa que si se consumase su desgracia, porque así lo hayan resuelto los inescrutable s decretos de la providencia, encontrarán en las Américas un asilo inaccesible a la arrogancia francesa, donde podrán mantener su independencia y gozar del descanso que merezcan sus honrosas fatigas.

 

APUNTES PARA EL PLAN DE INDEPENDENCIA POR EL PADRE FRAY MELCHOR DE TALAMANTES

El congreso nacional americano debe ejercer todos los derechos de la soberanía, reduciendo sus operaciones a los puntos siguientes:

1. Nombrar al virrey capitán general del reino y confirmar en sus empleos a todos los demás.

2. Proveer todas las vacantes civiles y eclesiásticas.

3. Trasladar a la capital los caudales del erario, y arreglar su administración.

4. Convocar un concilio provincial, para acordar los medios de suplir aquí lo que está reservado a su santidad.

5. Suspender al tribunal de la inquisición la autoridad civil, dejándole sólo la espiritual, y ésta con sujeción al metropolitano.

6. Erigir un tribunal de revisión de la correspondencia de Europa, para que la reconociese toda, entregando a los particulares las cartas en que no encontrase reparo, y reteniendo las demás.

7. Conocer y determinar los recursos que las leyes reservan a su majestad.
8. Extinguir todos los mayorazgos, vínculos, capellanías, y cualesquiera otras pensiones pertenecientes a individuos existentes en Europa, incluso al Estado y marquesado del Valle.

9. Declarar terminados todos los créditos activos y pasivos de la 'metrópoli, con esta parte de las Américas.

10. Extinguir la consolidación, arbitrar medios de indemnizar a los perjudicados, y restituir las cosas a su estado primitivo.

11. Extinguir todos los subsidios y contribuciones eclesiásticas, excepto las de media anata y dos novenos.

12. Arreglar los ramos de comercio, minería, agricultura e industria, quitándoles las trabas.

13. Nombrar embajador que pasase a los Estados Unidos a tratar de alianza yy pedir auxilios.

Hecho todo esto, debe reservarse para la última sesión del congreso americano, el tratar de la sucesión a la corona de España y de las Indias, la cual no quiere que se decida con la prisa y desasosiego que lo hizo México el día 29 de julio de 1808 y todas las demás ciudades, villas y lugares de la Nueva España sino con examen muy detenido; porque considera la cuestión tan grave y complicada, que en su concepto no era posible señalar el número de sesiones que serían necesarias para resolverla.

Si al fin se resolvía, se debía reconocer al declarado por el congreso americano soberano legítimo de España y de las Indias, presentando antes varios juramentos, de los cuales debía ser uno, el de aprobar todo lo determinado por el congreso de Nueva España, y confirmar en sus empleos y destinos a todos los que hubiesen sido colocados por él.

 

IDEA DEL CONGRESO NACIONAL DE NUEVA ESPAÑA INDIVIDUOS QUE DEBEN COMPONERLO y ASUNTO DE SUS SESIONES

Careciendo de libertad la metrópoli para ejercer su soberanía y obras expeditamente, oprimida, como se halla, de las tropas francesas, las grandes posesiones de las Américas, parte importante e a nación, deben entrar en posesión de los primitivos y esenciales derechos de aquélla, usando de las libres facu1tades que al presente gozan, para salvar a la patria y no para otro fin.

Y porque los cuatro virreinatos de América son entre sí independientes, y por la considerable distancia en que se hallan y difícil comunicación, sería imposible hacer en un punto determinado la convocación de los individuos que deben componer el congreso general, siendo entre ellos, el reino de la Nueva España el más antiguo e importante de estos dominios, deberá tomar el primero sus resoluciones y participarlas a los otros virreinatos, para que se conformen a ellas y lleven todos un mismo espíritu de unión.
En esta virtud, el virrey de Nueva España, oídos los informes y representaciones de las ciudades capitales del reino, convocará a un congreso nacional, en el cual tendrán asiento y voz los individuos siguientes:

Presidente, el virrey.

Vocales.
1º Tenientes generales de ejército [si los hubiese], mariscales de campo, jefes de escuadra, brigadieres, coroneles. Nota. Estos individuos deben tener lugar preferente a los demás, en un congreso como el presente, formado para la defensa, conservación y organización del reino.

2º Presidentes de audiencia, intendentes de ejército y de provincia, gobernadores. Nota. Si la residencia de éstos fuese necesaria para la defensa y conservación de sus respectivos distritos, concurrirán al congreso por apoderados, que tengan las debidas cualidades de nobleza, instrucción, patriotismo, etcétera.

