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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1767 Informe del visitador de este Reino, José de Gálvez, al Excelentísimo Señor Virrey Marqués de Croix

25 de Diciembre de 1767

Excelentísimo señor

Muy señor mío. Los sucesos verificados en Nueva España desde el día 25 de junio de este año han sido tan importantes y extraordinarios que debemos no fiarlos a la interrumpida narración de algunas cartas de oficio en que se han tocado ligeramente, ni menos dejarlos expuestos a las voluntarias relaciones del público en un país donde hay muchos que se interesan por afección o por malicia en desfigurar la verdad de los hechos más notorios. Y supuesto que he intervenido en todos como principal comisionado de vuestra excelencia, constituyéndome su confianza en la precisa obligación de darle cuenta individual de los acaecimientos que me llevaron a las provincias interiores, procuraré compendiar en este informe algunos de los prudentes medios de que vuestra excelencia se valió para no arriesgar la ejecución del real decreto de su majestad sobre la expulsión de los regulares de la Compañía; el origen y causas de la casi universal conspiración que se descubrió con este motivo; las providencias oportunas y prontas que se tomaron para atajar y extinguir semejante incendio y los efectos que ha producido la expedición hecha en las provincias que empezaron a querer sacudir el suave yugo de la obediencia.

No será fácil por las urgentes ocupaciones en que sabe vuestra excelencia no me queda tiempo ni aun para el preciso descanso y también por la multitud de asuntos y circunstancias que han sobrevenido desde la época citada de 25 de junio reducir a un informe conciso todos los hechos que se han averiguado, ni poner en claro algunos de los más esenciales que dieron causa a la no esperada rebelión que hemos visto y que por especial providencia de Dios se manifestó en tiempo en que ha sido posible cortar el mal de raíz con la prontitud y eficacia que piden las sediciones populares. Cuidaré sin embargo de ceñir la relación de los sucesos y de no olvidar los motivos y circunstancias más principales de ellos, dejando a la fuerza de la verdad desnuda que haga conocer lo que no fuera posible explicar aquí con todas sus señas.

Luego que vuestra excelencia recibió en 30 de mayo de este año la justa y soberana resolución de su majestad para la expulsión de los jesuitas se propuso guardar un inviolable y profundo secreto como requisito el más esencial para disponer la ejecución de esta gran obra, tanto más difícil en un reino de vastísima extensión, falto de fuerzas y recursos, cuanto era mayor el predominio que tenían los expulsos en los corazones de los habitantes de todas clases y el recelo en que vivían los mismos jesuitas desde que vieron que el rey y sus inmediatos tribunales penetró y supo abatir el inexpugnable poder de la Compañía en la materia de diezmos y otros que servían de evidentes pruebas de la ambición y la codicia favorecidas por el valimiento y la astucia de aquellos religiosos.

Con este conocimiento y el de que en América habían los mismos jesuitas redoblado sus exquisitas artes para sostener en esta parte del mundo la dominación que la justicia y las repetidas experiencias les iban disminuyendo en los países cultos de Europa, determinó vuestra excelencia no confiar aquella importante y delicada comisión sino a su sobrino, el caballero de Croix, y a mí, para que los tres trabajásemos de acuerdo lo mucho que fue preciso disponer hasta ejecutar la resolución del rey, como se verificó el 25 de junio a una misma hora en los colegios que tenía la Compañía en este reino, a excepción únicamente de los situados en San Luis Potosí, Guanajuato y Pátzcuaro, pueblos que ya se hallaban anteriormente dispuestos a la rebelión que se acababa de castigar y a los cuales no podía vuestra excelencia destinar parte de la tropa que era indispensable en México y Puebla, a fin de sujetar diez casas de la Compañía que siendo las más principales y numerosas constituían el robusto tronco del árbol de la discordia que se intentaba arrancar, por haberse calificado ya en el supremo y recto tribunal del rey nuestro señor que de otro modo no podía contar seguramente con la tranquilidad, subordinación y obediencia en que deben vivir todos sus vasallos.

Sería relación prolija aunque no desagradable la de tantos medios exquisitos y prudentes como vuestra excelencia tomó en pocos días para dar el golpe en todas partes con igualdad hasta en las más pequeñas circunstancias, poniendo a este fin el mayor cuidado en la elección de comisarios fieles y activos. Los dependientes unos fueron como subdelegados de visita al público, llevando en secreto la comisión de vuestra excelencia para la expulsión, y otros oficiales del ejército llevaban órdenes ostensibles de formar compañías de milicias, habiendo antes esparcido la voz de que su majestad quería las hubiese en todo el reino.

Estas y otras muchas precauciones que se arbitraron fueron aquí esencialísimas para asegurar la ejecución del real decreto de extrañamiento, porque si el secreto se hubiera sabido dos horas antes todo se habría perdido sin remedio y la Nueva España estaría hoy hecha teatro sangriento de las mayores tragedias, pues no se conocía en general otra verdadera dominación que la de los regulares de la Compañía.

Cuando vuestra excelencia recibió el real decreto para su expulsión ya se temían los jesuitas, según han confesado después y he visto en algunas cartas que antes se escribieron entre sí mismos, que les podía sobrevenir algún golpe sensible, bien que no lo recelaban tan pronto, ni tan decisivo y oportuno; pero su política, que supo siempre anticiparse a todo y prevenirse de muy lejos, había empezado a sembrar en este reino y creo que en los demás de la América, algunas especies tan contrarias a la quietud y fidelidad de los pueblos, como propias a desacreditar la justicia y aun la profunda religión del más piadoso de los reyes y de los que le ayudan a llevar el peso de su gobierno.

Entre las muchas pruebas que evidencian esta verdad sólo expondré a vuestra excelencia algunas de ellas que me parecen bien decisivas. Sea la primera que en los tres pueblos de San Luis de la Paz, San Luis Potosí y Guanajuato, [que] se amotinaron para impedir a viva fuerza la salida de los jesuitas prorrumpió el vulgo en sacrílegas blasfemias contra la profunda religión del rey, en términos tan escandalosos que no debo trasladarlos al papel aunque fue preciso copiarlos en las causas que he actuado sobre aquella turbaciones.

Es la segunda que de los ciegos apasionados y discípulos de la Compañía han salido papeles, de que aprehendí algunos en San Luis de la Paz (y su autor se halla confeso y recluso a la disposición de vuestra excelencia), exhortando y persuadiendo a los pueblos a que defendieran con mano armada la causa de los jesuitas, desacreditando la justa determinación de su majestad y suponiéndola contraria a la religión católica.

La tercera que en los mismos pueblos de San Luis de la Paz, Potosí y Guanajuato, donde se retardó la expulsión algunos días por las conmociones sediciosas que hubo en ellos para impedirla, está justificado que en el primero avisaron los mismos jesuitas a la plebe que los iba a sacar del colegio el comisionado de vuestra excelencia, don Felipe Cleere, de que se siguió inmediatamente el alboroto y escapando con fortuna con la vida, quedó por entonces sin efecto la providencia, hasta que yendo yo a ejecutarla y acercándose la tropa, salieron los jesuitas dos días antes de mi arribo. Y en los otros de Potosí y Guanajuato se repitieron y aumentaron los tumultos a proporción que los jesuitas trataban con los sediciosos; pues habiéndose tomado en Guanajuato la indiscreta resolución, a consejo del vicario eclesiástico de entregar los religiosos de aquel colegio a los operarios de la minería para que cesase el furioso motín del día 1 de julio, se verificó que en los dos siguientes fue mayor el alboroto y apenas quedó minero que no bajase a invadir la ciudad hasta conseguir que saliesen los comisionados de vuestra excelencia, cuando tenían a los padres en las minas con el solo fin de contener la chusma de ellas.

Y la cuarta prueba debe ser en mi concepto el raro acaso de haberse aparecido en este reino el famoso aventurero que por dos años lo ha corrido hasta las provincias más remotas de Sonora y el Nuevo México llevando siempre cartas credenciales de los jesuitas y considerables sumas de dinero que ha gastado y esparcido en todas partes haciendo que generalmente se le conceptuase príncipe incógnito, así por sus dádivas, profusiones y limosnas, como por medio de algunos comisarios que sembraban especies de que debía coronarse rey de Nueva España; y de estos perturbadores he dejado uno preso en Valladolid, cuya causa prosigue don Juan Valera, y se le han hallado papeles infamatorios contra su majestad y el gobierno.

No ha sido posible a la autoridad y eficacia de vuestra excelencia ni a las exquisitas indagaciones que he procurado hacer en las Provincias Internas saber hasta ahora el paradero que ha tenido este aventurero que se prendió en Guadalajara en tiempo del señor marqués de Cruillas y trayéndolo a México de orden de su excelencia se escapó en Celaya y después de haberse aparecido en la Sonora tomó el rumbo del Nuevo México, donde el marqués de Rubí no ha podido hallarlo; pero no sé si hacen juicio temerario los que se persuaden a que el fingido príncipe era algún coadjutor de la Compañía o de aquellos seglares que profesaban desde el siglo en la misma religión y que aumentaban considerablemente el número de los jesuitas en todas partes.

A este origen que me parece ser el primero de la rebelión, debemos añadir el de la antigua y constante impunidad en que han vivido los pueblos de este reino, pues como los hombres vulgares y de baja extracción no conocen otro freno que el del castigo y éste no lo tenían en las conmociones populares que se disimulaban siempre con el pretexto de ser respetable el gran número de delincuentes, rompía la plebe por todo y hacía que pasasen sus caprichos y osadías como leyes inviolables, reduciendo las más veces a escandalosas capitulaciones lo que dictaban la insolencia y la infidelidad, como podrá inferir vuestra excelencia de los mismos hechos averiguados ahora, que referiré cuando trate en particular de las causas formadas y de las providencias que tomé en San Luis Potosí, Guanajuato y provincia de Pátzcuaro.

Bien creyó vuestra excelencia con reflexión a estos antecedentes que si en todas las ciudades y pueblos de Nueva España donde había casas de jesuitas se conseguía ejecutar con tranquilidad su expulsión por las prudentes medidas que tomó a este fin, no se verificaría del propio modo en Guanajuato, San Luis Potosí y Pátzcuaro, pues ya estaban conmovidos aquellos pueblos con otros pretextos y se iban acostumbrando a la independencia; pero no se pudo ofrecer al discurso que en San Luis de la Paz se sublevasen los indios, porque no era de creer que en una población situada casi en el centro del reino no hubieran más casas ni religiosos que los jesuitas de aquel colegio, única parroquia que mantenían con nombre de misión y a expensas de mil pesos que les contribuían las cajas reales en cada año.

Fue no obstante la sedición de San Luis de la Paz la primera noticia que tuvo vuestra excelencia de haberse opuesto un pueblo a la ejecución del real decreto de extrañamiento y sucesivamente llegaron los avisos de San Luis Potosí y Guanajuato; pero en vista de lo sucedido en los dos primeros pueblos se resolvió mi viaje con los piquetes de tropa veterana que vuestra excelencia destinó de las que había aquí y en Puebla, y con sus amplias facultades que se sirvió transferirme para que el rey quedara debidamente obedecido, cumpliéndose en el todo su soberana y justa determinación y dándose a los inobedientes el merecido castigo.

Como eran cuatro las provincias agitadas con las turbaciones de sus comunes y no podía yo acudir a todas a un mismo tiempo por el reducido número de seiscientos hombres que componían los piquetes de infantería y caballería, eligió vuestra excelencia el prudente y acertado medio de escribir a varias ciudades y villas del Obispado de Michoacán para que dando una prueba de su fidelidad y amor al rey armasen alguna gente y la enviasen a mis órdenes sobre Guanajuato.

También dispuso vuestra excelencia que el sargento mayor de infantería don Pedro Gorostiza, comisionado en la ciudad de Guadalajara, para ayudar a don Eusebio Bentura Beleña en la expulsión de los jesuitas, saliese con las milicias que había formado dirigiéndose a Guanajuato; y que don Juan Velásquez, ayudante mayor del Regimiento de Dragones de España, a quien se había cometido la ejecución del real decreto en el colegio de la villa de León, se pusiese desde luego en las inmediaciones de Guanajuato con la gente que pudiera armar y la que fuese llegando de las otras ciudades y pueblos que debían dirigirla al mismo destino.

Dadas estas disposiciones en principios de julio con la actividad y eficacia propias de vuestra excelencia y comunicados los avisos correspondientes a los jueces de San Luis de la Paz y Potosí a fin de que procuraran sostenerse con la noticia del socorro, se dispuso la salida de los piquetes veteranos en tres divisiones para la comodidad en los tránsitos y se pusieron en marcha a toda diligencia desde el 5 al 7 del propio mes de julio y en el 9 salí yo de esta capital acelerando las jornadas a caballo hasta San Luis de la Paz, porque en el camino me llegaron diferentes correos de muchas partes que asegurándome de irse extendiendo rápidamente la conjuración a otras provincias, me pusieron en mayor empeño y continuos cuidados, pero no en desconfianza ni recelo de no poder cortar el daño, extinguiendo en el origen el voraz fuego de la sedición.

Para contener desde luego el insolente orgullo de los sublevados y evitar que su mal ejemplo y sus convocatorias, que ya corrían algunas centenares de leguas, arrastrasen otros pueblos al precipicio de la rebelión, formé un bando que publicado en San Luis de la Paz el día 20 de julio y remitido antes por extraordinario a varias ciudades y villas de las Provincias Internas, con orden a los jueces de tomar las debidas precauciones, produjo el efecto que me propuse de intimidar a los rebeldes y de que se armasen los leales a vista del rigor y de las penas con que se amenazaba a los primeros y el distinguido honor de favorecer la causa del rey y del estado con que se brindaba a los segundos.

Las circunstanciadas noticias de los estragos y aflicciones que padeció el honrado vecindario de Guanajuato en los tres días primeros de julio, cuyas relaciones se sirvió vuestra excelencia remitirme al segundo de mi salida, y otros avisos que me vinieron de diversas partes, confieso haberme puesto entonces en bastante agitación y sobresalto; pero acostumbrado desde que vine a este destino a llevar la tempestad en el pecho y la serenidad en el semblante, disimulé los cuidados hasta en mis cartas a vuestra excelencia para no aumentar los suyos; y redoblando los esfuerzos, las diligencias y el trabajo, conseguí desvanecer en pocos días una de las mayores tormentas que jamás pudo formarse en esta región, aunque la malignidad de algunas personas que hay en México y que en el principio de mi expedición pronosticaran la ruina del reino, hayan después, contrarias a sí mismas, querido disminuir el inminente riesgo en que lo tuvo la casi general conjuración.

Era pues San Luis de la Paz (pueblo de muchos indios y de pocos españoles) por estar situado en el tránsito para el Potosí, el primer objeto de mi jornada y comisión; y habiendo entrado en él con la tropa armada en la tarde del 13 de julio me vi precisado a empezar desde la misma hora la averiguación de los dos tumultos que levantó aquella plebe el 25 de junio por la noche y el 7 de julio, el primero para arrojar al comisionado de vuestra excelencia y el segundo para impedir al alcalde mayor, sustituido en defecto de don Felipe Cleere, la salida de los jesuitas de aquel colegio. Y como la triste situación en que a un mismo tiempo se hallaban las ciudades de Guanajuato y San Luis Potosí ejecutaba por instantes mi cuidado, tomé el arbitrio de llamar al gobernador y oficiales de la república de indios para que pues habían presenciado ambos alborotos y corrido sus riesgos en el último, me presentaran nómina de los principales motores y cabecillas en el día siguiente y así lo ejecutaron con fidelidad en fuerza de la conminación y exhortación que a este fin les hice.

