Bolonia, Italia Febrero 2 de 1773
Sermón de Francisco Javier Clavijero dirigido a sus hermanos exiliados en Bolonia, Italia en vísperas de la supresión de la Compañía de Jesús.
Positus est hic in signum cui contradicetur et tuam ipsius animam pertransibit gladius. Lucas, 2
Estas palabras pronunciadas por un santo Profeta en ocasión del sagrado misterio que celebra mañana la Iglesia, excitan naturalmente la idea de otro objeto infinitamente inferior en la dignidad pero muy semejante en el destino. Uno y otro, Jesús y su Compañía, están destinados para blanco de las contradicciones del mundo.
Prevee Simeón el agudísimo dolor que traspasaría el alma de la Madre de Dios en la pasión y muerte de su divino hijo y yo contemplo el vivo sentimiento de que están penetrados los fieles hijos de la Compañía por las penas y agonías de su sancta Madre. Simeón, sin hacerse cargo de consolar a la Madre virgen, no hace más de revelar el designio de Dios en poner a su hijo por blanco de contradicción Ut revelentur -dice- ex multis cordibus cogitationes. Yo tampoco intento subministrar algún consuelo a vuestras almas (que no soy capaz de dar), sino solamente hacer la causa de Dios, demonstrando, como procuraré hacer en este breve rato, que no hay mal de cuantos padecemos o podemos temer, que justifique los excesos de nuestro dolor. El dolor que padecemos es justo, el sentimiento en nuestros trabajos es muy racional, el temor de otras desgracias es muy prudente y el querer persuadirnos a que no sintamos ni temamos sería pretender que aspirásemos a la indolencia de los estoicos, a la insensibilidad de las piedras; pero no son justificables los excesos de nuestro dolor. ¿Qué excesos? Una fatal tristeza que nos haga intolerable la vida y nos inhabilite hasta las funciones de la racionalidad y del espíritu, una habitual amargura de corazón que nos haga morder los instrumentos de la Providencia, un temor congojoso de lo futuro que traiga nuestro ánimo en perpetua inquietud, representando una larga serie de males a que estamos expuestos. Digo pues que no hay mal alguno que pueda justificar estos y semejantes excesos. Mas porque no es posible recorrer en tan breve rato todos los males que podemos temer, examinemos solamente los mayores.
El primer mal que puede ocurrir a nuestra triste imaginación es la indigencia. Nos hallamos, podría alguno decir, en la más crítica situación. Nuestra subsistencia pende únicamente del arbitrio de nuestros enemigos. ¡Qué apoyo más débil! Qué cosa más natural que quien nos privó de nuestra patria y nos despojó de todos nuestros bienes ¿nos niegue también los subsidios necesarios a la vida? Y si esto sucede (como es muy verosímil, no faltando a nuestros enemigos ni voluntad de dañarnos, ni poder para desahogar su malignidad) ¿qué mayor miseria que ser mendigos entre tanto número de miserables? ¿qué mayor infelicidad que la de vernos reducidos en un país como este a una fortuna tan agena de nuestro nacimiento?
Estos pensamientos, Reverendos Padres, sólo pueden hacer impresión en un hombre en quien los humos de una negra melancolía le intercepte los rayos de la Fe. ¿Qué verdad más inculcada en las Escripturas que la Providencia de Dios sobre sus creaturas en este punto? ¿Qué hombres más destituidos de todo humano socorro, que Daniel en el lago de los leones y Elías en la soledad del Carith? Y ambos son milagrosamente alimentados de Dios, el uno por medio de un hombre transportado por un ángel, y el otro por ministerio de los cuervos. Es verdad que estos Profetas se habían merecido con sus virtudes la protección del Señor, y David afirma que desde su primera edad hasta su vejez jamás vio un justo abandonado de Dios, ni a sus hijos mendigando: junior fui, etenim senui et non vidi justum derelictum, nec semen ejus quaerens panem. Pero ¡cuántas pruebas nos ha dado Dios de que su amorosa providencia no se limita a los justos!