3º Consejeros en propiedad u honorarios.

4º Oidores y alcaldes de corte de la capital y diputados de las audiencias foráneas. Nota. N o siendo conveniente privar a los pueblos de la administración de justicia, las audiencias menores no podrán concurrir al congreso sino por diputados que sean miembros de ellas.

5º Títulos de Castilla, como barones, marqueses, condes, viscondes, los cuales tendrán lugar según la dignidad y antigüedad de sus títulos, y no de la posesión personal.

6º Jefes de las primeras oficinas y tribunales del reino.

7º Diputados de las ciudades y villas. Nota. Se considerarán las poblaciones del reino distribuidas en cuatro clases: la., la capital, México tendrá seis diputados, cuatro para asistir al congreso, y dos subsidiarios para suplir algún defecto de los primeros; 2a, ciudades, cabeceras de gobierno, como Guadalajara, Chihuahua, Oaxaca, etcétera, nombrarán cinco diputados, tres en propiedad y dos subsidiarios; 3a, ciudades subalternas, como Querétaro y otras nombrarán cuatro diputados, dos en propiedad y dos subsidiarios; 4a, villas, nombrarán dos diputados, uno en propiedad y subsidiario el otro.

8º Arzobispo y obispos.

9º Diputados de los cabildos de cada diócesis, que no podrán ser más de dos en las iglesias que tuviesen cabildos.

10º El cura más digno de cada diócesis.

11º El inquisidor más antiguo.

12º El comisario de cruzada.

13º Generales [donde los hubiese], y en defecto de aquéllos, provinciales de las órdenes regulares.

14º El caballero más antiguo de cada una de las órdenes militares.

15º Rectores de universidades.

Nota. Si algún otro, fuera de los referidos, se creyese con derecho a la asistencia del congreso, podrá representado oportunamente al virrey con su acuerdo, no valiéndose cualquiera representación y derecho desde la primera junta del congreso.

Perteneciendo al virrey el derecho de convocación para este congreso [por residir en él el poder ejecutivo del monarca que en la actualidad se halla personalmente impedido] convocará (a) los referidos miembros por medio de una circular, emplazándolos para determinado lugar y tiempo, el más breve que sea posible; conminando(los) con la pérdida perpetua del derecho para asistir en los congresos nacionales, tanto por sí como por sus respectivos cuerpos, si no concurriesen en el plazo señalado: debiendo sin embargo, observar en todo caso las leyes y determinaciones nacionales.

El congreso debe celebrar sus sesiones en un lugar campesino: tal sería una de las alamedas de México. El ayuntamiento de esta ciudad estará encargado con tiempo de preparar allí una sala de madera, con la debida extensión, sencillez, nobleza y dignidad, que exigen unos actos tan religiosos y respetables como deben celebrarse en ella.

Toda sesión debe comenzar por actos religiosos, tales como el santo sacrificio de la misa y la invocación de los santos patronos del reino.

En la 1a. sesión se leerá antes de todo la lista de los asistentes, contestando cada uno a su nombre; se pronunciará por el presidente un breve discurso animando los espíritus para empeñarse en defensa de la patria, y exhortándolos a la unión y conformidad de pareceres y resoluciones; se recibirá el juramento de fidelidad al rey legítimo y a la patria, y de no acceder a las pérfidas y falaces propuestas de Bonaparte [se tendrá preparada de antemano la fórmula de este juramento]; se leerán los artículos relativos al orden y presidencia de asientos y de voz, declarando que por ellos no se trata de perjudicar el derecho de nadie, pudiendo ocurrir aquellos que se creyesen ofendidos, a la decisión de tres jueces que nombrará el congreso, y aprobará después sus resoluciones; se leerán también los artículos relativos a los tratamientos de los individuos del congreso entre sí, a la policía, buen orden, decoro y civilidad que deben reinar entre todos, imponiendo las penas correspondientes a los transgresores, después de seguida causa, si el caso lo exigiese, ante dos jueces que nombrará el congreso; se nombrarán cuatro secretarios para el despacho de negocios militares, civiles, eclesiásticos y de hacienda; un canciller, en quien se depositarán los sellos del reino; * [* El sello principal del reino podrá ser una águila sobre un nopal sosteniendo del pico. inclinado al lado opuesto del nopal. el escudo de armas de la España], cuatro oradores para dar cuenta de los asuntos que fuesen necesarios exponer y los demás ministros menores que se creyese indispensables para las operaciones del congreso; se traerá un regimiento de tropa para defender el lugar del congreso, conservar su respeto y hacer ejecutar sus órdenes; el presidente del congreso propondrá los asuntos que deben tratarse, sin que esto embarace que se ventilen otros que se indiquen por los miembros, y cuya discusión aprobase el congreso. Al cerrarse toda sesión, debe indicarse el día en que ha de celebrarse la siguiente.

