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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1767 Historia de la provincia de la Compañía de Jesús en la Nueva España

Francisco Javier Alegre

"LIBRO PRIMERO"

Breve noticia del descubrimiento y conquista de la Florida. Pide el rey católico misioneros de la Compañía. Señálase, e impídese el viaje. Embárcanse en 1566, y arriban a una costa incógnita. Muere, el padre Pedro Martínez a manos de los bárbaros. Su elogio. Vuelven los demás a la Habana. Breve descripción de este puerto. Enferman, y determinan volver a la Florida. Llegan en 1567. Descripción del país. Ejercicio de los misioneros. Nuevo socorro de padres. Llegan a la Florida en 1568. Parte el padre Segura con sus compañeros a la Habana. Sus ministerios en esta ciudad. Determina volver a la Florida. Vuelve en ocasión de una peste, y muere el hermano Domingo Agustín, año de 1569. Poco fruto de la misión, y arribo de nuestros compañeros. Historia del cacique don Luis. Parte el padre vice-provincial para Ajacan con otros siete padres. Generosa acción de don Luis. Su mudanza y obstinación. Ocupación de los misioneros, y razonamiento del padre Segura. Engaños de don Luis, y muerte de los ocho misioneros. Elogio del padre Segura. Del padre Quiroz y los restantes. Dejan con vida al niño Alonso. Caso espantoso. Excursión a Cuba, y su motivo. Noticia y venganza de las muertes. Éxito de don Luis. Descripción de la Nueva-España, y particular de México. Breve relación de la Colegiata de Guadalupe. Primeras noticias de la Compañía en la América. Don Vasco de Quiroga pretende traer a los jesuitas. Escribe la ciudad al rey, y este a San Borja. Señálanse los primeros fundadores, y vela en su conservación la Providencia. Consecuencias de la detención en Sevilla. Embárcanse día de San Antonio en 1572. Arribo a Canarias y a Ocoa. Acogida que se les hizo en Veracruz la antigua. Su viaje a la Puebla. Pretende esta ciudad detenerlos y pasan a México al hospital. Triste situación de la juventud mexicana. Preséntanse al virrey. Resístense a salir del hospital, y enferman todos. Elogio del padre Bazán y sus honrosas exequias. Primeros ministerios en México, y donación de un sitio. Sentimiento del virrey y composición de un pequeño pleito. Sobre Cannas. Religiosa caridad de los padres predicadores. Generosidad de los indios de Tacuba. Resolución de desamparar la Habana. Representación al rey. Limosnas y ocupaciones en México. Dedicación del primer templo. Ofrece la ciudad mejor sitio. Carácter del señor Villaseca. Pretende entrar en la Compañía don Francisco Rodríguez Santos, y ofrece caudal y sitio. Primeros novicios, y primeros fondos del colegio máximo. Fundación del Seminario de San Pedro y San Pablo. Muerte de San Francisco de Borja. Va a ordenarse a Páztcuaro el hermano Juan Curiel. Su ejercicio en aquella ciudad. Orden del rey para que no salgan de la Habana los jesuitas. Pretende misioneros el señor obispo de Guadalajara. Sus ministerios. Pasan a Zacatecas que pretende colegio. Parte a Zacatecas el padre provincial, y vuelve a México. Nueva recluta de misioneros. Estudios menores, y fundación de nuevo seminario. Fundación del colegio de Páztcuaro. Descripción de aquella provincia. Pretensión de colegio en Oaxaca. Contradicción y su feliz éxito. Breve noticia de la ciudad y el obispado. Historia de la Santa Cruz de Aguatulco. Fábrica del colegio máximo. Misión a Zacatecas. Peste en México. En Michoacán. Muerte del padre Juan Curiel. Muerte del padre Diego López. Donación del señor Villaseca, y principio de los estudios mayores.

[Breve noticia del descubrimiento y conquista de la Florida] Por los años de 1512, Juan Ponce de León, saliendo de San Germán de Portorrico, se dice haber sido el primero de los españoles que descubrió la península de la Florida. Dije de los españoles, porque ya antes desde el año de 1496, reinando en Inglaterra Enrique VII se había tenido alguna, aunque imperfecta, noticia de estos países. Juan Ponce echó ancla en la bahía que hasta hoy conserva su nombre a 25 de abril, justamente uno de los días de pascua de resurrección, que llamamos vulgarmente pascua florida. O fuese atención piadosa a la circunstancia de un día tan grande, o alusión a la estación misma de la primavera, la porción más bella, y más frondosa del año a la fertilidad de los campos, que nada debían a la industria de sus moradores, o lo que parece más natural al estado mismo de sus esperanzas, él le impuso el nombre de Florida. Esto tenemos por más verosímil que la opinión de los que juzgan haberle sido este nombre irónicamente impuesto por la suma esterilidad. Todas las historias y relaciones modernas publican lo contrario, y si no es la esterilidad de minas, que aun el día de hoy no está suficientemente probada, no hallamos otra que en el espíritu de los primeros descubridores pueda haber dado lugar a la pretendida antífrasis.

Como el amor de las conquistas y el deseo de los descubrimientos era, digámoslo así, el carácter de aquel siglo, muchos tentaron sucesivamente la conquista de unas tierras que pudieran hacer su nombre tan recomendable a la posteridad, como el de Colon o Magallanes. En efecto, Lucas Vázquez de Ayllón, oidor de Santo Domingo por los años de 1520, y Pánfilo de Narváez, émulo desgraciado de la fortuna de Cortés por los de 1528, emprendieron sujetar a los dominios de España aquellas gentes bárbaras. Los primeros, contentos con haberse llevado algunos indios a trabajar en las minas de la isla española, desampararon luego en terreno que verosímilmente no prometía encerrar mucho oro y mucha plata. De los segundos no fue más feliz el éxito; pues o consumidos de enfermedades en un terreno cenagoso y un clima no experimentado, o perseguidos día y noche de los transitadores del país, acabaron tristemente, fuera de cuatro, cuya aventura tendrá más oportuno lugar en otra parte de esta historia. Más venturoso que los pasados, Hernando de Soto, después de haber dado muestras nada equívocas de su valor y conducta en la conquista del Perú, pretendió y consiguió se le encomendase una nueva expedición tan importante. Equipó una armada con novecientos hombres de tropa, y trescientos y cincuenta caballos, con los cuales dio fondo en la bahía del Espíritu Santo el día 31 de mayo de 1539. Carlos V, más deseoso de dar nuevos adoradores a Jesucristo, que nuevos vasallos a su corona, envió luego varios religiosos a la Florida a promulgar el evangelio;  pero todos ellos fueron muy en breve otras tantas víctimas de su celo, y del furor de los bárbaros. Subió algunos años después al trono de España Felipe II, heredero no menos de la corona que de la piedad, y el celo de su augusto padre. Entre tanto los franceses, conducidos por Juan Ribaud, por los años de 1562 entraron a la Florida, fueron bien recibidos de los bárbaros, y edificaron un fuerte a quien del nombre de Carlos IX, entonces reinante, llamaron Charlefort. Para desalojarlos fue enviado del rey católico el adelantada don Pedro Meléndez de Avilés, que desembarcando a la costa oriental de la península el día 28 de agosto dio nombre al puerto de San Agustín, capital de la Florida española. Reconquistó a Charlefort, y dejó alguna guarnición en Santa Helena y Tecuesta, dos poblaciones considerables de que algunos lo hacen fundador.

[Pide el rey católico a San Francisco de Borja algunos misioneros] Dio cuenta a la corte de tan bellos principios, y Felipe II, como para mostrar al cielo su agradecimiento, determinó enviar nuevos misioneros que trabajasen en la conversión de aquellas gentes. Habíase algunos años antes confirmado la Compañía de Jesús, y actualmente la gobernaba San Francisco de Borja, aquel gran valido de Carlos V y espejo clarísimo de la nobleza española. Esta relación fuera de otras muchas razones, movió al piadoso rey para escribir al general de la Compañía, una expresiva carta con fecha de 3 de mayo de 1566, en que entre otras cosas, le decía estas palabras: «Por la buena relación que tenemos da las personas de la Compañía, y del mucho fruto que han hecho y hacen en estos reinos, he deseado que se dé orden, como algunos de ella se envíen a las nuestra Indias del mar Océano. Y porque cada día en ellas crece más la necesidad de personas semejantes, y nuestro Señor sería muy servido de que los dichos padres vayan a aquellas partes por la cristiandad y bondad que tienen, y por ser gente a propósito para la conversión de aquellos naturales, y por la devoción que tengo a la dicha Compañía; deseo que vayan a aquellas tierras algunos de ella. Por tanto, yo vos ruego y encargo que nombréis y mandéis ir a las nuestras Indias, veinticuatro personas de la Compañía adonde les fuere señalado por los del nuestro consejo, que sean personas doctas, de buena vida y ejemplo, y cuales juzgáredes convenir para semejante empresa. Que demás del servicio que en ello a nuestro Señor haréis, yo recibiré gran contentamiento, y les mandaré proveer de todo lo necesario para el viaje, y demás de eso aquella tierra donde fueren, recibirá gran contentamiento y beneficio con su llegada».  