Presos luego los denunciados y tomadas por mí sus declaraciones vinieron a confesar a fuerza de careos con los oficiales de república cuatro de los principales reos que conmovieron a los demás del pueblo y el quinto día tuve la causa en estado (actuándola a estilo militar, según mi comisión) de condenarlos a pena capital y otros dos a la de baquetas y destierro, que se ejecutaron en el día 20 de julio, de que entonces di cuenta a vuestra excelencia y aprobó mi determinación y la pronta justicia que hice en aquel pueblo, la que a la verdad sirvió de intimidar a los demás infestados con el contagio de la sedición.

Aunque en la corta duración de aquella primera causa descubrí y puse en autos tres sacrílegos papeles que se esparcieron para animar la plebe contra la suprema resolución de su majestad, no me fue posible indagar los autores de semejante iniquidad ni tampoco era fácil completar la averiguación de otros motores y cómplices de los tumultos por lo angustiado del tiempo y la urgencia con que llamaban mi atención los acontecimientos de Guanajuato y San Luis Potosí y así hube de tomar el medio prudente de cometer al alcalde mayor la consiguiente justificación del origen de los infames libelos, y de los demás que resultaren delincuentes en los dos motines de aquel pueblo.

En efecto, descubrió después el alcalde mayor otros muchos reos cómplices en los tumultos; y a los tres meses se me presentó en Guanajuato don Francisco de la Cuesta, clérigo de menores y natural de San Luis de la Paz, confesándome ser el autor de los papeles sacrílegos que se esparcieron en el vecindario contra la acrisolada religión de su majestad, estrechado para su presentación el reo de las órdenes y providencias que di a fin de aprehenderlo en cualquier parte donde se hallase; y reconocida su letra y expresiones, lo mandé conducir preso con suficiente escolta al convento del Carmen de esta capital, donde se mantiene a disposición de vuestra excelencia con otro eclesiástico de que hablaré después.

Antes de salir de San Luis de la Paz di algunas providencias que me parecieron indispensables para dejar aquel pueblo en algún arreglo y sujeción y también tomé otras muchas respectivas a las demás provincias que me tenían en cuidado, pero de todas ellas sólo referiré a vuestra excelencia las más principales, por haber sido las que aseguraron el progreso y acierto de las ulteriores operaciones.

Por lo que toca al arreglo de San Luis de la Paz, secularizado ya el curato que era anexo a la iglesia del colegio de jesuitas, mandé mortificar [sic; parecería que lo correcto sería "notificar"] a los indios del pueblo que en adelante satisfagan los derechos parroquiales conformes al arancel sinodal; y por haber el cura interino que destinó a aquella iglesia el señor obispo de Michoacán, en virtud del aviso de vuestra excelencia, puesto cuatro vicarios con la prudente mira de que los feligreses extrañaran menos la salida de los jesuitas, sus antiguos párrocos, determiné provisionalmente que del producto de las haciendas de aquel colegio se le diesen al cura 500 pesos entretanto que por su relación jurada de los derechos y obvenciones que perciba en este primer año se pueda hacer juicio de lo que valdrá el curato. Y a esta providencia me movió también la especial circunstancia de tener una misión de indios chichimecas y pames traídos de lejos que aún no se hallan en estado de sujetarlos a las reglas de parroquia y feligresía.

Con el fin de perpetuar la sujeción del mismo pueblo, bien establecida con el pronto castigo de los más culpados, dejé formada una compañía miliciana de infantería de españoles, condenando a los sediciosos a que pagasen el armamento mayor, que [se] repartiese el importe del vestuario entre los vecinos honrados y que [se] formara otra compañía de caballería de los hacendados y rancheros de la provincia que por estar distantes no pudieron presentarse en los siete días de mi residencia en aquel pueblo. Y habiéndose formado ambas compañías, que son bastantes para mantener la población en tranquilidad y respeto, podrá vuestra excelencia si lo tuviese a bien mandarlas agregar a la Legión del Príncipe que se ha levantado en Guanajuato, su provincia y las dos contiguas de San Miguel el Grande y villa de León.

En cuanto a las principales disposiciones que tomé para los demás parajes adonde había trascendido el fuego de la traición, debo advertir que antes de mi salida de México y también desde el camino, yendo a San Luis de la Paz, pedí algunos informes reservados a varias personas de juicio y acreditada fidelidad que residen en distintas poblaciones de las provincias interiores para que me avisasen con exactitud y secreto todos los movimientos que advirtieran en el público y las noticias que pudieran adquirir de cualesquiera designios ocultos; en cuya consecuencia y la de haberse hecho igual prevención a los comisarios que habían ido a practicar la expulsión, me fueron llegando avisos individuales de todas partes, que no me dejaron duda en que la conjuración había corrido con celeridad al modo de contagio universal.

Se me presentaron al siguiente día de estar en San Luis de la Paz el sargento mayor don Felipe Barri y el licenciado don Fernando Torija, comisionados por vuestra excelencia para Guanajuato y arrojados de aquella ciudad el día 3 de julio por el bárbaro furor del pueblo y me informaron menudamente de los escandalosos sucesos que habían presenciado y el inminente riesgo en que se hallaban los vasallos de obligación y los caudales de la caja real, que importaban una considerable suma, que los amotinados hicieron no pocos esfuerzos para saquearla, poniéndome estas noticias en la absoluta necesidad de ocurrir a Guanajuato antes que a San Luis Potosí si prontamente no se conseguía extraer el tesoro del rey y poner en sujeción la numerosa plebe y trabajadores de la minería.

Estaba ya en las inmediaciones de Guanajuato el ayudante mayor de dragones don Juan Velásquez con algunas compañías de milicias que llevó consigo de la villa de León y otras que iban llegando sucesivamente de las ciudades y pueblos más distantes en cumplimiento de las primeras órdenes de vuestra excelencia y de los encargos que les hice luego que salí de México para que acelerasen el envío de sus socorros de gente hacia Guanajuato; y en estos términos tomé la resolución de prevenir estrechamente que con el resguardo y escolta suficiente se extrajese de aquellas cajas toda la plata que había en ellas para conducirla a esta capital, como se hizo. Pero informado por el mismo ayudante Velásquez, el alcalde mayor y otras personas de Guanajuato, que muchas familias se retiraban temerosas de aquella ciudad y que un considerable número de plebe y operarios de minería desertaba de ella fiando su impunidad a la fuga, determiné entonces que se pusiera un cerco o bloqueo rigurosos sobre las ásperas montañas de su circunferencia y que esto se ejecutase inmediatamente que llegara allí el sargento mayor don Pedro Gorostiza con las milicias de Guadalajara.

Me propuse en esta resolución dos fines principales y en mi concepto importantísimos: el primero, impedir la fuga de delincuentes, la deserción medrosa de los trabajadores y el abandono de las minas, asegurando al mismo tiempo a los individuos del comercio y del honrado vecindario para que no dejaran sus casas buscando asilo en otras poblaciones; y el segundo, hacer ver a todo este reino que nada es imposible en lo humano al supremo poder del rey cuando se le sirve con ardor y la fidelidad que se merece; pues bien sabe vuestra excelencia que Guanajuato y los famosos cerros que la circundan se tenían por inaccesibles en la opinión universal de las gentes y que esta creencia era la mayor causa de las continuas discordias, osadías y rebeliones de aquella plebe y minería, porque se figuraban que sin más armas que las piedras les era fácil cerrar la estrecha entrada de Marfil o destruir en ella un poderoso ejército; y así han visto lo contrario con admiración y terror en el cerco riguroso que se mantuvo por tres meses y medio, y que a la verdad produjo los efectos que me prometí de aprehender muchos delincuentes, de mantener los buenos en la tranquilidad de sus casas y de que continuase la labor de las minas aun con más aplicación y calor que antes, según lo verifica el producto de los reales quintos de aquellas cajas en este año; bien a pesar de la malicia siempre negra y agorera que publicó aquí, y la había escrito a España, que mi expedición había suspendido o arruinado el producto de las minas en Guanajuato, San Luis Potosí y Guadalcázar.

Digan no obstante lo que quieran los ciegos partidarios de la inmunidad, que por serlo aborrecen la justicia y el buen orden, dando a los abusos más perniciosos el honesto nombre de costumbres. Lo cierto es que ha ganado mucho la obediencia y se ha vinculado la tranquilidad con el desengaño y el castigo de los sublevados, además de los aumentos que han resultado a la Real Hacienda en las mismas provincias que intentaron substraerse al dominio de su majestad, cuyo augusto nombre se pronunciaba sólo por cumplimiento y no era antes conocido el gran poder que Dios ha depositado en sus manos.

Volviendo a la narrativa de la providencias que tomé desde San Luis de la Paz y sentado ya que la he [sic] de poner el bloqueo a Guanajuato, se ejecutó exactamente al arribo de don Pedro Gorostiza por la actividad de este oficial y la de don Juan Velásquez, que apostaron hasta dos mil hombres en el cerco. Me pareció igualmente importante que se hiciese lo mismo con el decantado cerro de San Pedro, distante cinco leguas de San Luis Potosí, por el concepto general que también tenía de inexpugnable y haber sido el origen de las repetidas sublevaciones de aquella provincia. Y con el motivo de haber recibido tres extraordinarios en el penúltimo día de mi residencia en San Luis de la Paz por los que me avisaban el alcalde mayor de Potosí y don Francisco de Mora el gran peligro que corría aquella ciudad, instándome a que pasara prontamente a socorrerla, adelanté un destacamento de caballería y di orden al referido don Francisco de Mora que con la gente que había ido juntando a esfuerzos de su celo y de su gran espíritu cerrase prontamente el real de San Pedro y todas sus vecinas alturas hasta aprehender los principales rebeldes de los serranos.

No bien recibió la orden don Francisco de Mora con la noticia de que a los dos días me pondría en marcha a toda diligencia con el resto de la tropa para San Luis Potosí, cuando dispuso sin pérdida de instantes el bloqueo del cerro de San Pedro y sus inmediatas montañas, con tanta fortuna y acierto que en seis días de cerco se logró asegurar entre otros delincuentes a los cabecillas principales de los serranos, que eran Juan Antonio Orosio y José Patricio Alaniz, pues éste se condujo preso al siguiente día de mi entrada en la ciudad, y a mi arribo a ella encontré en las cárceles, cerca de cuatrocientos reos que dicho don Francisco de Mora había conducido de varios pueblos y parajes que se levantaron en aquellas cercanías.

No pudiendo atender por entonces desde San Luis de la Paz a la provincia de Pátzcuaro, cuyas inquietudes, aunque causaban cuidado, daban treguas hasta nuestro regreso, había ya tomado el medio de escribir al gobernador indio Pedro de Soria Villarroel, motor principal de las sediciones, en términos de que ni se entregase al despecho en que recaen los rebeldes cuando sus delitos no les dejan más esperanza que la de sus violencias o su fuga; y se logró en efecto que escondiendo sus maquinaciones aquel indio astuto y osado dejara entrar en Pátzcuaro un piquete de dragones provinciales de Querétaro, que vuestra excelencia destinó para auxiliar allí la expulsión de los jesuitas, y que pudiese hacerla el comisionado que fue a ponerla en práctica; bien que después de algunos días de haberse ejecutado en Valladolid de Michoacán y demás partes del reino, donde se verificó la mañana del 25 de junio.

Dadas por fin desde San Luis de la Paz otras varias disposiciones para mantener la tranquilidad en muchos pueblos interiores donde había empezado a turbarse, salí para San Luis Potosí el 21 de julio y el 24 bien temprano entré en aquella ciudad con los piquetes de infantería y caballería que me acompañaban y dada la disposición a los comandantes de ellos de que las fuesen tendiendo en las calles del tránsito y que me siguiera la compañía de granaderos del Regimiento de la Corona, me dirigí al colegio de la Compañía en derechura, y hallándolo abierto y su iglesia con bastante gente, mandé que haciéndola salir se cerrase la puerta y al mismo tiempo que me subí solo al aposento del rector, hice llamar a los demás religiosos y en breves aunque bien vivas palabras les di a conocer el desaire que padecía la suprema autoridad del rey y la contravención en que los hallaba, siendo aquella comunidad el único grano de la discordia que quedaba en los colegios de Nueva España, y que pues la sedición escandalosa de los serranos y sus secuaces había impedido a viva fuerza la ejecución del real decreto, dando motivo con semejante inobediencia a que fuese yo con un rasgo del supremo poder del rey a cumplir su soberana voluntad, saldrían en el instante por medio de sus armas, para que viese el pueblo que las justas determinaciones de su majestad se deben obedecer con prontitud y ejecutar con público decoro.

Así se practicó sin más dilación que la indispensable para que cada religioso tomase su manteo, sombrero y breviario, que arrimaran los coches en que salieron y que montasen a caballo dos criados de la cocina del colegio para hacerles la comida en el camino y los envié escoltados por dos oficiales y sesenta dragones hasta que salieran de aquella provincia y la de San Luis de la Paz, con prevención de que después los condujera el oficial subalterno hasta Xalapa, con un sargento y doce soldados.

No me pareció en las críticas circunstancias en que tantas veces había estado San Luis Potosí por los repetidos motines de sus siete barrios y otros pueblos aliados con los serranos, que sería conveniente dejar allí el procurador del colegio, que era el mismo rector y estaba tenido en gran reputación de hábil y muy sabio; y por estos motivos le hice acompañar a sus hermanos para quitar de una vez el origen o pretexto de las turbaciones populares que pusieron aquella ciudad en la mayor congoja y en términos de perderse para siempre, pues era público entre las gentes de todas clases por las voces esparcidas y preparativos que habían hecho los rebeldes que para el día de Santiago, siguiente al de mi entrada, intentaban acabar con todos los españoles; de forma que aún se mantenían cerradas las tiendas y todas las familias distinguidas en el refugio de los claustros de los conventos, sin embargo de que don Francisco de Mora tenía ya mucha gente armada del país y había empezado a quebrantar el orgullo de los levantados. Tal era el temor que infundieron en todos con los insultos, estragos y robos que habían hecho.

Si hubiera de referir aunque fuese en breve resumen todos los excesos y escandalosos atentados de los serranos del real de San Pedro, unidos con la plebe y barrios de la ciudad y otros varios pueblos que entraron en su alianza, sería preciso escribir una historia que compusiera un mediano libro; pero como esto no cabe en el estrecho margen de un informe ni tampoco lo permiten las muchas ocupaciones de mi ministerio, sólo expondré a vuestra excelencia por mayor los pretextos que tomaron los rebeldes en sus reiteradas sublevaciones, los medios que arbitró la malicia de ellos para hacer más fuerte y temible su partido y los depravados fines que se habían propuesto los principales jefes de la conjuración, aspirando con sus protervias ideas hasta el último grado de la insolencia, pues se lisonjeaban algunos de erigirse en reyezuelos y sacudir, con la dominación, la religión cristiana, que a mi entender profesaban solo en apariencia.

[Nota marginal: PRIMERO TUMULTO EN EL REAL DE SAN PEDRO]

Fue el primer motín de los serranos del real de San Pedro en 10 de mayo de este año, sin otro motivo que el de publicarse dos bandos de vuestra excelencia, uno sobre prohibición de armas y otro para el recogimiento de vagos, de que están llenos los reales de minas. Al oír las dos providencias tan justas y como precisas, apedrearon los serranos al teniente de alcalde mayor en el mismo acto de la publicación y le maltrataron en tanto extremo que a no haberle socorrido prontamente el cura párroco y llevádoselo a su casa hubiera perecido a manos de los sediciosos, quienes buscándole después para quitarle la vida le precisaron a retirarse a la ciudad; y quedando insolentados para formar (como lo hicieron) otros mayores proyectos, dieron por de contado un pernicioso ejemplo que tuvo en pocos días toda su influencia en la plebe y barrios de San Luis Potosí.