En la 2a. sesión se declarará a presencia de Dios y de sus santos, la libertad, independencia, soberanía, representación, dignidad e integridad de la nación española; reconociendo y declarando asimismo, que respecto a estar una parte importante de ella impedida para ejercer libremente sus funciones por la opresión de un tirano que intenta dominada, la América Septentrional Española, como hija primogénita de aquélla, entra en posesión de sus primitivos y esenciales derechos. Declarará de consiguiente que toda autoridad nacional debe refundirse en el congreso, el cual, en uso de esta potestad, ejercerá inmediatamente los actos siguientes:

1º Dará el título de capitán general del reino al actual virrey con todos los honores y preeminencias anexas a este empleo en la metrópoli, concediéndole las más amplias facultades para la organización y arreglo del ejército, permitiéndole que pueda nombrar por sí mismo y sin dar cuenta al congreso (a) todos los empleados de la tropa desde capitanes para abajo, y pudiendo proponer al congreso para las plazas mayores (a) los individuos que le parezcan más aptos, asignando a unos y otros el sueldo conveniente; encargándole también que dé todas las providencias más ejecutivas para la fábrica de pólvora, balas, cañones y todos los demás pertrechos militares; se le asignarán dos tenientes generales, que podrán ser el comandante de provincias internas y el presidente de Guadalajara, y tanto éstos como el capitán general, antes de tomar el mando de las armas, harán el juramento cuya fórmula se tendrá preparada. Se nombrará una junta militar, con la cual acuerde el capitán general sus resoluciones, y dicha junta nombrará (a) dos oradores para dar noticia al congreso de las operaciones más Importantes.

2º Dará el Congreso Nacional su confirmación a todos los intendentes, presidentes de audiencias, gobernadores militares y políticos, ministros de justicia, jefes y empleados en tribunales y oficinas, proveyendo en sujetos idóneos todos los lugares vacantes, a propuesta del virrey, de los gobernadores, o de las audiencias, y en defecto de facultades en los nombrados proponentes, proveyéndolos por sí mismo.

3º Dará el gobierno puramente político de la provincia de México al actual Intendente, si fuere de su aprobación.

4º Depositará en todos los primeros tribunales del reino y jueces de los distritos, la autoridad judiciaria en los términos que la han obtenido hasta ahora, proveyendo el congreso por sí mismo o con consulta de las audiencias, los lugares que faltasen en ellas. *(* Durante el congreso todos sus miembros estarán exentos del juicio de estos tribunales y sólo podrán ser juzgados por el congreso mismo, o por la junta que éste nombrase al efecto en los lances ocurrentes.)

5º Mandará traer a las cajas de la capital todos los caudales que han pertenecido al rey, y se hallan fuera de ella en diferentes depósitos.

6º Confirmará la administración del erario que se ha observado hasta aquí; pero nombrará (a) dos miembros del mismo congreso para concurrir con voto decisivo a las juntas de hacienda, fuera de los vocales acostumbrados; exigirá el congreso que dicha junta presente cada cuatrimestre el estado del erario y de sus gastos.

7º Siendo sumamente difícil en las actuales circunstancias el ocurso al Papa, y debiéndose recelar de ella un gran embarazo en el ejercicio de la jurisdicción eclesiástica, el congreso convocará a un concilio provincial para la resolución de los puntos siguientes:

I. Sobre la institución y consignación de obispos en las mitras vacantes, que deberán hacerse por el metropolitano, como delegado de la silla apostólica, presentados los optantes por el congreso nacional, preconizados por el metropolitano ante su cabildo, y juramentados en los mismos términos que se ha practicado hasta el presente.      

II. Sobre la facultad de confirmar dada a los misioneros de países infieles, y que en atención al bien de las almas podrían concederse por el metropolitano obrando a nombre del Papa y del concilio provincial.

