Julio 19 de 1808
Exmo. señor:
La muy noble, insigne, muy leal e imperial Ciudad de México, metrópoli de la América Septentrional, ha leído con el mayor asombro las tristes noticias que comprenden las gacetas de Madrid de 13, 17 y 20 de Mayo. Mira la poderosa monarquía española vestida de luto, penetrada de dolor, llena de angustia y eclipsada porque el brazo exterminador de los reyes arrancó de su trono a su legítimo soberano, el señor don Carlos IV, a su muy amable hijo, el serenísimo señor real Príncipe de Asturias, y a los infantes don Carlos y don Antonio; y llora inconsolablemente como los demás reinos la desgraciada suerte de la augusta y real familia que hacía sus delicias. Entrevé en los papeles públicos la opresión de la fuerza que experimentaron para salir del seno de sus leales pueblos, de en medio de sus amantes vasallos, a una corte extranjera, en donde el poder y la fuerza consumaron la obra de su ruina por medio de la abdicación del solio mayor de la Tierra, hechos que ellos por sí solos serán en todos los tiempos el testimonio decisivo de la atroz sorpresa que nunca se creyó posible.
Vuelta en sí del lúgubre éxtasis en que quedó sumergida, advierte debe aprovechar los momentos para conservar a su rey y reales sucesores el opulento reino a quien representa, poniéndolo a cubierto de los peligros. Con el noble orgullo con que grita ante el universo todo que desde su conquista hasta el día ha dado a sus amados monarcas y señores las pruebas más realzadas de su celo y lealtad, profiere ante la muy respetable persona de V. E. sostendrá con la mayor energía el juramento de fidelidad que prestó al señor Carlos IV en el acto de alzar pendones por su real merced, y el que gustoso repitió al reconocer al señor Príncipe de Asturias por inmediato sucesor a la corona. La obligación sagrada en que lo constituye este homenaje se halla impresa en los corazones de sus habitados, y ni el poder, ni la fuerza, ni el furor, ni la misma muerte son bastantes para borrarla.
Esa funesta abdicación es involuntaria, forzada y, como hecha en el momento de conflicto, es de ningún efecto contra los respetabilísimos derechos de la nación. La despoja de la regalía mas preciosa que le asiste. Ninguno puede nombrarle soberano sin su consentimiento, y el universal de todos sus pueblos basta para adquirir el reino de un modo digno no habiendo legítimo sucesor del rey que muere natural o civilmente.
Ella comprende una verdadera enajenación de la monarquía que cede a favor de persona que en lo absoluto carece de derecho para obtenerlo, contraria al juramento que prestó el señor Carlos IV al tiempo de su coronación de no enajenar el todo o parte de los dominios que le prestaron la obediencia, y es opuesta también al solemnísimo pleito homenaje que hizo el señor Carlos I a esta Nobilísima Ciudad como metrópoli del reino de no enajenarlo ni donarlo, de lo que no tiene privilegio.
La monarquía española es el mayorazgo de sus soberanos fundado por la nación misma, que estableció el orden de suceder entre las líneas de la real familia; y de la propia suerte que en los de los vasallos no pueden alterar los actuales poseedores los llamamientos graduales hechos por sus fundadores, la abdicación involuntaria y violenta del señor Carlos IV y su hijo el señor Príncipe de Asturias hecha a favor del emperador de los franceses para que señale otra dinastía que gobierne el reino es nula e insubsistente por ser contra la voluntad de la nación que llamó a la familia de los Borbones como descendientes por hembra de sus antiguos reyes y señores.
Por esta causa no prevalece ni respecto de los legítimos sucesores de S. M. Dispuso de bienes incapaces de enajenarse por fuero especial de la nación que los confió a su real persona únicamente para su mejor gobierno, acrecentamiento, y para que en su total integridad pasasen a su digno sucesor, el serenísimo señor real Príncipe de Asturias. En consecuencia, la renuncia ni abolió la incapacidad natural y legal que todos tienen para enagenar lo que no es suyo, ni menos pudo abolir el justo derecho de sus reales descendientes para obtener los que la nación les concede en su respectivo caso y vez. Esta máxima justísima decidió a la misma Francia a tomar parte en la cruel y porfiada guerra de sucesión, cuando por la muerte del señor Carlos II disputaron la herencia rica del universo las dos antiguas y grandes casas de Austria y Borbón, sosteniendo la primera al señor archiduque de Austria, Carlos, después sexto en el imperio de Alemania, y la segunda al señor duque de Anjou, Felipe V el Animoso. Consideró injusta la cesion que Luís XIV el Grande hizo en unión de su mujer, la infanta real de España Maria Teresa, en el derecho de sucesión a la corona por sí, sus hijos y sucesores, por no tener facultad para privarlos de esta importantísima opción que no tomaba origen en su persona sino en el consentimiento universal de la monarquía, que en unión de sus soberanos consintió en el matrimonio como medio de propagar la estirpe real aun en las hembras; y si la historia presenta que el invicto señor Carlos I y el mismo señor Felipe V renunciaron la corona en los señores sus hijos Felipe II y Luís I, desde luego se conoce que su exaltación al trono fue principalmente por estar jurados por el reino para suceder a sus reales padres y porque sus reales personas no carecían de derecho para obtenerlo.