[Nota marginal: SEGUNDO TUMULTO EN SAN LUIS POTOSÍ]

El alcalde ordinario de primero voto de aquella ciudad prendió, yendo de ronda en la noche del 26 del propio mes de mayo, tres indios, uno natural del barrio de San Sebastián, otro del Montecillo y el tercero de la ciudad, por haberlos encontrado con armas cortas, y al siguiente día por la mañana se le presentó el alcalde de indios de San Sebastián con muchos de su pueblo, pidiendo le entregase el preso, en que por fin le fue preciso al juez condescender después de algunos debates sobre jurisdicción, por evitar mayor escándalo en el alboroto con que amenazaban los indios; pero no por esto dejaron de apedrear la cárcel pública luego que tuvieron al reo en su poder y de gritar que muriese el alcalde mayor para conmover los demás barrios y plebe de la ciudad contra el jefe de ella. Así lo consiguieron, pues inmediatamente fue el alcalde indio del Montecillo con otros de sus naturales y hallando al alcalde mayor en medio de la plaza pública, donde había salido a contener el anterior alboroto, le precisó a entregar también el reo de aquel barrio, cuyos vecinos, animados con este suceso, fueron los primeros que se aliaron estrechamente con los serranos, buscándolos a este fin tres días después en el mismo cerro de San Pedro.

[Nota marginal: TERCERO TUMULTO]

Maquinaron en este medio tiempo los serranos, fiados en la aspereza de su situación, los medios de subyugar la ciudad, apoderarse de la tierra llana de su hermoso valle y erigirse en señores de la provincia, ganando a este fin con exquisitas artes y promesas los siete barrios de San Luis, los ranchos de su campiña, los habitantes del real de Los Pozos y los de otros pueblos de aquella jurisdicción; y convocando con arrogancia y comunicaciones a varios de sus aliados bajaron a la ciudad en crecido número el día 6 de junio, y guarnecidas con gente armada las bocacalles de la plaza mayor se arrojaron a las casas reales donde vivía el alcalde mayor, bien ajeno de ser insultado y no menos desprevenido para contener la osadía de los serranos, que le presentaron un papel de condiciones llenas de condiciones llenas de insolencia, y no contentos con la promesa forzada de concederles lo que pedían, le hicieron convenir en que salieran de la cárcel más de veinte delincuentes que se llevaron consigo, solemnizando la violencia y el arrojo con apedrear las mismas casas de cabildo, la cárcel, la del real estanco del tabaco y la de otros particulares vecinos y se fueron luego a celebrar el triunfo a la casa del alcalde del Montecillo, Antonio Manuel de Guía, cuya astucia le sacó de ella y retirado a otro barrio en aquel día hizo creer por entonces que padecía violencia de los serranos, siendo la verdad que estaba en perfecto acuerdo y estrecha unión con ellos.

[Nota marginal: CUARTO TUMULTO]

Repitióse otro escandaloso alboroto el día 17 del mismo junio, con motivo de haber llegado a la ciudad una partida de reclutas del Regimiento de América y de haber uno de los soldados tenido una ligera idea [sic] con un indio del barrio de Tequisquiapan, cuyos naturales, noticiosos del suceso, movieron a otros de la plebe y perdiendo el respeto a la bandera que estaba en una casa de la plaza, la apedrearon con furor, y a la partida de recluta, hasta el extremo de poner una escalera de mano, descolgar la bandera, haciendo de ella muchos pedazos con la mayor ignominia, sin que los soldados y el cadete que los mandaba tuviesen arbitrio para vengar semejante ofensa, porque los encerraron en la casa; y aquella misma noche dispuso el alcalde mayor que saliesen disfrazados por libertarlos del último atentado de pueblo, que había ya roto enteramente el freno de la obediencia y no guardaba respecto alguno.

Con la noticia de las primeras conmociones, que dio a vuestra excelencia el alcalde mayor don Andrés Urbina, representando la absoluta imposibilidad en que se hallaba de contenerlas, determinó vuestra excelencia enviarle un escuadrón de ciento veinte dragones provinciales de Querétaro, con la mira, reservada entonces, de que lo auxiliasen para la expulsión de los jesuitas de aquel colegio; pero no habiendo podido prever ni discurrir que aquel cuerpo de milicias, formado dos años antes, estuviese sin armamento, se detuvo el escuadrón a esperar el que se le remitió de aquí en la hacienda del Jaral, catorce leguas más acá de San Luis Potosí, y de consiguiente no llegó a tiempo de favorecer la ejecución del real decreto de extrañamiento, que cometida por vuestra excelencia al mismo alcalde mayor y puesta en práctica en la mañana del 25 de junio, quedó sin efecto al siguiente día en que dispuso el comisionado la salida de los expulsos.

[Nota marginal: QUINTO TUMULTO]

Desde el día 24, en que el alcalde mayor Urbina abrió el pliego reservado que contenía la comisión, tomó varias providencias a fin de desempeñar el delicado encargo que vuestra excelencia le confiaba, y viéndose falto de todo auxilio, receloso y aún amenazado de los serranos y pueblos de indios y sin milicias ni armas de que echar mano, arbitró valerse de los gobernadores de los barrios, y avisó a don Francisco de Mora, que vivía en una hacienda suya distante cinco leguas de la ciudad, pidiéndole viniese a ella en la madrugada del día siguiente con alguna gente armada y que para el 26 le aprontase sus coches y un número de mulas de tiro y carga; pero la abundancia de las lluvias y la inundación de los caminos no permitieron que dicho don Francisco Mora llegase a la ciudad hasta la siete del día 25, en que halló que la novedad de la expulsión, ya intimada en aquella hora, había inquietado mucho a la plebe y la de los mismos barrios, y sin embargo acaloró el empeño y la determinación del alcalde mayor de sacar los jesuitas de aquel colegio en la madrugada del 26.

Con efecto, salieron hasta fuera de la ciudad no sin muchas dificultades y riesgos de los que los acompañaban, porque una gran multitud de los amotinados los quitaron a viva fuerza y puestos en el convento de la Merced no se aquietaron hasta volverlos al colegio con repique de las campanas de su iglesia, empeñándose obstinadamente en matar al alcalde mayor y los pocos españoles que le acompañaban dentro del mismo colegio, donde se vieron necesitados a hacer fuego y matar a algunos de los rebeldes; pues no pudieron hacerlos desistir ni las exhortaciones eficaces de los demás religiosos ni la divina presencia del Santísimo Sacramento que sacó en público el comendador de la Merced, arrebatado del religioso celo que le salvó de un flechazo con que le pasaron el escapulario y de una pedrada que le dieron en la boca, teniendo el viril en las manos.

A estas sacrílegas y atroces ofensas contra la majestad divina y a las execrables blasfemias con que los rebeldes insultaban la humana de nuestro augusto soberano, añadieron en aquel día otros gravísimos delitos de abrir la cárcel, poniendo en libertad muchos reos fascinerosos que habían quedado en ella el 6 de junio, de aclamar por jefe del tumulto a don Pablo Vicente de Olvera, famoso delincuente, que con el martillo de la cárcel descabezó la picota de ejecuciones, de robar el estanco de la pólvora y de saquear muchas tiendas y almacenes de los comerciantes; dando con estos excesos, y el de haber usurpado Olvera las insignias de la justicia real ordinaria, una evidente prueba de que los hombres se precipitan a cometer mayores iniquidades cuando tienen la desgracia de que por sus culpas los abandone Dios a su propia malicia y natural ferocidad.

Quedó con esto sin ejecución el real decreto de extrañamiento y precisado el alcalde mayor, para salvar la vida, a permanecer escondido en un obscuro encierro del colegio de los jesuitas, porque los sublevados le buscaban a toda hora con el fin de vengar el suceso, que ellos regulaban como grave delito, en la obediencia del juez, no obstante de constarles por un bando y las exhortaciones de los predicadores que el rey mandaba salir de sus dominios a todos los regulares de la Compañía; y empeñada entonces la fidelidad de don Francisco Mora en buscar medios de que la soberana determinación tuviese el debido cumplimiento, empezó a trabajar eficazmente con las repúblicas de los pueblos a fin de que, conociendo el gravísimo yerro que habían cometido, auxiliasen con sus mismos naturales la expulsión, en que le ayudaron mucho el celo y eficacia del padre provincia de San Francisco, fray Manuel de Escobar, consiguió que los gobernadores y alcaldes de los siete barrios ofreciesen por una solemne escritura que otorgaron el día 28 de junio estar de paz y guardar fidelidad.

[Nota marginal: SEXTO TUMULTO]

No fue posible efectuar la salida de los religiosos expulsos que por segunda vez se dispuso para el día 9 de julio, porque advertidos los serranos y rancheros de esta resolución, cayeron sobre la ciudad en la noche del día 8 y poniendo su vecindario en la mayor consternación, embistieron la mañana siguiente contra los que estaban prevenidos por Mora para conducir a los jesuitas; y dado un formal combate en que por fortuna fueron vencidos los rebeldes, se desistió por prudencia del justo empeño hasta mejor ocasión, que no pudo lograrse antes del 24 del mismo julio en que llegué a San Luis Potosí con los piquetes de tropas veterana.

Luego que me desembaracé de los jesuitas en el mismo acto de mi entrada y que di órdenes precisas para que se abrieran todas la tiendas y saliesen las familias de los claustros donde estaban refugiadas, mandé al alcalde mayor y a don Francisco de Mora que me informaran con individualidad y por escrito de los acaecimientos escandalosos que se habían verificado desde el primer tumulto de los serranos y averiguando entre tanto por mí mismo las demás sediciones que se movieron en otros pueblos de aquella provincia y sus confinantes, regulé sería muy conveniente y aun indispensable para facilitar la claridad y breve expedición de las causas, dividirlas a proporción de los partidos y territorios que se habían sublevado; porque el espíritu de rebelión e inobediencia corrió en pocos días con tanta celeridad que además de los temibles alborotos de los meses de mayo y junio, los hubo en los tres primeros días de julio en Guanajuato, en el 5 del propio mes en Guadalcázar, en el 7 en San Luis de la Paz, en el 8 y 9 en San Luis Potosí y el 10 en el pueblo del Venado, sin contar con la provincia de Pátzcuaro, de que se tratará en su lugar.

Al fin de abreviar en San Luis cuanto fuese posible las actuaciones de los procesos, puse algunos decretos encargando a varios comisionados el examen sumario de los reos que había ya en las cárceles y que se iban aumentando cada día en virtud de las providencias dadas antes para que se aprehendiesen en todas partes los delincuentes fugitivos. Y tomada la precaución de juramentar y exhortar por mí mismo a los presos que debían declarar ante los comisionados, me reservé la ratificación y confesiones de todos, además del examen y causas de los principales motores y cabecillas de los serranos y sus aliados, empezando por aquéllos el castigo, como que habían sido los primeros en la rebelión, y que convencidos por muchas cartas y documentos originales que aprehendió don Francisco de Mora cuando puso el cerco al real de San Pedro y otros que descubrí yo después a fuerza de exquisitas diligencias y averiguaciones, confesaron sus delitos José Patricio Alaniz y, Juan Antonio Orosio, conviniendo llanamente en haber sido los jefes de la conjuración y los autores de las convocatorias y la liga en que entraron varios pueblos con los serranos.

[Nota marginal: CAUSA DEL CERRO DE SAN PEDRO]

Puesta brevemente una primera causa en estado de sentencia, condené en 7 de agosto a los referidos Alaniz y Orosio en pena de horca con otros nueve reos del cerro de San Pedro, del monte Caldera y de una hacienda inmediata llamada La Sauceda, previniendo en la determinación que las cabezas de los que habían sido [sic] en los tres parajes expresados, se pusieran sobre picotas para que en ellas y hasta que el tiempo las consuma, sirvan a los demás de memoria y escarmiento, como también las ruinas de sus casas, que se destruyeron y sembraron con sal. Y destiné otros treinta y nueve reos a presidio perpetuo y otros cinco a destierro.

Supuesto que esta sentencia y las demás que pronuncié en otras ocho causas respectivas al real de Los Pozos y Laguna Grande, al pueblo de San Nicolás, Valle de San Francisco, Guadalcázar, el Venado, San Felipe, ranchos y barrios de San Luis Potosí, remití a vuestra excelencia sucesivamente los testimonios de todas ellas con la breve exposición en las cartas de oficio que entonces me permitía la multitud de los negocios, sólo añadiré en este informe algunos hechos y motivos particulares que conducen a la mejor inteligencia de las determinaciones, poniendo también en completo el número de los reos condenados al último suplicio, de los que tuvieron la pena de azotes y destierro y de los destinados a presidio perpetuo o temporal.

[Nota marginal: CAUSA DEL PUEBLO DE SAN NICOLÁS]

En la causa del pueblo de San Nicolás, estrechamente aliado con los serranos, condené a muerte once de los principales reos, y entre ellos fue descuartizado después de muerto el gobernador indio Atanasio de la Cruz y su cuerpo dividido se puso en el sitio que ocupan las casas de comunidad, que se derribaron porque en ellas se habían celebrado juntas para contraer la alianza con los del cerro y se habían escrito muchas cartas con la sacrílega expresión en una de ellas de no dejar las armas hasta hallar la nueva ley y fe que buscamos y acabar con todos los gachupines, motivo porque mandé también poner la mano del escribano que lo fue de dichas cartas en una picota colocada sobre el mismo sitio y privé a aquel pueblo de que pudiesen tener gobernadores ni oficiales de república en lo sucesivo sin nueva concesión real, con atención a que todos sus naturales habían sido rebeldes o sabedores de la traición, que callaron los pocos que expresamente no accedieron a ella.

[Nota marginal: CAUSA DE GUADALCÁZAR]

De los reos comprendidos en el tumulto de Guadalcázar, donde se amotinó la plebe y minería a influjo solo del mal ejemplo de los serranos, no condené más de cuatro a horca, porque se escaparon algunos de la misma pena; y hubo en aquella sublevación, sobre los graves excesos de quitar al justicia y poner otro, sacar los presos de la cárcel y saquear el tabaco y tiendas de comercio, la circunstancia particular y agravante de haber los sediciosos dictado y hecho escribir en medio de la plaza pública la escandalosa capitulación de que se quitasen los estancos, se aboliesen las alcabalas y se coronase por rey un indio o en su defecto un español criollo, apellidando para esto al conde de Santiago con agravio de su notoria y heredada fidelidad.

[Nota marginal: CAUSA DE LOS PUEBLOS DEL VENADO Y LA HEDIONDA]

Los naturales de San Sebastián del Venado y de San Gerónimo de la Hedionda, pueblos numerosos de indios y situados en un país de exquisita amenidad a dos jornadas regulares de San Luis Potosí, vivían acostumbrados a una especie de independencia, que no pagaban el tributo real ni reconocían los respetables derechos de la Iglesia en la satisfacción de sus diezmos, sin embargo de haberse apropiado setenta y dos sitios de tierra que son otras tantas leguas en cuadro, valiéndose para ello del antiguo y ya sin adaptable título de fronterizos y fiando principalmente a sus violencias el éxito de las disputas en que entraban con los hacendados colindantes; porque siempre cometieron a la fuerza y al mayor número de ellos lo que debía conseguir la razón y determinar la justicia.