III. Sobre las dispensas de votos, censuras y otras penas eclesiásticas; concesiones apostólicas hechas a la nación; juicios reservados a la silla apostólica sobre matrimonios, y otros puntos de jurisdicción; para todo lo cual parece que debe ocurrirse al metropolitano obrando a nombre del Papa y del concilio provincial.

IV. Sobre la confirmación de las elecciones de los prelados regulares, y concesión de sus grados, que pertenecen a los generales de dichas órdenes, a quienes no se puede ni se debe al presente ocurrir.
           
8º Nombrará el congreso [a] dos fiscales que asistan al concilio y defiendan los derechos del patronato, que se conservará siempre ileso.

9º Reservará en sí el congreso la facultad de presentar para las mitras vacantes y demás piezas (sic) eclesiásticas, dando a las audiencias la facultad de hacer la nominación de tres sujetos.

10º Mandará el congreso que no se dé posesión a ningún prelado eclesiástico, o cualquiera otro beneficiario que viniese al reino después de presentado por el gobierno francés, o prestándoles juramento de obediencia.

11º Suspenderá el congreso al tribunal de inquisición la autoridad civil, dejándole sólo la espiritual, sujeta a la autoridad del metropolitano, y ministrándole el auxilio de la fuerza en los casos que lo necesite.

Nota. No subsistiendo al presente para nosotros el tribuna y de la suprema inquisición, al que deben dar cuenta de todas sus operaciones los tribunales de provincia, y al que pertenece también el recurso de apelación; no siendo tampoco conveniente sujetar al tribunal de inquisición de Nueva España a la autoridad de las audiencias, ni debiendo darse al metropolitano la autoridad civil que hasta ahora no ha tenido, parece el medio más apto privar al de inquisición de la dicha autoridad, dejándolo sujeto al metropolitano en el ejercicio de su potestad espiritual.

12º Nombrará el congreso un tribunal de revisión de la correspondencia de Europa, el cual será compuesto de tres jueces que revisarán dicha correspondencia, desviarán de ella todos los papeles sediciosos, ofensivos a la familia real, y apologético s del gobierno francés; entregando las demás cartas alos particulares, sin hacer a nadie responsable del contenido de dichos papeles, cualesquiera que sean.

En la 3a. sesión: 1º Mandará el congreso se le dé noticia de todos los negocios de cualquier género que estuviesen pendientes en la metrópoli por apelación del rey o a los supremos consejos, declarando deberse entender con el congreso dichas apelaciones, que conocerá y terminará por sí mismo.

2º Declarará quedar extinguidos durante la opresión de la metrópoli todos los mayorazgos, vínculos, y capellanías que hay en las Américas pertenecientes a individuos existentes en Europa, o que hubiese en Europa pertenecientes a individuos existentes en las Américas. A consecuencia dará por terminados el gobierno y judicatura de los Estados del duque de Terranova, y cualquiera otra administración de vínculos, tanto en bienes raíces como en caudales impuestos sobre el erario; suspenderá todas las contribuciones o pensiones que estuviesen concedidas a cualesquiera individuos residentes en el continente europeo; y erigirá un nuevo juzgado de vínculos, autorizado para todas las operaciones que condujesen a dichos fines, ordenándole que del cúmulo de bienes que produjesen los mayorazgos radicados en esta América, se compense la pérdida que sufriesen los individuos americanos que tuviesen e hiciesen constar debidamente tener vínculos en la metrópoli.

3º Declarará quedar terminados todos los créditos activos y pasivos de la metrópoli con esta parte de las Américas;y para subsanar en lo posible los daños que pueda causar esta providencia necesaria, erigirá un tribunal llamado de compensaciones, compuesto de cinco jueces, dos jurisconsultos y tres comerciantes distinguidos, quienes convocarán por edicto a todos los deudores y acreedores para que en determinado tiempo presenten las escrituras y documentos justificantes de sus créditos, y de no hacerlo perderán los unos sus acciones, y los deudores, llegando el caso de ser descubiertos, pagarán el triple de la cantidad. Será el deber de este tribunal compeler en los términos más moderados que sea posible, a los deudores, y reconociendo el número de acreedores a la metrópoli, compensarlos del modo más equitativo. Quedará absorbido en este tribunal el del juzgado de ultramarinos.

