2 de Marzo de 1771
Representación que hizo la Ciudad de México al rey don Carlos III en 1771 sobre que los criollos deben ser preferidos a los europeos en la distribución de empleos y beneficios de estos reinos.
Señor.— Para asuntos de el interés de toda la América Septentrional ha querido vuestra majestad que no tenga otra voz, sino la de esta nobilísima ciudad, como cabeza, y corte de toda ella. No puede ofrecerse cosa más interesante, que el punto en que se trata de arruinar con sus utilidades, su honor, mal quistando su bien granjeado concepto en lo más sagrado de la lealtad, y amor, con que reconoce y venera a vuestra majestad. Por eso nunca se creerá este Ayuntamiento más obligado que ahora, a tomar la voz de todos estos dominios para hacer presente a vuestra majestad la sinrazón, con que se procura obscurecerlos e infamarlos. No deja en lo común de ser triste necesidad la de litigar el honor cuanto el poseerlo en paz es felicidad sobre todas apetecible; pero alguna vez debe lisonjearse el honor mismo de la necesidad de disputarse; cuando ha de ser ante quien como vuestra majestad libre enteramente de preocupación, sabrá dar todo el justo valor a las verdades, que se alegaren por defensa; y cuanto éstas han de ser tales, que basten a convencer a la vista de el mundo la voluntaria injusticia, con que se nos inquieta.
Da motivo a estos clamores, el haberse esparcido entre los americanos la noticia, de que por algún ministro o prelado de estas partes se ha informado a vuestra majestad en estos o semejantes términos: “el espíritu de los americanos es sumiso y rendido, porque se hermana bien con el abatimiento; pero sí se eleva con facultades o empleos, están muy expuestos a los mayores yerros; por eso conviene mucho el tenerlos su sujetos, aunque con empleos medianos; porque ni la humanidad ni mi corazón propone, el que se vean desnudos de favor; pero si me enseña la experiencia, y conviene mucho, que tengan por delante a nuestros europeos, que con espíritu muy noble desean el bien de la patria y el sosiego de nuestro amado monarca.” Días ha que reflejábamos, no sin el mayor desconsuelo, que se habían hecho más raras que nunca las gracias y provisiones de vuestra majestad a favor de los españoles americanos, no sólo en la línea secular, sino aun en la eclesiástica, en que hasta aquí habíamos logrado atención. Lo observábamos; pero conteníamos nuestro dolor dentro de el más respetuoso silencio, y no lo romperíamos jamás, aunque no lográramos otro beneficio de vuestra majestad que el incomparable de reconocernos sus vasallos. Veneraríamos siempre, cual de la imagen de el mismo Dios, las providencias de vuestra majestad. Las confesaríamos en todo caso justas, por más que no alcanzaremos sus causas, que tampoco osaríamos averiguarlas; y aunque nos fueran dolorosas acallaría nuestro sentimiento la satisfacción de hacer en todo caso el gusto de vuestra majestad.
Así debiera ser, y así sería, si se tratara sólo de nuestra utilidad, y no se arruinara con ella nuestro honor. Si fuera voluntad de vuestra majestad desatendernos, situaríamos nuestra felicidad en obedecerle con el más profundo silencio; pero si contra la piedad que le debemos sus vasallos de estas regiones, no por más remotas menos atendidas, haciendo violencia a la inclinación misma de vuestra majestad se intenta desposarnos de el robusto derecho, que tenemos a toda suerte de honores, con que la piedad de los reyes premia el mérito de sus súbditos, y esto con informes poco sinceros, hijos de la preocupación de quien los hace, o de otro igual viciado principio; haríamos la más infame traición a nuestro honor no vindicándolo, y deserviríamos a vuestra majestad permitiendo que con tan dañosos medios, se tiranizaran sus justas piadosas intenciones. No es la primera vez que la malevolencia ha atacado el crédito de los americanos, queriendo que pasen por ineptos para toda clase de honores. Guerra es ésta, que se nos hace desde el descubrimiento de las evidencias se puso en cuestión aun la racionalidad. Con no menos injusticia se finge de los que de padres europeos hemos nacido en este suelo, que apenas tenemos de razón lo bastante para ser hombres. Con estos coloridos nos han pintado ánimos prevenidos, abundantes en su propio sentir, enemigos de el desengaño, y a tamaña injuria se ha manifestado al parecer, insensible México; cierto de que la pluma particular de cualquiera de sus hijos bastaría, como lo ha acreditado constante la experiencia, a rebatir la calumnia.
La que hoy se nos hace (siendo cierto haberse informado a vuestra majestad en los términos, que quedan asentados) es de naturaleza, que debe excitar todos los sentimientos de este Ayuntamiento. Verase la causa de nuestra fidelidad, y en cuanto ella, en paralelo con los europeos, se da voluntariamente a estos la preferencia. En todo cederá México, por más que su moderación se bautice con el nombre de abatimiento; pero no cederá, cuando se controvierta su lealtad. Lealísimos son los españoles europeos gloriosa emulación de el resto de las naciones de el mundo antiguo; pero en nada aventajan a los del nuevo.
Tiene éste en su capital México por su mayor, más apreciable timbre el título de muy leal, con que los gloriosos reyes predecesores de vuestra majestad calificando sus servicios, se dignaron de honrarle; y no pueden abandonar esta honra, que tanto aprecian, confesándose, respecto de otro alguno, menos leales.
Tan decoroso, y superior motivo nos conduce levantar hasta el trono de vuestra majestad nuestros clamores contra un informe injustísimo en lo que concluye, e injuriosísimo en lo que para promoverlo supone.
Es el asunto, que se propuso el que extendió el informe, alcanzar de vuestra majestad que los españoles americanos no sean atendidos sino cuando más en las provisiones de empleos medianos; teniendo siempre por delante en más alto grado de honor colocados a los europeos, es decir que se nos excluya en la línea eclesiástica de las mitras, y primeras dignidades de la Iglesia, y en la seglar de los empleos militares, gobiernos, y plazas togadas de primer orden. Es quererse trastornar el derecho de las gentes. Es caminar no sólo a la pérdida de esta América, sino a la ruina del estado. Es, en una palabra, la mayor y más enorme injusticia, que no se alcanza como hubo animosidad bastante, para proponerla a vuestra majestad.
Aclaremos esto, para que conocido el espíritu, que anima el informe, sea fácil persuadirse a la falsedad de las calumnias, que se tejieron para fundamentarlo. No deberemos cansar demasiado la atención de vuestra majestad en hacerle presente los derechos, que claman por la colocación de los naturales en toda suerte de empleos honoríficos de su país, no sólo con preferencia, sino con exclusión de los extraños.
Máxima es esta fundada en razones tan sólidas de utilidad y necesidad en lo político, y espiritual, que no hay derecho, que no la haya adoptado, y apoyado. Trae su antigüedad desde antes de la ley evangélica, y el mismo Dios la reconoció altamente impresa en los corazones de su pueblo. El contravenir a ella, se ha visto como un odioso abuso, que para defenderlo, ha excitado contra sí la vigilancia de todos los gobiernos. El de vuestra majestad y sus gloriosos progenitores no ha sido en esto menos atento a la felicidad de sus vasallos, de que es ilustre testimonio la pragmática de el rey don Enrique Tercero en las Cortes de Madrid a veinticuatro de septiembre de mil seiscientos noventa y seis, en que con las más rigorosas cláusulas se prohíbe a los extranjeros, que puedan obtener beneficios algunos en España. Las Leyes 4ª y 5ª título 3 Libro 1 de la Recopilación de Castilla se establecieron para lo mismo; y en el supremo consejo se retienen las provisiones hechas por la Corte de Roma en favor de los extraños, se secuestran los frutos de el beneficio así proveído, y sujetan a otras penas los impetrantes.
Así lo ha acordado vuestra majestad así lo han practicado sus consejero, aun en este punto de beneficios, de que en los últimos siglos se creía un despótico dispensador el Papa, porque toda la autoridad, que se le atribula, no parecía bastante para trastornar la copia de razones, y derechos, que claman por las provisiones a favor de los naturales.
Estos, cuanto a piezas eclesiásticas, fundan su intención en expresar decisiones canónicas de Papas y concilios; en la naturaleza e institución de los beneficios; en la calidad de sus rentas; en el destino que a ellas debe dar el beneficiado; en la utilidad del servicio, que se obliga a prestar a su Iglesia; y en otras tantas, y tan poderosas razones, que han hecho pensar a la Iglesia en aligar la provisión no sólo a los naturales de un reino con exclusión de los extraños, sino a los de cada obispado excluidos también los de otro, aunque naturales de un reino, y de la misma provincia. Este pensamiento se halla apuntado en los cánones más antiguos, y se propuso con cierta limitación en la asamblea sagrada de Trento, en donde se oyó con el mayor aplauso; y si no quedó canonizado entonces por ley irrefragable, fue, o porque se consideró establecido ya muy de antemano en el concilio Valentino, o porque otras atenciones más urgentes acaso ocuparon al de Trento.
Iguales razones, a las que se consideran en la provisión de piezas eclesiásticas, urgen para que los empleos seculares de cualquiera clase se confieran a los naturales. De ellas hablaremos en contrayendo estos generales principios a favor de los americanos, debiendo por ahora quedar sentado, que la provisión de los naturales con exclusión de los extraños, es una máxima apoyada por las leyes de todos los reinos, adoptada por todas las naciones, dictada por sencillos principios, que forman la razón natural, e impresa en los corazones y votos de los hombres. Es un derecho, que si no podemos graduar de natural primario, es sin duda común de todas las gentes, y por eso de sacratísima observancia.
En trastorno de ella se dirige el informe (si acaso es cierto) a que en esta América todos los beneficios eclesiásticos mayores, y empleos seculares de primer orden, se confieran con exclusión de los naturales; queriendo acaso cohonestar la trasgresión de los derechos contrarios por la razón de no ser los europeos propiamente extranjeros en la América, que felizmente reconoce el dominio de vuestra majestad.
Por él se incorporó este Nuevo Mundo en los reinos de Castilla y León, sin formar corona distinta, sino sirviendo sólo de nuevo adorno, a la que derivada de los reyes católicos don Fernando, y doña Isabel, dignamente ciñe las sienes de vuestra majestad. En esta única cabeza formamos un sólo cuerpo político los españoles europeos, y americanos, y así aquellos no pueden considerarse extranjeros en la América.
Así es verdad en cuanto al reconocimiento, que unos y otros vasallos de ambas españas debemos prestar a un mismo soberano; pero en cuanto a provisión de oficios honoríficos, se han de contemplar en estas partes extranjeros los españoles europeos, pues obran contra ellos las mismas razones; porque todas las gentes han defendido siempre el acomodo de los extraños.
Lo son en lo natural aunque no en lo civil en la América los europeos; y como no alcance la fuerza civil a la esfera de los efectos naturales, hemos de experimentar estos de los hijos de la antigua España, por más que civilmente se entiendan no extraños de la nueva. Entre los efectos naturales se cuenta con mucha razón el amor, que tienen los hombres a aquel suelo, en que nacieron; y el desafecto a todo otro; siendo estos dos motivos los más sólidos principios, que persuaden la colocación de el natural, y resisten la de el extraño.
Los puestos, los honores, las dignidades tanto eclesiásticas como seculares, si se confieren a beneficio de el provisto en premio de su mérito, no es este el principal objeto, que se tiene en la provisión, sino consultar el buen servicio de el empleo, y a la utilidad pública, para que se erigieron los mismos oficios honoríficos. Más y mejor ha de servir al público de una ciudad, de un obispado, de una provincia, o reino, el que por haber nacido en él, naturalmente más le ama, que el que teniendo su patria a dos mil leguas de distancia, contemplándose desterrado en el mismo empleo, que sirve, ha de contribuir desafecto. En el primero obra al beneficio público su obligación estimulada de los naturales movimientos de la inclinación; en el segundo por el contrario es rémora a los honrados impulsos de su obligación la pesadez, que engendra el desafecto. Así han pensado siempre los hombres, para poner en los empleos sólo a los naturales; y esta misma razón influye con determinación a nuestra América, para no acomodar en ella a los europeos.
Estos por más que no se consideren civilmente extranjeros en Indias, lo cierto es, que no recibieron el ser en ellas; que tienen en la antigua España, y no en la nueva, sus casas, sus padres sus hermanos, y cuanto es capaz de arrastrar la inclinación de un hombre; que cuando a esta distancia se destierran a servir un empleo, no mudan de naturaleza, ni se hacen insensibles a los impulsos, de la con que nacieron, y por todo ello es fuerza, que desde estas regiones no pierdan de vista la atención a los suyos; y sobre consultar a socorrerlos (si ya no es a enriquecerlos) se contemplan pasajeros en la América, teniendo por objeto el volverse a la quietud de su patria, y casa acomodados.
Así lo enseña cada día la experiencia, y así es inevitable que sea por lo regular, si los empleos se confieren, a los que no nacieron en las regiones donde los sirven.
Ocupado el europeo de las ideas de el socorro, y adelantamientos de su casa, distante con todo el Océano de por medio, entrañado de el pensamiento de volverse a su patria, es inevitable, que ponga todo su estudio, en que le sirva el empleo, para enriquecerse; es preciso le falte mucha parte de espíritu, más de tiempo, para dedicarse a pensar en felicitar la provincia que gobierna; es consiguiente, que le sean mucho más fuertes que a otro las tentaciones de la codicia, y que no deje pasar ocasión, que se le presente, en que por cualquier medio (que el amor propio todos los pinta justos) proporcione caudal, que poder llevar a su patria. Y de todo esto, ¿qué puede esperarse de buen servicio y utilidad del público? como no es de temerse justamente el daño en los intereses, en el gobierno, y otras perjudiciales resultas de las provincias.
Lo mismo proporcionalmente debe pensarse de los provistos eclesiásticos. Estos deducida su manutención decente, cual corresponde al grado, que logran en la jerarquía eclesiástica, no pueden considerarse dueños despóticos de el resto de los frutos de sus beneficios; cuya institución no fue parte otra cosa, sino para mantener a expensas de la piedad de el pueblo, ministros eclesiásticos. Estos pues deducida su manutención, conforme al espíritu de el cristianismo, dejando opiniones lisonjeras, deben reconocer por acreedores, y aun dueños de el sobrante de sus rentas a los pobres, no de cualquiera parte, sino de el obispado, a que toca el beneficio. Si en aquella diócesis tiene el beneficiado su parentela, y esta es pobre, no deja de ser tan acreedora a sus rentas como otro cualquier necesitado, y podrá socorrerlas sin faltar a su obligación, y sin perjudicar al obispado, que lo mantiene, con extraer de el dinero, que es la sangre, que lo vivifica.
Con todo eso podrá, cumplir fácilmente, acomodado en estas partes en un beneficio eclesiástico un español americano, y no podrá verificarlo el europeo, que acaso deja su familia necesitada de sus socorros. ¿Qué hará pues? ¿dejará de oír los clamores de la naturaleza? Parecerá volverse peor que los infieles. ¿Se dejará mover de la necesidad de los suyos para consultar a su socorro? De otro tanto defraudará a los legítimos acreedores, y aún dueños, que son los pobres de la región, en que sirve, y para confundir los derechos de éstos, procurará engañarse a sí mismo, abrazando opiniones, de las que tienen relajada la moral cristiana, desfigurada hasta el grado de inconocible la disciplina de la Iglesia.