De estos antecedentes y del establecimiento de varias cofradías, cuyos cuantiosos fondos invertidos en negociaciones y ganados de todas especies hacían el objeto de la codicia de aquellos indios y se regulaba cada uno de ellos dueño de los bienes y riquezas que pertenecen a todo el común, y como veían la administración de ellas en manos de un solo vecino, a quien la tenía encargada el vicario eclesiástico, conspiraron contra los dos, pareciéndoles bien oportuna la ocasión y muy favorable el tiempo en que las provincias contiguas se hallaban agitadas con tumultos y sediciones de sus naturales, que a la verdad les comunicaron el contagio de la rebelión, pues en la causa que actué contra los de San Nicolás, secuaces y vecinos de los serranos, consta haber enviado cuatro comisarlos al pueblo de la Hedionda con el pretexto de buscar papeles sobre pertenencia de tierras.

Ello es que de todo resultó un furioso alboroto en el pueblo del Venado el día 10 de julio por la noche, y que con el motivo de pretender el común que se quitase a Marcelo de Jesús de la administración de las cofradías, corrió evidente riesgo de perder la vida a manos de la ferocidad de los cofrades, que le destruyeron sus casas y saquearon cuantos efectos tenía en ellas, dejando correr el furor hasta el extremo de querer matar al vicario eclesiástico, de haber apaleado al cura párroco porque solicitaba sosegarlos con sus eficaces persuasiones, de haber robado el estanco del rey y precisado a salir huyendo al teniente de alcalde mayor, al gobernador indio y a algunos otros que no se acomodaron a seguir la facción de los amotinados. Pero el verdadero móvil de estos excesos era Nicolás Estevan un indio bien anciano y mucho muy astuto, que para avasallar a todos se valió de medios tan exquisitos y sutiles que siendo sobrino suyo el gobernador, negoció arrojarlo del puesto en la noche del tumulto y que le eligieran como por aclamación, dejándose buscar y que le rogaran los mismos que él quería, con la oculta mira de erigirse en jefe despótico de aquellos que le aclamaban en el concepto de ser el mejor de sus republicanos.

Verificóse pues que Nicolás Estevan, aceptado el bastón de gobernador con el ánimo resuelto de ser absoluto en el mando, no avisó ni por atención al justicia mayor de la provincia, que reside en el real de Salinas, ni pensó en solicitar la confirmación del superior gobierno de vuestra excelencia hasta que le llegaron las noticias de mi salida de México y de que me dirigía a San Luis Potosí, pues entonces hizo nombrar por el común del pueblo seis emisarios de los principales motores del tumulto, que al paso por la provincia de Potosí fueron presos y conducidos a la cárcel de la ciudad a mi disposición.

Confesaron desde luego su delito, pero suspendí tomar providencias para asegurar los demás cómplices por haberme informado el alcalde mayor de las Salinas que tenía dada cuenta de todo a vuestra excelencia. Y en cumplimiento de la orden que se sirvió dirigirme en 29 de julio, a fin de que cuando me pareciera a propósito tomara las providencias correspondientes para castigar los delincuentes del Venado y la Hedionda, dispuse el 4 de agosto siguiente enviar dos piquetes veteranos de infantería y caballería con algunas compañías de milicias al mando del capitán del Regimiento de América don Patricio Saviage, cuya actividad y pericia militar desempeñaron la facción con tanta exactitud y celeridad que, sin dejar tiempo a que los del Venado tuviesen noticia del movimiento de la tropa, puso un estrecho cerco al pueblo y aprehendió en él a todos los culpados, que fueron conducidos a San Luis Potosí con las sumarias hechas en virtud de mi comisión y entre ellos condené a Nicolás Estevan y otros once a pena capital, siete a doscientos azotes y destierro y sesenta y dos por tiempo limitado.

La excesiva extensión de tierras que siempre había fomentado el orgullo en los naturales del Venado y la Hedionda y la administración de los cuantiosos fondos de sus cofradías, que excitaba la codicia de todos ellos, eran dos causas de soberbia y discordia que no debía yo dejar subsistir cuando trataba de reducir aquellos pueblos a buen orden y subordinación y así determiné por mi sentencia en 12 de septiembre último que de las tierras devueltas ya por el delito a la corona se dejasen a cada pueblo las comprendidas en una legua cuadrada por los cuatro vientos, además de aquéllas que los particulares disfrutasen por título legítimo o antigua posesión, y que los ganados de las cofradías se vendiesen por el vicario eclesiástico para que impuestos sus capitales sirvan sus réditos a los fines de la institución de ellas, uniformando esta providencia a la que el ilustrísimo [Diego Rodríguez de Rivas y Velasco] obispo de Guadalajara había dado al mismo juez eclesiástico, bien que reservándome como era justo el informar sobre este punto a su majestad y al supremo Consejo de las Indias, porque la erección de las expresadas cofradías del Venado y de casi todas las que hay en este reino no es arreglada a la disposición de la ley y de consiguiente produce en muchas partes graves inconvenientes que expondré luego que pueda extender el informe correspondiente en este asunto.

[Nota marginal: CAUSA DE LA VILLA DE SAN FELIPE]

A pocos días de estar en San Luis Potosí tuve noticia justificada que en la villa de San Felipe, antigua capital de una de las provincias confinantes y población tan bien situada como expuesta a inquietudes por la envejecida ojeriza que profesan los indios del barrio de Analco a los españoles que componen la villa, se tramaba una conjuración, tratando los naturales de Analco de entrar en alianza con los del Venado y otros pueblos inobedientes, por lo que tomé inmediatamente la providencia de comisionar al teniente capitán de la Acordada don José Velásquez para que con sesenta hombres, entre comisarios y milicianos, pasara a San Felipe y prendiendo desde luego a Asensio Martín, mestizo de casta y principal motor de la rebelión que maquinaban los indios, hiciera el proceso en sumario y condujera a San Luis todos los que resultasen reos. Ejecutó Velásquez la comisión con vigilancia y celo y verificó que Asensio Martín no sólo era perturbador de inquietud pública sino también un blasfemo sacrílego contra la sagrada persona de su majestad y la religión de vuestra excelencia, cuyos enormes delitos me confesó abiertamente después de haberle convencido cinco testigos presenciales en San Felipe y de haberlo llevado a San Luis con otros diez que resultaron motores y cómplices de la premeditada conmoción y de algunos insultos violentos que se habían cometido contra el teniente de alcalde mayor.

Por sentencia de 2 de septiembre condené a Asensio Martín en la pena ordinaria de horca como sedicioso; pero atendida la gravedad del delito de blasfemo, mandé que después de separada la cabeza de su cuerpo para ponerla en una picota en el rancho donde vivió, se quemase el cuerpo y se diesen al viento sus cenizas, esto con el fin de contener y escarmentar los muchos blasfemos y sacrílegos detractores que se oyen en este tiempo. Y de los otros delincuentes condené tres a presidio perpetuo, cinco por tiempo de ocho años y uno por seis; pero al alcalde ordinario de españoles, don Miguel de la Puente, que tuvo algunas inteligencias con el alcalde indio del barrio de Analco, le multé en dos mil pesos y fue confinado por ocho años al puerto de Acapulco.

[Nota marginal: CAUSA DEL VALLE DE SAN FRANCISCO Y SU TENIENTE DE CURA]

En el Valle de San Francisco, pueblo distante diez leguas de la ciudad de San Luis Potosí y comprendido en la jurisdicción de su alcaldía mayor, se sublevaron todos sus naturales desde la noche del 24 de junio con el motivo de haber mandado en aquel día don Andrés de Urbina que fueran armados a la ciudad algunos vecinos españoles del mismo valle, lo que entendido por los indios, que estaban ya inclinados al partido de los serranos, impidieron la salida de la gente armada, apedrearon al teniente y cometieron otros excesos que fueron aumentando cada día por la desgraciada casualidad de haber el cura párroco confiado aquella feligresía en calidad de su teniente a don Juan Eduardo García Jove, clérigo expulso de la religión de la Compañía, y que no supo dejar con la sotana el espíritu de altivez, el sistema de independencia ni las relajadas opiniones del probabilismo. Este vicario, que en el primer movimiento de sus feligreses los exhortó a la quietud, entró luego con actos reflejos en pensamientos y proyectos tan arriesgados que se constituyó jefe absoluto de los sediciosos, apoyándoles el atentado de interceptar un correo despachado por don Francisco de Mora al oficial comandante de los dragones provinciales que estaba en la hacienda del Jaral, situada a cuatro leguas del valle, y prestándose el mismo a abrirla y leerla en la plaza pública y concurrencia de la mayor parte del pueblo.

Esta violación de la fe pública puso la ciudad de San Luis en términos de experimentar su última ruina y a don Francisco de Mora en inminente riesgo de perder la vida, porque en su carta al comandante de los provinciales, creyéndole con mayores fuerzas, le instruía de los medios que podría tomar y de los parajes que debería elegir para atacar los siete barrios de la ciudad y facilitar al mismo Mora que saliendo del centro de ella al propio tiempo, cogiesen los rebeldes entre dos fuegos por el frente y las espaldas y previniendo el caso de que no tuviese bastante pólvora ofrecía suministrársela de una porción que se había salvado del saqueo hecho por los sediciosos en el estanco y que se hallaba escondida en el convento de carmelitas descalzos.

Con estas noticias entraron en furor los del Valle de San Francisco contra el autor de ellas que trataban de traidor y dando pronto aviso a los pueblos de San Luis y a los serranos del real de San Pedro se disponían a vengar la ofensa contra la ciudad y don Francisco de Mora, a quien particularmente acusaban de trato doble por haber escrito la carta aprehendida con fecha de 28 de junio, en que las repúblicas de los mismos pueblos otorgaron la escritura ya referida de paz y fidelidad; en cuyo conflicto tomó don Francisco de Mora la bizarra resolución de entrarse solo el día 30 del propio junio entre los indios del barrio del Montecillo, que eran los más ciegos, parciales de los serranos, y haciendo convocar a los principales de los otros barrios se ofreció a todos para que vengaran en su persona el resentimiento que contra él habían concebido, pero viéndolos suspensos o admirados con la acción de entregarse en manos de sus enemigos, empezó a satisfacerles con el hecho cierto de haber escrito la carta en la mañana del 28 y que la escritura no se extendió hasta la tarde y redoblando su eficacia y exhortaciones pudo conseguir, a expensas de estar con ellos desde la mañana hasta la media noche, que ratificaran la capitulación antecedente, aunque con la circunstancia irritante de que no habían de entrar soldados en la provincia y así lo ofreció entonces don Francisco de Mora por dar treguas a la necesidad y en el conocimiento fijo de no quedar obligado a cumplir una condición tan escandalosa que ella misma daba la última prueba de la traición y rebeldía de sus autores.

De resultas de este nuevo contrato escribió don Francisco de Mora al comandante de los dragones provinciales detenidos en el Jaral para que suspendiese pasar adelante porque su destacamento se componía sólo de 120 hombres que aún no habían recibido el armamento y para tranquilizar los demás pueblos y los serranos del real de San Pedro escribió también a todos los curas que noticiasen a sus feligreses el nuevo convenio en que habían entrado los barrios de San Luis, pero en este medio tiempo ya había el vicario del Valle de San Francisco empeñado todas sus acciones para hacer que aquellos naturales sobresalieran entre los demás rebeldes y con esta mira los tenía formados en compañías que de continuo se ejercitaban de su orden en el manejo de las armas, en tirar al blanco y en hacer centinelas a todas horas, así en el pueblo como sobre un cerro contiguo de él, por cuyas vertientes debía pasar la tropa que estaba en el Jaral; de forma que aquel eclesiástico, olvidando enteramente de la perfección de su estado, de las estrechas obligaciones del párroco y de la fidelidad de vasallo, usurpó la real jurisdicción en la publicación de bandos que extendió a su nombre y en la erección de una picota de ejecuciones que mandó poner en la plaza del pueblo y que se atasen a ella todos los pasajeros sospechosos que fuesen aprehendidos de noche en el camino o fuera de él, hasta que examinados por sí mismo determinara si merecían o no la libertad.

Llegó por fin su frenesí a tanto extremo que de continuo predicaba y persuadía a sus soldados (así los llamaba) que en oponerse a las entradas de las tropas del rey conseguirían el glorioso renombre de defensores de la patria y para más bien animarlos a semejante delirio se subió un día sobre la torre de la iglesia parroquial y desde ella les mandó que puestos de rodillas dijesen un acto de contrición y les absolvió para qué fuesen a pelear contra los dragones, porque le habían dado aviso equívoco sus espías de que entraban para San Luis por aquel camino, en el que hasta las cartas particulares no pasaban sin su examen y permiso, poniéndolo a continuación de ellas en tono de salvoconducto.

Tuve antes de llegar a San Luis Potosí algunos informes, aunque menos específicos, de los excesos cometidos por los del Valle de San Francisco a influjo y dirección de su teniente de cura, pero con el motivo de haber emprendido mi viaje por otro camino no pude verificar al paso la verdad de los hechos, y luego que los comprobé a mi arribo a la ciudad le escribí una carta para que pasara a ella, donde reconvenido en secreto y confesado extrajudicialmente sus desaciertos le puse recluso en el convento del Carmen con noticia que por atención di al juez eclesiástico, quien después concurrió como testigo autorizado con el padre prior del convento al acto de tomarle yo la declaración formal al reo, precediendo la anuencia del ilustrísimo obispo de Michoacán, a quien por cartas de oficio instruí del caso y sus circunstancias con el fin de evitar embarazosas disputas con la jurisdicción eclesiástica y dejar a salvo el ejercicio de la autoridad real y suprema, como corresponde en delitos de esta naturaleza, que notoriamente lo son de lesa majestad.

Repitió don Juan Eduardo García en su declaración judicial lo mismo que antes me había dicho en su comparecencia, y reconvenido de nuevo con lo que resultaba contra él de la causa de rebelión formada a sus feligreses, reconoció ser ciertos los cargos y los enormes yerros que había cometido, dando por única disculpa en su abono el accidente de demencia que padeció siendo jesuita y que supone haberle repetido inoportunamente en el crítico tiempo de las pasadas turbaciones. Y aunque me incliné a creer que este clérigo tiene más de fanático y loco que de veraz y sencillo, tomé la providencia de enviarlo bien escoltado con el otro reo de San Luis de la Paz al convento de carmelitas de esta ciudad, desde donde, si vuestra excelencia aprueba mi dictamen, me parece lo más conveniente que los remita ambos a España con sus causas para que el rey les dé la suerte o los mande poner donde sea de su soberano agrado, porque en este país en donde hay muchos frenéticos llenos de ignorancia y de malicia, no deben quedar los furiosos de esta clase que son los expresados García y Cuesta.

Sentenciada en 3 de septiembre la causa respectiva a los del pueblo del Valle, condené ocho de los principales sediciosos en pena capital, dos en la de azotes y presidio, siete a presidio perpetuo y veinte y seis por tiempo limitado, dando en esta determinación iguales providencias a las que tomé en las demás de los pueblos y partidos sublevados con el fin de asegurar para muchos años la sujeción y obediencia en que deben mantenerse y que les había hecho olvidar la constante impunidad y el universal desorden en que han vivido por largo tiempo los vasallos de este reino.