4º Mandará se le manifiesten todas las representaciones hechas contra la junta de consolidación, que dará por extinguida como perniciosa al reino, y haber cesado ya los fines de su institución. De consiguiente, mandará se le presente el estado genera! de este ramo con expresión de las cantidades remitidas a Europa, de las existentes, y de los particulares y cuerpos que hubiesen padecido en esta exacción, mandando que se le indiquen arbitrios para compensar a todos y restituir las cosas a su estado primitivo; reponiendo por último en todas sus facultades al juzgado de capellanías y obras pías.

5º Dará por extinguidas todas las contribuciones eclesiásticas, como el subsidio, anualidad, y cualesquiera otras; no dejando al clero otras pensiones que la de media anata y la de los dos novenos, para que este respetable cuerpo contribuya por su parte al alivio del erario.

En la 4a sesión, considerando el congreso los graves daños que amenazan al reino por la necesaria interrupción de nuestro comercio con la metrópoli, debiendo carecer dentro de poco tiempo de azogues, caldos y tejidos, para evitar los males que debe causarnos la falta de estos efectos, ordenará:

1º La excavación de minas de azogue que hubiese en el reino, dándolas en propiedad a los que las descubriesen y trabajasen, con la sola obligación de dar cuenta de un modo satisfactorio de las cantidades que extrajesen, al tribunal de minería, al cual se dará la facultad de proponer los premios que correspondan a los que más hubiesen avanzado en este género de trabajo. Asimismo se ocurrirá al reino del Perú por azogues, contribuyendo el de Nueva España al fomento de la inagotable mina de Huancavelica con la remisión de caudales necesarios y peritos de su satisfacción.

2º El cultivo de viñas en todo el reino y la extracción de vinos y aguardientes, proponiendo premios a las ciudades del reino a los peritos que se aplicasen y sobresaliesen en su beneficio, Y porque este recurso no puede producir los prontos efectos que se necesitan, se abrirá por Veracruz el comercio con las Antillas, Estados Unidos y Jamaica, y por Acapu1co con reinos del Perú y Chile.

3º El cultivo de cáñamo, lino, algodón y seda, dando libre permiso para abrir talleres de todo género de tejidos. Y porque no es de esperar un pronto auxilio de estas providencias, se abrirá comercio directo con Jamaica y los Estados Unidos, indicándoles los efectos que nos son necesarios.

4º Mandará el congreso a los consulados del reino, que le informen sobre el tanto de los impuestos que correspondan a todas estas introducciones, para determinar lo conveniente.

5º Para que todos los habitantes del reino tengan un mismo espíritu, se miren como hermanos y no quede el menor vestigio de rivalidad, declarará el congreso haberse extinguido ya las alternativas en las elecciones, tanto de los consulados como de cualesquiera otros cuerpos, debiendo en adelante determinarse los sufragios por sólo el mayor mérito personal, sin otro motivo.

6º El congreso, en uso de la soberanía de la nación, y para consolidar lo determinado en los puntos anteriores, enviará a un embajador al congreso de los Estados Unidos con los fines siguientes:

I. Que dichos Estados Unidos reconozcan la independencia del reino de Nueva España del gobierno francés y de cualquiera otro gobierno extranjero.

II. El de formar una alianza ofensiva y defensiva, reglada por los correspondientes artículos.

III. El de un tratado de comercio por determinado tiempo y bajo las condiciones que se juzguen necesarias.

IV. El de invitar a los mismos Estados Unidos a terminar la cuestión sobre los límites occidentales de Lousiana, nombrándose por una y otra parte a diputados instruidos que obren de buena fe y con el honor que corresponde a dos naciones continentales y vecinas, que en adelante deben mirarse como aliadas y unidas en una propia causa para la defensa mutua. Los dichos tratados se llevarán al examen de ambos congresos antes de su ratificación.

Enviará también el congreso de Nueva España a otro embajador a la corte de Londres, el cual a más de los tres primeros fines anteriores, llevará también los siguientes:

I. Interesarse a nombre de la Nueva España para que terminen las diferencias entra la corte de Londres y los Estados Unidos, haciendo ambas naciones, con la nuestra, una causa común contra el francés. Llevará esta misma instrucción el embajador de los Estados Unidos.

II. Pedir a Inglaterra abasto de fusiles y de todo el armamento que necesitásemos.

III. Pedir una moderada escuadra para la defensa de nuestras costas y para perseguir los navíos franceses que se acercasen a ella. Esta escuadra, luego que dé aviso de su llegada a la costa, deberá admitir su bordo a dos comisarios españoles que tomen razón de su estado y reglen los pagamentos que le correspondan, los cuales se exhibirán por el erario del reino, como también el costo del armamento.