Hay otras razones, que inducen cierta necesidad, para no servir bien, ni ser útiles al público los españoles europeos acomodados en la América. Tienen estos que erogar los muy crecidos costos de su transporte, que suben mucho a proporción de que los empleados se contemplan precisados a venir con particular decencia, y comodidad con sequito de criados y familia, no sólo la que han menester, sino la que no pueden menos, que admitir; porque una vez provistos para la América son innumerables los europeos, que careciendo de destino, quieren lograr aquella ocasión de venir a buscarlo a estas regiones, importunando con la mediación de los más obligantes respetos al empleado, para que los traiga en su familia.
Así lo experimentamos cada día. ¿Y que de perjuicios públicos, no es preciso que resulten de tan fatal experiencia? Los dos últimos arzobispos de esta metrópoli tuvieron que pagar por su transporte cuarenta y cinco mil pesos; pues al actual le costó veinte mil, según ha confesado paladinamente muchas veces él mismo; y a su antecesor doctor don Manuel Rubio y Salinas veinte y cinco mil pesos. Agréguese a este costo de trasporte de mar, de que solamente hemos hablado hasta ahora, el de su conducción por tierra desde el puerto hasta su destino en un país, en que se miden las distancias por centenares de leguas, en unos caminos desproveídos, en que es necesario, que junto con los caminantes se conduzca todo cargado en mulas, con multitud de criados inferiores para cuidar de ello, y de los que lo llevan, todo a costo de muy crecidos gastos. Considérese, que después de todos estos costos el provisto, tiene que poner una casa y adornarla; tiene que disponer un tren correspondiente a su carácter. Y todo esto sin entrar el costo de la expedición de sus despachos (en que no gasta más que el americano) ya es una suma, a que agregados los premios y riesgos de mar y vida, por más que se ciña, no podrá bajar de treinta a cuarenta mil pesos.
En otros tantos es fuerza, que se halle empeñado el europeo provisto para Indias cuando entra al servicio de su empleo. Este si es secular, exceptuando el virreinato, tiene de dotación una renta, con que poder mantener la decencia, que demanda el puesto y nada más. Y aun hay empleos, como son todas las alcaldías mayores de el reino, que no tienen asignación alguna a favor de el que las sirve, ¿cómo pues pagaran éstos el oneroso empeño, con que entraron en sus oficios? ¿dejarán acaso de corresponder a sus acreedores? Aún esto que no sería lo peor, siendo tan malo, cedería en desdoro y desestimación de los ministros; se vilipendiaría su ministerio; se desautorizarían sus providencias. Y de aquí ¿qué utilidad al público podríamos prometernos de su servicio?
Pero lo cierto es, que no dejan de corresponder sus créditos, porque cerrarían para su beneficio las puertas de aquellos acreedores, que desean tener prontos, para que fomenten sus nuevas pretensiones. Los acreedores mismos no ven con tanta indiferencia la pérdida de sus intereses, que dejen de perseguir, molestar y aun avergonzar a sus deudores hasta conseguir la satisfacción. Los deudores no pueden tolerar la persecución de el acreedor, ni carecen de arbitrio para pagarle. Mas, ¿cuál es éste? ¿cercenar algo de el sueldo para cubrir el crédito? No es posible, que el sueldo está medido a proporción, de lo que exige la decencia de el puesto; y mantenida ésta, nada sobra a beneficio de el acreedor. Las Indias muy abundante son de oro y plata para los provistos en no escrupulizando en los medios de su adquisición, y no podrán ser muy escrupulosos, cuando urgidos de la necesidad, molestados de el acreedor, y estrechados acaso de el juez, a quien se ha ocurrido para cobrarles, vean que se les proporcionan frecuentes ocasiones de alcanzar, con que salir de sus ahogos. Se franquearan a obsequios. Se franquearan a obsequios, que a pocos pasos declinarán en descarados cohechos, venderán la justicia, y no podrán tener otra atención, que a su particular utilidad sobre la ruina de el público, de su cargo.
¡Ojalá, y fueran éstos sólo temores, y consideraciones técnicas, y no las lloráramos cada día en la práctica! no se ve otra cosa, que venir provistos, o colocarse en estos reinos hombres cargados de necesidad y empeños; más dentro de pocos años cubiertos sus créditos vuelven llenos de riqueza a sus patrias. Hacen en ellas creer, que abundan por acá medios lícitos, para juntar mucho oro; pero bien observamos los americanos, que en los empleos públicos nada se puede adquirir, sino lo que vuestra majestad paga o lo que tiene asignado de derechos respectivos a cada ministerio, y contentándose con esto, nada sobraría después de mantenido con decencia el empleado, aunque cercenara algo de el lujo, que en algunos se suele notar en estas partes.
No se lamenta igual corrupción en los provistos eclesiásticos, principalmente los mitrados pues debemos confesar, que los que hasta ahora hemos tenido en Indias, han sido unos prelados acreedores de su altísima dignidad. No se sabe que hayan dejado corromper con cohechos su manejo. No han vejado los pueblos pera extraer el dinero; pero han venido bien empeñados; porque ésta a proporción es carga indispensable, con que entran los españoles europeos en los empleos de ambos estados con sólo la diferencia de más o menos, cuyo perjuicio es tan grave, y digno de remedio como se ha ponderado.
Aún hay, y se siguen otros mayores. Viene el empleado cargado de familia alguna que necesitaba para su servicio, y la más que se vio precisado a traer por deferencia a los respetos, que lo estrecharon, es natural amar a los compatriotas tanto más, cuanto han hecho compañía de más tiempo, y desde más distancia. Es también inevitable, que se abulte el mérito, visto con los anteojos del mayor afecto, y de aquí proviene, con llegando un prelado con muchos familiares europeos, cuantos son estos, contempla otros tantos sobresalientes acreedores a los primeros beneficios, que se proporcionan de su provisión. Gimen oprimidos con el peso de los años, y de los trabajos de academia, y de la administración nuestros estudiantes. Logran la más autentica calificación de sus letras con los mayores grados en la universidad; acreditan su conducta en doctrinar los pueblos; no cesan de pretender, sin omitir oposición, a que no concurran;l y después de todo salen de los concursos sin más que el nuevo mérito de sus actos, y logra de los mejores premios un familiar, o muchos, que empiezan a vivir, que no tienen con algún grado publica calificación de su idoneidad; que no han doctrinado en Indias, ni servido en alguna de sus Iglesias, y que a veces (y es lo regular) no han salido jamás a otro concurso.
A centenares podríamos poner a vuestra majestad los ejemplos de esta verdad. Las leyes del reino mandan estrechamente, que las doctrinas de pueblos de indios, no se den sino a los peritos en el idioma respectivo. Es ocioso fundar la justicia de esta providencia; más sin embargo de ella hemos lamentado provistos los mejores curatos en europeos familiares de los prelados, que ni entienden a sus feligreses, ni pueden ser entendidos de ellos, y hacen el triste papel de pastores mudos, y sordos para sus ovejas. ¿Qué es todo esto? Los prelados, no podemos decir que han depuesto el temor de Dios, y hechose insensibles a los clamores de sus conciencias; sino que el amor natural y tierno, con que ven a sus familiares, les abulta el mérito de estos, hasta creerlos más dignos, aun en circunstancias de ser, por la ignorancia de los idiomas, positivamente ineptos.
Hay otra razón natural, que influye en hacer irremediable este perjuicio. Viene un prelado europeo cargado de familiares, que también lo son. De éstos confía, porque con el manejo desde España han sabido insinuarse, y hacerse dueños de su interior. No confía de los americanos, a quienes no ha tratado ni conoce, ni está en estado de conocer, o saber de ellos más, que lo que quieren decirle los familiares, conductos únicos para llegar al prelado recién venido. Los familiares cuidan poco de hacer formar al obispo buen concepto de nuestro clero; si acaso no influyen positivamente en que lo forme malo como interesados, en que no haya en otro mérito, que les aventaje; y con esto sin culpa alguna suya el prelado está necesitado a creer, que no hay en su diócesis cosa comparable con los que inmediatamente lo cercan. A éstos atiende; a éstos acomoda; y hasta que separado de ellos, comienza después de muchos años a certificarse por sí mismo de las circunstancias de su clero; padece éste lo que más fácil es de concebir, que de ponderar.
De este principio redunda el mal concepto, que principalmente en los primeros años, se forman de nosotros los prelados europeos; y lo mismo se entiende respectivamente de los demás empleados extraños de estos países. De aquí proviene, que mal impresionados al principio, jamás depongan perfectamente la primera idea, que se formaron. De aquí se sigue, que si han de informar a vuestra majestad de nuestro carácter, y circunstancias, nos hagan la poca justicia, que se experimenta hasta poder mal impresionar contra nuestra conducta el justificado piadoso ánimo de vuestra majestad.
No cesan aquí los perjuicios en el acomodo de los europeos en los empleos públicos de los indios. Tienen estas, leyes peculiares para su gobierno, ordenanzas, autos acordados, cédulas reales, estilos particulares de los tribunales, y en una palabra un derecho entero, que necesita un estudio de por vida, y no lo ha tenido el europeo; porque en su patria le sería del todo infructuoso este trabajo. Viene a gobernar unos pueblos, que no conoce, a manejar unos derechos, que no ha estudiado; a imponerse en unas costumbres, que no ha sabido; a tratar con unas gentes, que nunca ha visto; y para el acierto suele venir cercado de familia igualmente inexperta; viene lleno de máximas de la Europa inadaptables en estas partes; en las que si los españoles en nada nos distinguimos de los europeos, los miserables indios, parte por un lado más débil, y digna de atención, y otro, la que hace lo más grueso de el reino, y todo el nervio de él, y la que es el objeto de los piadosos desvelos de el gobierno de vuestra majestad son sin duda de otra condición, que pide reglas diversas, de las que se prescriben para los españoles. Sin embargo el recién venido trata de plantear sus ideas, de establecer sus máximas, y mientras que en ello pierde miserablemente el tiempo, hasta que le hacen abrir los ojos los desengaños; ¿qué puede esperarse de su gobierno, sino unos sobre otros los yerros y perjuicios?
Más ha de dos siglos, que las gloriosas armas de vuestra majestad auxiliando el evangelio, para introducirlo en esta región, y felicitarla, la conquistaron. En todo este tiempo no ha perdido vuestra majestad ni sus gloriosos progenitores de vista la situación de los indios, manifestándose clementísimo padre de ellos. ¿Qué de leyes no se han publicado a su beneficio? ¿qué de providencias para civilizarlos? ¿qué de reglas para bien instruirles? ¿qué de privilegios para favorecerlos? ¿qué de cuidados no ha costado su conservación, su aumento, y su felicidad? Parece, que son el único objeto de la atención de vuestra majestad. Mucho menos bastaría para felicitar cualesquiera otra de las naciones de el mundo; y en la de los indios, vemos con dolor, que lejos de adelantar, cuantos más años pasan de la conquista, es menor su cultivo, crece su rusticidad, es mayor su miseria; y aun en el número de sus individuos se experimenta tal decadencia, que tiene vuestra majestad en estos dominios gobiernos enteros, en que ya no se conoce un indio, y en el resto de el reino acaso no se conocerán dentro de algunos años. Muchos se fatigan en averiguar la causa de esta verdad constante; pero debemos creer, que se fatigan en vano mientras no recurrieren al principio cierto, que consiste en el gobierno inmediato de los europeos. ¿Qué importa que las leyes de vuestra majestad sean santísimas, y utilísimas para estas regiones, y sus naturales, si el gobernador o prelado, que ha de cuidar de su observancia no está instruido de ellas o de el modo de practicarlas? Éste es señor el verdadero principio de el atraso de las Indias y de el increíble número de vasallos, que faltan a vuestra majestad en estas partes. No hay que cansarse en otros raciocinios que mientras que para los empleos de estas provincias, así eclesiásticas como seculares, se excluyen los nacidos, y criados en ellas, instruidos en cuanto es necesario estarlo para su régimen, amantes de esta región, y no ocupados de la idea, de separarse de ellas cargados de oro, han de continuar los males, que se experimentan, y no hay que prometernos los ventajosos adelantamientos, a que se debiera aspirar por la proporción, que para ello tienen estos dominios.— Con lo dicho se persuade bastantemente, que los españoles europeos, por sólo no haber nacido en Indias, dejan de ser idóneos, para obtener empleos en ellas; y aun es pernicioso en general, que los obtengan; pero todavía hay que considerar, que aunque los contemplemos útiles, y más dignos que los indianos, únicamente a estos, con exclusión de aquellos, debían conferirse los puestos honoríficos de su patria, consideradas las razones legales, que lo persuaden. No para toda provisión se solicita la mayor dignidad en el provisto, pues sólo para los beneficios eclesiásticos se reserva esta averiguación escrupulosa, entre lo bueno, y lo mejor; y aun en punto de beneficios, siendo de patronato de legos, tienen estos más libertad, y mayores indulgencias; pero no es necesario recurrir a estos principios; supongamos por ahora que toda provisión debe hacerse en el más digno, y que lo son los europeos respecto de los americanos; todavía éstos deben excluir a aquellos de los honores de Indias. La calidad de más digno en los casos, en que se requiere no ha de ir a buscarse fuera de el país, en que está situado el beneficio de que se trata. Ni esto será posible, ni lo permitirían la razón, ni la equidad. Si se ha de proveer un beneficio curado u otra pieza igual, debe recaer la elección en el más digno; pero dentro de los límites de aquella diócesis, no de toda la Iglesia universal. Luego para una plaza de Indias, aun cuando deba darse al más digno, se ha de buscar éste dentro del reino mismo, y no se ha de solicitar en el otro, aunque ambos sean de los dominios.
Supongamos que el europeo acomodado en Indias no trae empeño que pagar, ni costos que resarcir; que no viene con las ideas de restituirse a su patria, sino que desde luego se llena de un tierno amor a la provincia que se le encarga; que entra instruido y con cabal noticia de sus particulares derechos y costumbres; que por último llena perfectamente los deberes todos de su cargo no sólo tan bien, sino mejor que el español americano. Supóngase también, que esta ventaja es general en todos los europeos, y que empleados estos nada hacen, con que perjudiquen el reino, aun en semejantes circunstancias es desolación de éste el conferirse los empleos a los europeos.
Que bien entendida tenía esta verdad el rey don Enrique tercero de este nombre. Refiere este gran monarca en su pragmática de el año de trescientos noventa y seis, los perjuicios que experimentada su reino, y vasallos, de que no se atendieran éstos por la Corte de Roma en la provisión de beneficios de su país; y después de asentar otros iguales, o los mismos, a los que es fuerza se padezcan en Indias conferidos generalmente sus empleos honoríficos a los europeos, carga particularmente la consideración sobre el daño, de que faltando estimulo en la provisión de los beneficios, desmayaría la aplicación, decaerían los estudios, no se cultivarían las ciencias, y dominaría en el reino un vergonzoso idiotismo.