 

[Señálase e impídese el viaje] Recibida esta carta que tanto lisonjeaba el gusto del santo general, aunque entre los domésticos no faltaron hombres de autoridad, que juzgaron debía dejarse esta expedición para tiempo en que estuviera más abastecida de sujetos la Compañía; sin embargo, se condescendió con la súplica del piadosísimo rey, señalándose, ya que no los veinticuatro, algunos a lo menos, en quienes la virtud y el fervor supliese el número. Era la causa muy piadosa y muy de la gloria del Señor, para que le faltasen contradicciones. En efecto, algunos miembros del real consejo de las Indias se opusieron fuertemente a la misión de los jesuitas por razones que no son propias de este lugar. El rey pareció rendirse a las representaciones de su concejo, pero como prevalecía en su ánimo el celo de la fe, a todas las razones de estado, o por mejor decir, como era del agrado del Señor, que tiene en su mano los corazones de los reyes, poca causa bastó para inclinarlo a poner resueltamente en ejecución sus primeros designios. [Insta a don Pedro Meléndez y lo consigue] Llegó a la corte al mismo tiempo el adelantado don Pedro Meléndez, hombre de sólida piedad, muy afecto a la Compañía y a la persona del santo Borja, con quien, siendo en España vicario general, había hablado ronchas veces en esto asunto. Su presencia, sus informes y sus instancias disiparon muy en breve aquella negra nube de especiosos pretextos, y se dio orden para que en primera ocasión pasasen a la Florida los padres. De los señalados por San Francisco de Borja, escogió el consejo tres, y no sin piadosa envidia de los lemas: cayó la elección sobre los padres Pedro Martínez y Juan Rogel, y el hermano Francisco de Villareal.

[Embárcanse tres misioneros] Causó esto un inmenso júbilo en el corazón del adelantado; pero tuvo la mortificación de no poderlos llevar consigo a causa de no sé qué detención. El 28 de junio de 1566 salió del puerto de San Lúcar para Nueva-España una flota, y en ella a bordo de una urca flamenca nuestros tres misioneros. Navegaron todos en convoy hasta la entrada del Seno mexicano, donde siguiendo los demás su viaje, la urca mudó de rumbo en busca del puerto de la Habana. Aquí se detuvieron algunos días mientras se hallaba algún práctico que dirigiese la navegación a San Agustín de la Florida. No hallándose, tomaron los flamencos por escrito la derrota, y se hicieron animosamente a la vela. [Arriban a una cosa incógnita] O fuese mala inteligencia, o que estuviese errada en efecto en la carta náutica que seguían la situación de los lugares, cerca de un mes anduvieron vagando, hasta que a los 24 de setiembre, como a 10 leguas de la costa, dieron vista a la tierra entre los 25 y 26 grados al West de la Florida. Ignorantes de la costa, pareció al capitán enviar algunos en la lancha, que reconociesen la tierra y se informasen de la distancia en que se hallaban del puerto de San Agustín, o del fuerte de Carlos. Era demasiadamente arriesgada la comisión, y los señalados, que eran nueve flamencos, y uno o dos españoles, no se atrevieron a aceptarla sin llevar en su compañía al padre Pedro Martínez; oyó éste la propuesta, y llevado de su caridad, la aceptó con tanto ardor, que saltó el primero en la lancha, animando a los demás con su ejemplo y con la extraordinaria alegría de su semblante. Apenas llegó el esquife a la playa, cuando una violenta tempestad turbó el mar. Disparáronse de la barca algunas piezas para llamarlo a bordo; pero la distancia, los continuos truenos y relámpagos, y el bramido de las olas, no dejaron percibir los tiros, ni aunque se oyesen seria posible fiarse al mar airado en un barco tan pequeño sin cierto peligro de zozobrar. Doce días anduvo el padre errante con sus compañeros por aquellas desiertas playas con no pocos trabajos, que ofrecía al Señor como primicias de su apostolado. Las pocas gentes del país, que habían descubierto hasta entonces, no parecían ni tan incapaces de instrucción, ni tan ajenas de oda humanidad, como las pintaban en Europa. Ya con algunas luces del puerto de San Agustín navegaban, trayendo la costa oriental de la Península hacia el Norte, cuando vieron en una isla pequeña pescando cuatro jóvenes. Eran estos Tacatucuranos, nación que estaba entonces con los españoles en guerra. No juzgaba el padre, aunque ignorante de esto, deberse gastar el tiempo en nuevas averiguaciones; pero al fin hubo de condescender con los compañeros, que quisieron aun informarse mejor. Saltaron algunos de los flamencos en tierra ofreciéronles los indios una gran parte de su pesca, y entre tanto uno de ellos, corrió a dar aviso a las cabañas más cercanas. Muy en breve vieron venir hacia la playa más de cuarenta de los bárbaros. La multitud, la fiereza de su talle, y el aire mismo de sus semblantes, causó vehemente sospecha en un mancebo español que acompañaba al padre, y vuelto a él y a sus otros compañeros, huyamos, les dijo, cuanto antes de la costa: no vienen en amistad estas gentes. Juzgó el padre movido de piedad, que se avisase del peligro, y se esperase a los flamencos que quedaban en la playa expuestos a una cierta y desastrada muerte. Mientras estos tomaban la lancha, ya doce de los más robustos indios habían entrado en ella de tropel, el resto acordonaba la ribera. Parecían estar entretenidos mirando con una pueril y grosera curiosidad el barco y cuanto en él había, cuando repentinamente algunos de ellos abrazando por la espalda al padre Pedro Martínez y a dos de los flamencos, se arrojaron con ellos al mar. [Muerte del padre Pedro Martínez] Siguiéronlos al instante los demás con grandes alaridos, y a vista de los europeos, que no podían socorrerlos desde la lancha, lo sacaron a la orilla. Hincó como pudo las rodillas entre las garras de aquellos sañudos leones el humilde padre, y levantadas al cielo las manos, con sereno y apacible rostro, expiró como sus dos compañeros a los golpes de las macanas.

[Su elogio] Este fin tuvo el fervoroso padre Pedro Martínez. Había nacido en Celda, pequeño lugar de Aragón, en 15 de octubre de 1523. Acabados los estudios de latinidad y filosofía, se entregó con otros jóvenes al manejo de la espada, en que llegó a ser como el árbitro de los duelos o desafíos, vicio muy común entonces en España. Con este género de vida no podía ser muy afecto a los jesuitas, a quien era tan desemejante en las costumbres. Miraba con horror a la Compañía, y le desagradaban aun sus más indiferentes usos. Con tales disposiciones como estas, acompañó un día a ciertos jóvenes pretendientes de nuestra religión. La urbanidad le obligó a entrar con ellos en el colegio de Valencia y esperarlos allí. Notó desde luego en los padres un trato cuan amable y dulce, tan modesto y religiosamente grave. La viveza de su genio no le permitió examinar más despacio aquella repentina mudanza de su corazón. Siguió el primer ímpetu, y se presentó luego al padre Gerónimo Nadal, que actualmente visitaba aquella provincia en cualidad de pretendiente. Pareció necesario al superior darle tiempo en que conociera lo que pretendía, mandándole volver a los ocho días. Esta prudente dilación era muy contraria a su carácter, y en vez de fomentar la llama, la apagó enteramente. Avergonzado de haberse dejado arrastrar tan ciegamente del engañoso exterior como juzgaba de los jesuitas, salió de allí determinado a no volver jamás, ni a la pretensión, ni al colegio.