[Nota marginal: CAUSA DE LOS RANCHOS]

En la distancia de cuatro leguas de tierra tan fértil como amena que media entre la ciudad de San Luis y el cerro de San Pedro, estaban esparcidas más de cuatrocientas familias de rancheros que vivían a manera de fieras y a la devoción de los serranos, porque aquéllos proveen a éstos de agua, leña y mantenimientos de que carecen en el monte; y así fueron los moradores de los ranchos llamados de La Soledad y Concepción no menos perjudiciales y rebeldes que los mineros del real de San Pedro; pero como los más no tenían domicilio fijo y todos habitaban jacales dispersos y escondidos entre la espesura de muchos árboles y nopaleras que cubren el valle por aquella parte, escaparon los principales cabecillas de los rancheros, anticipando su fuga a las activas diligencias que hizo don Francisco de Mora para prenderlos y a las que se repitieron al mismo fin durante mi residencia en San Luis, por lo que de todos los reos que se prendieron de aquel partido sólo condené a uno en pena capital, que capitaneó en los tumultos, dos en la de azotes, cuarenta y tres a presidio perpetuo, sesenta y siete por tiempo de ocho y seis años y doce en la de destierro.

Con el objeto de reducir los rancheros a sociedad y población arreglada, haciendo vasallos útiles de los que eran antes vagos muy perjudiciales, visité varias veces el terreno, alargándome en una de ellas hasta la cumbre del cerro de San Pedro para exhortar a los trabajadores de la minería y a sus convecinos de los ranchos a que mudasen de conducta si querían tener felicidad temporal y eterna; y cortando las antiguas disputas que había entre los padres carmelitas, los diputados de minería y algunos dueños de haciendas sobre la propiedad de las tierras que disfrutaban los rancheros por título de ocupación y que pretendieron los serranos por la fuerza y el poder que se arrogaron ellos mismos, mandé demarcar el terreno preciso en el paraje de La Soledad para 365 casas de otras tantas familias de rancheros que se han unido con mucho gusto en el pueblo nuevo y les dejé señaladas las suertes de tierra que debe disfrutar y labrar cada familia, con prohibición absoluta de enajenarlas y el corto gravamen de pagar anualmente por ellas, ínterin no las rediman, una moderada pensión o censo a los dueños del suelo, con lo que éstos y los nuevos colonos se hicieron de mejor condición, los unos en cobrar algo de lo que antes tenían perdido y los otros en gozar pacíficamente un terreno donde en lo pasado vivieron con el sobrenombre de usurpadores.

[Nota marginal: CAUSA DE LA PLEBE Y DE LOS SIETE BARRIOS DE SAN LUIS POTOSI]

Dejo para lo último la causa de la plebe y barrios de la ciudad por haber sido ellos el centro a que tiraron sus líneas todos los sublevados y en que por lo mismo era preciso tomar las precauciones a medida de los males, después de haberlos examinado con la exactitud y prolijidad que permitían la angustia del tiempo y la multitud de ocurrencias. Fui comprobando en efecto el estrecho enlace de los reos de fuera con los principales de los pueblos que son arrabales de San Luis, especialmente la inteligencia de los serranos, primeros jefes de la conjuración, con las repúblicas de los barrios de San Sebastián, el Montecillo y Santiago, pues en la casa de Patricio Jacobo, gobernador de este último, se hallaron bien escondidas dos cartas originales de los del cerro de San Pedro que prueban con evidencia la estrecha liga que entre sí tenían y el último convenio que hicieron de ayudarse mutuamente para resistir a viva fuerza la entrada de la tropa, temiendo a impulso de sus propias conciencias el severo castigo que merecían por su rebelión y los escandalosos atentados que habían cometido en el transcurso de dos meses, contados desde el 10 de mayo hasta 8 de julio.

La prueba irrefragable que constituyen estos documentos y otros muchos de igual clase que se hallaron en manos de los reos y sobre todo la fuerza irresistible que tiene la verdad cuando se averigua con el solo fin de hacer justicia produjeron el pleno convencimiento y la paladina confesión en los más delincuentes de los principales, que lo fueron en esta causa el alcalde del Montecillo, los gobernadores de San Sebastián y Santiago y varios oficiales de la repúblicas o cabildos de aquellos tres barrios, íntimamente unidos en secreto con los serranos del real de San Pedro, pero tan disimulados al público que hicieron creer repetidas veces en el tiempo de las turbaciones que eran sus enemigos, o sus desafectos a lo menos, por lo que durante la actuación de los procesos costó no poco trabajo poner en claro las ocultas inteligencias que tuvieron y todas las artes de política con que sabían encubrir su traición; quedando probado desde ahora, en desempeño de los que no conocen los indios, que entre ellos no sólo se hallan hombres muy perversos y astutos sino que por lo general lo son todos para lo malo, aunque nazcan con menos dotes o proporciones que los demás racionales para todo lo bueno. Y si en esta expedición no hubiera examinado por mí mismo el interior y los corazones de más de tres mil naturales, entre indios, mulatos y otras castas, confieso a vuestra excelencia que no habría salido del error común en que estaba de conceder a los primeros alguna sinceridad y sencillez que se niega a los otros; pero lo cierto es que a todos los he hallado iguales en la malicia y que se habían puesto perfectamente de acuerdo para nuestro daño.

Actuada pues la causa respectiva a la plebe y barrios de San Luis Potosí condené a pena capital por sentencia de 5 de octubre último, ocho de los principales reos, en cuyo número fueron comprendidos Pablo Vicente Olvera, español natural de aquella ciudad, los gobernadores indios de los barrios de San Sebastián y Santiago y el alcalde del Montecillo, con otros oficiales de las tres repúblicas; en la de doscientos azotes y perpetua confinación al puerto de Acapulco a Marcelino Ximénez, gobernador antiguo del referido barrio de Santiago, por haber este indio naturalmente altivo y soberbio tenido la osadía de buscar en su casa a don Francisco de Mora el 21 de junio, pidiendo con amenazas que se le entregaran las cabezas de cuatro españoles europeos que habían defendido el día antes al alcalde mayor en el colegio de la Compañía y que salieran los demás gachupines desterrados para siempre de la ciudad, cuyas pretensiones le hubieran llevado al suplicio sino hubiese desistido de ellas a persuasiones del padre provincial de San Francisco y a diligiencias del mismo Mora.

También condené once reos a presidio perpetuo, treinta y tres por tiempo determinado de ocho y de seis años y siete a destierro perpetuo de la ciudad y su provincia. Pero supuesto que en esta sentencia y las demás ya citadas tuve por indispensable añadir otras providencias de justicia y gobierno para remedio de los daños experimentados antes, las referiré aquí en compendio y expondré en cada una la razón fundamental y principalísima que me movió a dictarlas, aunque en las mismas determinaciones están explicados los hechos capitales sobre que recayeron.

Justificada plenamente la secreta liga de los serranos con los seis barrios de la ciudad y que el séptimo nombrado Tlaxcalilla se resistió a entrar con ellos en la unión, pero que no la descubrió a los jueces como debía, fue consiguiente privar a los primeros de las prerrogativas de pueblos y del distintivo de que tuviesen gobernadores, alcaldes y demás oficiales de república, dejando al último con este honor, sino en premio precisamente de su fidelidad, en recompensa a lo menos de haber sus naturales ayudado con esfuerzo a rechazar los serranos, rancheros y otros plebeyos amotinados en la mañana del día 9 de julio. Y como entre los aliados del cerro de San Pedro se distinguieron en sus traidoras inteligencias las tres repúblicas del Montecillo, San Sebastián y Santiago, haciendo juntas de conjuración en las casas de comunidad, mandé quitarles la honrosa insignia de las armas reales y que jamás puedan servir para que sus naturales se congreguen en ellas.

Concurrieron todos los siete barrios al otorgamiento de las escrituras de 28 y 30 de junio y por haber capitulado en la última, con arrogancia escandalosa, que no habían de entrar las tropas del rey en aquella ciudad ni su distrito, les condené, como a los demás que se sublevaron, en parte de satisfacción por semejante agravio, a que cada tributario pague doce reales en término de tres meses para costear el armamento de las milicias provinciales de infantería y caballería que se han levantado y han de servir para asegurar en lo venidero la sujeción y obediencia en aquella provincia, siendo justo que los rebeldes de ella paguen el azote que ha de contenerlos y que puede castigarlos.

No pagaban el tributo en los reales de minas del cerro de San Pedro y Guadalcázar y se satisfacía por igualas o ajustes, con rebaja de una mitad en los pueblos y partidos sujetos a la alcaldía mayor de San Luis Potosí; y para desterrar este abuso contrario a las leyes y a la razón y al interés público de la corona, mandé que todos contribuyan por exacto padrón y cuenta formal el importe íntegro del tributo que deben al soberano en reconocimiento de su supremo dominio y del vasallaje de ellos.

Se había hecho general en las últimas revoluciones el atrevimiento escandaloso de capitular los rebeldes con los jueces y magistrados de los pueblos y aun con personas particulares, en ofensa de la soberanía, de la autoridad legítima que se deriva de ella y de la pública tranquilidad, con que para abolir de una vez tan perniciosos ejemplares hube que declarar que en ningún caso, por extraordinario que sea, podrán los vasallos tener osadía de proponer condiciones con el fin de impedir el ejercicio de la justicia ni las órdenes superiores del gobierno, bajo la pena de ser castigados como traidores por el mismo hecho de oponerse a la ejecución, privando por consiguiente a los jueces de poder conceder ni oír semejantes capitulaciones, porque sería, en mi concepto, menos perjudicial y escandaloso que un magistrado diese su garganta al cuchillo que el convenir o acceder a proposiciones que vulneraren los altos respetos de la majestad o las reglas inalterables de su justicia.

[Nota marginal: PROVIDENCIAS ESPECIALES PARA CONTENER LOS INDIOS]

En conformidad de lo que mandan las leyes de estos reinos y bajo las penas que ellas y los repetidos bandos imponen, reiteré la prohibición de que los indios y demás plebeyos lleven armas blancas o de fuego y también mandé que los primeros y las indias vistan su propio traje, para que se distingan de las demás castas con las cuales se habían confundido en perjuicio del Estado, queriendo ya a fuerza de la muchedumbre que todos juntos componen avasallar y aun extinguir la nación conquistadora y dominante. Pero con la evidente experiencia de que nada ensorbece tanto a los indios como el tener caballos y andar en ellos, previne en mis sentencias se observe en este punto la ley real de estos dominios que irremisiblemente lo prohíbe, habiendo conocido bien los supremos y sabios legisladores que la dictaron que a estos naturales no se les puede sacar sin riesgo de la humilde condición en que los puso el Creador cuando negó al país en que nacieron aquellos nobles brutos que sujetándose generosamente al hombre le prestan un cierto valor con que se aumenta su natural esfuerzo; y en ningunos con tanta propiedad como en los indios se verifica el común proverbio de que no hay hombre cuerdo a caballo.

Las concurrencias libres del bajo pueblo son arriesgadas en todo el mundo y en éste de la América se aumentan los inconvenientes al paso que es mayor el libertinaje, general la desnudez, exterior la religión y el pudor ninguno; en cuyos indubitables supuestos procedieron las antiguas leyes y ordenanzas a prohibir a los indios y aun a las gentes de otras clases que se congreguen ni junten sin expreso permiso y asistencia de los ministros reales, y por lo mismo repetí en mis determinaciones esta justa providencia y también dispuse que las casas y jacales de que se componen los barrios de San Luis se pusieran en regular formación de calles y con las puertas a ellas porque todas, o las más, estaban cercadas y tenían las entradas escondidas para vivir en la superstición y con el desarreglo doméstico que en todo acostumbran los indios cuando se ocultan a los ojos del público.

La política y el valimiento de los religiosos de la Compañía hicieron establecer por regla bien antigua para todas sus misiones que en ellas no se permitiera avecindarse a los españoles europeos ni del país, con la mira, entre otras, de que no fuesen testigos de su gobierno, y con la incongruencia de querer persuadir a los neófitos las verdades infalibles y la suma bondad de una religión cuyos profesores les pintaban de aborrecibles costumbres. Y de este errado principio, a que ya se ha puesto oportuno remedio en las últimas instrucciones dadas para la expulsión por el excelentísimo señor conde de Aranda, habían los indios civilizados y reducidos a feligresía introducido el abuso de no permitir españoles en sus congregaciones y pueblos, por lo que declaré en la última sentencia que no tienen facultad ni derecho alguno para impedirlo.

Como entre los grandes estragos que hicieron los rebeldes en sus repetidas invasiones contra los jueces y principales vecinos de San Luis habían destruido las casas reales de cabildo y la cárcel pública, me fue preciso tomar providencia separada para que se hiciesen de nuevo con las oficinas de la caja real, de materiales más sólidos y en mejor terreno, comprendidos en uno de los cuadros que hacen fachada a la plaza mayor; y para que esto sea a expensas, como corresponde, de la multitud del bajo vulgo que causó los daños, mandé en la misma sentencia que los jornaleros de la plebe de la ciudad y los naturales de los barrios y otros pueblos circunvecinos, sin comprender a los ministros, alternen por cuadrillas y según las listas que deben formarse a trabajar en la construcción de los nuevos edificios, pagándoles el jornal puramente necesario para su manutención, y por fondo para costear estas obras dejé aplicado, con acuerdo de la ciudad y diputados de su común, compuesto de hacendados, de comerciantes y de mineros, un arbitrio que se paga en la alhóndiga sobre el maíz que se vende por menor a precios ínfimos.

Me pareció que sería muy importante que los pueblos entendiesen los justos fundamentos de estas providencias y para ello dispuse que concurrieran en la plaza mayor, donde leída la última sentencia antes de su ejecución en los reos condenados al suplicio, les expliqué en un discurso vehemente y claro las severas penas con que siempre castigó Dios el enorme delito de la rebelión en el cielo y en el mundo, les referí en prueba de estas verdad los ejemplos más notorios de los libros sagrados, les reconvine con las circunstancias más notables y horrorosas de sus repetidas sediciones y comparando la gravedad de sus escandalosos excesos con el pequeño número de ajusticiados y la equidad de las otras providencias, les manifesté que más eran remedios que castigos para enseñarles la estrecha obligación en que quedaban de tener suma reverencia a Dios, gran fidelidad al rey y verdadero respeto a los ministros de la religión y del gobierno. Y aunque hayan llegado a los oídos de vuestra excelencia algunas alabanzas no merecidas de aquella oración y la que hice en Guanajuato, sólo es cierto que mi celo y eficacia suplieron en una y otra todos los vacíos de la elocuencia.

Otras varias providencias de economía y gobierno tuve que dar en aquella ciudad para dejarla en algún régimen y en más lustre del que tenía, porque hallé compuesto su ayuntamiento de sólo dos regidores, que ambos eran meros tenientes de los oficios y el uno servía al mismo tiempo la vara de alcalde ordinario, de suerte que carecía el público de un magistrado competente, de ciudadanos que cuidaran de la economía y de la policía que debe haber en una población tan recomendable como lo es la de San Luis Potosí, pues sobre el crecido número de sus habitantes, en que comprende poca nobleza pero mucha plebe, se halla dichosamente situada en uno de los más hermosos, fértiles y templados valles de este reino y sus edificios públicos y particulares son de una arquitectura bastantemente exquisita y suntuosa para la América.

De los vecinos más principales, acaudalados y celosos, quedaron elegidos seis para regidores anuales, que con los dos perpetuos componen ya un ayuntamiento de ocho capitulares, número indispensable aun por la ley para una ciudad como aquélla, y a fin de ponerla en orden dispuse que se dividiera en diez cuarteles, con inclusión de los siete barrios de indios, para que cada uno de los regidores y alcaldes ordinarios cele y cuide privativamente del suyo, facilitando así el mejor gobierno y la importancia de que se tenga noticia y se hagan exactos padrones del vecindario con la debida distinción de clases, como los mandé ejecutar en todos los pueblos de aquella provincia y la del Venado, con el fin entre los demás de asegurar el cobro íntegro del real tributo, en cuyo ramo, finalizada la operación que se está haciendo, tendrá su majestad más de una mitad de aumento y no será mucho que llegue a un tres tantos.