Así sería en España, si la paternal providencia de nuestros soberanos, no hubiera defendido las provisiones de Roma a favor de los extranjeros; y sucedería sin duda en la América, si la piedad de vuestra majestad no mandara atender particularmente, como lo esperamos, en los empleos de este reino a los españoles americanos. Qué aliento tendrán estos, o para consumir todo el jugo, que los mantiene en el trabajo de el estudio, o para hacer útil servicio a la república, o para derramar su sangre, como deben, por vuestra majestad al considerar, que nunca llegarán a ver pagados sus servicios con el goce de algún honor de primer orden. Desmayarán los ánimos, se fatigarán de un estudio, que o les será de el todo estéril, o muy poco fructuoso, se entregarán a la ociosidad, que de contado brinda con apariencias de descanso; se llenarán de los resabios y vicios, que dejándola sin cultivo, produce la tierra de la naturaleza; y tendrá vuestra majestad en el copioso número de vasallos, que componen las Indias, otros tantos, menos que hombres, bultos, que sólo sirvan de pesada carga, si ya no de positiva ignominia, y aun de confusión al estado.
Dos atractivos tiene el premio para ser su esperanza una de las columnas, sobre que se sustenta el gobierno; uno es la brillantes de el honor, a que naturalmente aspira la nobleza de nuestro espíritu; otro el progreso de nuestra fortuna, que se hace apetecer de nuestro amor propio, y ambos faltarán a los americanos, contemplándose excluidos de los primeros empleos, sabiendo que cuando más, podrían llegar a los medianos; ni hallarán en estos la mayor comodidad para el descanso de la vida, ni aquel alto punto de lustre por que anhela cualquier espíritu; y aunque no lo consiga jamás pierde de vista la esperanza. Faltando éstas faltará todo político, que sin una de sus columnas, queda ruinoso el gobierno de las Indias.
Si los españoles de ellas, hoy con poca razón se informa que no son apropósito para los mayores empleos; ya mañana se dirá con justicia, careciendo de la esperanza, que los aliente: "quedarán despojados (palabras son del rey don Enrique, y no podemos usarlas mejores) o deshonrados de todos sus bienes e honra y encima vituperados e difamados por necios o no dignos de otras cosas, sino de ser sometidos, e sojuzgados, e siervos de los extraños, e afuera de lo susodicho, se seguían tantos inconvenientes, a una o a otra nación de los míos por mengua de la sabiduría, que no se podría decir, ni bien exprimir por palabras" ¡Qué imagen tan funesta nos pone a la vista este gran rey de una nación, en donde faltará para las ciencias atractivo en la provisión de sus oficios! pues no es más, que una viva representación de lo que será dentro de breve la Nueva España, si a sus patricios no se les franquea la puerta de la gracia de vuestra majestad para entrar al goce de las primeras dignidades.
Capaces de ellas son a pesar de la emulación los españoles americanos. No ceden en ingenios, en aplicación, en conducta, ni honor a otra alguna de las naciones de el mundo. Así lo han confesado autores imparciales, cuya crítica respeta el orbe literario. Así lo acredita cada día la experiencia, menos a los que voluntariamente cierran los ojos al desengaño; pero los que hoy alentados con la esperanza son capaces, son útiles, son dignos, desesperados de adelantar, abatidos y abandonados "quedarán no dignos de otra cosa que de ser sometidos e sojuzgados, e siervos, e aborrecidos de los extraños."
Mayor todavía fuera el juicio del abandono de los americanos. No se inutilizarían estos; sino que no quedarían; porque del abandono sería consecuencia la desolación de la América. En los indios ya se experimenta, como queda dicho, una disminución de su número, que no podría creerse a menos, que experimentándose; y mayor se experimentaría en los españoles americanos. El honor, con que nacen éstos los retrae de empeñarse en el matrimonio mientras no aseguran una decente subsistencia, con que poder llevar honestamente sus cargas; y excluidos de los empleos, se verían privados de el más considerable renglón, que hoy hace el fondo de su conservación. En Indias no tienen otro arbitrio los americanos. No es para ellos regularmente el comercio; porque como éste lo hace la Europa, casi siempre lo ha de hacer por medio de los europeos. Los oficios mecánicos ni se compadecen bien con el lustre de el nacimiento, ni sufragan en Indias para una decente subsistencia; porque como las mejores manufacturas se llevan de la Europa en donde se hacen con más comodidad en el precio, por lo menos que necesitan para mantenerse los americanos, nunca pueden tener esta corriente los oficios en Indias. En ellas los caudales son más inconstantes e instables, que lo que regularmente es en el mundo la fortuna; lo que sin embargo de experimentarse, no es de nuestro asunto el incluir al presente las causas; contentándonos con persuadir en fuerza de esta inducción, que el principal fondo con que podemos contar los españoles americanos, para mantener nuestras obligaciones, es, el que consiste en las rentas, o sueldos, con que están dotados los empleos. Si a ellos se nos cierra la puerta, o haremos una vida oscura, y no pudiendo contraer alianzas lustrosas, los hijos que tuviéremos, servirán sólo de aumentar la plebe, o nos veremos reducidos a la necesidad de el celibato, y acaso a abrazar el estado religioso o eclesiástico secular, en que atenernos a la limosna de una misa; y faltará el principio de aumentar, y aún el de conservar honestamente la población de la América.
No será mejor la suerte de la Europa. Ya muchas naciones de ella han hecho apreciables reflexiones sobre el despueble, que experimenta España desde conquistada la América. Perjuicio es este, que grandes políticos contemplan haber llegado a términos, que urge por su remedio; y no lo es ciertamente emplear los españoles europeo en los oficios públicos de Indias. De esta práctica es fuerza se origine la mayor despoblación de España. El europeo acomodado en Indias en algún empleo, que no sea vitalicio, como no lo son los más; si es casado deja regularmente su mujer en España, por no exponerla en la natural delicadeza de el sexo a las incomodidades y riesgo de tan larga navegación. Por excusar lo que crecerían los gastos de su transporte; y porque siendo temporal el empleo, parece poco perjuicio la ausencia por el tiempo de su duración; éste no es tan corto, que no se consuma en lo más florido vigoroso y fecundo de la edad de la mujer, y a proporción de lo que ésta desmerece, se disminuye el número de hijos, que pudiera dar al estado.
Si el provisto es un libre, contemplándose pasajero en la América, no se resuelve a contraer en ella matrimonio. Vuelve a España. Los viajes, la mudanza de varios temperamentos, las navegaciones debilitan su robustez. Los afanes para la pretensión de otro empleo ocupan toda su atención. Si logra otra vez ser colocado entra en los mismos embarazos para tomar estado; si no lo logra, en nada más piensa, que en fomentar y adelantar sus pretensiones; y con esto se le pasa la vida o lo más floreciente de ella; y ya se halla bien con la libertad de el celibato.
Aun las que pasan a Indias con empleo estable y vitalicio, ¿cómo se alentarán a tomar el estado de el matrimonio, sabiendo que ni el mérito que hagan, ni la buena educación, que den a su hijos, ha de aprovechar a éstos, como quiera que sea su nacimiento en la América, para lograr una colocación correspondiente al lustre de sus padres? Éstos en cualquier empleo público, si cumplen con su obligación, y sólo sacan de él las utilidades, que da vuestra majestad o permite, después de mantenerse con en familia, no le podrán dejar en muriendo otro caudal que sus servicios; y si éstos no han de aprovechar a los hijos nacidos en la América; ¿qué hombre de honor podrá pensar en tomar estado, para dejar hijos sin caudal, sin abrigo, sin esperanza, y que sólo sirvan de confundir la memoria de sus mayores?
Desatendiéndose a los indianos se franquea más la puerta para el celibato a los europeos. Se les proporciona mayor esfera para sus pretensiones en las piezas eclesiásticas de la América, sobre las que sin contradicción disfrutan en la antigua España. Aun dentro de la aspereza de los claustros, se les convida con la esperanza de pasar a titulo de misioneros a la América, a ocupar las prelacías de su orden, en las que se nos cierran las puertas a los americanos, admitiendo solamente un muy corto número de ellos en cada trienio, para poder siempre pintar necesidad de sujetos, y hacerlos venir de la Europa, con gravísimos cuanto ociosos costos de el real erario, y con notable perjuicio de el estado, en el considerable número de individuos, que con esta indebida proporción abrazan el celibato, y faltando para el honesto multiplico de la especie, influyen en el despueble de la monarquía.
Ya querríamos que fuesen estas unas aprehensiones, a que sólo diera bulto nuestro amor propio, y la atención a nuestro interés; son considerables sólidas consideraciones; perjuicios efectivos, que lamentan nuestros mejores políticos, y sirven de gustoso espectáculo a la malevolencia de los extranjeros. Ya ha algunos años que un español europeo (que tuvo la desgracia de deslucir sus máximas políticas, con cierta acerbidad de carácter) computaba diez mil almas, que salían anualmente para las Indias de la antigua España; y que despoblando ésta no poblaban la nueva. Desde que este computo se hizo hasta el presente, al menos se ha doblado el número de plazas eclesiásticas, y seglares en la América; y a proporción el número de los que pasan a ella ya en los empleos, y ya a título de criados de los provistos.
Vuestra majestad y sus gloriosos progenitores, como verdaderos padres de el estado, no han dejado de prever su ruina en la desolación de España con su trasmigración a la América, y han dictado santísimas leyes para impedirla. Ninguno puedo pasar sin licencia, y sin muchas calidades, que se necesitan, para otorgarla. Aun el empleado la ha de sacar para sus criados, desde luego para no dejarle traer sobre los precisos. Las licencia mismas se han mandado estrechar, y que el Supremo Consejo de vuestra majestad tenga mucho la mano en consultarlas, y los secretarios cuidan de advertirlo. ¿Pero cómo podrá esto practicarse? las reales ordenes son las más oportunas. Todos las saben, y saben igualmente su inobservancia. De los españoles que pasan a Indias, ya querríamos que sacarán licencia para el diezmo. Los jefes a quienes toca, debían hacer volver, y no permitir el desembarque a los pasajeros sin licencia. Así lo manda vuestra majestad pero ¿cómo ha de tener en Indias corazón para practicarse un gobernador con su compatriota, que ha navegado dos mil leguas? Jamás se hace: pasa todo el que quiere, y se despuebla España.
El Consejo Supremo de Indias con toda su autoridad e integridad no puede resistir a la importunidad nimia de el pretendiente, y a las astucias, que inventa el propio interés para sorprender la vigilancia de el gobierno. No hay otro arbitrio, que cerrar a los europeos la puerta, que se han hecho franca para los más de los empleos en América, si se quiere contener algo su trasmigración, y la desolación consiguiente de la antigua España.
Si los empleos de ésta se dieran promiscuamente a los americanos, acaso cesaría, o por lo menos sería mucho menor el perjuicio. Así lo confesamos, y ya querríamos, que cuanto es útil la máxima, tanto tuviera de practicable. Ya dejaríamos de buena gana un empleo de primer orden en la América por conseguir otro de mucho menor utilidad en la Europa, pues la satisfacción de servir con más inmediación a vuestra majestad importaría más, que cuantos otros atractivos pudieran lisonjearnos en nuestra patria; pero no puede ser. Los europeo sin salir de su casa, con la cercanía feliz, que logran de vuestra majestad proporcionan el ser empleados, y hasta que lo son, no emprenden el dilatado y costoso viaje a la América. Nosotros por el contrario deberíamos pasar a la Europa, sin tener, con que costear nuestro transporte antes de ser empleados, y con el riesgo de no conseguirlo. Cuando sin empleo pasa un español a la América conducido de su necesidad, es porque viene a región con más proporciones que las que deja, para su alivio; y la contraria consideración detiene para pasar a la Europa al americano. El empleado en Indias, si debe socorrer a su familia en la Europa con poco que le envié, hace cuenta de lo que en el transporte multiplica, y lo que el socorro multiplicado vale en España, donde tan cómodo es, todo lo que entra en la clase de los alimentos. No sucediera así con el americano empleado en la Europa; porque éste para auxiliar, como era preciso a su familia en la América, no podría hacerlo ni con toda su renta, pues sobre no crecer en el tránsito son de mucho más precio todos los necesarios para la vida en Indias; y así no es practicable, que los nacidos en ellas podamos emplearnos en España.
Esto se entiende, hablando en lo general, pues entre la multitud de sujetos, que componen estos bastísimos dominios de vuestra majestad hay muchos hoy, y los ha habido siempre con proporciones, y desembarazo, para poder servir a vuestra majestad en cualquiera empleo de la Europa; y ojala que de estos se colocarán algunos, siquiera en puestos respectivos al gobierno de Indias; pero ya nos contentaríamos, con que los europeos disfrutaran quietamente el crecidísimo número de honores, que tienen en la Europa, con que nos dejarán los pocos empleos, que se sirven en la América. Siempre nos hemos contemplado en ellos tan hijos de vuestra majestad como los naturales de la antigua España. Ésta y la nueva como dos estados, son dos esposas de vuestra majestad: cada una tiene su dote en los empleos honoríficos de su gobierno, y que se pagan con las rentas que ambas producen.
Nunca nos quejaremos, de que los hijos de la antigua España disfruten la dote de su madre; pero parece correspondiente, que quede para nosotros la de la nuestra.
Lo alegado persuade, que todos los empleos públicos de la América, sin excepción de alguno, debían conferirse a sólo los españoles americanos con exclusión de los europeos, pero como no hay cosa sin inconveniente, es preciso confesar, que los tendría grandes esta entera separación de los europeos.
Es necesario hacer justicia a muchos principalmente en los mayores empleos, que se han dedicado a servir a vuestra majestad en estas partes con el celo, amor, y desinterés, que corresponde, y no podemos desentendernos, de que la necesaria trabazón, que debe tener el gobierno de España con el de Indias, y la dependencia, que se ha de mantener en la América respecto de la Europa, exige, el que no pensemos apartar de todo punto a los europeos. Sería esto querer mantener dos cuerpos separados e independientes bajo de una cabeza, en que es preciso confesar cierta monstruosidad política. No es el carácter de los americanos tan amante de su interés sobre los de el estado, que no conozcan, y den a estas consideraciones todo el peso que se merecen. Bien sea, que se sigan perjuicios de el acomodo de los europeos en la América unos por culpa de los empleados, y otros sin ella; pero mayores acaso podrían temerse de no venir jamás provisto alguno de la antigua España. Aunque se temieran, no se seguirían, que igualmente que en la de los europeos, tendría vuestra majestad en la lealtad de los americanos seguro el gobierno de estas provincias; pero sin embargo de esto la separación nuestra de aquellos naturales, engendraría ciertos recelos al estado; y estos recelos por sí mismo son gravísimo mal en lo político, muy digno de evitarse.
Por esto pues se hace indispensable, que nos vengan algunos ministros de la Europa. ¿Pero que lo hayan de ser, todos los que se hubieren de colocar en empleos de primer orden? ¿qué hayan de ser, como en el día son, todos los gobernadores que vuestra majestad tiene en las provincias y plazas de esta América septentrional nacidos y criados en la antigua España? ¿qué no hayamos de tener, como al presente no tenemos en todo el continente de este reino un arzobispo u obispo, que haya nacido en ellos? ¿qué precisamente los ministros togados de estas partes hayan de ser como son hoy la mayor parte de la Europa? ¿qué aun las sillas de los coros de nuestras catedrales apenas han de estar ocupadas a medias por nuestros naturales? ¿qué en el manejo de rentas que produce a vuestra majestad esta Nueva España sólo por un caso rarísimo hayamos de ver entre tantos empleados uno de nuestro país? ¿qué para los empleos militares se atiendan tan poco nuestras instancias, que sólo en lo que son milicias, tienen lugar generalmente nuestros voluntarios ofrecimientos, por no ser de la mayor utilidad sus plazas; y en las de la tropa arreglada, con reserva de las que beneficiamos, para las demás, o se nos desecha regularmente, o si se nos coloca alguna vez, como en la guerra pasada en el regimiento, que levantó de dragones, aun después de haber servido a satisfacción de los jefes, raro o ninguno ha sido promovido hasta ahora a grado superior en las vacantes o provisiones que se han ofrecido, para los finales se han atendido europeos aun de fuera de el mismo cuerpo? No parece lo sufre la equidad, ni la atención, que debemos a vuestra majestad sus vasallos de estas partes.