Justamente para el octavo día hubieron de convidarlo por padrino de un desafío. Acudió prontamente a la hora y al lugar citado; pero a los combatientes se les había pasado ya la cólera, y ninguno de los dos se dio por obligado al duelo. Quedó sumamente mortificado y corrido de ver el poco aprecio que hacían de su palabra y de su honor aquellos sus amigos. ¿Y qué, se decía luego interiormente, tanto me duele que estos hayan faltado a su palabra?, ¿y habré yo de faltar a la  mía? ¿Y qué se diría de mí entre los jesuitas, si como prometí, no vuelvo al día citado? Con estos pensamientos partió derechamente al colegio, y a lo que parece no sin especial dirección del cielo, fue admitido por el padre visitador, excluidos todos aquellos pretendientes, en cuya compañía había venido ocho días antes. Una mudanza tan no esperada abrió los ojos a algunos de sus compañeros. El entretanto se entregó a los ejercicios de la religiosa perfección con todo aquel ardor y empeño con que se había dejado deslumbrar del falso honor. Acabados sus estudios fue ministro del colegio de Valencia, después de Gandía; ocupaciones entre las cuales supo hallar tiempo para predicar en Valencia y en Valladolid, y aun hacer fervorosas misiones en los pueblos vecinos. A fuerza de su cristiana elocuencia, se vio convertido en teatro de penitencia y de compunción, el que estaba destinado para juegos de toros, y otros profanos espectáculos en la villa de Oliva. Pasaba al África el año de 1558 un ejército bajo la conducta de don Martín de Córdoba, conde de Alcaudete. Este general, aunque interiormente muy desafecto a la Compañía de Jesús, pretendió de San Francisco de Borja, vicario general entonces en España, llevar consigo algunos de los padres, queriendo con esto complacer a aquel santo hombre, a quien por el afecto y veneración que le profesaba el rey católico, le convenía tener propicio. Señaláronse los padres Pedro Martínez y Pedro Domenek, con el hermano Juan Gutiérrez. Partieron luego a Cartagena de Levante, lugar citado para el embarque. Pasaron prontamente a ofrecer al conde sus respetos y sus servicios. Este sin verlos les mandó por un pago, que estuviesen a las órdenes del coronel. Una conducta tan irregular les hizo conocer claramente cuanto tendrían que ofrecer al Señor en aquella expedición. Ínterin rejuntaban las tropas, hicieron los padres misión con mucho fruto de las almas en el reino de Murcia. Llegado el tiempo de la navegación, los destinaron a un barco, a cuyo bordo iban fuera de la tripulación ocho cientos hombres de tropa. La incomodidad del buque estrecho para tanto número de gentes, la escasez de los alimentos, la corrupción del agua, la misma cualidad de los compañeros, gente por lo común insolente y soez, fueron para nuestros misioneros una cosecha abundante de heroicos sufrimientos, y de apostólicos trabajos. Desembarcaron en Orán, y luego recibieron orden del general de quedarse en el hospital de aquel presidio con el cuidado de los soldados enfermos, que pasaban de quinientos. Pasó el ejército a poner el sitio a Moztagán,   ciudad del reino de Argel. La plaza era fuerte, y que podía ser muy fácilmente socorrida por tierra y mar, los sitiadores pocos y fatigados de la navegación. Los argelinos despreciando el número los dejaron cansarse algunos días en las operaciones del sitio. Sobrevinieron después en tanto número, que fue imposible resistirles. Una gran parte quedó prisionera y cautiva. Los más vendieron caras sus vidas y quedaron como el general y los mejores oficiales sobre el campo. Los padres alabando la Providencia, cuasi fueron los únicos que volvieron a España de doce mil hombres de que se componía el ejército.

Vuelto de África el padre Pedro Martínez, fue señalado a la casa profesa de Toledo, de donde salió a predicar la cuaresma en Escalona y luego en Cuenca, dejando en todas partes en la reforma de las costumbres ilustres señas de su infatigable celo. Para descanso de estas apostólicas fatigas, pidió ser enviado a servir en el colegio de Alcalá, donde por tres meses, con ejemplo de humildad profundísima, lo disponía el Señor para la preciosa muerte que arriba referimos. La caridad parece haber sido su principal carácter. Ella le hizo dejar tan gustosamente las comodidades de la Europa, por los desiertos de la Florida. Ella le obligó a acompañar en la lancha con tan evidente riesgo a los exploradores de una costa bárbara. Ella, finalmente, no le permitió alejarse, como le aconsejaban, de la ribera, dejando a los compañeros en el peligro. Fue su muerte, según nuestra cuenta, (que es la de los padres Sachino y Tanner) a los 6 de octubre de 1566. Algunas relaciones manuscritas ponen su muerte el mismo día 24 de setiembre, que saltó en tierra. El padre Florencia el día 28 del mismo en la historia y menologio de la provincia. El punto no es de los substanciales de la historia. A los lectores queda el juicio franco, y en cuanto no se opone razón convincente, hemos creído prudencia ajustarnos a la crónica general de la Compañía.

[Vuelven los jesuitas a la Habana] Mientras que los bárbaros Tacatucuranos daban cruel muerte al padre Pedro Martínez, el navío, obedeciendo a los vientos, se había alejado de la costa. Pretendía el capitán volver a recoger la lancha y pasajeros; pero los flamencos con instancias, y aun con amenazas, le hicieron volver al sur la proa y seguir el rumbo de la Habana. Hallamos en un antiguo manuscrito que antes de arribar a este puerto, fue llevado de la tempestad el barco a las costas de la isla española: se dice a punto fijo el lugar de la isla a que arribaron: conviene a saber el puerto y fortaleza de Monte Christi en la costa septentrional de  la misma isla, que usando de la facultad de un breve apostólico, publicaron allí un jubileo plenísimo; y finalmente, se nota justamente la salida a los 25 de noviembre, día de Santa Catarina Mártir, en compañía de don Pedro Meléndez Márquez, sobrino del adelantado. Está muy circunstanciada esta noticia para que quiera negársele todo crédito. Por otra parte, es muy notable suceso para que ni la relación del padre Juan Rogel que iba en el barco, ni algún otro haya hecho mención de él, fuera del que llevo dicho, de donde parece lo tomó el padre Florencia. Sea de esto lo que fuere, es constante que después de tres meses, o cerca de ellos, volvieron los padres al puerto de la Habana el día 15 de diciembre del mismo año de 66, no el de 67 como a lo que parece por yerro de imprenta se nota en la citada historia de Florencia.

[Descripción de este puerto (la Habana)] La ciudad de San Cristóbal de la Habana, capital en lo militar y político de la isla de Cuba, está situada a los 296 grados de longitud, y 23 y 10 minutos de latitud septentrional, y por consiguiente cuasi perpendicularmente bajo del trópico del Carnero. Tiene por el Norte la península de la Florida; al Sur, el mar que la divide de las costas de Tierra Firme; al Este la isla española, de quien la parte un pequeño estrecho; al Oeste el golfo mexicano y puerto de Veracruz.

Su puerto es el más cómodo, es el más seguro y el más bien defendido de la América, capaz de muchas embarcaciones, y de ponerlas todas a cubierto de la furia de los vientos. Dos castillos defienden la angosta entrada del puerto, cuya boca mira cuasi derechamente al Noroeste; otra fortaleza en el seno mismo de la ciudad guarda lo interior de la bahía y el abordaje del muelle, donde reside el gobernador y capitán general de toda la isla. Está toda guarnecida de una muralla suficientemente espesa y alta, flanqueada de varios reductos y bastiones, coronados en los lugares importantes de buena artillería de varios calibres. El clima, aunque cálido, es sano, el terreno entrecortado de pequeñas lomas, cuya perenne amenidad y verdor, hace un país bello a la vista. La ciudad es grande, y comparativamente a su terreno la más populosa de la América. La frecuencia de los barcos de Europa, la seguridad del puerto, que cuanto se permite atrae muchos extranjeros, la escala que hacen los navíos de Nueva-España que vuelven a la Europa, la comodidad de su astillero, preferible a todos los del mundo por la nobleza y la solidez de sus maderas, y la abundancia y generosidad del tabaco y caña; la hacen una de las más ricas,  más pulidas poblaciones del nuevo mundo. Estas bellas cualidades han dado celos a las naciones extranjeras. Por los años de 1538, mal fortificada aun, la saquearon los franceses. En la guerra pasada de 1740 el almirante Wernon, que tuvo valor de acercársele, aunque sin batirla formalmente, tuvo muy mal despacho del Morro, y fue a desfogar su cólera sobre Cartagena, cuyo éxito no hace mucho honor a la corona de Inglaterra. Finalmente, en estos días la conquista, de esta importante plaza, ha llenado de gloria a la nación británica, o inmortalizado la memoria del conde de Albermarle, que después de dos meses y pocos días más de sitio, y de una vigorosa resistencia que el Morro comandado por don Luis Vicente de Velasco le hizo por cincuenta y seis días; tomó capitulando la ciudad bajo de honrosas condiciones, posesión de ella en nombre del rey de la Gran Bretaña a los 14 de agosto de 1762. Pocos meses después, hechas las paces, volvió a la corona de España, en que actualmente repara sus fuerzas, y espera con nuevas fortificaciones hacerse cada día más respetable a los enemigos de la corona.