Para que las rentas públicas de propios y arbitrios de la ciudad y su alhóndiga se administren y distribuyan con la exacta cuenta y razón que son debidas y el rey tiene mandado establecer en todos los pueblos de sus dominios, dejé dispuesto que estos caudales se pongan semanariamente en arca de tres llaves, que han de tener el alcalde mayor, el tesorero oficial real de la caja, encargado en la dirección de la nueva obra, y un capitular, el que la ciudad eligiera a estos efectos; y la misma providencia tomé con otro arbitrio que satisface voluntariamente la minería, de un real en cada marco de plata para los gastos que se ofrecen hacer en beneficio común de su gremio, bien que con la diferencia de estar en poder de sus diputados una de las tres llaves del arca separada en que debe ponerse el producto de ese arbitrio, cuya inversión dio causa o pretexto a los serranos del real de San Pedro para sus primeras conmociones y alborotos.

La dicha oportunidad de hallar en San Luis un vasallo fiel tan distinguido y generoso como don Francisco de Mora, que durante la expedición de aquella provincia y las inmediatas supo mantener más de mil hombres armados a su costa, y el examen de los estragos que había sufrido aquella ciudad y los otros pueblos que se vieron invadidos por los fascinerosos y conjurados a causa de no tener los leales unión, armas ni jefes, me presentaron a la idea el plan de milicias provinciales, con la ventaja de estar muy poblada de labradores honrados toda la tierra de la jurisdicción de San Luis y la inmediata de Charcas, con lo que aprobado por vuestra excelencia el proyecto de levantar allí las milicias de infantería y caballería encargué al mismo don Francisco de Mora para que, como práctico de país, hiciera formar las compañías que pudieran componerse de gente escogida y de conocidas obligaciones y facultades, creyendo en los principios que se conseguiría erigir un mediano cuerpo de tropa provincial, pero en breve tiempo se me presentaron diez compañías de infantería, siete de la ciudad y tres de Guadalcázar, Ríoverde y Pinos y cuarenta y seis de caballería ligera, cuya muestra tiene vuestra excelencia actualmente a la vista en un escuadrón de doscientos hombres que ha conducido don Francisco de Mora a sus expensas y por esto excuso hablar de la ventajosa calidad de esta tropa, pues toca a vuestra excelencia regular si será útil en la ocasión y más cuando en nada gravan estas milicias a la Real Hacienda, pues hasta su armamento se ha pagado por los pueblos que se rebelaron.

En consideración a que el primer objeto de estos cuerpos provinciales que se han compuesto de hombres honrados y fieles y de bienes conocidos es el de mantener en tranquilidad y obediencia los pueblos y en consecuencia de haber vuestra excelencia nombrado a don Francisco de Mora por coronel comandante de la infantería y caballería que hacen la Legión de San Carlos, convine con este jefe y los subalternos de ambos cuerpos que las compañías de San Luis hagan por semanas las guardias y rondas de la ciudad y que todas las de caballería envíen a ella cada mes un soldado de piquete, como ya lo hacen, para que patrullen de noche y haya cuarenta y seis hombres armados y prontos a toda hora que auxilien la justicia y ocurran a cuanto pueda ofrecerse del servicio del rey, seguridad de sus caudales y bien del público, sin que este importante resguardo ni el tiempo de las asambleas cuesten tampoco cantidad alguna a su majestad, porque cada compañía mantiene con mucho gusto su soldado de orden y nada se les propusiera en este tiempo que no hiciesen, viendo en él la época feliz de que se haga justicia con los malos y que se premie el mérito y la fidelidad de los buenos.

Hasta el día 11 de octubre me fue preciso mantenerme en San Luis Potosí para finalizar todas las causas que ocurrieron y dar, además de las expresadas providencias, otras muchas de que está vuestra excelencia instruido y no las refiero por no hacer este informe más prolijo; y en el siguiente día 12 salí de aquella ciudad para Guanajuato, habiéndose anticipado en tres divisiones la tropa que me acompañaba, con la que entré el 16 por la mañana en la misma forma y orden que se ejecutó en San Luis de la Paz y en San Luis Potosí.

Había de antemano encargado al sargento mayor don Pedro Gorostiza, al ayudante de dragones don Juan Velásquez y al alcalde mayor de aquella ciudad y su provincia que fueran examinando los reos aprehendidos antes y después del bloqueo, y en esta providencia encontré adelantadas las sumarias de más de seiscientos delincuentes que había en las cárceles; y entregándome desde luego al ingrato y continuo trabajo de ratificarlos a todos y tomarles sus confesiones, pude concluir y sentenciar la causa en 6 de noviembre próximo, condenando a pena capital a nueve de los principales tumultuarios, cinco a la de doscientos azotes, treinta a presidio perpetuo, ciento treinta y cuatro al mismo destino por tiempo limitado y once a destierro de la provincia para siempre.

Los demás comprendidos en la causa fueron absueltos y puestos en libertad con la conminación y amonestación que les hacía por mí mismo a fin de darles a entender la gravedad del delito de inobediencia y la excesiva equidad con que los trataba, aunque no estuviese individualmente probada la concurrencia de ellos a los escandalosos motines y alborotos que tantas veces habían afligido a Guanajuato. Y con la mira de que permanezca más tiempo la memoria del castigo, mandé en la sentencia que las cabezas de ocho ajusticiados quedaran sobre otras tantas picotas en las cumbres de los mismos cerros que habían sido los baluartes de los amotinados y desde donde hicieron la más cruel guerra a la ciudad, inundando de piedras la mayor parte de ellas, de suerte que en la casa de la caja real en que estuve alojado vi empedradas dos accesorias y que aun había sobrado una gran porción de piedras de las que tiraron al patio y corredores de la misma casa desde el cerro nombrado de San Miguel.

En la mañana del día 7, destinado para la ejecución de justicia, mandé concurrir a la plaza todas las cuadrillas de la minería y una gran parte de la plebe de la ciudad, para que intimada a todos la sentencia, que se les leyó desde un balcón de mi posada, oyeran el discurso que les hice como en San Luis Potosí, y comprendieron a vista del castigo en tan pocos reos que no correspondía ni a la calidad de los delitos, ni menos a la excesiva multitud de los autores y cómplices en ellos, pues en el solo transcurso de un año se habían repetido en aquella ciudad hasta seis tumultos escandalosos, acabando de acreditar en ellos la verdad con que en todo el reino se tenía a Guanajuato por centro de la infidelidad y origen de las públicas osadías que a su ejemplo se habían experimentado en tantos pueblos y provincias.

No esperaban seguramente ni aun los más piadosos del clero y las religiones que hubiese sido tan reducido el número de los ajusticiados en Guanajuato, pero haciéndome cargo que si el ver nueve delincuentes en el suplicio y puestas luego ocho cabezas donde recuerden por muchos años el castigo no era bastante a labrar un completo escarmiento en aquella plebe y los mineros sería inútil otro mayor rigor, me propuse suplir con serias amenazas y las más vivas exhortaciones lo que faltaba de mayor severidad a la justicia y poniéndoles delante de los ojos toda la malicia y fealdad de las ofensas que habían cometido contra Dios, el rey y el prójimo, les hice conocer que para lavar sus yerros y no experimentar el último estrago en la venganza que quedaba por cuenta del cielo, debían mudar enteramente de conducta, convirtiendo en obediencia y sujeción lo que antes fue en ellos desarreglo, ferocidad y espíritu de independencia.

Han dado ya señales y aun pruebas nada equívocas de que se dejan labrar de la razón cuando el temor del castigo los hace venerar la justicia, dándonos en ello a conocer con evidencia que en el bajo pueblo hace tantos estragos la demasiada tolerancia como el sumo rigor que degenera en tiranía. Lo que no tiene duda es que acostumbrados los mineros y la plebe de Guanajuato a no reconocer vasallaje al soberano en pagar el real tributo, pretendieron por el mes de junio del año anterior de sesenta y seis extinguir o minorar considerablemente el derecho de alcabala y que el estanco del tabaco corriese a medida de su antojo, pero aunque entonces consiguieron autorizar sus caprichos y que la indulgencia con que se aprobaron los dejase más insolentados, ahora se han convenido con alegre y gustosa resignación a que se recauden las alcabalas con arreglo al arancel y a satisfacer íntegramente el tributo real, confesando que lo deben a su rey y señor por tan legítimos títulos como que de lo contrario no merecerían vivir en sus dominios.

En la última rebelión de la plebe y minería de Guanajuato, que duró los tres primeros días de julio de este año, se oyeron las sacrílegas blasfemias que resonaron en muchas otras partes con el motivo de la justa resolución de su majestad en que mandó extrañar los jesuitas de todos sus dominios y también se repitió el execrable atentado de no respetar la suprema deidad en la hostia consagrada que sacó y expuso al pueblo el cura de la parroquia principal con el fin de sosegar la furia de los sediciosos que le precisaron a entrarse en la iglesia huyendo de las piedras que tiraban; y como estos enormes delitos estremecen aun a los mismos autores de ellos cuando se les llama la atención a que consideren su gravedad, conocen hoy los que fueron delincuentes en Guanajuato y demás pueblos sublevados que si han conseguido esconder su crimen a la justicia humana no pueden ocultarlo a la divina, cuyos castigos son tanto más temibles cuanta es la diferencia que hay de lo limitado a lo infinito.

Con estas consideraciones y otras que procuré fijar en los corazones y en la memoria de los mineros de Guanajuato y de los pueblos de San Luis Potosí, han reconocido la piedad con que se les ha tratado y con tal que se cuide en lo sucesivo de mantenerlos en las reglas de subordinación que ahora se ha n establecido y que se mejore el ruinoso sistema con que se gobiernan las provincias subalternas de este imperio me atrevería a dar positivas seguridades a vuestra excelencia, no sólo de que el escarmiento y la enmienda serán de larga duración sino también que los mismos comunes de los pueblos castigados se mejorarían mucho en beneficio de ellos y en pública utilidad del rey y la nación.

Séame permitido a este propósito exponer a vuestra excelencia, en honor de la verdad, que me ha entrado por los ojos el desbarato y descuaderno universal en que están todas las provincias sujetas a su mando por no tener ellas jefes subalternos que sean capaces de conocer los males que sufren, ni de aplicar los remedios de ellos o de informar al superior gobierno siquiera para instruirlo, y aunque esta verdad tenga en vuestra excelencia el convencimiento de la experiencia propia, regulo por inseparable de mi fidelidad y ministerio la obligación de representar en este informe con los ejemplares de San Luis Potosí y Guanajuato, que siendo provincias las más favorecidas por la naturaleza en la respectiva abundancia de frutos, metales y otras exquisitas producciones, caminan precipitadamente a su ruina, y a igual paso corren las demás por faltarles magistrados que las gobiernen y fomenten, pues los alcaldes mayores a quienes únicamente están confiadas ni tienen facultades para hacer bien a los pueblos (que en la realidad destruyen muchos con la mira de enriquecerse) ni son hombres, por lo regular y por su infeliz suerte, de quienes deba esperarse que se dediquen a promover los intereses públicos ni la felicidad de los particulares, cuando a ellos no se les da con qué comer y se les cobra media anata con dieciocho por ciento de premio de un sueldo que nunca se les paga, poniéndoles por consiguiente en la triste necesidad de aplicar su industria toda para sacar con qué mantenerse y pagar los muchos empeños que traen contraídos cuando llegan a tomar posesión de sus empleos.

Si la provincia de San Luis Potosí, en que don Andrés de Urbina por su notorio desinterés no puede mantenerse, tuviera un jefe dotado de sueldo y autoridad, valdría mucho más de lo que hoy produce, porque sobre un considerable número de poblaciones, comprende más de sesenta leguas de longitud y tiene dos reales de minas que se hallan en decadencia por falta de dirección y fomento. Y si Guanajuato, ciudad tan populosa o más que México, produce a la Real Hacienda cada año de quinientos a seiscientos mil pesos sólo en quintos de plata cuando sus minas [están] en inferior fortuna ¿qué no daría poniendo en ella un magistrado capaz de gobernar con integridad y acierto? Pues a la verdad, señor excelentísimo, que las ásperas barrancas de Guanajuato son piedras muy preciosas de la corona que ciñe las reales sienes de nuestro augusto amo para que se entreguen, o más propiamente se abandonen, a las indiscretas manos y a la infeliz conducta de un alcalde mayor, cualquiera que sea en su línea, que no trae más instrucción ni proporciones que la de buscar medios de enriquecerse con perjuicio del rey y sus vasallos, haciéndose odioso a todos.

Entretanto que estos desengaños públicos hacen mudar tan ruinosa constitución y establecer aquí la que se observa en la monárquica metrópoli, como lo han hecho todas las potencias en sus respectivas colonias, expondré por fin en cuanto a Guanajuato que consultando a su perpetua quietud y adaptando a ella en lo posible las providencias que tomé en San Luis Potosí se ha establecido también una legión nombrada ya del Príncipe, que se compone de un batallón de infantería y de veinte y tres compañías de caballería ligera y de éstas se mantiene de continuo un piquete de cuarenta y seis hombres con los mismos fines y ventajas que el de San Luis Potosí, pues asegura la sujeción de aquel gran pueblo y nada cuesta al erario, por satisfacerse su prest de un arbitrio establecido ahora a instancia de la ciudad, minería y comercio para mantener este resguardo y construir un camino con el sobrante de su producto anual.

La evidente importancia de estos dos objetos es bien recomendable y no es menos urgente la necesidad de abrir camino que facilite la comunicación y comercio de Guanajuato con los demás del reino, por no tener otra entrada ni salida transitable que la cañada de Marfil, expuesta en tiempo de aguas a frecuentes avenidas que diariamente causan considerables averías y lastimosos estragos en los trajineros, siendo aquélla una población que recibe de fuera todas sus provisiones. Y debiéndose notar que el arbitrio impuesto sobre el maíz y la harina es el mismo que por leyes y ordenanzas de las alhóndigas se debe cobrar en ellas, quedó exceptuado en favor de las minas todo el grano necesario para el abasto de ellas y de las haciendas de beneficiar metales.

Dispuse también que los productos de este arbitrio y los de las otras rentas de la ciudad, que ascendían mal administradas a más de quince mil pesos cada año, se pongan en arca de tres llaves y con la misma intervención que en San Luis Potosí, para que estos caudales públicos se recauden y destinen conforme a los útiles fines de su institución, porque en todas partes tiene la experiencia acreditado que el manejo de muchos en los bienes de la comunidad o república corre los riesgos del abandono con que se miran o de la poca economía con que se gastan, y de consiguiente necesitan de más estrechas precauciones y reglas que el patrimonio de los particulares.

Con estas consideraciones y a fin de que en Guanajuato se promueva con eficacia el beneficio público, previne al ayuntamiento, compuesto de siete capitulares, que para principios de año hagan convocar los individuos más distinguidos del comercio y vecindario para elegir y proponer a vuestra excelencia cuatro de los mejores entre ellos, que con nombre y destino de diputados del común celen y coadyuven a cuanto se reconozca útil y conveniente al pueblo y la minería, que es el primer manantial de su subsistencia y riqueza. Estos diputados, que sabiamente se han establecido en España con ventajas conocidas de los comunes, los regulo tanto más indispensables en Guanajuato cuanto es cierto que los siete capitulares, aunque se ocupasen todos, no bastan a cuidar de los cuarteles y barrios en que mandé dividir aquella numerosa población y que se hagan padrones de sus habitantes a efecto de saber los que son y facilitar la cobranza del real tributo, que por la sentencia de la causa cometí al alcalde mayor, con precisa intervención de los oficiales reales.