Es especie de pena ciertamente gravísima, la que de hecho sentimos, en lo poco que se nos atiende en las provisiones, y subiría mucho de punto, si deberíamos quedar excluidos de los empleos de primer orden, como se trata de persuadir en el informe, que impugnamos. Ningún particular; mucho menos un reino entero, y tantos reinos cuantos dignamente posee vuestra majestad en esta América, se sujetan a una pena, que no la habían merecido sus delitos. Aun de lo que exigen éstos, se rebaja mucho para proporcionar la pena en un gobierno como el de vuestra majestad que tiene por particular carácter como imagen de Dios la clemencia, y con unos vasallos como los americanos a quienes ha protestado vuestra majestad y sus gloriosos progenitores el particular favor, con que los mira. Luego es menester suponernos reos de delitos ten graves, que excediendo los límites de la piedad de vuestra majestad y venciendo su amor, nos sujetan a la pena de una eterna ignominia en la absoluta exclusión de los primeros empleos, y muy escasa atención en la provisión de los otros.
¿Cuál pues es este delito, que contagiando tan vastas regiones como las de la América ha de atraer tan enorme pena sobre todos sus individuos? nunca dejaremos de decir, que si fuera voluntad de vuestra majestad el excluirlos de toda suerte de honores; sólo por ser así de su real agrado, en que se hiciera este, vincularíamos con ventaja la satisfacción que se nos quitaba de servirle en los empleos; y a falta de sacrificar nuestros sudores y vidas a su servicio, sacrificaríamos nuestro honor a su beneplácito; pero como estamos ciertos de la voluntad, con que vuestra majestad gusta de atendernos, honrarnos y favorecernos, y que sólo la malevolencia, la que trabaja, para arrancarnos de el corazón, y aprecio de vuestra majestad queriendo hacernos pasar por indignos con el mismo hecho de abandonarnos; debemos levantar hasta el trono de vuestra majestad nuestros clamores, no sólo por el interés de nuestro honor, sino por el público de el estado.
¿Qué dirá el resto de el mundo de la América? ¿qué concepto formarán las naciones de la atención, que le debe a vuestra majestad el cultivo de los indianos? ¿cómo no juzgarán, que estos bastísimos dominios los tiene vuestra majestad llenos de bultos inútiles a la sociedad, más carga que adorno de el estado? No extrañe vuestra majestad que llegue la confianza de México a argüir a vuestra majestad de este modo, que lo ha aprendido de el que usó una vez Moisés, para pedir a Dios por el pueblo por quien representaba; no es ya de interés nuestro (diremos con tan canonizado ejemplar) es negocio de vuestra majestad el que vean las naciones, que no seamos indignos, de que vuestra majestad nos atienda; que somos no bultos inútiles; sino hombres hábiles para cualquier empleo aun de la primera graduación; que en nada nos aventajan los de el mundo antiguo; que no excede vuestra majestad a los demás monarcas sólo en la basta extensión de tierras, ni en el número de individuos que las habitan; sino en la copia de vasallos tan fieles; sino más tan generosos, tan hábiles, tan útiles, como los de que puede gloriarse el más culto estado de el orbe. Conozca el mundo, que somos los indianos aptos para el consejo, útiles para la guerra, diestros para el manejo de rentas, a propósito para el gobierno de las iglesias, de las plazas, de las provincias; y aun de toda la extensión de reinos enteros. Tengan de vuestra majestad un autentico testimonio de ello, viendo, que para ninguna clase de honor se nos desecha.
Así será vuestra majestad más glorioso, que es gloria de padres, la honra de los hijos. Así le será a vuestra majestad aún más seguro el dominio de estas regiones, que no durarán invadir los enemigos, conceptuados, de que sólo están llenas de figuras de hombres; y ya lo pensarían mucho, si en la prodigiosa multitud de sujetos, que tiene vuestra majestad en estas partes, llegan a conceptuarse que hallarían otros tantos generosos vasallos, capaces todos de resistir con su consejo, con su arbitrio, con su lealtad, con su valor, y con sus vidas cualquiera prevención extranjera.
Atropellando tantas razones de equidad, de justicia, de utilidad y necesidad pública, y aun de el honor y gloria de la monarquía, se intenta fundar en el informe, que impugnamos, el que debemos ser excluidos los españoles americanos de todos los empleos de primer orden; y cuando más por un efecto de humanidad ser atendidos en la provisión de los medianos. Para promover tamaña injusticia, e introducirla en el justísimo ánimo de vuestra majestad era necesario pintarnos de todo punto indignos, y para esto formar las más negras calumnias, que pudo meditar la pasión.
Dicese desde luego que nuestro espíritu es sumiso, y rendido, más esto, que podía pasar por elogio de nuestra virtud, se agrió figurando, que declinamos al extremo de el abatimiento. Máxima es antiquísima de la malicia malquistar las virtudes con el sobrescrito de los vicios. En la suma bondad de el hombre Dios quiso la ceguedad judaica vestir su inocencia con el traje de simplicidad; y así no hay que admirarse, de que la suavidad obsequiosa de el genio americano se pinte con los feos coloridos de el abatimiento. Para hacer ver al mundo toda la ceguedad, con que el particular se nos infama, no necesitamos, sino que cada uno quiera dar oídos a su razón.
Es de suponer, que hablamos no de los indios conquistados en sus personas, o en las de sus mayores por nuestras armas; sino de los españoles, que hemos nacido en estas partes, trayendo nuestro origen puro por todas líneas, de los que han pasado en la antigua España o a conquistar o a poblar estas regiones, o negociar en ellas, o a servir algún empleo de los de su gobierno. Los indios, o bien por descendientes de alguna raza, o que quisiera dar Dios ese castigo, o por individuos de una nación sojuzgada, o acaso por la poca cultura que tienen, aun después de dos siglos de conquistados nacen en la miseria, se crían en la rusticidad, se manejan con el castigo, se mantienen con el más duro trabajo, viven sin vergüenza, sin honor y sin esperanza; por lo que envilecidos, y caídos de ánimo tienen por carácter propio el abatimiento. De esto hablan todos los autores juiciosos, que después de una larga observación, y mucho manejo, han dado a los indios con sus libros el epíteto de abatidos; y acaso la mala inteligencia, o precipitación en la lectura de estos escritos, ha hecho mal copiar sus expresiones para acomodarlas a los españoles americanos; con tanta injusticia, que es necesario, como ya decíamos, para cometerla, negar de todo punto los oídos a los clamores de la razón.
No creemos deber fatigar la soberana atención de vuestra majestad ni consumir inútilmente el tiempo, difundiéndonos en haber ver, que la América se compone de un copioso número de españoles tan puros como los de la antigua España. No faltan entre los nuestros émulos quienes vivan en la preocupación, de que en la América todos somos indios, o por lo menos, que no hay algunos o es muy raro son mezcla de ellos en alguna rama de su ascendencia. No es de hoy nuestro empeño desvanecer una prevención tan grosera; pues quien no se convenciere a sí mismo con las innumerables reflexiones obvias, que puede hacer sobre el asunto, debe estimarse incapaz de convencimiento. ¿Quién no sabe, que luego de que se conquistaron estos dominios fue uno de los primeros cuidados de nuestros soberanos su población, a que consultaron, haciendo para ella pasar los mares mucho número de familias nobles, y sacadas de las provincias limpias de la corona de Castilla? ¿quién ignora, lo que se atendió a la pureza de esta población, impidiendo con tantas providencias, el que pasarán a ellas no sólo extranjeros, sino aun españoles, que estuvieran notados con alguna infamia, en sí, en sus padres, o en sus abuelos? ¿quién no ha visto las muchas franquezas concedidas por nuestros reyes a los pobladores de estas regiones, para alentarlos a pasar a ellas en gran número? ¿quién por último no refleja en la gran parte de España, qué ha pasado a la nueva, hasta hacer, que aquella lamente su despueble? Ya decíamos, que por observación de un gran político de este siglo, asciende cada año el número de los españoles europeos, que pasan a la América a más de diez mil; de suerte que a este respecto desde la conquista, serán muy poco menos que dos millones, y quinientos mil de los españoles, que han venido para estas poblaciones; y ellos aunque no hayan tomado estado, y tenido sucesión más que una sexta parte, es todavía número bastante, ha haber hecho una prodigiosa multiplicación de españoles. Cualquiera que pueda dar una hojeada a las varias edades de el mundo, y sus acaecimientos respetivos, advertirá cuanto menos número ha bastado, para en menos de dos siglos formarse vastísimas poblaciones.
A la de esta América ha convidado su opulencia incomparablemente mayor, que la de todo el resto del mundo antiguo. Esto lo saben todos, y tampoco ignoran la fuerza de este atractivo, para hacen pasar a estas regiones una considerable parte de la Europa; y toda acaso estuviera desierta, y si el gobierno no hubiera desveládose en impedirlo. ¿Hace poblado pues muy fácilmente de un copiosísimo número de familias de la antigua España? ¿pero qué familias? ¿acaso de la hez del pueblo, o de las que no tienen sobro la limpieza de su origen otra distinción, que las ilustres? aun esto nos bastará; porque supuesta la pureza, que es calidad natural, la prerrogativa civil de la nobleza, la tendríamos, como la tienen todos los nobles de el mundo por merced de sus soberanos, y vuestra majestad en sus leyes de este reino se ha dignado de hacer hijosdalgo; y personas nobles de linaje y solar conocido, con todas las honras, de que deben gozar los caballeros hijosdalgo de los reinos de Castilla a los españoles americanos, que somos hijos, y descendientes de los europeos pobladores de estas provincias, bástanos pues la limpieza de nuestros mayores; pero la opulencia de el reino ha traído a él la primera nobleza de España, de esta clase es la de los duques de Atrisco, condes de Tenebron, y otras, con que tienen enlaces en nuestra América todas las razas de la casa de Moctezuma: la de los duques de Granada, condes de Aavier, y de Guara, de quien son ramas las casas de los Valdiviejos condes de San Pedro de el Álamo, y marqueses de San Miguel de Aguayo; las de el condestable de Castilla, y marqueses de Salinas, de quienes descienden los condes de Santiago, y otras innumerables; de suerte que a juicio de un autor no hay casa de la primera nobleza de la antigua España que no tenga alguna rama trasplantada y ya muy extendida en la América.
Tenemos en ella muchas familias, que gozan sin controversia mayorazgos de la mayor antigüedad, y más ilustre memoria en España. Tenemos quienes disfruten señoríos, y otros títulos de el mayor honor; entre los cuales es uno el mariscal de Castilla don José Pedro de Luna y Arellano señor de las villas de Siria y Borovia en esos reinos, que posee como dependiente legítimo de don Carlos de Arellano señor de los Cameros. Tenemos, quienes si actualmente no gozan disputan derechos cuando menos muy probables, con algunas casas de grandes de primer orden como los Paradas, Fonsecas, Henriquez por dependientes de los condes de Álva de Aliste, con la de los duques de Benavente, de Hijar de Frías, de Arión, de Terranova, y Monte León y de los marqueses de el mismo título, de Mancera, y Malpica. ¿Y todo esto qué es, sino estar llena la América no sólo de naturales españoles limpios, sino muchísimos de ellos nobles, ilustres de la mayor distinción, y nobleza de Castilla? Así es sin duda, advirtiendo para quitar toda equivocación, y que se nos note de contradicción, que sin embargo de que son muchos, muchísimos los españoles puros, y los caballeros muy ilustres que tenemos en la América, todavía lloramos la despoblación de ésta; porque para poblar su bastísima extensión, sobre lo muchísimo que hay, es necesario mucho más, que dará el tiempo, y las justificadas paternales providencias de vuestra majestad.
La mezcla, que se concibe de los pobladores españoles para desacreditar nuestra pureza, tiene también contra sí fortísimas consideraciones que no es fácil atropellar. Estas mezclas no se hacen sino por el atractivo de la hermosura, u otras prendas naturales, o por la codicia de la riqueza, o el deseo de el honor, y nada de esto ha podido arrastrar a los españoles pobladores a mezclarse con las indias. Éstas generalmente hablando, y con sólo la excepción de un caso rarísimo, son positivamente de un aspecto desagradable, malísimo color, toscas facciones, notable desaliño, cuando no es desnudez ninguna limpieza, menos cultura y racionalidad en su trato, gran aversión a los españoles, y aun resistencia a contestar con ellos. Son pobrísimas, viven en una choza, cuyas paredes son de barro, o de ramas de árboles, sus techos de paja, y sus pavimentos no otros, que el que naturalmente franquea el respectivo terreno. Comen con la mayor miseria, y desaliño; si visten en nada desdice a su comida su vestido; ni camas tienen para el descanso, y les sobra con una estera de palma, o con la piel de algún animal; y lo poco, que necesitan para tan pobre aparato, lo adquieren a costa de un trabajo durísimo, cuyo detalle parecería tocar los límites de el hipérbole. Sobre todo el español, que hubiera de mezclarse con india, vería sus hijos careciendo de los honores de españoles; y aun excluidos de el gozo de los privilegios concedido a los indios. Lo mismo, y con mayor razón debe decirse, en caso de que la mezcla se haga en negros, mulatos, u otras castas originadas de ellos; y así no hay por donde sean regulares; y mucho menos tan comunes como pinta la malevolencia estas mezclas.
Algunas ha habido de los españoles con indias en los primeros tiempos de la conquista, en que aún no se verificaban los poderosos retrahentes, que hemos referido; pero aquellas mezclas fueron con las familias reales de la nación. Mezcla, de que no se desdeña, y con que altamente se ilustra mucha de la primera grandeza de España. Mezcla, que no ha influido ninguna vileza en el espíritu de sus dependientes. Mezcla que ya en la cuarta generación no se considera ni en lo natural, ni en lo político; pues quien de sus dieciséis terceros abuelos sólo uno tiene indio, es lo natural, y se considera para todos los efectos civiles español puro y limpio sin mezcla de otra sangre. No ignoramos que muchas personas, o acaso cuerpos enteros, y comunidades interesadas en hacer pasar europeos a la América han aparatado necesidad, y para hacerla creer a vuestra majestad y sus ministros, se han valido de el injurioso pretexto de suponer, que hay poca limpieza en estas partes; pero lo que ha dictado la malicia y el interés, para sorprender una providencia, no puede prevalecer contra las razones sólidas, que desde luego se presentan en una ligera reflexión.