[Ejercicio en la Habana] No hemos creído ajena de nuestro asunto esta pequeña digresión en memoria de una ciudad donde tuvo nuestra provincia su primera residencia, que tanto hizo por no dejar salir de su país a los primeros misioneros, y que habiendo dado después un insigne colegio, a ninguna cede en el aprecio y estimación de la Compañía, como lo dará a conocer la serie de esta historia. En la Habana dividido entre dos sujetos un inmenso trabajo, el padre Juan Rogel predicaba algunos días, y todos sin interrupción los daba al confesonario. El hermano Francisco Villareal, que aunque coadjutor tenía suficientes luces de filosofía y teología, que había cursado antes de entrar en la religión, hacía cada día fervorosas exhortaciones, y explicaba al pueblo la doctrina cristiana. Después de algunos días de este ejercicio publicaron el jubileo. Fue extraordinaria la conmoción de toda la ciudad, dándose prisa todos por ser los primeros en lograr el riquísimo tesoro de la iglesia santa, que francamente se les abría. Quien viere lo que en una de estas ocasiones suelen trabajar nuestros operarios, aun cuando son muchos, y por más ordinaria no tan general la conmoción, se podrá hacer cargo del trabajo de dos hombres solos, en medio de un gentío numeroso, y en aquellos piadosos movimientos que suele causar la voz de la verdad anunciada con fervor, y sostenida de un modo de vivir austero, y verdaderamente apostólico.  

 

[Vuelven a la Habana] Tal era la vida de los dos jesuitas en la Habana, cuando llegó a ella el adelantado don Pedro Meléndez de Ávila, que era también gobernador de aquella plaza. Informado de la venida de los misioneros y de la muerte del padre Pedro Martínez por los marineros, que de entre las manos de los bárbaros habían huido en la lancha; partió luego de San Agustín para conducirlos con seguridad a la Florida. Los dos compañeros, como no puede la robustez del cuerpo corresponder al fuego y actividad del espíritu, se habían pocos días antes rendido al peso de sus gloriosas fatigas. Enfermaron los dos de algún cuidado. La continua asistencia y cuidado de lo más florido de la ciudad, y especialmente de don Pedro Meléndez Márquez, mostró bien cuanto se interesaban en la vida y salud de uno y otro. Habíanse un poco restablecido, y luego trataron de pasar a su primer destino. Ellos habían hallado en los pechos de aquellos ciudadanos unos corazones muy dóciles a sus piadosos consejos. La semilla evangélica poco antes sembrada, comenzaba a aparecer, y se lisojeaban, no sin razón, con la dulce esperanza de ver florecer y fructificar cada día más aquella viña en cristianas y heroicas virtudes. Los habitadores del país pretendieron por mil caminos impedirla partida. Ofreciéronles casa, obligándose a mantenerlos con sus limosnas, mientras se les proporcionaba un establecimiento cómodo. Un espíritu débil habría encontrado motivos de evidente utilidad para preferir prudentemente un provecho cierto, a una suerte tan dudosa. Nuestros padres no creyeron suficientes estas solidísimas razones para dispensarse, o para interpretar la voz del superior. Por otra parte, en los aplausos, en la estimación, en la abundancia de aquel país, no hallaban aquella porción prometida a los partidarios del Redentor, que en alguna parte de su cruz, en abstinencia, en tribulación y abatimiento.

Ya que no habían podido conseguir los ciudadanos de la Habana que se quedasen en su ciudad los padres, mostraron su agradecimiento proveyéndoles abundantemente de todo lo necesario, y con la promesa de que creciendo en sujetos la vice-provincia que se intentaba fundar, serían atendidos los primeros: los dejaron salir, acompañándolos no sin dolor hasta las playas. [Situación antigua del país] La navegación fue muy feliz en compañía del adelantado. En la Florida, donde llegaron a principios del año de 1567, con parecer del gobernador don Pedro Meléndez, se repartieron en diversos lugares. Me parece necesario antes de pasar más adelante, dar aquí alguna noticia breve de la situación de estas regiones, para la clara inteligencia de lo que después habremos de decir. Bajo el nombre de Florida se comprendía antiguamente mucho más terreno que en estos últimos tiempos. Esto dio motivo a Monsieur Moreri para calumniar a los españoles de que daban a la Florida mucha mayor extensión de la que tenía en realidad. Pero a la verdad, por decir esto de paso, ni Janson, ni With, ni Arnaldo, Colón, Bleate, ni Gerard, ni Ortelio, ni Franjois, ni Echard, son españoles; y sin embargo, todos estos comprenden bajo el nombre de Florida a la Louisiana, y una gran parte de la Carolina, y aun los dos últimos la entienden desde el río Pánuco hasta el de San Mateo, que quiere decir toda la longitud del golfo mexicano, y desde el cabo de la Florida, que está en 25 grados de latitud boreal, hasta los 38. Generalmente hoy en día por este nombre no entendemos, sino la Florida española, o una Península desde la embocadura del río de San Mateo en la costa oriental, hasta el presidio de Panzacola o río de la Moville, por otro nombre de los Alibamovs en la costa septentrional del Seno mexicano. En esta extensión de país, o poco más, tenían los españoles cuatro principales presidios. Dos en la costa oriental: conviene a saber, Santa Elena y San Agustín. En la costa occidental el de Carlos, y veinte leguas más adelante al Noroeste, la ciudad de Teguexta, llamada vulgarmente Tegesta, con el nombre de la provincia en nuestras cartas geográficas. La de Santa Elena, era antigua población de que desposeyó a los franceses don Pedro Meléndez de Avilés. La de San Agustín la había fundado él mismo, y se aumentó considerablemente después que por fuerza de un tratado hecho con la Francia, pareció necesario despoblar a Santa Elena. Sobre la provincia y fuerte de Carlos, debemos advertir que ha habido en la Florida cuatro presidios o poblaciones del mismo nombre. El primero que arriba hemos citado, se llamó Charlefort, y lo fundó Juan Ribaut con este nombre, en honor de su rey Carlos IX. Dos años después Renato Laudonier, fundó otro presidio con nombre de Carolino. El primero estuvo situado junto a la embocadura del río Maio, que suele notarse en los antiguos mapas como el límite de la división, entre franceses y españoles. El segundo estuvo adelante del presidio de Santa Elena, junto al río que hoy se llama Coletoni, y un poco más al Sur, de donde hoy está Charles-town. Estos dos fuertes estuvieron en la costa oriental. La provincia de Carlos que dio su nombre al fuerte de los españoles, se llamó así en honra del cacique que la gobernaba y que había muerto pocos años antes del arribo de nuestros misioneros. Algunos piensan que este reyezuelo se llamaba Caulus, de donde con poca alteración los españoles lo llamaron Carlos. Otros creen haberse este cacique bautizado en fuerza de la predicación de algunos misioneros que allí envió, Carlos V, como dejamos escrito, y que en memoria de este príncipe se le puso el nombre de Carlos, como a su sucesor se le impuso después el de Felipe. Sea como fuere, es constante que la apelación con que se conocía el cacique, la provincia, el fuerte y la bahía, que hasta ahora lo conserva, es muy anterior a la venida de don Pedro Meléndez; y que aunque haya sido fundador del presidio, no pudo, como piensa el padre Florencia, haberle dado este nombre en honor de Carlos V; pues cuando vino este gobernador a la Florida, ya había 7 años que había muerto, y 9, que con un inaudito ejemplo de generosidad se había en vida enterrado en los claustros del monasterio de Yuste aquel incomparable príncipe.

Finalmente, tiene también de Carlos II, rey de la gran Bretaña, el nombre de Carolina, una vasta región de nuestra América, que contiene parte de la antigua Florida, de la cual se apoderaron los ingleses por los años de 1662, y a cuya capital situada junto a la embocadura del río Cooper, dieron en memoria del príncipe el nombre de Charles-town. Esto baste haber notado, para que cese confundan estos nombres, mucho más en el presente sistema, en que, no habiendo ya quedado a los españoles ni a los franceses por el tratado de las últimas paces, parte alguna en la Florida, ni en su vecindad, sería muy fácil con los nuevos nombres, que acaso irán tomando estas provincias bajo la dominación británica, olvidarse los antiguos límites, o la antigua geografía política de estas regiones.

[Ministerios en Florida] El padre Juan Rogel, quedó en el presidio de Carlos, y el hermano Villa Real, pasó a la ciudad de Teguexta, población grande de indios aliados, y en que había también alguna guarnición de españoles para aprender allí la lengua del país, y servir de catequista al padre en la conversión de los gentiles. Entretanto, por medio de algunos intérpretes, no dejaban de predicarles y explicarles los principales artículos de nuestra religión, convenciendo al mismo tiempo de la vanidad de sus ídolos y las groseras imposturas de sus Javvas o falsos sacerdotes. Estos eran después de los Paraoustis o caciques, las personas de mayor dignidad. Los hacía respetables al pueblo, no solo el ministerio de los altares, sino también el ejercicio de la medicina de que solos hacían profesión. No se tomaba resolución alguna de consecuencia entre ellos, sin que los Javvas tuviesen una parte muy principal en el público consejo. Es fácil concebir cuán aborrecibles se harían desde luego los predicadores de la verdad a estos ministros del infierno. Muy presto comenzaron los siervos de Dios a experimentar entre muchas otras penalidades, los efectos del furor de los bárbaros, instigados de sus inicuos sacerdotes.