De unos dos millones de israelitas que caminaban por el desierto casi todos eran prevaricadores y sin embargo Dios los sustenta con pan del cielo y con agua extrahida milagrosamente de una peña, les mantiene ilesos los vestidos, les provee de una nube que les guíe de día, y de una columna de fuego que les alumbre en las tinieblas de la noche. De una inmensa multitud de pueblo que había en Samaria, cuando en tiempo de Jorán la sitió el rey de Siria, casi todos eran apóstatas, y no obstante dispone Dios por un maravilloso arbitrio que los sitiados menesterosos disfruten la abundancia de los sitiadores. Mas ¿qué necesidad tengo de acumular ejemplos? ¿No hace Dios nacer cada día el sol igualmente sobre los malos que sobre los buenos? ¿No envía la lluvia saludable igualmente sobre los pecadores que sobre los justos? Quien alimenta a las aves del cielo y viste de tanta gloria a las azucenas del campo, que crió para servicio del hombre, ¿se olvidará del mismo hombre, y mucho menos de un hombre que por serle fiel hasta la muerte, se ha expuesto a los rigores de la miseria? Cristo repetidas veces condena semejante solicitud e inquietud por lo futuro: Nolite solliciti esse in crastinum. Nolite solliciti esse dicentes: quid manducabimus, aut quid bibemus, aut quo operiemur; scit enim Pater vester quia his omnibus indigetis. El mismo señor nos dice al corazón lo que en otro tiempo dijo a sus discípulos: Quando misi vos, sine sacculo et pera, numquam aliquid vobis defuit? Cuando os envié a vuestro destierro despojados de todos vuestros bienes, ¿os faltó en el camino algo necesario a la vida? ¿Os ha faltado en la Italia no digo ya algo de lo necesario, mas aun cuanto podíais apetecer para servir a ciertas comodidades accesorias? ¿No habéis sido testigos de mi paternal providencia en mil y tantos de vuestros hermanos transportados ante de vosotros sin los subsidios necesarios a la vida? ¿Quién de ellos en tantos años ha perecido de miseria? ¿Me faltan por ventura arbitrios para manteneros sin la pensión de los Reyes, y sin el socorro de vuestros hermanos?
Yo, a la verdad, Reverendos Padres, pensaría agraviar a la Providencia en admitir semejante inquietud y desconfianza. Estoy cierto de que nada me faltará, porque Dios cuida de mí: Dominus regit me, nihil mihi deerit. Pero demos caso de que Dios por los altos consejos de su sabiduría quisiese que muriésemos de hambre, ¡qué muerte más feliz! ¡qué fin más glorioso podíamos dar a nuestros trabajos! ¡Cuánto mejor es morir de hambre defendiendo la plaza de nuestro corazón sitiada de tantos enemigos que no de una larga enfermedad en el lecho! ¡Dichosos nosotros si alguna vez nos hiciéramos dignos de ser contados entre aquellos héroes cuyo elogio forma San Pablo en su epístola a los hebreos!:circuierunt in melotis, egentes, angustiati, afflicti quibus dignus non erat mundus.