Son pues muchísimos los españoles americanos nacidos en esta región de padres, abuelos, y bisabuelos europeos todos sin mezcla de otra generación, y que han hecho constar su pureza e hidalguía con los instrumentos más auténticos. Son muchos los que traen su origen ilustre de la primera nobleza de España. Son algunos no menos recomendables por la derivación, que tienen de la sangre real de esta América. Contrayendo a todos estos así limpios, nobles, ilustres, distinguidos, y tan recomendables, lo que se ha informado a vuestra majestad no se puede decir sin una reprehensible ceguedad, que se hermana bien el rendimiento, y suavidad de su carácter con el abatimiento. No hay efecto natural sin causa capaz de producirlo; y en nuestros españoles americanos nunca podrá aun el mayor esfuerzo de la malevolencia, asignar el principio de su dimisión, y vileza de espíritu, recorriendo de uno en otro, cuantos concurren a formar el carácter y genio de los hombres. Si en orden a esto se le concede a la generación o índole de los padres algún influjo; siéndolo nuestros los españoles europeos, es fuerza que por esta parte, se nos concedan las mismas calidades, genio, e inclinación, que a los nacidos en la antigua España.
La educación es, la que sin duda concurre más que otro algún principio a la formación de el espíritu. Examinada la de los españoles americanos, es fácil reconocer los motivos, que influyen, para que no se haya envilecido, y que cuando menos se mantenga en el mismo grado de elevación nuestro espíritu, y el de nuestros padres. Estos en llegando a la América, con lo que les produce el empleo, a que vienen destinados, o con lo que adelantan en el comercio, o con las facultades, que adquieren por los enlaces, que contraen, o con otro semejante arbitrio, se ven cuanto antes en estado de mantenerse con el esplendor de la opulencia. Si tienen hijos ya nacen estos, se crían, y educan con todo el mismo esplendor, gozando de la delicadeza de las viandas; de el ornato de los vestidos; de la pompa y aparato de criados, y domésticos; de la suntuosidad de los edificios; de lo exquisito de sus muebles; de lo rico de sus vajillas, y de todo lo demás, que sobre las reglas de la necesidad natural introdujo en el mundo la ostentación; ignoran lo que es trabajo corporal; se dedican los más a los estudios, de que algunos basen profesión de por vida, y emprenden el estado eclesiástico; otros que se inclinan al secular quedan cultivados para él con aquellos primeros cimientos de las letras, y luego se dedican a alguna ocupación honrosa, viéndose en todas edades apartados do los ejercicios, que pudieran influir en su abatimiento. Semejante educación más propia es para elevar, que para abatir el espíritu de los americanos; porque la mayor elevación de ánimo o ideas, que se reconoce en los nobles, y ricos respecto de los plebeyos y pobres, no procede a juicio de los grandes maestros de la Ahica de algún influjo de la sangre, sino de la más brillante educación, que logran los unos respecto de los otros.
Si a los alimentos, por juzgarse menos sólidos en la América, se quiere atribuir, el que debilitan los espíritus como los cuerpos, sería preciso confesar, que todas las naciones cultas de el orbe; ceden en generosidad a los bárbaros; pues estos en la carne cruda, con que se sacian tienen al paso que más grosero, sucio, y aun horrible, más sólido alimento que el resto de las gentes, que detestan esta incultura. La mayor solidez de el alimento influirá acaso en el aumento de las fuerzas de el cuerpo; pero no en la elevación de el espíritu; a que si bien se mira perjudica la mayor pesantez corporal. A los europeos trasladados a estas regiones nutren los mismos alimentos que a los americanos; y no confesarán aquellos, que les debilitan el ánimo hasta caer en el abatimiento; luego para este efecto no hay causa bastante en la poca sustancia de los alimentos; aun cuando fuera cierta, que no lo es, sino preocupación vulgar de muy fácil y convincente impugnación; pero digna de que la omitamos por inconducente al asunto.
El clima y temple regional influye sin duda en la complexión de los hombres, y por la dependencia, con que obra el espíritu de los órganos de el cuerpo, tiene también su participio, ya que no en las operaciones (que en todo caso son libres) en las inclinaciones y genios. Mas por esta parte se nos ha de declarar la ventaja a los americanos. No sólo ha salido ya el mundo del error, en que por tantos siglos estuvieron sus sabios, de que eran inhábiles estos países por situados bajo la zona tórrida; sino que venerando la providencia de un Dios, capaz de hacer infinitamente más, que lo que puede llegar a pensar el más sabio de los hombres, admira como con una ligera mutación de estaciones, templando lo más ardiente con las lluvias, que en el resto de el orbe hacen más riguroso el invierno, perpetua en las Indias la primavera. Aquí templados con esta divina física los ardores de el sol ni nos abrazan cuando más cercano está este astro, ni nos hiela su retiro, por ser así insensible respecto de nuestra situación. Por lo mismo logramos con una proporcionada igualdad, sin variedad enorme la armoniosa vicisitud de luces y sombras, y la respectiva alternación de trabajo, y descanso. Por lo propio se hace envidiar la suavidad de el temple de nuestro clima, no sólo en los países situados bajo las zonas frías; sino aun los que se habían apropiado el epíteto de templados. La blandura de el clima no abate el ánimo; lo suaviza; y así son más suaves; pero no más abatidos los españoles, franceses e italianos, que los dinamarqueses, moscovitas, y otras gentes de regiones más ásperas y destempladas. Lo mismo debe respectivamente decirse de la blandura de trato, suavidad de genio, y comedido manejo de el español americano, sin malquistar estas dotes, que lo adornan con el nombre de abatimiento, para el cual no halla la razón principio alguno, examinando cuantos podrían influir en la formación de tan despreciable carácter.
Sin embargo de que pasemos por de un espíritu abatido, se añade en el informe, que impugnamos, ser temible y de funestas consecuencias nuestra elevación; porque puestos en ella o con algún empleo, o con facultades, se dice, que estamos expuestos a los más grandes y perniciosos yerros. Esto sólo puede asentarse como predicción profética, o como prenuncio político deducido de lo que se informa de el carácter de nuestro espíritu, o como observación, que ha hecho con el manejo la experiencia. Si es predicción profetiza, no necesita más impugnación, que la ninguna constancia de el título, con que se profetiza. Si es prenuncio político fundado, en lo que se imputa de abatimiento de nuestro espíritu; demostrado, como lo está, el ningún fundamento de tan injuriosa aserción, queda igualmente destruido el prenuncio, que se hace para nuestro perjuicio.
Réstanos sólo examinar esta parte de el informe en cuanto puede ser observación fundada en la experiencia; y desde luego entramos en el examen con la confianza, de que en nada se ha de ver más clara la precipitación, de quien así ha informado. ¿Qué ejemplar se nos pondrá a la vista de algún español americano (al menos de los de esta América septentrional) que elevado con facultades o empleos se haya precipitado a perniciosos yerros? Tenemos la incomparable satisfacción de asegurar a vuestra majestad que no se ha de hallar uno sólo, que pueda ponerse por ejemplo, de lo que se pronostica. Desafiamos al informante, a que de cuantos hombres ricos o empleados ha producido esta América, se nos demuestre un pernicioso yerro público que hayan cometido. No sería de admirar, que hubiera muchos, pues en todo el mundo siempre la elevación mayor, ha sido el más inminente riesgo de el precipicio. Sólo la más grosera ignorancia en la historia puede extrañar un muy enorme yerro en la más alta fortuna. Los empleos más sagrados, y que parece nos extraen aún de la esfera de hombres, se han visto más de una vez manchados con los delitos más feos, y detestables. Generalmente hablando, parece que han quedado en todas las edades y las regiones todas de el orbe para la gente vulgar los pecados comunes, reservándose los más escandalosos para proceder de los de más elevado carácter. Sin recurrir a tiempos más remotos, y ciñéndonos a sólo, los que llevan de conquistadas las Américas, ¿cuál es la nación del mundo antiguo, qué no haya tenido que detestar la memoria de uno u otro acaso de sus más distinguidos individuos? Sólo a este nuevo mundo, parece, que ha querido Dios conservarlo en sus patricios como noble privilegiada excepción de todo el resto de el orbe.
Se han visto en él (razones, que deban a nuestro respecto un obsequioso olvido los descuidos de algunos príncipes) virreyes, faltando a lo más sagrado de la confianza, abusar de el poder puesto en sus manos contra la misma majestad que los distingue, atontar a su soberanía, disputársela y aun alguna vez arrancarle parte de la corona. Se han visto grandes distinguidos con la inmediación a las personas de sus monarcas, servirse de este alto honor, para intentar contra lo más sagrado de sus vidas. Se han visto ministros infidentes entregar vilísimamente los intereses de sus soberanos. Se han visto rebeliones autorizadas, y fraguadas acaso por las personas de el mayor carácter. Se han visto traiciones las más feas, asesinatos los más indignos, sacrilegios los más enormes, y en una palabra toda suerte de delitos los más atroces, que han hecho descargar la espada de la justicia humana sobre las cabezas más altas, sin exceptuarse aquellas, en que circulaba la sangre misma de los soberanos. ¿Y acaso hay ejemplar semejante en individuo alguno de nuestra América? Dos virreyes hemos tenido nacidos uno y otro con el empleo de regidor naturalizado en ella, que lo fueron don Luis de Velasco el segundo; y el marques de Casafuerte. ¿No hemos logrado más; pero estos dos no se han distinguido principalmente el último, que se hizo digno, de que vuestra majestad desee, que sirva de ejemplar para el arreglo de la conducta de sus sucesores? De los arzobispos indianos, que vuestra majestad ha nombrado para esta santa Iglesia, uno sólo llegó a gobernar en su diócesis prevenidos los otros por la muerte; pero éste que lo fue el doctor don Alfonso Cuevas y Dávalos, ¿no ha merecido hacer venerable la memoria de su santidad? ¿no se hizo digno, de que se escribiese su vida para edificación de la posteridad? ¿no ha precisado al actual arzobispo, a que en el catálogo, que formó de los prelados de esta metrópoli, le confiese el ejercicio de las virtudes en grado heroico?
Entre los demás obispos americanos ¿cuál he tenido vuestra majestad como alguna vez en el centro mismo de la antigua España, tan poco atento a los deberes de su lealtad, que haya obligado a desatender las recomendaciones de su sagrada dignidad para consultar a la quietud, y seguridad de el estado? ¿cuál que se haya visto compelido a purgar, abjurando las sospechas legales, que en juicio aparecieron contra la pureza de su creencia? ¿no ha habido en todos tiempos americanos ricos muchos, y elevados algunos otros en empleo? ¿de quién se ha dicho que haya abusado de ellos, o de su caudal para turbar con gracias o franquezas interesadas la tranquilidad pública? ¿para inquietar el gobierno de el reino? ¿para comprar no ya la vida de su soberano, ni aun la de los magistrados, que la representa; pero ni la de sus particulares enemigos? ¿para resistir a la autoridad de los jueces? ¿para forzar la sagrada clausura de los monasterios? ¿para profanar las iglesias? ¿para maltratar o ajar públicamente a sus ministros? De lo contrario tenemos los más apreciables monumentos. Las facultades, el poder, la elevación han servido a los americanos, para hacer brillar su beneficencia, para acreditar su piedad, para desahogo de su celo. Sirva por todos de ejemplar la casa, y familia de los Medianas feliz con haber tenido muchos de sus individuos, elevados con facultades y empleos, y en ella sólo ha derramado a beneficio público más de un millón y medio de pesos en reparación, y dotación de hospitales, en situar socorro fijo para las cárceles, en beneficiar una dote anual de religiosa, en ampliar un monasterio, y en otras muchas obras de sólida piedad, y utilidad común de el estado. Mucho de esto podríamos alegar; más omitiéndolo, nos gloriamos en general, de que no habiendo en todo el mundo antiguo estado alguno, a quien no haya costado llanto público excesos de muchas de sus principales; sólo esta América cuenta la felicidad de no tener memoria de algún nacido en ella, y distinguido con nobleza, facultades, o empleos, se haya hecho digno de capital castigo en tres siglos, que corren ya desde la conquista.
Ha habido como ya decíamos virreyes americanos, gobernadores de provincias, y de plazas, presidentes de Audiencias, oidores de ellas, y otros colocados en toda suerte de empleos de el estado seglar. Tampoco han faltado arzobispos, obispos, inquisidores, abades, generales de religiones, prelados inferiores, dignidades, y canónigos de iglesias catedrales, y otros distinguidos en el estado eclesiástico. No todos han sido inculpables; pero si los más, y ninguno ha cometido error, cuya gravedad haya hecho impresión en la memoria de los hombres, a la que sólo han dejado monumentos perpetuos, y muchos, de su piedad, y magnificencia, celo, desinterés, y demás dotes, que admire, y alabe, y que deba imitar la posteridad. Digámoslo de una vez: cuántos compatriotas hemos visto empleados, o con facultades, sirven los más de gloria a la nación, y no hay alguno, que le sea de ignominia. No podemos dejar de repetir, porque desde luego carece de ejemplar en la historia; hasta ahora no ha habido español nacido en esta América, y distinguido en ella con facultades o empleos, que por delito, no ya de estado, sino cualquiera otro común, haya merecido, que se ensangriente en su cabeza la espada de la justicia. Así es hecho constante, que no puede atreverse a impugnar la emulación, o la malevolencia; y siéndolo, no puede ser mayor, ni más reprehensible la voluntariedad, con que se asegura, que llegando a vernos en elevación, estamos expuestos a funestos yerros.
Sería gravísima injuria decirlo de cualquiera otra nación cultivada de el orbe, sin embargo de los muchísimos ejemplares, que contra cada una se podrían alegar de yerros cometidos por sus más distinguidos individuos. ¿Sería sin embargo reprehensible injuria; porque los tales yerros por muchos que sean, por enormes, por detestables, como hechos particulares, no debe un juicio bien reglado, imputarlos a una nación entera, ni con ellos infámala? ¿cuánto mayor será la injuria, que se hace a los españoles americanos, contra quienes no puede alegarse ni un caso particular, que pruebe algo de la mala idea, que se quiere hacer formar de la nación en común?
Si hemos de estar a la razón, menos expuestos que otros están a errar los americanos. Una elevación repentina es, como todo otro gran trastorno, extremadamente peligrosa. Nada más proporcionado a los ojos que la luz; y deslumbra sin embargo, y aun ciega su nunca usado repentino goce; recreando por el contrario e ilustrando a quien la continuación de disfrutarla le ha hecho su trato familiar. Los que se han criado como regularmente el español americano estas comodidades, descanso, y esplendor, no se deslumbrarán, ni precipitarán ciegos con la brillantez de el empleo, a que los condujere su mérito, o alguna vez la fortuna. Así lo dicta la razón, y el informarse lo contrario, es ceguedad de un preocupado capricho.
Infórmose no obstante, para con tan detestables medios abrirse paso a consultar a la injusticia, de que a los españoles americanos se nos tenga siempre sujetos en empleos medianos; porque ni la humanidad ni el corazón de él que informa le permite, querer verlos desnudos de favor; pero si que estén perpetuamente pospuestos a los europeos; como si la humanidad, el derecho de las gentes, y una razón reglada permitieran esta absoluta y perpetua posposición de los naturales; esta entera exclusión de los primeros honores, y esta sujeción a los forasteros. Artificiosa ficción por cierto de sentimientos de humanidad, y ternura de corazón, cuando se consulta la máxima más inhumana, perniciosa a la sociedad, y contraria a los intereses, y honor de una nación, que hace la mayor parte de la monarquía. Mañosa simulación, para paliar el envenenado espíritu; de que procede tan pernicioso desarreglado intento. Pero porque ya en refutarlo nos difundimos lo bastante en la primera parte, de esta representación; pasemos a la cláusula final de el informe, en que se hizo el último esfuerzo para deprimir nuestro concepto.