Frente de una pequeña altura donde estaba situado el fuerte de Carlos, había otra en que tenían un templo consagrado a sus ídolos. Consistían estos en unas espantosas máscaras de que vestidos los sacerdotes, bajaban al pueblo situado en un valle que dividía los dos collados. Aquí, como en forma de nuestras procesiones, cantando por delante las mujeres ciertos cánticos, daban por la llanura varias vueltas, y entre tanto salían los indios de sus casas, ofreciéndole sus cultos, y danzando, hasta que volvían los ídolos al templo. Entre muchas otras ocasiones, en que habían hecho, no sin dolor, testigos a los españoles y al padre de aquella ceremonia sacrílega, determinaron un día subir al fuerte de los españoles, y pasear por allí sus ídolos, como para obligarlos a su adoración, o para tener en caso de ultraje algún motivo justo de rompimiento, y ocasión para deshacerse principalmente, como después confesaron algunos, del ministro de Jesucristo. El padre lleno de celo los reprendió de su atentado, mandándolos bajar al valle; pero ellos que no pretendían sino provocarlo y hacerlo salir fuera del recinto de la fortaleza, porfiaron en subir, hasta que advertido el capitán Francisco Reinoso, bajó sobre ellos, y al primer encuentro de un golpe con el revés de la lanza, hirió en la cabeza uno de los ídolos o enmascarados sacerdotes. Corren los bárbaros en furia a sus chozas, ármanse de sus macanas y botadores, y vuelven en número de cincuenta o poco menos al fuerte; pero hallando ya la tropa de los españoles puesta sobre las armas, hubieron de volverse sin intentar subir a la altura.

Entretanto el hermano Villa Real en Teguexta, hacia grandes progresos en el idioma de aquella nación, y en medio de unos indios más dóciles, no dejaba de lograr para el cielo algunas almas. Bautizo algunos párvulos, confirmó en la fe muchos adultos, y aun dio también algunos de estos el bautismo. Entre otros, le fue de singular consuelo, de una mujer anciana cacique principal, en quien con un modo particular quiso el Señor mostrar la adorable Providencia de sus juicios en la elección de sus predestinados. O fuese efecto de la enfermedad, o singular favor del cielo, le pareció que veía o vio en realidad un jardín deliciosísimo, y a su puerta el mismo hermano, que bautizándola, se la abría y le daba franca entrada. Lo llamó: refiriole llena de júbilo lo que acababa de ver. Pareció de una suma docilidad a las instrucciones del buen catequista, que comprendía con prontitud, y bautizada con un inmenso gozo, partió luego de esta vida a las delicias de la eterna. En esta continua alternativa de sustos y fatigas temporales, y de espirituales consuelos, habían pasado ya un año los soldados de Cristo; sin embargo, al cabo de este tiempo no se veía crecer sino muy poco el rebaño del buen pastor. Habíanse plantado algunas cruces grandes en ciertos lugares para juntar cerca de aquella victoriosa señal los niños y los adultos, e instruirlos en los dogmas católicos. Adultos se bautizaban muy pocos, y los más volvían muy breve, con descrédito de la religión al gentilismo. Los niños pocos que se juntaban a cantar la doctrina, no repetían otras voces, que las que les sugería la necesidad y la hambre. El padre Juan Rogel para acariciarlos, les repartió por algún tiempo alguna porción de maíz, con que informado de los trabajos de aquella misión, le había socorrido el ilustrísimo señor obispo de Yucatán, don fray Francisco del Toral, del orden seráfico. En este intervalo, concurrían los indizuelos en gran número. Acabado el maíz, acabó también aquella interesada devoción. En medio de tantos desconsuelos, un tenue rayo de esperanza animaba a los misioneros al trabajo. Habíase descubierto no sé qué conjuración, que tramaba contra los españoles el cacique don Carlos, por lo cual pareció necesario hacerlo morir prontamente. Sucediole otro cacique más fiel para con nuestra nación, y tomando el nombre de don Felipe, dio grandes esperanzas, de que en volviendo de España el adelantado, se bautizaría con toda su familia, y haría cuanto pudiera para traer toda la nación al redil de la Iglesia. Oía entretanto las exhortaciones e instrucciones del padre; pero muy en breve mostró cuanto se podía contar sobre sus repetidas promesas. Intentó casarse con una hermana suya. El padre mirándolo en cualidad de catecúmeno, le representó con energía cuán contrario era esto a la santidad de nuestra religión, que debería, según había dicho, profesar muy en breve. Respondió fríamente, que en bautizándose repudiaría a su hermana, que entretanto no podía dejar de acomodarse a la costumbre del país, en cuyas leyes aquel género de matrimonio, no solo era permitido, pero aun se juzgaba necesario. Pareció conducente al padre Rogel, hacer   viaje a la Habana, para recoger algunas limosnas, y procurarles también el necesario socorro a los soldados, que con la ausencia de don Pedro Meléndez, padecían cuasi las mismas necesidades que los indios.

Partió en efecto bien seguro de la generosidad de aquellas gentes que había experimentado bastantemente.

[Envíase nuevo socorro de misioneros] Con los informes de don Pedro Meléndez en España, donde había llegado a fines del año de 67, y con la noticia de la muerte del padre Pedro Martínez, en vez de enfriarse los ánimos, creció en los predicadores del Evangelio el deseo de convertir almas y derramar por tan bella causa la sangre. Señaló San Francisco de Borja seis, tres padres y tres coadjutores, que fueron los padres Juan Bautista de Segura, Gonzalo del Álamo y Antonio Sedeño; y los hermanos Juan de la Carrera, Pedro Linares y Domingo Augustín, por otro nombre Domingo Báez, y algunos jóvenes de esperanzas que pretendían entrar en la Compañía, y quisieron sujetarse a la prueba de una misión tan trabajosa. Mandoles el santo general, que estuviesen a las órdenes del padre Gerónimo Portillo, destinado provincial del Perú, que entonces residía en Sevilla. Por su orden constituido vice-provincial el padre Juan Bautista de Segura, se hizo con sus compañeros a la vela del puerto de San Lúcar el día 13 de marzo de 1568. A los ocho días de una feliz navegación llegaron a las islas Canarias. Había allí llegado el año antes su ilustrísimo obispo don Bartolomé de Torres, hombre igualmente grande en la santidad y erudición: había traído consigo al padre Diego López, varón apostólico, que con su vida ejemplar, con su cristiana elocuencia, a que en presencia del santo prelado y de todo el pueblo, había cooperado el Señor con uno u otro prodigio, se había merecido la estimación y los respetos de aquellas piadosas gentes. El día 10 de febrero de este mismo año de 68, acababa de morir en su ejercicio pastoral, visitando su diócesis el celosísimo obispo, dejando a su grey como en testamento un tiernísimo afecto a la Compañía, a quien para la fundación de varios colegios en las islas, había destinado lo mejor y más bien parado de sus bienes. Los isleños, que como en prendas de la fundación habían hecho piadosa violencia al padre López para no dejarle salir de su país, viendo llegar con su nueva misión al padre Segura, dos recibieron con las más sinceras demostraciones de veneración y de ternura. Pasaron aquí ayudando al padre Diego López el resto de la cuaresma; y celebrados devotísimamente con grande fruto de conversiones los misterios de nuestra redención, se hicieron a la vela, y después de una breve detención en Puerto Rico, llegaron con felicidad al puerto de San Agustín a los 19 de junio de 68. Vino luego de la Habana el padre Rogel, quien como el adelantado tuvo la mortificación de ver arruinados todos sus proyectos. El presidio de Tacobaga, al Oeste de Santa Elena y 50 leguas del Carlos, estaba todo por tierra, muertos los presidiarios. En el Teguexta, irritados los indios de la violenta muerte que habían dado los españoles a un tío del principal cacique, habían desahogado su furia contra las cruces, habían quemado sus chozas, y apartándose monte a dentro, donde impedidos los conductos por donde venía la agua al presidio, reducidas a los últimos extremos la guarnición, fue necesario pasarla a mejor sitio en el de Santa Lucía, donde habían quedado trescientos hombres, fueron todos consumidos de la hambre, viéndose, como sabemos por algunas relaciones, (aunque no las más propicias a la corona de España) reducidos a la durísima necesidad de alimentarse de las carnes de sus compañeros, manjar infame y mucho más aborrecible que la hambre y que la muerte misma. Lo mismo había acontecido en San Mateo. Solo habían quedado en pie los presidios de San Agustín y de Carlos. Presentáronse al general los soldados todavía en algún número; pero pálidos, flacos, desnudos, al rigor de la hambre y del frío, y que muy en breve hubieran tenido el triste fin de sus compañeros. Aplicáronse los padres a procurarles todo el consuelo que pedía su necesidad, se les proveyó de vestido y de alimento, y atraídos con estos temporales beneficios, fue fácil hacerles conocer la mano del Señor que los afligía, y volverse a su Majestad por medio de la confesión con que se dispusieron todos para ganar el Jubileo que se promulgó inmediatamente.