Tras de la mendicidad se presenta a nuestra imaginación el mal de la infamia. Vemos inundado el mundo de arrestos, escritos y libelos infamatorios de nuestras costumbres, de nuestro instituto, y de nuestra doctrina. Nos tratan cada paso de soberbios, de codiciosos, de malignos, de regicidas, de corruptores de las costumbres, de hereges, de idólatras y aun de ateístas. No hay delito ni error que no se nos impute. Pero creemos que en medio de tan deshecha tempestad de calumnias tenemos a cubierto nuestro honor, entretanto que el Vicario de Cristo se interesa en conservarlo. Mas si él nos condena como tememos, quedará autorizada la calumnia y nosotros eternamente infamados. Y entonces, ¿adónde podremos ir que no llevemos impresa en nuestra frente la marca de nuestra deshonra? ¿Quién será capaz de vivir cubierto de tanta ignominia? ¿Quién? ¿Quién no ignorare que ese es el carácter de la vida cristiana y especialmente de la apostólica? ¿Quién advirtiere que por ese camino fueron todos los Profetas, los Apóstoles, los Mártires y el Santo de los Santos Cristo? ¿Quién asintiere plenamente a las palabras de nuestro Redentor que llama felices a los que por Dios sufrieren la maledicencia, la persecución y la calumnia: beati eritis cum maledixerint vobis homines et persecuti vos fuerint, et dixerint omne malum adversus vos mentientes propter me? ¿Quién se hiciere carga de la regla que le prescribe no solamente el llevar en paciencia, sino también el desear las injurias, los falsos testimonios y las afrentas? A esta regla nos obligamos cuando nos consagramos a la Compañía y nos ofrecimos a Dios en holocausto. Bien sabíamos ya desde entonces que no podía ser otra la fortuna de una Religión concebida entre las austeridades de Manresa, nacida en el monte de los Mártires y criada desde su infancia en la persecución. Pero sírvanos de consuelo en tanta aflicción que nuestra misma deshonra será el apoyo y cimiento en que descanse la gloria de Dios que es el único fin que se propuso nuestro Santo Fundador y a que aspira en todas sus impresas la Compañía:si exprobramini-dice San Pedro- in nomine Christi beati eritis quoniam quod est honoris, virtutis et gloriae Dei super vos requiescit.
Pero no, no se imagine que haya de ser eterna nuestra infamia entre los hombres. Dios tendrá cuidado de restablecer nuestro honor aunque no hagamos de nuestra parte más diligencia que tolerar con resignación los golpes de la calumnia. Jesucristo en premio de su humillación obtuvo un nombre sobre todo nombre. Esto mismo ha practicado Dios con todos los santos convirtiéndoles la infamia en honor, la ignominia en celebridad y la confusión en gloria. Y lo mismo debemos creer que hará con nosotros, si lleváremos en paciencia nuestra deshonra. Esta consecuencia no es mía, sino del Apóstol Santiago en su canónica: nolite ingemiscere frates in alterutrum. No os acongojéis unos a otros, hermanos míos, en las injurias que sufrís. Está -sigue- a la puerta el juez que a todos nos ha de juzgar. ¿Queréis saber cuál ha de ser el éxito de vuestras desgracias, de vuestro trabajo y de vuestro sufrimiento? Ahí tenéis el ejemplar de los Profetas que hablaron en el nombre del Señor: exemplum accipite exitus mali laboris et patientis profetae qui locuti sunt in nomine Domini. Veed cómo honramos ahora y llamamos felices a los que toleraron semejantes males: Ecce beatificamus eos qui sustinuerunt.
Mas ya es tiempo de que nos afrontemos con el mayor mal que podemos temer con un mal que es origen de otros males de primera magnitud. Este mal sería (permítanme Vuestras Reverencias que por un momento discurra sobre un asunto tan doloroso), este mal sería la abolición de la Compañía de Jesús, de aquella religión tan célebre en la Iglesia, tan amada y favorecida de los Reyes y Príncipes, tan recomendada de los soberanos Pontífices y primeros Pastores, tan elogiada de los sabios y santos destos dos siglos, de aquella Religión que ha dado tanta gloria a Dios, tanta luz al mundo, tantos individuos al Cristianismo y tantas almas al Cielo, de aquella Religión que costó tantas lágrimas a su Santo Fundador , y tantos cuidados a sus dignísimos sucesores.
¡Qué dolor, qué lástima sería ver deshecho este augusto edificio a los golpes de la envidia y de la calumnia! Por una parte se nos presentan pueblos, provincias y reinos enteros destituidos enteramente de la doctrina, de sus ministros, descarriados inmensos rebaños con la desgracia de sus pastores, y por otra parte millares de esos mismos pastores abandonados a los peligros del siglo de que había veinte, treinta y cuarenta años que se habían retirado por salvar sus almas, y las de sus próximos. ¡Oh tragedia digna de llorarse con las lágrimas de toda la posteridad! ¡Oh males verdaderamente terribles! Pues estos males gravísimos nos amenazan, el riesgo es inminente. Cinco Reyes demandan nuestra ruina, varios Príncipes eclesiásticos la aprueban y la solicitan, el mundo nos la anuncia y el Vicario de Jesucristo apurados ya todos los arbitrios de la prudencia, procura sosegar la tempestad, temeroso de un grave cisma en la Iglesia, y deseoso de restituir la tranquilidad al Cristianismo, se ve precisado a dar el último fallo.