Dícese que es conveniente, que los españoles americanos, perpetuamente quedemos pospuestos en los empleos y honores públicos a los europeos; porque estos con muy noble espíritu consultan al beneficio de el estado, y quietud de nuestro amado soberano. Es así que lo hacen los europeos. Jamás avanzaremos proporción, que malquiste su bien fundado concepto. ¿Pero qué no haremos cuando menos otro tanto también los españoles americanos? Suponese en el informe, que no, pues se da esta razón para que en nuestra misma patria nos prefieran los europeos. Nos hacen estas ventajas, (según se intenta persuadir) en el honrado celo de el bien de el estado, en el amor a nuestro soberano, en la lealtad y veneración, que le debemos, al que para nuestro gobierno tiene el lugar de Dios, y por el reino. Pero para esta inferior graduación, y que se da a nuestra lealtad, y demás virtudes políticas, ¿cuál es el fundamento, que se expresa, o sin expresarse se tiene? ¿cuál es el español americano, al menos de los nativos de esta parte septentrional, que alguna vez haya maquinado contra el bien de el estado, o que no haya cuidado de él con la mayor vigilancia en lo respectivo a los deberes de su empleo? ¿cuál que haya inquietado en manera alguna a nuestro amado soberano? ¿qué ejemplar de esto se alega en el informe, ni nos presenta la historia, ni hay en la memoria de los hombres desde la conquista de el imperio de México? Tenemos la gloria de decir que ninguno, y la satisfacción, de que no se nos ha de convencer en esta parte; lo cual bastaría, para que se verificara de criminal voluntariedad, el graduarnos inferiores a los europeos en el celo de el bien público, y amor a nuestro soberano.
Dos y medio siglos se cuentan ya desde que goza el reino de México la dominación de vuestra majestad y en ellos ¡oh que de turbaciones no ha padecido la Europa! ¿cuántas ocasiones se ha visto colocar miras de muchos particulares sobre los intereses de el estado? ¿cuántas se ha inquietado el descanso de los soberanos? ¿cuántos testimonios no se han dado de el furioso odio, con que los han perseguido hasta ensangrentarse en sus sagradas personas, uno o muchos de sus sujetos? ¿ciudades enteras, provincias, y aun reinos sacudir el yugo de la debida obediencia a sus monarcas, entregarse a otra dominación, o erigirla de su voluntad, o intentarlo sin llegar a punto de conseguirlo, y verse hechas objeto de la indignación de el rey, experimentando su castigo? ¿cuánto de esto no ha pasado en la Europa? En nuestros días hemos tenido que detestar cometidos en las mayores Cortes de ella, los más enormes atentados contra el bien de el estado, el honor de la nación, la quietud, y la vida de los monarcas. ¿Y acaso el que en nada de esto hayan tenido inclusión los americanos, ni hayan dejado a la historia ejemplar igual, es mérito, para que se gradué su celo de el bien del estado, de la quietud pública, y su amor a nuestro soberano en inferior lugar al de los europeos?.
No ocurriremos a tiempos más antiguos, en que para la corta edad de la población de esta América, se puede decir, que aún no tenia estado, para entrar en asuntos de la mayor enormidad. Nos ceñiremos a sólo los acaecimientos de este siglo, en que ya se contaban a millares los españoles americanos. Al principio pues de este siglo tan críticamente circunstanciado con la digna coronación de el glorioso padre de vuestra majestad disputada con tanta obstinación por las armas austriacas, y británicas, que bastaron a turbar la fidelidad de algunos pueblos de la antigua España, a hacer titubear la de individuos de primer carácter, y a dar en tierra con la de alguno o algunos, de quien menos debería esperarse, que volviera la espalda a su soberano; ¿qué hubo de inquietudes en nuestra América? ¿cuál de sus individuos no ya contrario en sus obras o palabras a los justos derechos de la augusta casa de Borbón; pero ni dudoso o desconfiado de ellos? No se admiró por el contrario en nosotros una constancia en el debido reconocimiento a nuestro legítimo soberano, ¿cuál pudiéramos tener en el más quieto pacifico goce de su dominación? No dejaron de ponerse en uso para batir o hacer titubear nuestra fidelidad todos los malos artes, que adopta la falsa política de el interés contra las máximas de la buena razón. Introducíanse desde luego por conducto de los ingleses, que clandestinamente se acercaban a alguna de nuestras costas noticias infaustas de sucesos contra las armas de nuestro rey. Pretendíase persuadirnos a lo inevitable de la dominación austriaca por la fuerza ayudada de la fortuna. Se intentaba abultarnos su derecho a la corona con papeletas sueltas, en que se suponían hechos y fundamentos para titubear nuestra creencia, y trastornar nuestra fidelidad; pero lejos de ellos, todos estos arbitrios nada más obraban, que irritar los honrados sentimientos de nuestra lealtad. Por efecto de ella, al mismo tiempo que en la Europa algunos desertaban el partido de nuestro soberano, auxiliábamos los americanos a distancia de dos mil leguas sus intereses, con aprestarnos como lo estábamos en cuanto permitía la situación de el reino, a resistir la entrada de los enemigos en él.
En todas partes ha tenido la política por necesidad de el estado la conservación de fuerzas militares, no sólo para hacerse un monarca respetar de sus vecinos; sino para mantener su autoridad entre sus súbditos y contenerlos en su deber, y dependencia. Sólo esta América ha hecho fallar gloriosamente tan bien fundadas reglas, pues sin tropa, que haya sido gravosa al real erario su fidelidad por sí misma sin otro freno, la ha mantenido en la debida dependencia a su soberano, y ha estorbado a los otros estados pensar en invadirla en todos estos dominios, cuya extensión es bastante a abarcar muchos de los mayores reinos de la Europa, no se ha mantenido jamás hasta de siete años a esta parte un regimiento entero de soldados. A principio de el siglo pasado se formaron en esta capital tres compañías de infantería. Y tan débil fuerza, que no podía servir de freno a un atentado público, lastimó la delicadeza de nuestra lealtad, e hicimos instancia, para que se reformase aquel tal cual aparato militar, porque el conservarse era afrenta de los ciudadanos, siendo ocioso donde los vasallos éramos tales, que en todo caso sabríamos perder generosamente nuestras vidas en servicio de vuestra majestad. Así lo representamos a vuestro virrey Marqués de Cerralvo, que respondió con esta expresión: confieso así la fidelidad de muy buena gana, porque la tengo por cierta. Y en los mismos términos a vuestra majestad condescendiendo a la instancia de la Ciudad, después que ya no necesitaba este resguardo, para hacer oposición a los enemigos de los puertos, que son las palabras, con que se expresa en papel de veintisiete de mayo de mil seiscientos treinta, años diciendo: que tan honrados y fieles vasallos como vuestra majestad tiene en este reino son la verdadera defensa de sus virreyes y ministros. Y queriendo hacerla notoria a todos, y ser el testigo de más seguro abono, había resuelto, que pues entonces no daba cuidado particular el riesgo de los puertos, se reformasen las tres compañías.
De el mismo virrey tuvo esta Ciudad queja, por haberse esparcido la voz, de que había informado algo en perjuicio de su concepto; y satisfaciendo esta queja, desmintiendo la idea, en que se formaba escribió a este Ayuntamiento carta de doce de diciembre de mil seiscientos treinta y cinco, en que sobre negar haber informado, ni poder informar, lo que se decía, expresa, que tiene muy arraigado en el corazón el amor a esta Ciudad y reino, y a todos los nacidos en él... Y luego añade: Certifico como caballero, y como virrey que he sido de este reino, que en once años, que lo he gobernado, no sólo no he visto en él cosa que desdiga de la obediencia, respeto y amor que debemos al rey nuestro señor sus vasallos; pero he hallado siempre muchas finezas en esto, y muy particularmente en vuestra señoría que a todo cuanto puedo entender, no debe ceder en lealtad, y afecto amoroso a ninguna república de cuantas abarca la monarquía de su majestad y protesta, que así lo tiene informado muchas veces, y que se pida a vuestra majestad mande dar de ello testimonio: para que en todo tiempo conste así en los libros de cabildo, como en las plazas de el mundo, que tan fieles vasallos de vuestra majestad fueron conocidos de un virrey que once años los gobernó.
En otra carta escrita a su sucesor el marqués de Cadereita fecha en diez de diciembre también de el año de seiscientos treinta y cinco, se le explica en estos términos: Once años he gobernado este reino, y en todos ellos he experimentado la fidelidad, obediencia, y amor, que tienen al servicio de su majestad sus vasallos nacidos en él, como se lo tengo representado en muchos despachos, sin que haya uno, que salga de esta conformidad.
Sería extender un volumen, y pasar de los límites de un respetuoso informe, empeñarse en insertar los irrefragables testimonios, que pudiéramos producir de los ministros y jefes de el primer orden, que sirviendo a vuestra majestad en estas partes, han reconocido el muy sublime grado de nuestra lealtad, y la han testificado; pero cuando omitamos otros, no podremos pasar en silencio los que tenemos de aquel hombre tan grande, que él solo bastaría a confundir las imposturas de cualquiera otro. Este es el venerable excelentísimo don Juan de Palafox, quien satisfaciendo al cargo octavo, de los que se le hacían vagamente, y pudieran acaso formalizarse sobre la conducta, que había tenido en su gobierno, hace a los americanos toda la justicia, que en el asunto, de que vamos hablando, se nos debe. El cargo era, que parece no debía haber llevado tan al cabo como llevó los ruidosos negocios, que se le ofrecieron en la Puebla; por haber con esto aventurado la paz pública. Satisface diciendo, que con el conocimiento que tiene de las Indias, como quien las ha gobernado veintidós años, doce en el Consejo, y diez en ellas mismas, en todos sus mayores desde el de fiscal de el Consejo hasta virrey, y acercándose más que otro ministro alguno, no hay provincias en el mundo más suaves a las órdenes reales, más resignadas a sus decretos, más dulces al obedecer, más fervorosas al servir, más amigas de lo bueno; y que aun padeciendo muchísimo toleren, y suden con mayor paciencia debajo de las injurias, y yugo de el malo, sin hacer más, que mudamente quejarse, y suspirar. Y luego en el párrafo 36 añade: y la razón es, porque sobre ser los naturales de estos reinos de la Nueva España suavísimos, son inclinados a la razón. Y concluye el párrafo 38 con estas palabras: afirmando también allá por cosa ciertísima, que si hay en el mundo provincias, donde esté segura la paz; aunque obren lo malo los superiores [cuanto más obrando lo bueno y santo, en que consiste la utilidad de los reinos] son los de la Nueva España; porque lo he visto casi todos los de Europa, como son España, Alemania, Italia, Flandes, y Francia; y no hay naturales algunos tan resignados y humildes, como los de la Nueva España, más aun, que los de el Perú: y así todo su daño, y de el rey, y de su Hacienda en esta provincias, le viene de las cabezas y ministros.
Dígnese vuestra majestad de cotejar estas expresiones con las del contrario informe. Este puesto por un sujeto, que no sabemos, quien sea; pero el que fuere, por mucha que sea su elevación, no podrá compararse, ni en cuanto a sus luces naturales, ni a su crítica, ni a su conocimiento experimental de el reino, ni a su heroica virtud, sinceridad, desinterés, y demás circunstancias, que concurren a formar la mayor autoridad con el venerable Palafox. Éste asegura, que no hay provincia en el mundo donde esté tan segura la paz pública como entre nosotros; que no hay mayor suavidad, humildad, obediencia y resignación que la nuestra; que ninguno nos excede en la prontitud y fervor por el real servicio, ni en la inclinación a lo bueno. Y contra todo esto se informa ahora sin fundamento desde luego con muy corta, y acaso ninguna experiencia, y puede ser, que con preocupación e interés, que no somos de lo mejor para el bien de el estado, ni convenientes para la quietud de vuestra majestad. Acaso esta quietud, y aquel bien, no consisten en la paz pública, ¿qué entre ningunos está más segura que entre nosotros? ¿por ventura no conduce al bien de el estado, ni a la quietud de vuestra majestad el que seamos los más suaves a las órdenes reales; más resignados a sus decretos, más dulces al obedecer; más fervorosos al servir, más amantes de lo bueno, más pacientes aun bajo el duro yugo de la sin razón? ¿es mérito, el que los naturales de los reinos de la Europa, entrando el de España, sean menos resignados y humildes que nosotros, para que aquellos sean más útiles para la quietud de vuestra majestad como si esta se afianzara más en menos humildad y resignación? De la que tenemos, y recomienda el mejor y más grande ministro, se abusa hoy, señor, para malquistar nuestro concepto, en la confianza de que toleraríamos la injuria sin hacer más que mudamente quejarnos y suspirar. Ya dijimos al principio, que así lo haríamos, y hemos hecho hasta aquí, a no habérsenos inconsideradamente atacado por la parte más noble de nuestra lealtad, contra la que haríamos un enorme crimen, autorizando acaso la impostura con nuestro silencio.
Jamás lo hemos podido guardar en el asunto. Cuando visitaba los tribunales de ella el mismo venerable obispo Palafox a la mitad de el siglo pasado, hubo quien informara a vuestra majestad que estaba alborotada esta ciudad, y expuesta a tumultos, y turbaciones. No pudimos tolerar la injuria, y ocurrimos por medio de una diputación al mismo visitador a formalizar queja; lo que no nos permitió: porque no nos embarazásemos, en que se hiciese pleito en materia tan clara, y en la que su majestad nunca había dudado. Con estas palabras se nos explica en carta de 1º de mayo de seiscientos cuarenta y dos, en la que así mismo refiere, como aprecio a nuestros diputados dar cuenta a vuestra majestad de todo, y de la pureza y lealtad en tantas ocasiones acreditada y conocida de el rey nuestro señor; y nos acompaña testimonio de un capítulo de carta, que dé resulta escribió el señor Felipe IV en 28 de agosto de 641, al mismo visitador en estos términos: Diréis a la Ciudad la gran satisfacción, que tengo de tales, y tan fieles vasallos, y de la estimación que hago de ellos, de manera que queden satisfechos de todo género de desconsuelo, que pueden tener por esta razón; y que estoy cierto, de que siempre cumplen, y han cumplido con sus obligaciones con la fineza y lealtad, que deben. Expresiones hijas de la piedad de un rey, y que han quedado, y quedarán impresas indeleblemente en nuestros corazones: pues pueden ser (como se explica el mismo venerable Palafox en su citada carta) digna aprobación de la más relevante fineza en el real servicio, y muy sobradas para confundir la impostura de el contrario informe.