[Parte el padre Segura con sus compañeros a la Habana] Dados con tanta gloria del Señor y provecho de las almas, estos primeros pasos, reconoció el vice-provincial, así por su propia experiencia, como por los informes del padre Juan Rogel que no podía perseverar allí tanto número de misioneros, sin ser sumamente gravosos a los españoles o a los indios amigos que apenas tenían lo necesario para su sustento. Determinó, pues, partir a la Habana a disponer allí mejor las cosas, dejando en Sutariva, pueblo de indios amigos, cercano a Santa Elena, al hermano Domingo Agustín para aprender la lengua, y en su compañía al joven pretendiente Pedro Ruiz de Salvatierra. Nada parecía más conveniente al padre Juan Bautista de Segura que procurar algún establecimiento a la Compañía en la Habana. La vecindad a la Florida, la frecuencia con que llegan a aquel puerto armadas de la Nueva-España, de las costas de Tierra Firme, y de todas las islas de Barlovento; la multitud de los españoles e isleños cristianos y cultos que poblaron aquel país, y el grande número de esclavos que allí llegan frecuentemente de la Etiopia, y lo principal, la comodidad de tener allí un seminario o colegio para educar en letras y costumbres cristianas a los hijos de los caciques floridanos, abrían un campo dilatado en que emplearse muchos sujetos con mucha gloria del Señor. El pensamiento era muy del gusto del adelantado, que prometió concurrir de su parte para que Su Majestad aprobase y aun concurriese de su real erario a la fundación del colegio. Ínterin la piedad de aquellos ciudadanos había proveído a los padres de casa en que vivir, aunque con estrechura, vecina a la iglesia de San Juan, que se les concedió también para sus saludables ministerios.

[Su ocupación en esta ciudad] Aquí entregados en lo interior de su pobre casa a todos los ejercicios de la perfección religiosa, llenaron muy en breve toda la ciudad del suave olor de sus virtudes. No se veían en público sino trabajando en la santificación de sus próximos. A unos encargó el padre vice-provincial la escuela e instrucción de los niños, principalmente indios hijos de los caciques de todas las islas vecinas, en cuya compañía no se desdeñaban los españoles de fiar los suyos a la dirección de nuestros hermanos. Otros se dedicaron a explicar el catolicismo, e instruir en la doctrina cristiana a los negros esclavos, trabajo obscuro a los ojos del mundo, pero de un sumo provecho y de un sumo mérito. Unos predicaban en las plazas públicas, después de haber corrido las calles cantando con los niños la doctrina. Otros se encargaron de predicar algunos días seguidos en los cuarteles de los soldados, y después en las cárceles, ni dejaban por eso de asistir en los hospitales. El padre Segura, como en la dignidad, así en la humildad y en el trabajo excedía a todos, y hubiera muy luego perdido la salud a los excesos de su actividad y de su celo, si el ilustrísimo señor don Juan del Castillo, dignísimo obispo de aquella diócesis, no hubiera moderado su fervor, mandándole solo se encargase de los sermones de la parroquial. El fruto de estos piadosos sudores, no podemos explicarlo mejor que con las palabras mismas de la carta anual de 69, en que se dice así a San Francisco de Borja, entonces general.«Si todo lo que resultó del empleo de los nuestros en la Habana, se hubiera de referir por menudo, pedirla, propia historia y larga relación, y aunque fuera contándolo con límite, parecería superior a todo crédito. Solo diré a vuestro padre maestro reverendo que había ya personas tan aficionadas al trato con Dios y a la oración mental, examen de conciencia y ejercicios, de mortificación, que en cuasi todas las cosas se guiaban por las campanas de la Compañía, ajustando en cuanto podían su modo de vivir con el nuestro».

Por mucho que signifique esta sencilla expresión el provecho espiritual que se hacía en los españoles, era incomparablemente mayor el de los indios. Era un espectáculo de mucho consuelo, y que arrancaba a los circunstantes dulcísimas lágrimas ver en las principales solemnidades del año de ciento en ciento los catecúmenos, que instruidos cumplidamente de los misterios de nuestra santa fe, y apadrinados de los sujetos más distinguidos de la ciudad, lavaban por medio del bautismo las manchas de la gentilidad en la sangre del Cordero. Habíase encomendado al hermano Juan Carrera la instrucción de tres jóvenes hijos de principales caciques de las islas vecinas: eran los tres de vivo ingenio, y dotados de una amable sinceridad acompañada de una suavidad y señorío, que hacía sentir muy bien, aun en medio de su bárbara educación, la nobleza de su origen. A poco tiempo suficientemente doctrinados, instaron a los padres, empeñándolos con el señor obispo, para ser admitidos al bautismo. Quiso examinarlos por sí mismo el ilustrísimo, y hallándolos muy capaces, señaló la festividad más cercana en que su señoría pretendía autorizar la función echándoles el agua. El plazo pareció muy largo a los fervorosos catecúmenos. Instaron, lloraron, no dejaron persona alguna de respeto que no empeñasen para que se les abreviase el término. Causó esto alguna sospecha al prudente prelado, y de acuerdo con el gobernador y los padres, determinó probar la sinceridad de su fervor mandando que en un barco que estaba pronto a salir a dichas islas, embarcasen repentinamente a los tres jóvenes. Ejecutose puntualmente la orden; pero fueron tan tiernas las quejas, tan sinceras las lágrimas, tal la divina elocuencia y energía de espíritu de Dios con que hablaron y suplicaron a los enviados del señor obispo, que enternecido este, conoció la gracia poderosa que obraba en aquellos devotos mancebos, que dentro de muy pocos días, siendo padrinos el gobernador, y dos de las personas más distinguidas de la ciudad, los bautizó por su propia mano con grande pompa, edificación y espiritual consuelo de todos los que asistieron a este devotísimo espectáculo.

La serie del suceso mostró bien cuanto podemos conjeturar las miras altísimas de la Providencia, y el cuidado particular con que velaba, digámoslo así, sobre las almas de aquellos tres neófitos. Los dos menos principales el mismo día que habían nacido a Dios en el han tocados de una enfermedad, dieron muy en breve sus almas al Criador. Quedó de este golpe sumamente mortificado don Pedro Meléndez, a cuya conducta los habían fiado sus padres, y temiendo que aquellos bárbaros, la gente más cabilosa del mundo, no lo culpase o de negligente o de pérfido; con estos pensamientos determinó que el tercero, que era el principal; y a cuyo padre se daba el título de rey, se embarcase luego y diese la vuelta a su patria; pero el Señor tenía sobre él más altos designios. Luego que supo esta resolución joven, pidió a Dios instantemente, que antes de exponerlo a semejante peligro lo sacase del mundo. En esta oración se ejercitó por algunos días con tan viva confianza, que hablándole de su próximo viaje el hermano Juan de la Carrera, no tengas cuidado de esto le replicó. Los hombres se cansan en balde. Yo estoy cierto que no he de volver a ver en este mundo a mis padres, porque muy breve iré a ver a Dios en el cielo. En efecto, enfermó dentro de pocos días, y a pesar de todos los esfuerzos de la medicina, que con liberalidad le proveyó el adelantado, el mismo día destinado para el embarque arribó felicísimamente al puerto de la salud. El gobernador para poner su crédito a cubierto de toda sospecha con su padre, determinó hacerle unas exequias correspondientes a su noble, aunque bárbaro nacimiento, y al amor de toda la, ciudad que le había conciliado un mérito. Asistió acompañado de todos los regidores y de los oficiales de mar y tierra, como también el señor obispo con todo su clero. Fueron testigos de estos honores muchos indios de todas las islas vecinas que había entonces en la Habana, y satisfechos de esta honra, concurrieron después tantos otros, que según se dice en la annua, no les bastaba a los padres el tiempo para instruirlos, y proveerlos a costa de su necesidad, de sustento y hospedaje.