IV. Pedir por último dos diestros ingenieros, que se dotarán competentemente por la Nueva España, los cuales reciban bajo de su enseñanza a los del país, levanten las fortificaciones que sean necesarias en el castillo de Veracruz y en las costas, dispongan hornillos de bala roja y usen de los cohetes incendiarios para alejar las embarcaciones francesas que se acercasen. El congreso de Nueva España ratificará también, después de examinados, los artículos de esta convención.

En la 5a. sesión se abrirán, a pedimiento de los tres fiscales del reino, las causas de la abdicación de Carlos I en su primogénito el príncipe Fernando, hecha en Aranjuez; de la abdicación de éste en su padre, hecha en Bayona; de la abdicación de Carlos IV hecha en el mismo Bayona a favor de Bonaparte, y de la abdicación de todos sus derechos a la corona de España e Indias hecha en Burdeos por el príncipe y los dos infantes. Se tendrán presentes para ella los papeles públicos de Europa, los hechos comprobados por noticias generalmente recibidas, y las representaciones de las ciudades del reino. Nombrará el congreso a seis abogados del mayor mérito:'dos por parte de la familia real, dos por parte de la España, dos por parte del emperador francés. Se escuchará de nuevo el dictamen de los tres fiscales. Visto todo con el más maduro acuerdo y detención, se pronunciará la sentencia, declarando la corona de España e Indias a favor del individuo de la casa real de España a quien legítimamente perteneciese, mandando que se le jure inmediatamente por cada uno de los individuos del congreso, y que se haga lo mismo en las demás ciudades, villas y pueblos del reino, evitando las solemnidades que pueden demorar este acto. Se pronunciará pena de la vida contra cualquiera que reconociese otro monarca. Se declarará a Napoleón Bonaparte infractor de la amistad, de la fe pública y del derecho de gentes, usurpador y tirano, hombre infame, decaído de la dignidad de monarca, que la España no reconocerá en adelante en él ni en alguno de su familia. Se declarará asimismo que la España, representada en su congreso nacional, reconoce a la noble y generosa nación francesa en posesión de sus primitivos derechos para nombrarse otra dinastía que ocupe el imperio, o darse la constitución que más le agradase. Se mandará con pena de la vida que nadie tenga en lugares públicos de su casa el retrato de este usurpador, el cual se fijará en los caminos y entradas públicas de las ciudades con insignias y motes infamantes. Se mandará por último imprimir esta causa a costa del erario y se remitirán copias impresas de la sentencia y firmadas de los secretarios del congreso a todas las ciudades del reino y demás dominios de Indias, extendiéndola por toda la Europa y reinos extranjeros.

El derecho natural y de gentes y aun la misma religión nos autorizan para hacer la guerra a este malvado, que ha insultado a la España toda y a la real familia, en los términos más desvergonzados; y ya que desde aquí no nos es posible emprenderla por medio de las armas, estamos autorizados para hacérsela a causa de sus notorios crímenes y perfidias, en su mismo honor.

No es posible señalar el número de sesiones que serán necesarias para terminar esta famosa causa: pero en la última de ellas, debe decretarse que se pida a la Francia la cesación de toda hostilidad y la renovación de la verdadera amistad q~e antes reinaba entre ambas naciones, la total libertad de la península española y de la familia real, la restitución de ésta con el debido esplendor a la corte de Madrid, y la satisfacción más completa de los graves atentados e insultos causados por Napoleón Bonaparte. Las circunstancias mismas dictarán los medios más a propósito para dirigir este reclamo y si habrán de hacerse por enviados autorizados para ellos por el congreso, o por cartas dirigidas al cuerpo legislativo, senado conservador y tribunado de la Francia.

Nada elevará jamás a tan alto punto el reino de la Nueva España, nada lo hará tan memorable entre todas las naciones, como abrir esta gran causa con resolución, seguirla con dignidad y grandeza, y terminarla con entereza, valor y justificación. Entretanto que nuestros hermanos desarmados sufren la violenta opresión de un tirano, o derraman su sangre para defendemos, es necesario que nosotros, usando de la libertad de nuestra razón y de todos nuestros derechos, procuramos salvamos a nosotros mismos y a la parte oprimida.

El congreso se mantendrá formado todo el tiempo de los altercados y negociaciones con la Francia. Si ellos fuesen desgraciados y se malograsen del todo nuestras diligencias, podrá entonces adoptar la constitución más religiosa, más justa y más conforme a las leyes fundamentales del reino y a las circunstancias locales.