De todos nuestros soberanos cuya felicísima dominación ha logrado esta América desde su conquista hemos recibido iguales satisfacciones. Al señor Carlos V le pedimos, que se sirviese de incorporar este reino en su corona real de Castilla, y su majestad vino en ello y así lo puso, acatando la fidelidad de la Nueva España, que es como se expresa en su real cédula de 22 de octubre de quinientos veintitrés. En otra de 25 de junio de quinientos treinta la reina gobernadora, se sirvió de exequar esta Ciudad con la de Burgos, por la voluntad que su majestad tiene, de que sea más honrada y ennoblecida. En otra de ocho de noviembre de 533 el mismo señor Carlos V tuvo la bondad de avisar a esta ciudad el viaje, que emprendía a Alemania, a fin de que obedeciese en el ínterin al príncipe, a quien dejaba encargado el gobierno, en lo que use esta ciudad de su antigua lealtad y bondad. El príncipe en real cédula de 24 de julio de 548 concedió a esta ciudad el título de muy noble, insigne, y muy leal, en atención al servicio, que hicimos, aún estando en mantillas, enviando, como enviamos a pesar de tanta distancia gentes, caballos, y armas, para sosegar los movimientos, que turbaron por aquel tiempo la paz en el Perú. Cuando el mismo señor Carlos V determinó la coronación de su hijo el señor Felipe II al darnos la orden correspondiente en cédula de dieciséis de enero de 556 nos honra con estas expresiones: Y siendo cierto que vosotros, siguiendo vuestra lealtad, y el amor, que a mí, y a él habéis tenido, como lo habemos conocido por la obra, le serviréis como lo confío, y debéis a la voluntad, que ambos os hemos tenido, y tenemos. El señor Felipe II no nos honra menos en su real cédula de 17 de enero de 556 en la que se dignó de decirnos: no me queda que decir, sino certificaros de vuestra lealtad y fidelidad, y de el amor y afición especial, que entre vos he conocido.
Omitiendo (sólo por no fatigar más la atención de vuestra majestad) iguales expresiones de honor, con que se han dignado de acreditar nuestra lealtad todos nuestros soberanos, sólo insertaremos algunas de el gloriosísimo padre de vuestra majestad aun en las circunstancias más críticas de su monarquía. En 23 de diciembre de 701 nos dice: Ha parecido avisares de su recibo, y daros las gracias por la lealtad y celo, con que obrasteis en esta función, de que me doy por bien servido de vosotros. En 20 de agosto de 703: ha parecido avisaros de su recibo, y daros muchas gracias por ello, no esperando menos de tan buenos, fieles, y leales vasallos; y así lo tendréis entendido. Pero después de todo, nada nos satisface más, que el concepto, que debemos a vuestra majestad expresando en su real cédula de 14 de agosto de 768 en que entre otros puntos de arreglo de los seminarios de misioneros, que se mandan erigir en esa Corte, algunas de las vacantes por el extrañamiento perpetuo de los regulares de la compañía; ordena vuestra majestad que en dichos seminarios jamás puedan, entrar extranjeros; pero si venir a ellos cualquiera de mis vasallos de mis reinos de las Indias, en quienes como españoles originarios reinan los mismos principios de fidelidad y amor a mi soberanía.
¿Cuál es el caso, en que ha faltado, debilitádose, flaqueado, o titubeado la lealtad de los españoles americanos, desde que los hay en esta parte septentrional? En ella jamás ha habido una rebelión, que ofenda a la fidelidad debida a vuestra majestad. Verdad es que alguna vez, se han notado algunos movimientos de la plebe, siempre muy reprehensible por el modo, y por ser contra ministros de vuestra majestad pero nunca ha llegado a términos de intentar sacudir el yugo de la obediencia al soberano. Y después de todo aun estos tales cuales movimientos populares, pero esos, que en ninguna nación de el mundo han faltado, y en esta América han sido rarísimos respecto de la Europa, han sido solamente de la ínfima plebe, sin que haya ejemplar, de que hayan tenido jamás participio los españoles de este reino. Felicidad, que no contará nación alguna de el mundo. Si en alguna de las últimas conmociones, que a fines de el año de 67 hubo en tal cual pueblo de esta provincia, pareció culpado cierto eclesiástico natural de ella, ya sabe vuestra majestad no ignoró todo el reino y así lo entendió el ministro encargado de el conocimiento, y castigo de dichas turbulencias, que el eclesiástico comprendido tenía descompuesto el cerebro, turbada la razón, y se hallaba en estado de no ofender.
No hablamos de la inquietud de el año de 624 porque ésta ya se sabe, que la causaron con la dureza de su conducta los europeos, que lo eran el virrey, y el muy reverendo arzobispo de esta metrópoli. Los procedimientos de el virrey estimó la Real Audiencia que a no contenerse perderían el reino, por lo que avocó a sí el gobierno. El virrey defendía su puesto apellidando el real nombre de vuestra majestad; con el mismo sagrado escudo autorizaba la Audiencia sus providencias; y en este conflicto no sabiendo el pueblo, qué hacer, si algunos sostuvieron el partido de la Audiencia y otros el de el virrey, unos y otros lo hacían por veneración al real nombre de vuestra majestad y a los ministros, en quienes reside su inmediata representación; y así en la división, que se experimentó dicho año, aunque tuvieron inclusión algunos españoles; en nada quedó manchada su lealtad, como se calificó después, y lo escribió al señor Felipe IV el virrey sucesor marques de Cerralvo, que envió a la Ciudad copia de el informe acompañada de aquella carta de diez de diciembre de 635 y la cláusula, que habla de el asunto dice: Y consideré lo primero el segundo dictamen, en que estoy, de que ninguno de los caballeros de esta Ciudad tuvo jamás intención de faltar al servicio de vuestra majestad y si algunos cuentos hicieron, nacieron de la duda de ver apellidar el real nombre en las casas reales por el virrey, y en las de la Ciudad por la Audiencia sin saber a que parte habían de acudir, y tengo por cierto, que si entonces pudiera llegar a cualquiera de ellos una declaración de cual era la voluntad de vuestra majestad ninguno faltará a su ejecución.
Nexapan, y el virrey duque de Alburquerque, confió la pacificación a la prudencia, santidad, celo, y fidelidad de el obispo de Oaxaca, que entonces lo era el doctor don Alfonso Cuevas y Dávalos americano, quien con efecto pasó a dichas provincias, y las puso en paz, sin que se erogase costo al real erario de vuestra majestad ni se derramase sangre de sus vasallos, habiendo obrado tan conforme a sus obligaciones que lo hubo de honrar la real piedad, dándole muy expresivas gracias en cédula de 2 de octubre de 662. Por los años de 32 y 34 de este siglo se conmovieron también los indios en algunas partes de las provincias de Chichimecas, y fueron refrenados por los vecinos de San Miguel el Grande y Guanajuato sin gasto alguno a de el real erario.
En el de 67 hubo su pedazo de conmoción en Patzcuaro, y se hubo de serenar por el reverendo obispo de aquella diócesis; pero llevó en su compañía para este efecto al penitenciario de su Iglesia doctor don José Vicente Gorozabel, y a su abogado de cámara licenciado don Joaquín Beltrán ambos españoles americanos. En el mismo año se conmovió la plebe en Guanajuato, y se hizo preciso usar en ella el rigor de las armas, en que se distinguió el esfuerzo de el coronel don Tomás Liziaga español natural de la misma Ciudad, que con un escasísimo número de hombres hizo frente a la multitud de millares de conmovidos, hasta que cubierto de piedras inhábil con las muchas contusiones, que había recibido para manejarse, lo retiraron, y no bastando entonces las armas para contener tanto pueblo, salieron los eclesiásticos seculares de aquel vecindario, y con su respeto, y el trabajo de seguir patrullando la Ciudad de día y de noche por algunos días, consiguieron el sosiego. En San Luis Potosí también fue un español americano el coronel don Francisco de la Mora a quien vuestra majestad honró con el título de conde de el Peñasco, el que con los criados de sus haciendas naturales todos de estos reinos, refrenó el prodigioso número de tumultuarios.
Apenas se ha tomado providencia de magnitud, que conduzca para el gobierno público, su felicidad, su quietud, y la de la dominación de vuestra majestad en estas partes, que no se deba a nuestro celo y solicitud. Apenas se había conquistado esta tierra, cuando comenzó a conmoverse por la ambición de algunos empleados en ella, queriendo arrogarse parte de el gobierno algunos, que no debían tenerlo; y esta ciudad fue, la que por ocurrir a tanto daño solicitó, y consiguió de vuestra majestad la erección de Real Audiencia y nominación de virreyes. Para restablecer la quietud después de el tumulto ya dicho de el año de 624 trabajó esta ciudad, dando cuenta a vuestra majestad por medio de un diputado de su cuerpo, que despacho a la Corte, tomando otras providencias en los diez meses posteriores, que duró el recelo. Para más expedición de el comercio, y adelantar los reales haberes esta ciudad fue, la que solicitó y consiguió la erección de la casa de moneda. Para conservar la pureza de la religión tan necesaria para el fin más importante de el servicio de Dios, y en lo humano para la felicidad, y aun estabilidad de el estado; la ciudad, que fue la que pidió por primera y segunda vez, y en ambas consiguió, que no pasaran a esta tierra, ni en ella se permitieran, judíos, moros, recién convertidos, ni otros capaces de infestarla. Para la propagación de la fe, edificación de el público, y mayor abundancia de el pasto espiritual, la ciudad ha pedido, fomentado, y sus vecinos costeado la fundación de tantas religiones de ambos sexos, que la engrandecen. Para el bien público; que se interesa en la pronta expedición de los negocios foráneos, principalmente, de los muchos, que se ofrecen en el comercio, la ciudad pidió y consiguió la erección de el consulado de mercaderes. Para asegurar la pacificación de estos dominios la ciudad fue, la que apresto gente con dineros, que hiciera la conquista de las provincias de Jalisco, y los chichimecas, y consultó al virrey los medios convenientes, para conserva lo conquistado, con tal acierto y fidelidad, que obligó al virrey a protestar, que no quería hacer cosa sin acuerdo de la ciudad.
Ésta fue, la que viendo que se arriesgaba la conquista de Panuco por las violencias, que haría el encargado en ellas, envió nuevos capitanes, que con otra conducta facilitaron la empresa. En una palabra, apenas se habrá avanzado por alguno interesante al bien público y gloria de vuestra majestad en esta América si un muy especial influjo de esta ciudad cuyos individuos son españoles americanos los más, y los que no lo son, están por una antigua radicada vecindad naturalizados en este reino.
Contra él en todos tiempos se han hecho tentativas por los enemigos de vuestra majestad pero en todos han hallado constante nuestra lealtad, y pronta a rebatir los intentos. Por el año de quinientos ochenta y seis, ya la Francia invadió a la isla Española y Puerto Rico; y por no habernos avisado de ello el virrey, le dimos queja, de que os había privado de aquella ocasión, de manifestar nuestro celo al servicio de vuestra majestad; pero ya lo acreditamos efectivamente en 587, cuando algunos navíos ingleses, se entraron en Gualulco. En 642 levantamos un batallón con cuatro capitanes de nuestro cuerpo que pasó a guarnecer los puertos de la costa del norte. En la última guerra con los ingleses nuestro comercio levantó un regimiento de dragones, que subsiste, y en la misma ocasión se aprontó por todas las provincias de el reino un numeroso cuerpo de tropas compuestas de los naturales, que hicieron una larga campaña, para defender la costa de Veracruz, tolerando sin deserción la gran intemperie de aquel clima, y el abandono de sus casas. La fortaleza de San Juan de Ulhúa único apoyo de la seguridad de aquel puerto, se encomendó para su defensa al valor y conducta de el coronel de infantería teniente de reales guardias españolas, y hoy brigadier de los reales ejércitos de vuestra majestad don Joseph Carlos de Aguero español americano nacido en Oaxaca.
Concluida la guerra, tuvo vuestra majestad a bien enviar alguna tropa a este reino, y que en él se formaran milicias urbanas y provinciales. Planteose el proyecto en esta ciudad, la que convocó a cabildo abierto a todos sus patricios, y asistieron en gran número, ofreciendo con la mayor generosidad sus personas y haciendas al real servicio, y con efecto se formalizaron prontamente las milicias, a que daban sus nombres nuestros naturales, y los más distinguidos entre ellos, solicitaban con ansia tener algún grado en el servicio, tanto, que habiéndose dado el de coronel a un europeo, lo reclamamos vivamente, hasta que conseguimos de la justificación de el actual virrey, que recayese ese honor en un patricio, como recayó en el conde de Santiago. Éste pues con la primera nobleza de México, sirven así todos los empleos militares de un regimiento de milicias españolas, que levantamos costeando su vestuario, composición de armas, cuarteles, vivaques, para ellos, y para la tropa arreglada, y utensilios. También levantamos, vestimos y proveímos un batallón miliciano de mulatos.
Estas milicias apenas se criaron, ya comenzaron a servir a vuestra majestad pues con otro pretexto hicieron armas cuando se trataba de la expatriación de los jesuitas; y esta providencia de tanto bulto, y que parecía, que en la distancia de estas regiones podía causar alguna funesta conmoción, se confió a la fidelidad de nuestras milicias, que la auxiliaron a toda satisfacción de el gobierno. Quedamos con las armas en las manos por tiempo de dos años consecutivos haciendo todo el servicio militar alternando en las guardias, y demás con la tropa arreglada, sin tener muchas ocasiones ni aun el descanso, que previene la ordenanza, ni el sueldo correspondiente para en tiempos de servicio; pues a el capitán no se le daban más que veinticinco pesos mensuales, y a este respecto a los demás oficiales, que aunque debe ser inferior al de los veteranos, parece que no había de ser con tanta diferencia, y distancia como la que hay de veinticinco a setenta, que tiene asignados el capitán veterano, y con esta proporción los otros de ambos cuerpos.
Pero como no era el sueldo, el que nos hacía obrar, sino nuestra obligación, y el amor a vuestra majestad servimos sin reclamar con tanta puntualidad, que entre nuestra buena disciplina, e instrucción, y la de la tropa arreglada, no se halló en la inspección diferencia, y habiéndose mandado retirar posteriormente, dejamos las armas con el mayor dolor, sin embargo, de que para servir en ellas, habíamos abandonado nuestros intereses, que muchos de nosotros tenemos a distancia de ciento y doscientas leguas de esta corte en que nos tenía atados el servicio. Dejamos pues en fuerza de superior mandato las armas; por ahora las hemos vuelto a tomar con motivo de la guerra que amenaza en la nación británica, y cuando se temía, que se presentarían muy pocos de los milicianos listados, ocurrieron prontamente casi todos, a reserva de algunos, cuyo número tan corto persuade desde luego, que han faltado, porque habrán muerto en un año largo, que ha, que se nos mandó retirar. Aun nuestros artesanos han manifestado su lealtad, ocurriendo como han ocurrido al presente, pidiendo, que se les permita formarse en milicias urbanas, para hacer el servicio de guarnición en esta Ciudad, ahora que han de salir para la Costa la tropa y milicias provinciales; en cuyos hechos brilla la lealtad americana aun en los individuos, de quienes no debía esperarse tanto esmero.
Esto basta para que entienda el mundo, que en los españoles americanos hay la misma nobleza de espíritu, la misma lealtad, el mismo amor a vuestra majestad el mismo celo por el bien público, de que pueden gloriarse las más nobles, fieles, celosas, y cultivadas naciones de la Europa; y que en graduar estas dotes nuestras en inferior lugar respecto de otros vasallos de vuestra majestad se nos hace con la más reprehensible injusticia una indisimulable injuria.