[Vuelven algunos a la Florida] En medio de tan gloriosas fatigas, el padre Juan Bautista de Segura, tenía siempre vueltos los ojos a la Florida, y tomaba sus medidas para pasar cuanto antes a promulgar el Evangelio. Pareciéndole tiempo, dejó en la Habana al padre Juan Rogel para ejercitar los ministerios, y con él a los hermanos Francisco Villa Real, Juan de la Carrera y Juan de Salcedo, para cuidar de lo temporal y de la instrucción de los españoles, principalmente de los indios caciques, en la escuela que había tenido tan bellos principios. Al padre Gonzalo del Álamo, con un compañero señaló para la provincia y fuerte de Carlos. Al padre Antonio Sedeño, con otro de los hermanos que poco antes se había recibido en la Compañía, mandó a Guale, provincia poco distante al Norte de Santa Elena, donde trabajaban también los hermanos Domínico Agustín, y Pedro Ruiz de Salvatierra. El padre vice-provincial, con el adelantado, partieron a la provincia de Teguexta favorablemente para la composición de las ruinas pasadas. Había vuelto de España, entre otros neófitos floridanos, un indio llamado Santiago, hermano del cacique de aquel país, a quien por mucho tiempo hablan creído muerto a manos de los españoles. Luego que lo vieron no solo vivo, sino, tan honrada y distinguidamente tratado, como no hay gente más fácil en deponer sus sentimientos y sospechas, que aquellos que por su necedad suelen ser más prontos a concebirlas, determinaron renovar la amistad y antigua alianza con el rey católico. Se hizo esta ceremonia con toda el aparato y solemnidad que permitía el tiempo, y en testimonio, se erigió con las mayores demostraciones de regocijo y de veneración, una cruz formada de dos grandes pinos en aquel mismo lugar donde poco antes la habían tan indignamente ultrajado.

Por otra parte, el cacique don Felipe, que como arriba dijimos, vuelto de España el adelantado, había prometido bautizarse, cada día con nuevas promesas y ratificaciones, fomentaba las esperanzas de los siervos de Dios. En consecuencia de estas fingidas expresiones cuando llegó allí don Pedro Meléndez con el padre Juan Bautista Segura, pareció haberse rendido a sus fervorosas instrucciones: con singular consuelo del misionero y del gobernador, permitió que se quebrasen y ultrajasen sus antiguos ídolos. Los soldados, que conocían mejor al pérfido cacique no quedaron aun satisfechos, y el suceso dio breve a conocer sus dañados intentos. Poco después de la partida del adelantado para España, estando en la provincia su sobrino don Pedro Meléndez Márquez, descubierta una conjuración que urdía contra los españoles él, y otros catorce caciques, sus cómplices, fueron castigados de muerte. El suplicio de estos conjurados tan ilustres acabó de agriar los ánimos de los indios. Se sublevaron repentinamente, quemaron sus chozas y sus templos, y huyeron a los montes. Fue preciso desamparar el fuerte y demolerlo, no pudiendo perseverar allí los soldados por la falta de alimentos. El padre Gonzalo de Álamo y su compañero tuvieron orden de retirarse a la Habana. Pero aun aquí no pudieron perseverar largo tiempo. No se abría camino alguno para la fundación del prometido y esperado colegio. Las limosnas de los particulares no podían mantener muchos días tanto número de sujetos. Desamparada ya tanto de los naturales como extranjeros la vecina costa de la Florida, no podía subsistir aquella especie de seminario de indios, que hasta entonces había sido el principal objeto de aquella residencia. Las poblaciones de españoles e indios amigos que restaban en la Florida, no tenían comercio alguno con la Habana. Estas razones determinaron al padre vice-provincial a hacer pasar todos los sujetos de la isla de Cuba al continente.

[Incomodidades y peste del país] Era difícil la elección del sitio en que se hubiesen de alojar los misioneros. En las poblaciones donde había guarnición española, era muy gravoso a los indios haber de partir con los presidiarios aquellos pocos alimentos, que apenas les bastaban para la vida. Los soldados, obligados de la necesidad, usaban alguna vez de la fuerza. Así el odio de las personas, como frecuentemente acontece, hacía aborrecible la religión, y cerraba el paso al Evangelio. Se escogieron, pues, las provincias de Guale y Santa Elena, donde se habían arruinado los antiguos presidios, y donde siendo la índole de los naturales más apacible y dócil se podía trabajar con más fruto. Una epidemia que asolaba aquellas provincias dio desde luego materia bastante a su caridad y a su paciencia. Corrían a todas horas del día y de la noche de pueblo en pueblo, de choza en choza, animando al último trance a los cristianos, bautizando a los catecúmenos, anunciando el reino de Dios a los gentiles, y procurándoles en lo espiritual y temporal todos los alivios que podían. Tuvieron la sólida satisfacción de enviar al cielo muchos párvulos, y aun procurar según toda apariencia la eterna salud a muchos adultos. Los enfermos, aunque bárbaros, sensibles a tan continuas demostraciones de amor, parecían comenzar a amar a sus médicos, y hacerse más dóciles a sus sabios consejos. [Enferman todos y muere el hermano Domingo] En fin, hubieron de ceder al trabajo, a la incomodidad de la habitación, a la inclemencia de la estación y del aire inficionado que respiraban en la cura de los enfermos, en la asistencia de los moribundos, en la sepultura de los muertos. Fueron todos sucesivamente tocados de la peste; pero se contentó el Señor con una sola víctima: murió el hermano Domingo Agustín, por otro nombre Báez. Apenas podía haber caído la suerte sobre otro que hiciese más falta a la misión. Destinado desde luego que llegó de Europa por su rara habilidad para aprender en Saturiva la lengua del país, a los seis meses la poseía tan perfectamente, que pudo traducir a ella el catecismo, y componer un arte que fue de mucha utilidad a sus compañeros, de una alegría de ánimo, y un celo de la gloría de Dios a prueba de los mayores trabajos. Era de una familia muy distinguida en las islas Canarias, y había hecho en la retórica, filosofía y teología grandes progresos en Salamanca; pero fue incomparablemente mayor la humildad con que pretendió ocultar todas estas brillantes cualidades en el humilde estado de coadjutor temporal.

[Fruto de la misión] Pasada esta borrasca, y muchos meses después con sumo trabajo de los padres, ya no parecía quedar medio alguno para la conversión de los floridanos. Con la peste acabó juntamente su agradecimiento y su docilidad. El padre Juan Rogel y el hermano Juan Carrera en Santa Elena, el padre Sedeño y el hermano Villa Real en Guale, habían sudado un año sin otro fruto que el de su paciencia y de su mérito. Los indios cada día más groseros y más bárbaros, no oían con gusto las instrucciones, sino cuando se acompañaban con el alimento. Con alguna atención superficial a ciertos artículos de nuestra religión en tratándoles de las penas preparadas después de la muerte, o a los impíos de la inmortalidad de nuestras almas, cerraban enteramente los oídos. El expediente que se había tomado de retirarse a las provincias de Guale y Santa Elena, algo distantes de los presidios españoles, y que había sucedido felizmente hasta entonces, se halló después expuesto a las mismas y aun mayores dificultades. La escasez de alimentos obligaba a los soldados del presidio a hacer algunas excursiones en las provincias vecinas. Los indios que no podían sin un sumo dolor verse violentamente privados del necesario sustento, y expuestos a todos los rigores del hambre, buscaban amparo y defensa en los misioneros. Así estos que ni quisieran faltar a la necesidad de los españoles, ni dejar de mirar por la inocencia de los afligidos indios, se hacían a unos y a otros aborrecibles igualmente. Venía el padre Luis de Quiroz destinado de nuestro padre general, en lugar del padre Gonzalo del Álamo, hombre de raros talentos, pero para la cátedra y el púlpito, no para los bosques y las chozas, en que sin poderse servir de su literatura dañaba más con la delicadeza de su genio y dureza de su juicio. Tuvo orden el padre Álamo de pasar a Europa, y partió luego. Pensaba el padre Segura entrar más adentro de la tierra hacia la provincia de Axacan, distante como ciento y setenta leguas al Norte de Santa Elena, a los 37 grados de latitud.