En la monarquía como mayorazgo, luego que muere civil o naturalmente el poseedor de la corona, por ministerio de la ley pasa la posesión civil, natural y alto dominio de ella en toda su integridad al legítimo sucesor, y si éste y los que le siguen se hallan impedidos para obtenerla, pasa al siguiente en grado que está expedito. En ningún caso permanece sin soberano, y en el presente, el más crítico que se leerá en los fastos de la América, existe un monarca real y legitimo aun cuando la fuerza haya muerto civilmente o impida al señor Carlos IV, serenísimo Príncipe de Asturias y reales infantes don Carlos y don Antonio el unirse con sus fieles vasallos y sus amantes pueblos, y les son debidos los respectos de vasallaje y lealtad.
Por su ausencia o impedimento reside la soberanea representada en todo el reino y las clases que lo forman, y con más particularidad en los tribunales superiores que lo gobiernan, administran justicia, y en los cuerpos que llevan la voz publica, que la conservarán intacta, la defenderán y sostendrán con energía como un deposito sagrado, para devolverla o al mismo señor Carlos IV o a su hijo el señor Príncipe de Asturias o a los señores infantes, cada uno en su caso y vez, cuando libres de la actual opresión a que se miran reducidos se presenten en su real corte sin tener dentro de sus dominios fuerza alguna extraña que pueda coartar su voluntad; pero si la desgracia los persiguiere hasta el sepulcro, o les embarazase reasumir sus claros y justos derechos, entonces el reino unido y dirigido por sus superiores tribunales, su metrópoli y cuerpos que lo representan en lo general y particular la devolverá a alguno de los descendientes legítimos de S. M., el señor Carlos IV, para que continúe en su mando la dinastía que adoptó la nación, y la real familia de los Borbones de la rama de España verá, como también el mundo, que los mexicanos procedan con la justificación, amor y lealtad que les es característica.
La existencia efectiva de un monarca, a quien por derechos indudables le pertenece el dominio de este continente, produce otro efecto justo y necesario, y es subsista el gobierno bajo el mismo pie que antes de verificarse sucesos tan desgraciados que lloran sus pueblos. Las leyes, reales órdenes y cédulas dictadas para su arreglo, que han hecho por su suavidad y dulzura la felicida pública en cuyos brazos descansábamos, permanecen en todo su vigor y animarán como hasta aquí nuestras operaciones. En las actuales circunstancias sería crimen de alta traición pensar siquiera traspasar sus sabios límites. En efecto, sus decisiones nos conservarán la paz, el orden terminará los litigios; todos las observaremos con la exactitud que exige por sí misma nuestra lealtad, el bien general, en nuestras particulares conveniencias.
México, en representación del reino como su metrópoli y por sí, sostendrá a todo trance los derechos de su augusto monarca el señor Carlos IV y serenísimo Príncipe de Asturias y demás reales sucesores por el orden que se refiere, y reduciendo a efecto ésta su resolución pide y suplica a V. E. que, ínterin S. M. y alteza vuelvan al seno de su monarquía, recobran su libertad y evacúan la España las tropas francesas que están apoderadas de su real corte, plazas fuertes y puertos y dejan a su S. M. y a la nación enteramente libres para sus deliberaciones sin tener en ellos parte alguna ni directa ni indirectamente, continúe provisionalmente encargado del gobierno del reino como virrey gobernador y capitán general sin entregarlo a potencia alguna, cualesquiera que sea, ni a la misma España, aunque reciba órdenes del señor Carlos IV desde la Francia, o dadas antes de salir de sus estados, para evitar toda suplantación de fechas fraudes y fuerzas, o del señor emperador de los franceses como renunciatorio de la corona o del señor gran duque de Berg en calidad de gobernador del mismo emperador o lugarteniente de la España. No lo entregue tampoco a otro virrey que o nombrasen S. M. el señor Carlos IV o el Príncipe de Asturias bajo la denominación de Fernando VII antes de salir de España por la causa dicha, o después desde la Francia, o por el señor emperador o el duque de Berg para reemplazar a V. E. en el mando de estos dominios. Asimismo, aun cuando V. E. sea continuado en el virreinato por alguno de los dos señores reyes anteriores de su salida de España por el motivo expresado, o estando en Francia, o por el emperador, o por el duque de Berg, no lo obedezca ni cumpla esta orden sino que continúe en el gobierno por sólo el nombramiento particular del reino reunido con los tribunales superiores y cuerpos que lo representan: para lo cual otorgue V. E. juramento y pleito homenaje al reino conforme a la disposición de la ley 5ª, título 15, partida 2ª, en manos del Real Acuerdo y a presencia de la Nobilísima Ciudad como su metrópoli y demás tribunales de la capital, los que sean citados solemnemente. Que también jure V. E. que durante su provisional mando gobernará el reino con total arreglo a las leyes, reales órdenes y cédulas que hasta ahora han regido sin alteración alguna, y conservará a la Real Audiencia, Real Sala del Crimen, Tribunal Santo de la Fe, a la Real Justicia, a esta Metrópoli, ciudades y villas en uso libre de sus facultades, jurisdicción y potestad. Que defenderá el reino de todo enemigo, conservará su seguridad y sus derechos hasta sacrificar su vida, como sus bienes, y todo cuanto penda de sus arbitrios y facultades. Que, el mismo juramento e igual solemne pleito homenaje preste en manos de V. E. la Real Audiencia, la Real Sala del Crimen, esta Nobilísima Ciudad como metrópoli del reino y los demás tribunales sin reservar alguno. Lo propio ejecuten el M. R. arzobispo, R. R. obispos, cabildos eclesiásticos, jefes militares y políticos y toda clase de empleados, en el modo y forma que V. E. así disponga, concediéndole a la Nobilísima Ciudad pueda dar parte a las demás ciudades y villas del reino de éste su pedimento.