Estos son, Reverendos Padres, los pensamientos que nos agitan, estos son los temores que nos traen en perpetua inquietud y congoja, estas son las furias que nos despedazan el alma. Por tanto es preciso ayudarnos de las luces que nos subministra la Religión para poner en razón a nuestro dolor. Tomemos ejemplo de nuestro Santo Padre quien, como saben Vuestras Reverencias, afirmaba que con media hora de oración quedaría su espí[ritu] sereno y tranquilo aunque se deshiciese la Compañía como la sal en el agua. Esto decía ese hombre incomparable, siendo -como era- después de Dios, el Autor de tan grande obra que tanto le había costado, siendo ella el objeto de sus complacencias y amándola mucho más que nosotros, por conocer mejor su utilidad para la propagación de la gloria divina que era el último término de sus deseos, y el único fin de sus acciones. Usemos para tranquilizar nuestro espíritu de los medios que Él hubiera usado. Reflexionemos atentamente en la presencia divina que si la Compañía se acaba es porque Dios su autor y fin, ya no quiere usar de ella: acaso querrá excitar en su lugar otra Religión más perfecta, que le sirva con mayor fervor, y promueva con más ventajas los intereses de su gloria. Si el amor que profesamos a la Compañía es, como debe ser, bien ordenado, debemos prontamente sacrificarlo a la voluntad del Señor, adorando y respetando los inefables secretos de su Providencia.
Dios nos dio el santo instituto que seguimos: si el mismo nos lo quita ¿qué hemos de hacer sino bendecir con Job su nombre? Si vivimos en la Compañía, por Dios y para Dios vivimos; si morimos fuera de ella, porque ella se acabe, para nosotros, para Dios morimos; pero o vivamos o muramos, o perezca la Compañía siempre somos del Señor. Su voluntad debe ser el norte de la nuestra y su beneplácito la regla de nuestros deseos.
Deseaba ardientemente el santo Rey David edificar templo a la Majestad divina, tenía dadas ya todas sus disposiciones, hechos todos los preparativos y allegado inmenso caudal de oro y plata para ese efecto, y al ir ya a poner mano a la fábrica «Tente -le dice el Señor- que no quiero tú edifiques mi casa, sino tu sucesor». Obedece humildemente David y adora con la mayor sumisión y respecto la disposición del Señor y se complace en que la obra se haga aunque él no la ejecute, siendo así que él era el más acreedor a esa gloria, por ser -a lo menos después de Moisés- el que con mayor empeño había promovido el culto de Dios. Si deseamos sinceramente la gloria divina, debemos promoverla en cuanto podamos; pero si no podemos, debemos complacernos en que otros la promuevan. Si Dios por sus altos fines destruye la Compañía, él proveerá de nuevo apoyo a la Iglesia, y de nuevos Ministros a las almas. Jesucristo que ama a las almas infinitamente más que nosotros, y que derramó por ellas su sangre, les dará por donde menos pensemos el pasto necesario. Pensaba Elías en la terrible persecución de Acab y Jezabel que destruidos los altares y muertos los Profetas del Señor ya estaba todo perdido, y que él sólo quedaba de los fieles adoradores de Dios, y el Señor le hace saber que había siete mil israelitas que no habían doblado la rodilla a Baal. Ya se vio en los primeros siglos de la Iglesia convertirse un reyno entero a la Fe de Jesucristo sin más Apóstol que una mísera esclava. Ya se vio criarse un Cristianismo floreciente por el ministerio de unos pobres fugitivos. Ya se vio formar de un despreciable pastor el Apóstol de Irlanda y sobre todo de unos ignorantes pescadores los maestros del mundo y las principales columnas del Evangelio.