Pero si el suceso fuese feliz y nuestro rey se hallase en perfecta libertad, nombrará entonces el congreso cuatro diputados que se presenten a su majestad, para hacerle en propias manos la entrega del reino y prestarle, a nombre de éste, el juramento de fidelidad, exigiendo antes de su majestad los juramentos siguientes:

1. De no abdicar jamás al reino de Nueva España, ni cederlo a ninguna potencia extranjera, ni a ninguna otra familia, que a la legítima sucesora de la corona de España, aunque sea familia española; declarando nulo e insubsistente este acto de abdicación o cesión, y quedar por él habilitado el reino de Nueva España para constituirse independiente.

II. De no colocar jamás en el virreinato de Nueva España a ningún extranjero, habilitando en ese caso al mismo reino para repelerlo y negarle la obediencia.
III. De aprobar todo lo determinado por el congreso de la Nueva España, confirmar en sus empleos y destinos a los que hubiesen sido colocados por él, y premiar debidamente a los que se hubiesen distinguido por su celo en servicio de la patria y en honor de la real familia.

No se ha hecho mención hasta aquí de la presidencia de Guatemala ni de las islas de La Habana y Puerto Rico. La considerable distancia en que se halla aquel reino y la dificultad de los caminos hacen como imposible la venida a México de todos los miembros que pueden tener lugar en el congreso. Para salvar este inconveniente y para que toda la América Septentrional Española tenga en este grave asunto un mismo espíritu, se puede proponer que el reino de Guatemala haga una junta general y que ésta nombre siete diputados con plenos poderes para obrar a su nombre en el congreso nacional. Uno de dichos diputados será autorizado por el presidente, dos por la audiencia y los cuatro restantes por todo aquel reino.

La misma práctica debe adoptarse para La Habana y Puerto Rico, nombrando la primera seis diputados: uno por el gobernador, dos por la audiencia de Puerto Príncipe y tres por el resto de la isla; la segunda nombrará sólo tres: uno por el gobernador y dos por el pueblo. Uniéndose estos gobiernos a las disposiciones del congreso de Nueva España y formando con ella una voz común, tendrán derecho para que se les envíen todos los auxilios de dinero que puedan necesitar para su propia defensa, y la Nueva España tendrá la gloria de asegurar unos puntos que tanto le interesan y de haberlos conservado ilesos a su legítimo soberano.

El congreso en cuerpo tendrá el tratamiento de majestad, anexo a la soberanía.

 

Conclusión

Vistos ligeramente los derechos de la Nueva España para formarse en congreso nacional, conocidos los individuos que deben componerlo, las facultades que les son propias, el asunto de sus determinaciones, y la dignidad, elevación y nobleza de todos sus actos, parece inútil entrar en el empeño de probar su necesidad. Recorriendo el presente papel, se echa de ver desde luego que es conveniente revestimos de una representación que nos haga respetar de los otros pueblos, y en las circunstancias presentes, ésta no puede ser otra que la representación nacional reconocida y venerada de todas las potencias civilizadas. Se conoce también que el tiempo nos obliga a derogar unas leyes que nos serían perniciosas sin la metrópoli, dictar otras que contribuyan a nuestra conservación y estabilidad, terminar todos los asuntos que con perjuicio general quedarían suspensos por falta de los tribunales supremos, procuramos los bienes que nos son necesarios, precaver los graves males que nos amenazan: en una palabra, organizar el reino todo, dándole fuerza y vigor para que pueda obrar expeditamente y sostenerse a sí mismo.

Pero porque nuestros recursos no son por ahora bastantes para tantos objetos, y si nos negásemos a toda comunicación exterior, quedaríamos expuestos a los males de la indigencia, de que no podríamos salir con solos nuestros metales, y al furor de un enemigo implacable y poderoso, que apurará todos sus arbitrios para perdemos, la necesidad misma nos compele a buscar amigos entre los enemigos declarados de la Francia o entre aquellos que, consultando a su quietud y a sus propios intereses, se conforman exteriormente con las resoluciones de ese gobierno, entretanto que detestan ese poder exorbitante que amenaza la seguridad de los demás pueblos.