El interés público y común de la patria, el bien de la nación, su felicidad, el distinguido amor y acendrada lealtad para con sus augustos soberanos exije asimismo que por V. E., en unión del Real Acuerdo, se declare por traidor al rey y al Estado a cualesquiera persona, sea del ramo que fuere, que contravenga a este Juramento, y se le castigue sin remisión con las penas prevenidas por las leyes para escarmiento de las demás.
Este es el concepto general del reino que explica México como su metrópoli, manifiesta a V. E. y a todo el orbe. Sus habitantes están dispuestos a sostenerlo con sus personas, sus bienes y derramarán hasta la última gota de su sangre para realizarlo. En defensa de causa tan justa la misma muerte les será apacible, hermosa y dulce. De este modo terminarán la carrera de sus días con la noble satisfacción de ser dignos hijos de sus gloriosos padres, de quienes heredaron el valor y la lealtad. Las mismas madres pondrán en manos de sus hijos el sable y el fusil para que vuelen al lugar del peligro a reemplazar a los padres, y cuando no quede otro recurso ellas, con los ojos enjutos, pondrán fuego a las ciudades y pueblos y, abrazadas con los más pequeñuelos, se arrojarán en medio de las llamas para que el enemigo sólo triunfe de las cenizas y no de nuestra libertad.
Les queda el dolor a los mexicanos de no poder volar por el océano a unirse con sus padres para sostener a su rey y defender a la monarquía; su valor y su entusiasmo leal obrarían prodigios para redimirlo de la fuerza en que gime oprimido, y se darían por satisfechos únicamente o con la victoria o quedando tendidos en el campo anegado en su sangre, publicando sus heridas, como por otras tantas bocas, no hay ciudad en el mundo como la de México, cabeza y metrópoli de la Nueva España, ni mas fieles vasallos, elogio que hace muchos años debieron por su amor y servicio al trono español.
La Divina Providencia concede al reino en tan críticas circunstancias la dulce satisfacción de ver al frente del gobierno a un capitán tan experto y valeroso como V. E., al que ya conoce la Francia por haberlo visto pelear en sus fronteras, y colocados en el supremo tribunal de la Real Audiencia a unos ministros sabios y patriotas que, en unión de V. E., con su consejo sostendrán sus verdaderos intereses, su libertad y, lo que es más, los derechos de nuestro soberano y real familia. Esta Nobilísima Ciudad, fundada en un principio tan feliz, ni pretende anticipar las providencias ni que se dicten fuera de tiempo y sazón, y espera que haya dado V. E. las oportunas para asegurar el reino de todo asalto. Confía en el superior discernimiento de V. E. y con el del Real Acuerdo las realicen con la mayor oportunidad y con su interesencia como metrópoli y cabeza de todos los reinos y provincias de la Nueva España.
En su obsequio manifiesta a V. E. deber contar con los bienes y personas de sus habitantes y los del público de esta capital que mediante la voz del síndico llenos de entusiasmo, amor y lealtad, solo esperan las órdenes de V. E. para obedecerlas, como manifiesta la representación adjunta, que eleva a las superiores manos de V. E., y con los intereses de todos los regidores propietarios y honorarios, que están prontos a servir en el puesto que V. E. les señale y en lo que les mande, armados y mantenidos a su costa.
Sala Capitular de México, diez y nueve de julio de 1808.
Juan Francisco de Azcárate*
* Azcárate siempre firmó sus documentos como Juan Francisco Azcárate, pero en algunos diccionarios y referencias a sus obras podemos encontrarlo como: Juan Francisco de Azcárate, Juan Francisco Azcárate y Lezama o Juan Francisco Azcárate y Ledesma. Confer. Rovira Gaspar Ma. del Carmen (Coord.). Una aproximación a la historia de las ideas filosóficas en México. Siglo XIX y Principios del XX. México. 2000 Universidad Autónoma de Querétaro, Universidad de Guanajuato, Universidad Autónoma de Madrid, Universidad Nacional Autónoma de México. T. I, pág. 29.
Fuente: Juan E. Hernández y Dávalos, Colección de documentos para la historia de la guerra de independencia de México de 1808 a 1821.
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