Aún menos tenemos que temer en lo que mira a nuestras almas; puesto que Dios que atiende más a los deseos del corazón que a la exterior apariencia de nuestra vida nos reputará y tratará como a Jesuitas, aunque la Compañía se aniquile. Sabemos por testimonio de los Santos Padres que Dios cuenta por verdaderos Mártires a aquellos héroes, que exponiéndose con ánimo intrépido a la muerte por la confesión de su Fe, no quedó por ellos ni ellos faltaron al martirio, sino el martirio a ellos. Pues porque no ha de contar por verdaderos Jesuitas a los que manteniéndose fieles a la vocación, si acaso no mueren en la Compañía no es porque faltaron a ella, sino porque ella les faltó. La Iglesia nos enseña que Dios reputa por verdaderas vírgenes a aquellas intrépidas donzellas que constantes en el propósito de su virginidad, fueron despojadas por la violencia del tirano del tesoro que poseían en los frágiles vasos de sus cuerpos. Pues ¿por qué no ha de reputar verdaderos jesuitas a los que constantes en el propósito de su vocación fueren violentamente privados del instituto y profesión de la Compañía? ¿No podemos decir con mucha razón lo que la santa virgen Lucía al prefecto Pascasio cuando le amenazaba con semejante violencia: Si invitam violam ingeris, castitas mihi duplicabitur ad coronam.
Despójenos, si quieren, de la ropa que vestimos, y del instituto que seguimos, ¿qué consiguen con eso? Que se dupliquen nuestros méritos y consiguientemente nuestras coronas, una debida al mérito de nuestra fidelidad y otra merecida con nuestra paciencia.
Abrahán obediente a las órdenes de Dios y armado de una Fe viva y de una heroica confianza en las promesas divinas, va a sacrificar a su hijo Isaac y cuando ya tenía atada la víctima sobre el altar e iba a descargar sobre ella el golpe, suspende con un contraorden el sacrificio, y sin embargo recibe de Dios las mismas gracias y los mismos premios que si lo hubiera ejecutado porque cuanto fue de su parte estuvo pronto y resuelto a consumarlo. Dios nos llamó a la Compañía para que en ella nos sacrificásemos a nosotros mismos y para que consumásemos muriendo en la Religión el sacrificio. Obedecimos a la vocación del Señor; nos ofrecimos con toda voluntad al sacrificio y estamos prontos y deseamos consumarlo con nuestra muerte. Si Dios lo impide sin culpa nuestra, ¿podremos persuadirnos a que su misericordia infinita nos rehúse las gracias y premios que nos daría si dando cumplimiento a nuestros deseos nos concediese morir en la Religión? ¿Cómo es creíble que nuestra predestinación esté anexa a la perseverancia en un estado que el mismo Dios nos destruye a pesar de nuestros deseos?
Seamos fieles a Dios en nuestro propósito, que Él también lo será en el cumplimiento de sus promesas: Esto fidelis usque ad mortem, et dabo tibi coronam vitae.
Hasta aquí he discurrido en la trágica hipótesis de la ruina de la Compañía; pero no puedo creer que llegue jamás a esos términos nuestra adversidad; antes bien me parece que podemos decir como San Pablo: Persecutionem patimur, sed non derelinquimur; deficimur sed non perimus. Somos perseguidos, pero no arruinados, o con la Santa Judit: Flagella Dei, quibus quasi servi corripimur ad emendationem, et non ad perditionem nostram evenisse credamus. Y, ¿no lo he de creer así viendo que tantas almas favorecidas de Dios unáni[me]mente anuncian la permanencia y futura felicidad de la Compañía?
Muy lejos estoy de asentir a que sean revelaciones de Dios cuantas se han esparcido de pocos años a esta parte; pero tampoco puedo persuadirme a que todas sean ilusiones o meros sentimientos del propio espíritu, ni es verosímil, considerada la conducta de Dios en los pasados siglos, que unos sucesos tan graves como estos y en que tanto se interesa el Cristianismo no los haya revelado a algunos de sus siervos. ¿No he de creer la permanencia de la Compañía sabiendo que un alma tan grande y tan ilustrada como Santa Teresa vaticina claramente los gloriosos combates de los jesuitas en los últimos días del mundo? ¿He de creer que perezca la Compañía a los golpes de la persecución cuando sé que las persecuciones son una gracia que solicitó y obtuvo de Dios nuestro iluminado Patriarca para la Compañía y cuando le oigo aseverar que no podrá la industria de los hombres deshacer esta obra que formó la mano de Dios?