La mayor dificultad sobre estos dos puntos de padrones y exacción de tributos consistía en el gremio numeroso de los trabajadores en minas y haciendas de beneficiar metales, porque se compone de tanta clase de oficios y ocupaciones que son los operarios de tan diferentes castas y países que parecía imposible a la primera vista reducirlos al buen orden y método de matrícula; pero con el justo empeño de conseguirlo arbitré el medio de convocar a una junta general todos los administradores y mandones de minas y haciendas y encargando a cada uno empadronase con exactitud y uniformidad sus respectivas cuadrillas, les expliqué después las sencillas reglas que había discurrido para que ellos, teniendo en sujeción los operarios y jornaleros, pudiesen responder de su quietud y de satisfacer fácilmente el importe del tributo y aun el de las bulas, poniéndolo en la caja real al fin de cada año.

A todo se convinieron gustosos confesando ser fáciles y únicas las reglas que les propuse, sin embargo de que les repetí muchas veces que expusieran con lisura y libertad cualquier inconveniente que advirtiesen en la práctica, porque estoy muy lejos del amor propio para enamorarme de mis dictámenes y mucho más cuando se trata del bien público y del servicio del rey.

Reduje pues a dos reglas simples toda la importancia del buen orden y sujeción en que deben vivir los operarios de la minería, y del modo fácil e insensible con que han de contribuir el justo reconocimiento del vasallaje y aun la corta limosna de la bula de la Cruzada, que los más de ellos necesitan si han de cumplir con el precepto anual de la Iglesia. La primera consiste en que dejando mutuamente a los administradores y mandones la facultad de despedir al operario que no les convenga mantener en su mina o hacienda y a los jornaleros o sirvientes la libertad de irse a buscar ocupación en otra parte, deben éstos sacar de aquéllos el atestado de bien servido para que se le pueda admitir en distinta mina o hacienda del distrito; porque antes sucedía, con la desenfrenada licencia de mudarse de una parte a otra, que robaban, herían y aun mataban sin riesgo de ser aprehendidos ni entregados a la justicia y por lo mismo no vivían en subordinación ni destino fijo, en lugar de que ahora lo han de tener por precisión para merecer el certificado de haber cumplido y poder hallar cabida con otro administrador o mandón. Y la segunda se reduce a que semanariamente se descuente a cada trabajador medio real de su soldada, con lo que al fin del año les sobra dinero para satisfacer el tributo y la limosna de la bula, quedando a cargo de los administradores poner el importe en las cajas reales y entregar el resto a los contribuyentes; cuyo medio suave aplaudieron ellos con excesivas demostraciones de regocijo, viéndose, al mismo tiempo que lo supieron, con el indulto general que les concedí a nombre de su majestad y de vuestra excelencia por las turbaciones pasadas, exceptuando sólo los que fueron principales cabecillas y que nunca conviene queden en libertad.

Para cuidar que estas providencias y otras de menor nota que di en Guanajuato tengan la debida ejecución dejé encargado al licenciado don Fernando de Torija, que comisionó vuestra excelencia para la expulsión de los jesuitas y a quien yo subdelegué la visita de aquella real caja. Y recomendando al sargento mayor don Felipe Barri el punto de la instrucción de milicias, le dejé una compañía de pardos de Guadalajara para mantener el pueblo en respeto entretanto que se vestía y armaba la legión, cuyas compañías provinciales han empezado ya sus asambleas, y luego que esté disciplinada parte de la caballería vendrá un escuadrón de ella para presentarse a vuestra excelencia con el coronel don Tomás de Lizeaga, sujeto verdaderamente digno del empleo por el espíritu y valor con que acreditó muchas veces y especialmente el día primero de julio, en que se presentó a la multitud de los sublevados y haciéndoles cara con los siete hombres, mató diferentes de ellos y salió muy mal herido por la generosa temeridad de no querer volver la espalda a la muchedumbre de los rebeldes.

Partí de Guanajuato el día 11 de noviembre y entré en Valladolid el 14 del mismo, sin darme a conocer hasta estar en el colegio de los jesuitas, por evitar todo embarazo y detención cuando me hallaba precisado con las órdenes de vuestra excelencia a no perder instante a fin de acelerar mi vuelta a México; y con esta mira se hallaba ya en Valladolid el licenciado don Juan Valera, subdelegado de mi visita, a quien vuestra excelencia se sirvió comisionar para que tomando mis instrucciones finalizase las causas de Pátzcuaro y su provincia, cuyas sumarias estaban ya empezadas en virtud de autos de comisión que remití desde Guanajuato a don Fernando Mangino, puntualísimo ejecutor de la expulsión de los jesuitas en Valladolid, al alcalde mayor de aquella ciudad y a otros que habían practicado la prisión de los reos con la instrucción y órdenes que di a don Juan Manuel Bustamante antes de salir de San Luis Potosí.

[Nota marginal: INQUIETUDES DE PÁTZCUARO Y MEDIOS PARA HABER ASEGURADO A SUS AUTORES]

Las maquinaciones sediciosas de Pedro de Soria Villarroel, gobernador indio de Pátzcuaro, y las escandalosas inquietudes que en aquella ciudad y en el pueblo de Uruapan se habían verificado desde el año antecedente excitaron el justo enojo de vuestra excelencia con el vivo deseo de que se castigasen los infames autores de la rebelión y a este fin comprendió especialmente en el decreto de mi comisión el encargo de castigar los delincuentes de Pátzcuaro y su distrito, que después reiteró vuestra excelencia por órdenes dirigidas a este mismo intento; pero con el de no aventurar la importancia de su ejecución fue preciso diferir algún tiempo las disposiciones para prender los reos, haciéndoles creer o esperar que los cuidados de las otras provincias alzadas nos había hecho olvidar los delitos de ellos, y que en esta persuasión no buscasen asilo en las ásperas sierras de Michoacán.

Con efecto se logró adormecer los recelos de los rebeldes de Pátzcuaro y su provincia con el estudiado descuido de no haber en dos meses tomado providencia alguna en toda la comprensión de ella, cuando se daban las más activas y eficaces para las otras donde hubo conmociones o prudentes sospechas de que se suscitasen. Pero aun entonces restaban no pequeñas dificultades que vencer para conseguir completamente la aprehensión de los sublevados, no sólo por las distancias en que se hallaban los piquetes de infantería y dragones que vuestra excelencia destinó conmigo y que necesité ocupar en las expediciones del Venado, Guadalcázar y otros pueblos, además de la custodia de los reos, sino también porque moviéndose la tropa veterana llegarían anticipadas las noticias a la provincia de Pátzcuaro y los inquietos hubieran ganado la montaña, imposibilitando con la fuga su castigo; y con el empeño de precaver estos riesgos di orden reservada al sargento mayor don Pedro Gorostiza, que comandaba en el cerco de Guanajuato, para que me enviase con el mayor secreto a don Juan Manuel de Bustamante, capitán de las milicias que destinó la ciudad de Valladolid en virtud de las órdenes circulares de vuestra excelencia y que ha mantenido a su costa durante la expedición.

Fue Bustamante a San Luis Potosí y manifestándole la idea que me había propuesto de licenciar en apariencia las milicias de su mando para que de verlas retirar con este público motivo no recelasen el golpe los delincuentes de la provincia de Pátzcuaro, le di instrucción para que llegando a las cercanías de ella tomase gente armada del país con el pretexto de haber recibido contraorden de volver a reforzar el bloqueo de Guanajuato, cayese en una noche sobre Uruapan y demás pueblos sublevados, remitiendo al comandante de los dragones de Querétaro que había en Pátzcuaro una carta mía dirigida a que prendiese al gobernador Soria y demás cómplices que hubiese en aquella ciudad, ejecutándolo a la hora precisa que le señalaría Bustamante.

Éste dispuso el todo y ejecutó la comisión con tanta exactitud y acierto que en la noche del 26 de septiembre se prendieron en la ciudad de Pátzcuaro y su distrito cerca de cuatrocientos reos, entre motores principales y cómplices de los repetidos tumultos que hubo en aquella ciudad y el pueblo de Uruapan, siendo el principal de todos el gobernador Pedro de Soria, pues había atraído a su facción muchos millares de indios que venían de largas distancias a hacerle la guardia, entrando él con estas distinciones en las soberbias y locas ideas de hacerse independiente.

A consecuencia de la prisión general que se hizo a la misma hora en toda la provincia, se fueron practicando otras particulares de muchos que resultaron complicados en los escandalosos alborotos de Uruapan y Pátzcuaro y en la facción del gobernador Soria, que se había erigido en despótico de ciento trece pueblos que sujetó a su gobierno y en los cuales hacía obedecer sus mandatos con más prontitud que si dimanaran del superior gobierno de vuestra excelencia. Es verdad que la incomparable altivez de aquel indio tendrá pocos ejemplares en los de su nación, pero también es cierto que fomentaba mucho su soberbia la irregular constitución de autorizar a un herrero (ese oficio tenía Pedro de Soria, conocido por Armola) para que gobernase en jefe una ciudad capital y su dilatada provincia, pues el alcalde mayor de ella reside en Valladolid, distante doce leguas de Pátzcuaro, y su ministerio falto de facultades no es capaz de imponer respeto aunque recayera en sujeto de mayor graduación, porque en todo país es poco apreciable un empleo sin autoridad ni sueldo y los tribunales de aquí han contribuido mucho a desacreditar estos oficios.

[Nota marginal: CAUSA DE VÁLLADOLID, PÁTZCUARO Y URUAPAN]

Encontré en las cárceles de Valladolid más de cuatrocientos cincuenta reos, entre los cuales era el principal el gobernador Armola, que desde el principio previne lo condujeran a aquella ciudad con su mujer, y al mismo tiempo me instruí de que en Pátzcuaro había cerca de otros ochenta presos que mandé traer a Valladolid. Pero considerando que de venirme a México sin concluir y determinar aquellas causas se ofrecían a don Juan Valera algunos embarazos y no pocas detenciones, [me] resolví a hacer la última prueba de mis fuerzas y aumentando los comisionados para que examinaran más de doscientos reos que no habían declarado, los repartí tomándoles antes su juramento y me puse a ratificar y recibir las confesiones de los que ya tenían hecho su proceso sumario, auxiliado para esto del mismo Valera, en virtud de la comisión que vuestra excelencia le había dado, y en cinco días pusimos las causas en estado de sentencia.

Las determiné con las mismas separaciones que las habían formado para que no se confundiesen los delitos de los reos, y siendo tres los procesos, condené en el respectivo a Valladolid un reo a pena capital y otro a presidio perpetuo, y en la causa de Pátzcuaro impuse penas de horca al gobernador Pedro de Soria y a un mulato que había sido de los principales motores de los tumultos, previniendo que las cabezas de ambos se pusieran en picotas sobre el sitio de las casas que habitaron; en la de doscientos azotes condené también a veinte y cuatro reos, veinte en la de presidio perpetuo, veinte y cuatro por tiempo limitado y veinte y nueve en la de destierro.

En la causa de Uruapan, por las graves circunstancias que intervenían en ella, fue preciso aumentar el número de los ajusticiados y así fueron diez los delincuentes condenados a horca, veinte y cuatro en la pena de azotes, trece en la de presidio perpetuo, uno por tiempo de ocho años y diecisiete en la de destierro. Y para dar aquí una breve noticia de los delitos sobre que recayeron estas tres sentencias debo recordar a vuestra excelencia que con motivo de haber ido a Valladolid don Felipe Neve, sargento mayor de caballería, a la formación de milicias provinciales, se sublevó parte de la plebe de aquella ciudad el día 1 de septiembre y estando con el alcalde mayor en la plaza pública a fin de que se midieran los alistados, les insultó el pueblo arrojando sobre el juez y comisionado una lluvia de piedras que les obligó a retirarse con bastante riesgo y a suspender enteramente por entonces el cumplimiento de las ordenanzas superiores en que entendían; pero averiguado ahora que Miguel Flores, indio avecindado en uno de los barrios de Valladolid, fue motor principal de aquel tumulto y que le siguió con otros muchos Estanislao Quiles, impuse al primero la pena capital y la de presidio perpetuo al segundo.

Pasó luego don Felipe Neve a la ciudad de Pátzcuaro con un teniente que le acompañaba a efecto de ayudarle en el alistamiento y formación de milicias, pero experimentó aun mayor revolución en aquel pueblo, porque siguiendo el mal ejemplo del de Valladolid, aumentó su osadía y sus insultos contra ambos oficiales precisándolos por una insolente capitulación a que saliesen de toda la provincia y que dejasen sin efecto alguno la comisión que habían llevado a ella. Y como entonces no se pudieron castigar según correspondía los sediciosos alborotos de Valladolid y Pátzcuaro, se repitieron en esta última ciudad con mayor escándalo y con la ocasión de haber recaído el gobierno en el indio Pedro de Soria, pues hecho caudillo de los de su nación y de todas las otras castas del bajo pueblo empezó por no reconocer superioridad en el justicia mayor y acabó por el extremo de querer apropiarse la absoluta dominación del reino de Michoacán, suponiéndose descendiente de sus antiguos señores, que lo poseyeron con independencia del Imperio Mexicano y que se subyugaron al del señor don Carlos Quinto por respeto al glorioso conquistador Hernán Cortés.

Continuaron en Pátzcuaro las insolentes conmociones de la plebe con dos ocasiones, la una en principios de octubre del año antecedente por haber entrado allí de tránsito una pequeña partida del Regimiento de América con bastante número de reclutas, los que por odio a la tropa quitó el pueblo al sargento que los conducía después de haberle dejado por muerto y de correr evidente riesgo de perecer a manos de la furiosa multitud de los sediciosos. Y la otra en 28 de mayo de este año, por haber el teniente de alcalde mayor puesto en la cárcel al gobernador Armola, con quien entró en disputas sobre la entrega de los tributos que cobraba de toda la provincia; y con motivo de su prisión levantaron el grito aquella noche los indios, mulatos y demás chusma de la ciudad, le sacaron de la cárcel en triunfo y le pusieron en su casa, lisonjeando la altivez de aquel indio con haber vengado su ofensa en muchos honrados vecinos que sufrieron en aquella ocasión los más graves insultos del ínfimo vulgo.

Quedó Armola lleno de soberbia y orgullo con el éxito de la conmoción popular que le sacó de la prisión en la noche del 28 de mayo y dedicándose enteramente desde entonces a formarse un gran partido en todos los pueblos de su provincia y fuera de ella, llegó a tanto su engreimiento y arrogancia que al entrar en Pátzcuaro el piquete de dragones de Querétaro para auxiliar la expulsión de los jesuitas se presentó el oficial comandante a preguntarle si iba de paz o de guerra, a fin de dejarlo o no entrar en la ciudad, y habiéndole respondido con moderación y prudencia que no llevaba orden de hacer el menor daño al pueblo le permitió pasar adelante, advirtiéndole que mandase callar el clarín; y sin embargo de haberlo hecho, arrojó la plebe sobre los soldados algunas piedras y flechas que les precisaron a formarse para castigar el insulto y a vivir con recelo continuo todo el tiempo que se mantuvieron en Pátzcuaro.