Por lo demás, el congreso sostiene y ampara todas las leyes fundamentales del reino, nada innova en este punto, excita y ennoblece a todas las autoridades constituidas y consultando al honor de nuestros reyes, mantiene en sus empleos a todos aquellos que han sido destinados por la real beneficencia. El virrey es elevado a la capitanía general, no de provincia, sino del reino, que le será perpetua donde quiera que se halle; adquiere más facultades de las que antes tenía y consolida las que le eran propias por la voluntad común, que es la ley suprema del Estado. Sus dignos subalternos son condecorados con grados superiores a los que obtenían, viéndose cercanos al término de su escala. Las audiencias son revestidas de más poder y autoridad, y terminadas en el congreso todas las apelaciones y recursos que han hecho hasta aquí al rey y a los consejos, llegará el caso de declarar a la audiencia de México, tribunal supremo de apelación, reuniendo todas las facultades del consejo y cámara. La autoridad episcopal es sostenida y ayudada en cuanto es permitido al congreso nacional. El clero, libre de las contribuciones que lo oprimían, subsistirá en adelante con más decoro Y dignidad. Los beneméritos encuentran abiertos muchos caminos para su exaltación y para la recompensa de sus fatigas. El labrador, el minero, el comerciante, el artesano se ven repentinamente con nuevos e inagotables recursos: el reino todo mira en el congreso el oriente de su prosperidad y abundancia.

Si llega el caso, como lo esperamos, de que la metrópoli recobre su primera libertad, ¡qué gloria será para los que han gobernado este reino devolverlo a nuestros reyes en el estado más floreciente que sea posible! Y si se frustrasen en esta parte todos los nuestros empeños ¡qué consuelo será para nuestros hermanos y amigos los españoles de Europa, saber que viniendo a México encontrarán aquí una nueva patria, con las mismas leyes, usos, costumbres y religión, y que serán recibidos con aquella predilección y ternura que inspiran las desgracias de las personas que nos son más amadas! Ésta es la obra que la Providencia ha destinado para los actuales jefes y padres de la patria: ellos van a implantar la semilla de un árbol que dará el refrigerio y abrigará con su sombra a toda la nación.

Se ha dicho en estos días que la ciudad de México, como metrópoli, representa a todo el reino, teniendo para ello cédula de nuestros reyes. No se duda que este digno y celoso ayuntamiento goce de éste y otros privilegios que son propios de las grandes capitales; pero debe decirse que su representación sólo es para defender los fueros, privilegios y leyes del reino, mas no para ejercer a nombre de las demás ciudades el poder legislativo. Éste es un poder que existe siempre radicalmente en la nación, ya los monarcas se ha confiado solamente su ejercicio. Luego que éstos faltan para el cuerpo civil por cualquiera circunstancia como la presente, o que se extinguen todas las ramas de la familia reinante, la nación recobra inmediatamente su potestad legislativa como todos los demás privilegios y derechos de la corona, de la misma manera que, extinguidas todas las líneas llamadas a la posesión de un mayorazgo, pasa éste a incorporarse en la real corona y entra en la masa común de bienes del Estado. Y si los reyes no pueden ceder la corona o sus derechos a ella, a otra potencia extranjera, ni aun a otra familia de la nación que no fuese del agrado de ésta, ¿cómo podrán ceder a nadie el poder legislativo, timbre el más precioso de la corona, y de que no tienen ellos sino el simple ejercicio? Hay sin duda, y ha habido hasta aquí, en la nación, cuerpos destinados para arreglar el código de nuestra legislación; pero estos cuerpos sólo proponen la ley que parece necesaria, la consultan, la discuten, pero de ninguna manera la forman, porque ella sólo adquiere su fuerza de la voz del soberano que la promulga y que es el órgano de la voz nacional.

Este poder legislativo nos falta al presente, cuando nos es más necesario. Y ¿dónde encontrarlo? Los virreyes están restringidos por las leyes, y sus facultades sólo tienen extensión para ciertos casos. Las audiencias tienen el poder judiciario dependiente de otra autoridad superior, cual es la de los consejos y del rey, y aunque en algunos casos tienen también parte del poder gubernativo, éste está siempre reprimido y como estrechado por las leyes. Ellas nada previenen para casos tan inesperados como el presente. ¿Cuál será, pues, nuestro recurso, tratando de organizar al reino, volverle su esplendor y consultar a su seguridad? No hay otro que la voz nacional: esa voz que todos los políticos antiguos y modernos miran como el fundamento y origen de las sociedades; esa voz tan respetable y soberana, que obligó al mismo Dios a mudar el gobierno de Israel concediéndole el rey que pedía.      

México, 3 de julio de 1808.