Francisco Javier Alegre
EL PADRE KINO
En todos los cuatro años antecedentes, no hallamos relación ni memoria alguna del Padre Eusebio Kino en los manuscritos de aquel tiempo. No siendo creíble que las calumnias, las necesidades, o algún otro género de trabajos fuese capaz de tener en la inacción y en el retiro aquel espíritu incansable, nos persuadimos a que, todo este tiempo, lo probó el Señor en el ejercicio de una paciencia heroica. Verosímilmente, sus muchos achaques, aumentados con tan largas y penosas fatigas, y añadidos al peso de sus muchos años, le habían obligado ya a no emprender más viajes y reducido a esperar tranquilamente, en su misión de Dolores, el fin de su vida apostólica, que le llegó finalmente a principios del año de 1711.
Fue el Padre Eusebio Francisco Kino natural de Trento, ciudad de Italia. Su devoción y reconocimiento al grande Apóstol de la India, a cuya intercesión debía la vida, le hizo tomar el nombre de Francisco y con el revestirse del mismo celo y fervor por la conversión de los gentiles en las misiones de Indias. Con este intento, renunció el honor que le hacía el serenísimo Duque de Baviera en destinarlo para una cátedra de matemáticas en la Universidad de Ingolstadt.
No le faltaron aun, en México, ocasiones de manifestar sus extraordinarios talentos con ocasión del famoso cometa del año de 1680. Fueron entonces muy célebres las controversias entre el Padre Kino y el doctor don Carlos de Sigüenza y Góngora, de que hemos hablado en otra parte.
Fue el primero que, con algún asiento y espacio, comenzó a instruir en la fe a los californios, ocupación a que se hubiera enteramente dedicado, toda su vida, si los superiores no hubiesen juzgados más necesaria en la Pimería su persona. Ya que no pudo, por sí mismo, asistirlos, formó, a lo menos; con sus instrucciones y exhortaciones fervorosas, al Padre Juan María Salvatierra, apóstol de aquel país; y, en cuanto pudo, desde la Pimería, con viajes penosísimos, con limosnas y otros arbitrios, procuró fomentar siempre la conversión de aquella península.
La de los pimas altos se debe únicamente, en lo humano, a su celo, no menos que a su paciencia y constancia admirable. Siempre perseguido y calumniado no sólo en su persona, sino aun en la de sus neófitos, y no sólo de los seglares y profanos, sino, tal vez, aun de sus mismos cooperarios, llevó adelante la obra del Señor por veinte y cuatro años continuos, casi solo, y teniendo que justificar, a cada paso, y demostrar, por mil caminos diferentes, la fidelidad de sus calumniados pimas y otras naciones que el Padre descubría y preparaba al evangelio.
Escribió diferentes informes a Su Majestad y a los señores reyes, al Padre general y superiores inmediatos; todo, a fin de conseguir operarios para aquella viña. Bautizó más de cuarenta mil infieles; y hubieran sido diez tantos más, si hubiera tenido algunas esperanzas de poderles proveer de ministro que les conservase en la fe. Caminó muchos millares de leguas en repetidos viajes; visitó tantas naciones, formó y redujo a vida política tantas rancherías; que, como escribe el autor de los Apostólicos afanes, todos juntos cuantos celosos obreros ha tenido la Pimería en más de cincuenta años, después de su muerte, apenas han podido poner en corriente la tercera parte de los pueblos, tierras y naciones que aquel varón apostólico había atraído, cultivado y dispuesto para sujetarse al yugo del evangelio.
Este es un rudo bosquejo de las exteriores ocupaciones del Padre Eusebio Francisco Kino; pero, en medio de las continuas fatigas a que lo estimulaba su celo, ¿quién podrá referir los interiores actos de virtud con que se hizo tan digno instrumento de la salvación de muchas almas? En todo el tiempo de misionero no se le conoció más cama que dos zaleas, una frazada grosera, por abrigo y, por cabecera, una albar-da. Este era el lecho en que, después de tan largos y penosos viajes, aun en las más fuertes enfermedades y al cabo de 70 años de edad, tomaba apenas un ligero descanso, y en que murió, finalmente, no sin lágrimas de su buen compañero, el Padre Agustín Campos, testigo de tanta humildad, mortificación y pobreza.
La mayor parte de la noche ocupaba en la oración, y, cuando estaba en su partido de Dolores, era en la Iglesia, donde, asegura el Padre Luis Velarde, su compañero en los ocho últimos años, que lo oía entrar, todas las noches, y que, por mucho que se desvelase, jamás lo oyó salir. Esta nocturna oración acompañaba con una sangrienta disciplina que, tal vez percibieron y refirieron asustados sus indios. Se le notó que más de cien veces, al día, entraba a hacer oración al templo, a imitación del grande Apóstol de Irlanda; aunque toda su vida era una continua meditación y un continuo rezo. Fue señalado el don de lágrimas de que lo dotó el Señor, no sólo en el santo sacrificio de la misa, que jamás omitió, sino aun en el oficio divino, que rezaba siempre de rodillas. Tenía, continuamente, en los labios los dulcísimos nombres de Jesús y María. Así, no es de admirar que, aun cuando en su cara le decían injurias e improperios, respondiese con palabras suavísimas y aun abrazase tiernamente a los que le ofendían. Sus conversaciones eran siempre de Dios, de su Madre santísima y de la conversión de los gentiles.
Padecía frecuentes y agudas fiebres de que se curaba con total abstinencia, por cuatro o seis días. Aun fuera de estas ocasiones, su alimento era muy tenue y muy grosero; sin sal, ni más condimento que algunas yerbas insípidas que tomaba con pretexto de medicinas. Toda esta dureza y austeridad consigo la convertía en suavidad y dulzura para con sus indios, a quienes repartía toda su limosna y cuanto podía conseguir con su actividad y su industria. Finalmente, era el Padre Kino un perfecto ejemplar de misioneros apostólicos; y de quien se decía vulgarmente; "descubrir tierras, convertir almas son los afanes del Padre Kino; continuo rezo, vida sin vicio, humo, ni polvos, cama, ni vino".
Habiendo el Padre Agustín de Campos concluido, en su pueblo de Santa María Magdalena, una pequeña capilla a la honra de San Francisco Javier, convidó al Padre para la misa de la dedicación, a que concurrió gustosamente. La estatua del altar representaba al Santo Moribundo. Cantando la misa se sintió el Padre Kino herido de la última enfermedad; queriendo el Santo que descansase en su capilla el que tan perfectamente le había imitado en los trabajos del ministerio apostólico.
Hemos propasado los límites de un elogio histórico en lo que hemos dicho de este grande hombre, llevados del dolor que nos causaba no hallar en nuestro Menologio memoria alguna de un varón tan insigne y apenas algunas generalidades en la Noticias de California y Apostólicos afanes, que no bastaban para formar una idea tan grande como merecen sus virtudes.
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