Los tumultos de Uruapan, pueblo situado en la serranía y distante catorce leguas de la capital, llegaron al último grado de insolencia y de iniquidad, porque en el primero, suscitado en la noche del día 5 de diciembre de 66, no tuvieron otro pretexto los indios y mulatos de aquella población que el de seguir el mal ejemplo de Valladolid y Pátzcuaro y proponerse agravar el delito por pura malicia, con la circunstancia de dar muerte al teniente de caballería don Juan Antonio Pita, que acompañó a don Felipe Neve en los riesgos anteriores y se había retirado a Uruapan a esperar las órdenes de lo que debía ejecutar, pero en la citada noche de 5 de diciembre se halló acometido de improviso por un número considerable de agresores que violentando a un mismo tiempo la puerta y ventana de la casa en que dormía le sacaron de ella y de la cama sin darle tiempo ni permitir que se vistiera y después de haberle llevado por todo el pueblo haciéndole sufrir los mayores ultrajes de obra y de palabra iban a quitarle la vida y lo hubieran acabado si uno de los mismos fascinerosos (a quien ahora se ha indultado por esto la suya) no se hubiese interpuesto con los demás para que no echaran el último sello a su delito con la muerte del oficial, que no tenía para ello otro que el honor de su profesión y el ser europeo; y por fin lo arrojaron ignominiosamente del pueblo al estruendo de la gritería, de tambores y de trompetas.

Se distinguieron después los mismos naturales de Uruapan entre los demás de la provincia de Pátzcuaro en seguir el partido sedicioso del gobernador de su capital, Pedro de Soria, y con el motivo de haber acordado la ciudad de Valladolid enviar dos compañías auxiliares a la expedición de Guanajuato en cumplimiento de la orden circular que expidió vuestra excelencia antes de mi salida, se disponían a ir con aquellas milicias algunos españoles avecindados en Uruapan, pero sus rebeldes moradores los acometieron en el día 14 de julio en que marchaban a incorporarse con la demás gente y haciéndoles desistir de su honrado y fiel propósito arrojaron luego violentamente de sus casas a don Juan Domingo Silla y otros distinguidos europeos en odio de que lo eran y de la fiel obediencia con que se dispusieron a favorecer la causa pública del Estado, haciéndolos pasar a la valida [sic] por entre las filas de los amotinados, que aún los siguieron después para quitarles la vida el los pasos más estrechos, de que escaparon con bastantes peligros,

Fueron sin embargo a Guanajuato don Juan Domingo Silla y sus compañeros y además de aquel servicio han hecho el de ayudar después a don Juan Manuel de Bustamante para aprehender los traidores de la provincia de Pátzcuaro, por lo que no dudo que la justificación de vuestra excelencia regulará dignos a aquellos leales vasallos de su gratitud y alta protección para que en la quietud de sus casas a que los dejé restituidos vivan con el consuelo de que su fidelidad y el mérito que se han adquirido los harán siempre distinguir y les conseguirán el premio del honor, que es la más apreciable recompensa para los hombres que nacieron con obligaciones y que se esmeran en corresponder a ellas.

Era pues tan preciso como consiguiente a las escandalosas turbaciones de la provincia de Pátzcuaro y al castigo de sus principales motores dejar los pueblos que se sublevaron en tal disposición que no puedan fácilmente volver a suscitar iguales inquietudes y con esta idea adapté en las determinaciones de aquellas causas algunas de las otras providencias que había tomado en San Luis Potosí y Guanajuato, con las ventajas de haber ya experimentado su oportunidad y eficacia para asegurar la obediencia y subordinación de los indios y demás castas que componen las numerosas poblaciones de las Provincias Internas. Pero en consideración a que el origen de los alborotos que hubo desde 1 de septiembre del año próximo anterior en Valladolid, Pátzcuaro y Uruapan fue el levantamiento de milicias provinciales, que entonces quedó sin efecto, convoqué los diputados del ayuntamiento y comercio de ambas ciudades y nombrados comisarios para el repartimiento del importe sólo del vestuario, porque el armamento han de satisfacerlo los que fueron rebeldes, dejé encargado al sargento mayor don Miguel Deza en la pronta formación de las milicias de infantería y caballería que puedan hacerse en ambas provincias de gente robusta, leal y arraigada, que son las calidades precisas que previne para los cuerpos provinciales ya formados, a fin de que sean útiles y capaces de contribuir a mantener la tranquilidad interior del reino y a defenderlo en el tiempo de una guerra, especialmente si tienen un competente número de tropa veterana que les dé ejemplo y les sostenga.

Quedó también en Valladolid el comisionado don Juan Valera con las facultades que vuestra excelencia se dignó delegarle para cuidar de la ejecución de mis sentencias, concluir otras causas menores, aunque incidentes a ellas, y auxiliar con su natural eficacia y la autoridad que le está confiada al mayor don Miguel Deza. Ha usado Valera de ella tan oportunamente como ha visto vuestra excelencia en todo lo que hasta ahora va practicando para desempeñar dignamente su comisión y con especialidad en haber conseguido, secundando mis debidas atenciones, que los ilustrísimos obispo y cabildo de la Santa Iglesia de Valladolid dieran de propia voluntad y generosamente, como lo han hecho, la cantidad de seis mil pesos para ayuda de costear el vestuario de las milicias que se forman en aquella ciudad, la de Pátzcuaro y su provincia, cuya acción digna verdaderamente de sus esclarecidos y muy leales autores ha merecido en vuestra excelencia un particular reconocimiento y las más expresivas cartas de gracias.

Desembarazado yo en sólo seis días que me detuve en Valladolid de las tres causas principales con las sentencias que di en ellas el 20 de noviembre próximo, me puse a la mañana siguiente en camino para esta capital, adonde llegué a caballo en dos días y medio sin reparar en la extraordinaria fatiga de hacer sesenta y ocho leguas en tan pocas horas y por el áspero camino de la montaña a cambio de anticiparme la satisfacción que tuve en volver a ver a vuestra excelencia y de que acabara de acreditar la prontitud de mi venida que ninguno se preciará de obedecerlo con más gusto y exactitud que yo.

Si en los cuatro meses y medio de la ingrata y dura peregrinación que me sacó de México y en cuyo tiempo nunca lo tuve para dar tres horas cabales al descanso de las veinte y cuatro que componen el día y la noche, hubiere podido trabajar con algún acierto y haber tomado, entre las muchas providencias que di, algunas que merezcan la aprobación de vuestra excelencia y el que su majestad se dé por satisfecho del celo y fidelidad con que procuramos servirle, este sólo premio es el que solicito como última recompensa de mis desvelos y fatigas para llevar al sepulcro la interior satisfacción y consuelo de no haber sido siervo enteramente inútil a mi señor ni a mi nación y también para ir perdiendo la amargura y el disgusto que me ha causado la triste necesidad en que me vi de condenar a ochenta y cinco reos al último suplicio, sesenta y ocho a la pena de azotes, cinco a la de baquetas, seiscientos sesenta y cuatro a presidio perpetuo y temporal y ciento diez y siete a la de destierro, sin incluir en éstos a las familias de los ajusticiados.

Debo no obstante asegurar a vuestra excelencia delante de Dios y con toda la sinceridad que me es genial, que ni tengo sobre mi conciencia el más mínimo escrúpulo de haber excedido en un ápice los límites de la justicia, pues la mitigué siempre con la misericordia y la piedad, ni que tampoco soy capaz de atribuirme ,en tiempo alguno la menor parte de la gran obra que se ha hecho en esta expedición vinculando en ella de nuevo a su majestad un reino importantísimo que estaba en vísperas de su última perdición; porque sé muy bien, habiéndolo tocado con las manos y los ojos, que todas las disposiciones han corrido por cuenta del cielo y que para manifestarlo así, sin dejar margen ni aún a los impíos para creer lo contrario se valió de mí como de instrumento el más inútil y humilde, dándome fuerzas sobrenaturales con que soportar unos trabajos que a muchos se hacen increíbles y libertándome en varias ocasiones de los riesgos más inminentes que han amenazado mi salud y aun mi vida.

Y cuando en el mundo quede algún arbitrio para atribuir a la providencia humana cualquier acierto que se advierta en todas las operaciones de mi campaña, ninguno puede hacer a vuestra excelencia la injusticia de defraudarle el mérito y la alabanza que privativamente le tocan, cuando no por haberme elegido su comisionado, transfiriéndome todas las facultades de sus altos empleos, sí por haberme instruido y proporcionado con ellas a seguir su ejemplo y saber ejecutar con exactitud sus rectas intenciones y sus justas reglas de gobierno. Lo cierto es que en los trabajos materiales y puramente míos se encontrarán infinitos yerros si se examinan con atención las muchas causas que he actuado y decidido en tan corto tiempo y que podrá vuestra excelencia remitir a España por el correo próximo, pero también es verdad que en los yerros y faltas que se noten en los procesos sólo tendrán culpa la estrechez del tiempo, la multitud de ocupaciones y la debilidad de mis talentos, sin que nunca sean cómplices la voluntad ni el corazón.

Las justicias que se han hecho y la prontitud con que se han ejecutado eran tan indispensables en la crítica constitución en que se hallaba el reino, como correspondientes a la naturaleza y gravedad de los delitos, cuya serie y circunstancias sólo he podido explicar en este informe muy por mayor a beneficio de la brevedad, pero las mismas causas, aunque también sumarias y concisas en su línea, acreditarán bastantemente, los grandes riesgos que nos amenazaban y que fue muy particular del Todopoderoso la de disponer [sic] que nuestro augusto soberano acelerase su justa determinación de extrañar a los regulares de la Compañía de sus dominios, porque con esta ocasión se descubrió el oculto fuego de la rebelde independencia que se había ido encendiendo y comunicando de unas provincias a otras a influjos del mal ejemplo, del auxilio de la impunidad y a las sugestiones tal vez de una doctrina tanto más perniciosa cuanto es cierto que sembradas con apariencia de celo y en tono de magisterio decisivo.

Ello es innegable, señor excelentísimo, que a excepción de los que aborrecen la justicia, porque viven y quieren morir obstinados en su iniquidad, conocen y confieren ya todos que la expedición a que vuestra excelencia me envió ha salvado el reino de su última ruina o de que a lo menos se hubiera bañado en sangre por mucho tiempo para reducirlo a la debida subordinación que habían empezado a sacudir muchos pueblos, en vez de que el establecer ahora la tranquilidad y obediencia sobre los sólidos fundamentos del castigo en los rebeldes y del premio en los leales sólo ha costado la víctima de ochenta delincuentes, que a no haber muerto en el suplicio tenían muy arriesgada su eterna salud por la enorme copia de vicios y delitos en que se hallaban sumergidos y complicados. Además de que nunca se ha visto curar el cáncer con agua rosada ni con lenitivos.

Respiran hoy con desahogo y libertad las provincias que se vieron llenas de susto y opresión por la insolencia y orgullo de los más atrevidos del ínfimo pueblo. Todos los honrados moradores de ellas, imitando el gozo de los navegantes que escapan de una furiosa tormenta, levantan al cielo los ojos y las manos para dar gracias de los beneficios que ya logran en la quietud pública, reconocen con verdadero amor y profunda reverencia la inalterable justicia del rey y su generosa piedad y por fin miran de cerca a vuestra excelencia como su liberador y patrono, después que experimentaron la prontitud con que dio las más eficaces providencias para sacarlos de las muchas aflicciones que los tenían consternados.

Aunque a la verdad ningunos gastos podrían regularse excesivos a cambio de haber logrado la seguridad de un imperio, la tranquilidad de sus habitantes, el restablecimiento de la justicia y el que todos respeten y amen al benéfico soberano en cuyo nombre se administra, no debo omitir aquí la circunstancia (bien particular en Nueva España) de que todos los costos extraordinarios de esta expedición que ha durado cinco meses desde la salida hasta la vuelta de la tropa a México y en que se han empleado cerca de cinco mil hombres, no pasan de setenta mil pesos, aun incluyendo los gastos de conducir los presidiarios a Veracruz; cuya suma, bien pequeña para gastada de una vez, quedará muy brevemente recompensada con el cuantioso aumento que ha de tener la Real Hacienda en el ramo de tributos de las tres provincias de San Luis Potosí, Guanajuato y Pátzcuaro y con el de veinte y un mil anuales que ya ha logrado en las alcabalas, cotejando el precio del encabezamiento que acabo de hacer al comercio de Guanajuato con el valor del quinquenio último, en que las tuvo arrendadas a su favor.

Entre las grandes utilidades que han resultado de esta expedición bien merecen entrar en cuenta de ellas la general afección que se ha ganado la tropa en unos países donde la tenían en horror porque nunca la habían visto y el amor con que se inclinan los paisanos a incorporarse en el servicio del rey, olvidando con el buen trato que han experimentado ahora los escarmientos del tiempo anterior. Y como para esto haya contribuido mucho la exacta disciplina que los comandantes y oficiales han hecho observar a la tropa veterana y de milicia, me ha de permitir vuestra excelencia que los recomiende todos eficazmente a su autorizada protección y que le inste el que interceda con su majestad a fin de que se digne concederles un grado o el premio que su real benevolencia regulare justo, pues sin embargo de que en la campaña que acaban de hacer no hayan necesitado sacar la espada, tienen el mérito de haber contribuido con su fatiga y esmero al éxito importante de ella, y cuando necesiten de que yo les aplique el corto servicio de mis trabajos, no carecen de este pequeño auxilio, porque desde luego lo cedo en favor de los que me han acompañado como lo hago de todos en obsequio de mi rey y mi nación.

Por lo que hace a este punto del arreglo y exacta disciplina que han observado los soldados veteranos y de milicias sólo hubo en Guanajuato una incidencia que pudo tener fatales resultas si don Pedro Gorostiza y don Juan Velásquez no hubieran puesto el remedio con la eficacia y prontitud que son muy propias de ambos. Fue el caso que mortificados ligeramente algunos dragones por faltas graves en que habían incurrido, se retiraron a la iglesia diez y siete de ellos, quejándose en tono de motín de la justa disciplina a que se los quería sujetar y extraídos del sagrado con arreglo a lo prevenido en la última real instrucción de su majestad me dieron parte de oficio los expresados Gorostiza y Velásquez; y declarando a los reos por incursos en la pena que el rey les impone, mandé conducirlos a esta capital a disposición de vuestra excelencia, que los destinó a La Habana. Y aunque en aquella ocurrencia creo haber determinado lo que debía y que la sola aprobación de vuestra excelencia basta a calificar de arreglada mi resolución, que ejecutó con su acostumbrada exactitud el comandante de la caballería don Agustín Beren, supo luego haberse censurado en México y Puebla aquella providencia mía; y con este motivo no debo callar que teniendo entonces las omnímodas facultades que vuestra excelencia me transfirió, creería yo faltar a la fiel observancia que merecen las sabias determinaciones de su majestad y a las obligaciones en que me constituía la comisión si hubiese dilatado un ejemplar que aseguró la subordinación y respeto en que se debe mantener la tropa y que sirvió de primer escarmiento a una plebe como la de Guanajuato, acostumbrada antes a conmoverse y amotinarse por su mera fantasía.

Otras muchas de mis operaciones habrán sindicado los enemigos de la sujeción y del buen orden, pero no siendo capaz de embarazarme con las murmuraciones de los malos ni de engreirme con las alabanzas de los buenos, repito aquí la sincera protesta de que sólo pudiera turbar la interior quietud de mi corazón y la serenidad de mi ánimo la desgracia que no espero de que el rey nuestro señor llegara a dudar de la fidelidad, celo y amor con que le sirvo o que vuestra excelencia concibiera la menor desconfianza de la veneración que le profeso y el verdadero afecto con que le amo.

Nuestro señor guarde a vuestra excelencia los muchos años que le ruego. México, diciembre 25 de 1767.

Excelentísimo señor.

Besa las manos de vuestra excelencia su más seguro y rendido servidor.

José de Gálvez