No es necesario ocurrir a otra prueba, que a la muy brillante, que nos ofrece la ocurrencia de el día. En él se está celebrando en esta capital de el reino, cuarto concilio provincial, a que han asistido por sus diputados los cabildos todos de la provincia. Estos casi a medias se componen de europeos, y lo son sus prelados, y con todo para el serio encargo de su diputación, se ha echado mano de los americanos, pues de todo el número de diputados, sólo uno de los de el cabildo de esta Ciudad, y otro de los de la Puebla son europeos, y de ellos el primero aunque nacido en la Europa, es naturalizado en este reino por venido a él en muy tierna edad, estudiante, y doctor de su universidad. De donde consultores nombrados por el muy reverendo arzobispo para el concilio sólo dos son europeos, nueve americanos. Un obispo, que es el de Michoacán, no pudiendo por su avanzada edad asistir, nombró sin embargo de ser europeo por su apoderado al doctoral de su iglesia, que es americano; y con efecto en virtud de sus poderes asistió al concilio, en que se le dio voto decisivo, como también al doctoral de Guadalajara americano por el cabildo de aquella santa Iglesia, que se halla en sede vacante. El reverendo obispo de Puebla, teniendo en su cabildo muchos europeos, ha confiado la administración de justicia en toda su diócesis a un capitular americano, a quien nombró desde su ingreso, y mantiene aun todavía de provisor. No se puede decir, que estos prelados confían el gobierno, las deliberaciones tan graves, e interesantes de un concilio, y aún sus decisiones, a personas de un espíritu vil o poco noble, y a quienes no anime el celo de la religión, y causa pública, el amor a vuestra majestad y el deseo de su quietud y felicidad; haciéndose por esto preciso confesar, que los mismos prelados europeos reconocen en nuestros americanos todas las cualidades de espíritu, que concurren a formar un hombre capaz de los mayores encargos en los eclesiásticos; pero no cesan sin embargo de trabajar por el acomodo de el excesivo número de familiares, que trajeron europeos, a los que logran colocar con increíbles, y nunca vistos progresos, por sobre el más brillante mérito de nuestros compatriotas.
¿Qué más podrá alegar en su favor la región más feliz, y más cultivada de la Europa? ¿qué otras pruebas podrá dar el juicio y literatura de sus individuos, que las que ha dado siempre, y está continuamente dando esta América? ¿cómo por último podrá brillar más su amor al real servicio, su celo por el bien público, su vigilancia por la quietud de el estado, su anhelo por la gloria, y felicidad de vuestra majestad? En todo nos hemos distinguido como la nación que más en el mundo. Aún esto es poco: permítanos vuestra majestad que digamos, el que nos hemos distinguido sobre todas. Al mérito de otras gentes ha ayudado el atractivo de el premio; ¿a nosotros sin él nos ha movido sólo el generoso impulso de nuestra obligación? ¿sin premio? Sí señor.
Dígnese vuestra majestad de oír por esta vez nuestra queja. Satisfechos estamos de el amor, con que vuestra majestad nos atiende, y desea hacernos participes de su beneficencia, pero los efectos de ella, a pesar de las piadosísimas intenciones de vuestra majestad se nos retardan, y escasean por la distancia, en que nos lloramos de su real piedad; porque no siempre resplandece, la que alabamos en vuestra majestad en los que nos gobiernan; concluiremos con un circunstanciado ejemplar de esta verdad. Estableciose la renta de el tabaco, de cuyo plan fue sin duda de los principales promotores el oidor don Sebastián de Calvo americano; y en todo el abultado número de ministros empleados en las oficinas de el manejo de esta renta, no creemos sea ni la veintena parte de americanos. Lo mismo, y con igual desproporción. Lo mismo, y con igual desproporción, o absoluta exclusión, se ha verificado y verifica en otros muchos destinos de el real servicio, que consiguen en estas partes y en que se colocan los españoles europeos.
¿Se ha de decir en lo porvenir de nosotros, lo que ya decía sinceramente un doctor de Alcalá, lamentando nuestra situación: pobres de ellos, que los más vacilan de la necesidad, desmayan de falta de premios, y de ocupaciones, y mueren de olvidados, que es el más mortal achaque, de el que estudia? No será así, que no lo quiere vuestra majestad no lo sufre su piedad, no lo tolera su justicia, no lo permite el amor, que le debemos estos sus vasallos. No será así, que no merece este abandono nuestra lealtad, nuestro amor a vuestra majestad nuestra veneración a su real nombre, nuestro celo por el bien público, y nuestro buen porte generalmente acreditado, en cuantas ocasiones ha estado a la prueba. No será así, que no ha de dar crédito vuestra majestad a un voluntario informe dictado por la malevolencia o prevención contra tantos irrefragables documentos, que lo acreditan.
Con el fundamento de ellos, pero principalmente con el de la confianza, que tenemos en la benéfica propensión de vuestra majestad ocurrimos a su clemencia con nuestros clamores, prometiéndonos, que se ha de dignar vuestra majestad de oírlos benignamente y dándoles toda la atención, que merecen; mandar, que a la persona, que hubiere informado contra nuestro honor en los términos, que hemos expresado, o en otros equivalentes, se le haga entender, no poder ser del agrado de vuestra majestad el que tan voluntariamente se atropelle el honor de toda una nación como la América; y para que los americanos de ella tengamos con la gloria de servir a vuestra majestad el consuelo de experimentar los efectos de su beneficencia, y logren estos reinos los adelantamientos, que prometen; se ha de servir vuestra majestad de mandar, que los empleos honoríficos eclesiásticos y seglares, que se sirven en estas partes, se provean en españoles naturales de ellas, y que aunque por la trabazón de el gobierno venga uno u otro empleado de los naturales de la Europa, en lo general se provean con exclusión de estos en nosotros los empleos de Indias, como se proveen los de la antigua España en sus naturales, con exclusión así absoluta de los americanos. Y que para que esto se verifique (en que consiste la igualdad, con que el amor de vuestra majestad atiende a todos sus vasallos de estos sus dominios aún los más remotos) se les recuerde a los virreyes, arzobispos, obispos, y demás a que toca la obligación, que les impone la ley de el reino, de informar en todas ocasiones de flotas, armadas, galeones, y hoy de correos mensuales de el mérito y circunstancias de los naturales, que en estas partes se distinguen en la carrera, que respectivamente han abrazado, y que la cámara de vuestra majestad (a cuya justificación no podemos negar, que hemos debido atención en todos tiempos) cuide de hacer cumplir con esta obligación a los prelados o jefes seculares, en quienes se notare alguna emisión.
Todo tenemos lugar de prometérnoslo de un soberano, cuyo carácter, lo hace el amor y piedad hacia sus vasallos; pero porque no bastará mandar a nuestro favor, si la inobservancia, en estas regiones tan distantes frustra toda la santidad de los mandamientos; nos atrevemos todavía a pedir a vuestra majestad que tenga la bondad de mandarnos, que le expongamos, como estamos prontos, los arbitrios, y providencias, que creemos oportunas, y dignas de tomar; para que tengan en esta América efectivo cumplimiento las leyes de vuestra majestad para que logremos el justo alivio, y honor los naturales de este reino, para que en ellos se adelante en todas líneas el cultivo; sea a vuestra majestad más gloriosa la dominación de estas regiones, y en ellas más servido Dios, y vuestra majestad.
Aun querríamos pedir, y nos sería de la mayor satisfacción el conseguir, que caso de ser cierto haberse informado en los términos sobre que recae nuestra queja, se nos diera copia de el informe, y se nos oyera en justicia en todas las formas sobre él, y contra su autor, hasta que o éste quedase confundido y castigado como corresponde, o convencidos nosotros. Así lo pediríamos a no contemplar, que podíamos desagradar a vuestra majestad con este intento, en que acaso se creería perjudicada la paz de estos dominios; pero si vuestra majestad lo tiene por conveniente, lo pedimos; y de lo contrario, que sólo con el hecho de atendernos en los términos, que llevamos dicho; se repela, y condene el contrario informe, y con ponernos en los empleos, en que pueden brillar nuestras circunstancias, para por siempre se falsifique.
Si parece, que pedimos mucho, no lo es, siendo como es justo; y pidiendo como pedimos a quien como vuestra majestad puede, quiere, y obra con facilidad, cuanto es justo, cuanto es alivio de sus vasallos, cuanto es felicidad de sus vastísimos dominios, cuanto es consuelo de sus hijos, que sólo podrán en parte enjugar el llanto que les saca la distancia, en que se lamentan de la persona de vuestra majestad, con ver que en la distribución de honores, le deben su memoria, y con la gloriosa satisfacción de hacer el real servicio en todo género de empleos.
Dios guarde la real católica persona de vuestra majestad los muchos años, que la cristiandad y sus dominios ha menester. México y mayo de 1771.
Ningún lugar más a propósito que el presente, para consignar y hacer público nuestro reconocimiento, por la buena voluntad con que se ha prestado el señor don Basilio Pérez Gallardo, para auxiliarnos en esta publicación, proporcionándonos documentos de un mérito indisputable, como el antecedente. La historia deberá a este señor la conservación de esta pieza, así como otras muchas de inapreciable importancia histórica, vistos y considerados de distinta manera.
Por los variados conocimientos que posee el señor Pérez Gallardo, su dedicación al estudio y laboriosidad, por su selecta biblioteca, la mejor que conocemos por sus especialidades para la historia de México independiente, y sus ricas colecciones de periódicos y folletos, que ha puesto a nuestra disposición, así como porque con gusto se presta a buscar en los archivos públicos lo que necesitamos, desatendiendo sus ocupaciones ordinarias, lo consideramos no tan sólo como nuestro principal colaborador, sino como compañero en los trabajos y fatigas para reunir documentos que enaltecerán las glorias de México.
Esta manifestación sincera y franca, es la mejor prueba de nuestra gratitud y aprecio, al infatigable e inteligente compilador señor Pérez Gallardo.
Hernández y Dávalos Juan. E. Colección de documentos para la historia de la guerra de independencia de México. Tomo I, N. 195.
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Adición a la representación del Ayuntamiento de 1771
Con afán incansable hemos procurado investigar quién fue el autor de este notable documento, esperando satisfacer tal duda por medio de las actas de cabildo de 1771. Pero en ellas sólo encontramos los datos siguientes, que dan a entender lo fueron los señores don José Gorraez y don José González Castañeda. Nos lo hace suponer el hecho de que en el cabildo de 28 de junio, se ofreció el señor González de Castañeda a hacer una representación al rey en favor de los indios, y a que más tarde, en el cabildo de 14 de noviembre, al dar cuenta con una carta del apoderado de la ciudad en la corte de Madrid, don Cristóbal de Puerto y Gamasa, se acordó ocurrieran expresamente los señores don José Gorraez y don José González Castañeda.— En ninguna acta de ese año se encuentran otros datos relativos a este negocio. Quizá se trató en cabildo secreto, habiéndose perdido los libros de actas relativos, que no existen en el archivo de la municipalidad.
He aquí los datos a que nos referimos:
Acta del lunes 8 de abril de 1771: “Que se reúnan para oír a los señores don José de Gorraez y procurador general y el común, una proposición en asunto importantísimo a esta nobilísima ciudad y al reino, y por su gravedad no faltará alguno.— A las diez se juntaron a cabildo ordinario y extraordinario los señores coronel don Jacinto de Barrios, corregidor; don Mariano Malo, don Antonio Méndez, don José González Castañeda, don Manuel de Prado, don Francisco Avendaño, el mariscal de Castilla, don Francisco Sánchez de Tagle, don Antonio Mier, don Eliseo Llanos de Vergara, don José Martín Chávez y don Juan José Pérez Cano, regidores.— Se hallaba enfermo don José Ángel de Cuevas y Aguirre.— Baltasar García de Mendieta, escribano, mayor de la nobilísima Ciudad.— Procurador general, don Francisco José de Avendaño.— Procurador del común, don Juan José Pérez Cano.
En el cabildo de 12 de abril se nombraron abogados de la ciudad al licenciado don Felipe de Luna y doctor don Miguel Primo de Rivera.
Junio 28.— Se ofrece el señor don José González de Castañeda a hacer una representación a favor de los Indios.
Noviembre 14.— Se abrió un pliego del apoderado que el cabildo tiene en Madrid, y dice lo siguiente:
“Muy ilustre señor.— Muy señor mío.— Con fecha de 2 de mayo de este año recibí la apreciable carta de vuestra señoría con la representación que hace al rey por mano del señor Baylio a la cámara y al Consejo de Indias, y todas tres quedan entregadas, y yo con el cuidado de solicitar se les dé curso, por cuantos medios me sean posibles, a unos asuntos de tanta gravedad y que necesitan de la mayor atención, según se previene por vuestra señoría en la instrucción que me remite; y de sus resultas, en los correos sucesivos, iré dando cuenta de lo que se adelante, pues como se hará cargo y comprenderá su penetración, la naturaleza de las pretensiones (que la estación presente las hace más arduas), las hace también no sean evacuadas con la prontitud que yo quisiera...
“Hallándose la representación que vuestra señoría ha hecho en la vía reservada y en el Consejo, y que para imprimirla era menester la licencia de éste, no ha parecido conveniente el pedirla, porque sin duda la negarían, hasta ver sus resultas; bien que esto no quita el que en confianza se dé a algunos españoles americanos, para que la lean y se instruyan... Madrid, agosto 24 de 1771.— Cristóbal del Puerto y Gamasa.— Acuerdo.—
Que se despache billete para otro cabildo, al que concurran expresamente los señores don José Gorraez y don José González Castañeda.”
Diciembre 14.— Se vieron dos cartas del apoderado en Madrid, la una duplicado de la recibida y vista en cabildo de 14 del anterior mes, y la otra es la que sigue: “Recibí la de vuestra señoría con el duplicado de la representación, que reservo en mi poder, para lo que se pueda ofrecer en adelante, mediante haberse entregado... En el día no hay novedad que participar a vuestra señoría, que es la de haber el Consejo remitido a su majestad la representación que vuestra señoría le hizo, para que resuelva lo que tenga por más conveniente, y hasta ahora parece no ha vuelto a bajar al Consejo. Madrid, septiembre 20 de 1771.— Cristóbal del Puerto y Gamasa.”— Acuerdo.— Que se guarde lo determinado en el cabildo citado, así sobre el duplicado como sobre ésta.
México, abril 12 de 1878.— Basilio Pérez Gallardo.
No fue posible al señor Pérez Gallardo terminar con la debida oportunidad el minucioso examen de libros de actas del Ayuntamiento de 1771, y las investigaciones para poner en claro quién fue el autor de la representación marcada con el número 195, razón por la que este documento no lo pusimos al pié de ella; pero para que se conozca lo que se ha podido averiguar a este respecto, le damos esta colocación, advirtiendo que en el mencionado libro de actas, ni en el archivo del Ayuntamiento, ni en el general de la nación, se ha encontrado el menor vestigio de la importante pieza que principió en la página 427.
Con compañeros o colaboradores tan constantes y tenaces como el señor Pérez Gallardo, para aclarar hechos dudosos o ignorados, se puede con toda confianza abordar cualquiera empresa, seguros de que no omitirá medio a su alcance, por costoso y dificultoso que sea, para averiguar la verdad. Pocas personas desatienden sus ocupaciones ordinarias, para dedicarse a averiguaciones que sólo servirán a la historia, quedando generalmente ignorado a quién se deben la aclaración de puntos desfigurados o desconocidos.— Por segunda vez damos las gracias al señor Pérez Gallardo, por la buena voluntad con que nos auxilia en cuanto es necesario para nuestra publicación.
Hernández y Dávalos Juan. E. Colección de documentos para la historia de la guerra de independencia de México. Adición a la representación del Ayuntamiento de 1771, que forma el documento número 195, Tomo I, N. 197, página 247
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