¿Cómo es posible que imagine a Dios como un juez implacable que va a aniquilar este cuerpo y no como un Padre lleno de bondad y dulzura que pretende corregirnos y mejorarnos, cuando tengo tan claras pruebas de su visible y paternal protección? ¿Qué otra cosa son aquella uniformidad de conducta en el arresto general entre tanta variedad de genios, de sentimientos y de circunstancias: aquella gracia del Espíritu Santo de que en aquel momento nos sentimos todos revestidos para padecer por Cristo, aquellos modos tan particulares con que ha salvado nuestras vidas de tantos peligros: aquella depresión y ruina maravillosa de un gran número de nuestros formidables enemigos y sobre todo la conservación de la Compañía hasta ese momento contra la pretensión de tantos Reyes, contra los deseos y conatos de nuestros enemigos, y contra la expectación del mundo? Qui coepit, ipse perficiet. Un Dios que hasta ahora nos ha cuidado ¿nos abandonará en lo de adelante? Un Dios que tantas veces suspendió el exterminio de los pérfidos e ingratos israelitas porque no tomasen ocasión los gentiles de blasfemar su Santo nombre ¿habrá de conceder ahora con la ruina de la Compañía un triunfo completo a los enemigos de la Iglesia? Un Dios tan bueno que se avenía a conservar la infame Sodoma por sólo diez justos que en ella se hallasen: non delebo propter decem, ¿no conservará a su amada Compañía donde más de diez mil justos fieles siervos levantan en la mayor aflicción de sus espíritus sus manos pías al Cielo para implorar su protección?
No sé, Reverendos Padres, cómo a pesar de tantas luces como Dios nos comunica, de tantas experiencias de su bondad y de tantos motivos para nuestra esperanza, damos lugar en nuestros ánimos a la pusilanimidad y desconfianza. ¡Cuántas veces se nos podrían hacer de parte de Dios sobre esta materia las mismos reconvenciones que hacía Moisés a los israelitas en el desierto! Nos libra Dios de un peligro en que creíamos perecer, y en vez de alentar esa experiencia nuestra confianza, cada nueva máquina de nuestros enemigos nos sobresalta, cada nueva noticia que nos conturba, cada nuevo peligro nos parece decisivo, contando más con el poder y malignidad de nuestros contrarios que con la conocida y experimentada protección del Señor.
¡Oh dios infinitamente bueno, no permitáis que estas y otras culpas mías mucho mayores que Vos sabéis interrumpan el curso de vuestra beneficencia sobre el cuerpo de la Compañía! ¡Acordaos de vuestras antiguas piedades y echad en olvido mi ingratitud!
Oh Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, yo, aunque el más vil e indigno de todos los miembros de la Compañía, me atrevo a empeñaros más en la protección de este cuerpo, y para eso os presento, unida a la de vuestro unigénito, la sangre que han derramado más de ochocientos jesuitas por la confesión de vuestra Fe. Si la de Abel provocaba vuestra ira a la venganza, esta moverá vuestra clemencia al favor. Os presento el sudor de tantos millares de varones Apostólicos que de dos siglos a esta parte no han perdonado a fatiga alguna por la propaganda del Evangelio, y amplificación de vuestra gloria. Os presento las lágrimas de tanto inocente afligido, y los ruegos con que tantas almas justas están clamando ya hace seis años a la puerta de vuestra misericordia. ¿Qué dirán de vuestra Providencia los impíos filósofos del siglo si ven abandonada la inocencia en poder de la calumnia? Exurge, quare obdormis Domine? Exurge et indica causam tuam. Haz, Señor, que conozcan los impíos que hay Dios en Israel que se oponga a los conatos de la malicia, que defienda la inocencia perseguida, que ampare su Iglesia y que cele su gloria, para que ellos confiesen vuestra providencia y nosotros alabemos eternamente vuestra misericordia.
Cervantes virtual
|