[Noticia del cacique don Luis] Había inclinado al padre a tomar esta resolución un indio natural de aquella región, que había venido de la Habana acompañando a los padres. Era éste hermano del cacique de Axacan, y algunos años antes pasando por allí para Nueva-España unos misioneros del orden de predicadores, partió con ellos a México, donde instruido con prontitud en los dogmas de nuestra fe, fue con grande solemnidad bautizado y llamado Luis, en honra de don Luis de Velasco, segundo virrey de México, que tuvo la dignación de ser su padrino. De aquí pasó a España, y en atención a su ilustre nacimiento, que acompañaba un entendimiento pronto y un exterior agradable, le honró el señor don Felipe II manteniéndolo a sus reales expensas todo el tiempo que estuvo en la corte. Volvió de Europa en compañía de unos religiosos de Santo Domingo con el destino de ayudarlos en la conversión de su nación; pero habiéndose impedido no sé con qué ocasión el pasaje de estos misioneros a la Florida, celoso de la reducción de sus compatriotas se agregó a nuestros padres. Verosímilmente no podía encontrar el padre vice-provincial socorro más oportuno para sus piadosos proyectos. La restitución a su patria de un personaje tan distinguido entre los suyos, sus maneras dulces e insinuantes, su fervor y celo para la religión, el agradecimiento que profesaba a la honrosa acogida que había debido a don Luis de Velasco, la liberalidad y honra de que se había visto colmado en la corte del mayor monarca de Europa, su ingenio agudo y vivo acostumbrado ya al modo de tratar de los europeos, la piedad con que se llegaba con frecuencia a la participación de los sagrados misterios; todo conspiraba a hacer creer que depuesta toda la perfidia y ferocidad de su nativo clima, se tendría en don Luis no solo un cabal intérprete y un fiel amigo, sino también un fervoroso catequista.

[Parte el padre Segura con sus compañeros a América] Juntó el padre vice-provincial en Santa Elena a los padres para comunicarles su resolución; pero nunca quiso poner en consulta quienes habían de ir a aquella peligrosa expedición, queriendo tomar sobre sus con sus hombros todo el trabajo, aunque los padres Sedeño y Rogel se le ofrecieron muchas veces con las mayores veras. Resuelto el viaje tomó consigo el padre Segura, al padre Luis de Quiroz con seis hermanos. Gabriel Gómez, Sancho Cevallos, Juan Bautista Méndez, Pedro de Linares, Gabriel de Solís, y Cristóbal Redondo. Fuera de estos, iba don Luis y un niño hijo de un vecino español de Santa Elena, llamado Alonso. Todos los padres y hermanos que cultivaban las provincias de Guale y Santa Elena, tuvieron orden de retirarse a la Habana. El vice-provincial y sus compañeros se embarcaron en un puerto cercano a Santa Elena para Axacan a fines de agosto, después de haber con fervorosa oración y otras muchas obras de virtud encomendado a Dios el éxito feliz de una empresa, que no tenía otro objeto que la gloria de su santo nombre. Llegaron a la provincia de Axacan, que hoy en día en poder de la Inglaterra, hace parte de la nueva Georgia y la Virginia, a los 11 de setiembre, y dieron fondo en el mismo puerto de Santa María, (hoy Saint George) patria del cacique don Luis. Luego que pusieron pie en tierra, mandó el padre Segura al capitán del barco que con toda su tripulación y soldados volviese a Santa Elena, de donde no debía volver a aquel puerto sino después de cuatro meses a traer las necesarias provisiones de que dejaba encargado al padre Juan Rogel. No faltaron al hombre de Dios fuertes razones para determinarlo a una acción que a los ojos de la prudencia humana pudiera parecer temeridad. Seguramente las costumbres de la tropa y gente de mar, no eran las más a propósito para confirmar con su ejemplo la ley santa que se iba a predicar a los gentiles. La tierra no era tan abundante de alimentos que se pudiesen mantener todas aquellas gentes, sin notable incomodidad de los naturales, y dejarlos expuestos a las vejaciones ordinarias, era sofocar desde luego la semilla del Evangelio que se procuraba fomentar con el sudor y con la sangre.

[Conducta de don Luis] Por otra parte, no se tenía motivo alguno para desconfiar del cacique don Luis. Fuera de la piedad para con Dios y de la amistad para con los padres, que hasta allí había observado constantemente en toda su conducta, acababa de darles pruebas bien sinceras de su fidelidad y su fervor. Luego que se presentó a sus gentes sobrecogidas del gozo de verlo después de tantos años restituido a su patria, valiéndose de aquellos primeros movimientos de alegría, los interesó para que entre todos se fabricase a los padres una casa capaz, aunque grosera, y una ermita o pequeña capilla, donde se celebrasen con decencia los sacrosantos misterios. A su arribo había muerto el cacique de Axacan su hermano mayor, y actualmente mandaba en la provincia otro menor que don Luis. Viose entonces con un ejemplo digno de proponerse a los más cultos pueblos de la Europa, cuanto la grandeza de alma y la nobleza sostenida de un buen fondo de equidad, es superior a la más grosera educación, y a la barbaridad del clima. El hermano menor reconociendo en don Luis la prerrogativa del nacimiento, vino luego a ofrecerle el mando de toda aquella región la más grande y la más bien poblada de la Florida, en cuya posesión, decía, no había entrado sino por la ausencia de su hermano, a quien la naturaleza daba sobre él y sobre toda la nación un derecho incontestable. Don Luis, a quien fuera de su grande genio, acompañaba una instrucción pulida, e ilustraban las luces de la fe, no se dejó vencer en generosidad de su menor hermano. La fortuna, dijo, quitando los hijos a mi hermano y sacándome a mí de mi patria, ha depositado en vuestras manos las riendas del gobierno. Vos estáis amado de vuestros súbditos, temido de vuestros enemigos, y que unos y otros me mirarían a mí como extranjero. Por mucho derecho que me asista para pretender el mando o para aceptarlo de vuestras manos, no quiera Dios se piense de mí que haya sido este el motivo de restituirme a los míos. No, mi amado hermano: yo no he venido a despojaros de vuestros dominios, sino a contribuir solamente de mi parte al celo de estos piadosos hombres, que dejando su patria, y sacrificándose a los mayores trabajos, os vienen a anunciar el reino de Dios vivo, de quien por mi dicha soy; y quiero ser uno de los adoradores más sinceros.

[Su mudanza y obstinación] Con estos ejemplos y expresiones de don Luis, comenzaron los bárbaros a tener en gran veneración a los siervos de Dios, y a dar favorables oídos a sus consejos de paz. Por siete continuos años había sido aquella gente trabajada de una epidemia en que tuvieron bastante que fatigarse los padres, con quienes de concierto obraba en todo don Luis. Así pasaban llenos de esperanza hasta fines del año. Don Luis, entonces, dejado el vestido europeo, de que hasta entonces había usado apareció un día repentinamente en el trago de su nación, protestando, que lo hacía por no disgustar a sus gentes, y atraerlas con más dulzura a sus designios. Se vio muy presto como con el traje se había vestido otra vez de toda la corrupción de su país, y experimentaron los padres, cuanto es difícil que vuelva la fiera a su bosque nativo, sin que deponga toda aquella mansedumbre, que contra su natural inclinación había aprendido en las jaulas. Ya no asistía con tanta frecuencia a las exhortaciones de los padres. La libertad, el ejemplo de los suyos, la impunidad en los mayores delitos, habían tentado su corazón, y el amor a las mujeres acabó de corromperlo enteramente. La cualidad de cacique le permitía tener muchas a un tiempo. Los padres Segura y Quiroz, a quienes dolía infinitamente verse arrancar de entre las manos aquella alma, y con ella todo el fruto de sus trabajos y toda la salud de la Florida, con ruegos, con amenazas de parte de la justicia de Dios, y más que todo con lágrimas y continua oración a su Majestad, procuraban ganar otra vez aquella oveja descarriada. Pero la maldad había echado ya muy hondas raíces en el ánimo de don Luis. La corrupción pasa muy fácilmente del corazón al espíritu, y la impureza la llevó como en otro tiempo a Salomón, a la más infame apostasía. Cansado de las exhortaciones de los padres a quienes no miraba ya sino como tiranos de su libertad, se retiró de su patria cinco leguas a dentro. Usáronse todos los medios que sugería la caridad industriosa para hacerlo volver: súplicas, sumisiones, promesas, todo fue inútil.

[Ocupación de los misioneros y razonamientos del padre Segura] Los misioneros reducidos a la estrechez de su pobre choza, sin intérprete de quien pudiesen informarse en una espantosa soledad, no se miraban, sino como víctimas destinadas al sacrificio. La oración y lección, las obras de penitencia, las pías y fervorosas conversaciones, la meditación de la vida gloriosa, y sobre todo, la mesa sagrada a que se llegaban humilde y devotamente los más días, era el único manjar de que se sustentaban faltos ya aun de los corporales alimentos por haber tardado el barco, que a los cuatro meses esperaban de la Habana. Llegase el día 3 de febrero, y habiendo todos con devota ternura y muchísimas lágrimas; recibido el cuerpo del Señor, el padre vice-provincial les habló a todos juntos de esta manera: «Vednos aquí, hermanos míos, reducidos a la gloriosa necesidad de morir por Jesucristo. Por aquí está el Océano: por aquí estamos de todas partes cercados de los enemigos. Yo haría injuria a vuestra religiosidad en acordaros los motivos, que dejado el descanso de los colegios de Europa, nos ha traído a estos desiertos, y de la bella causa, porque estamos, según discurro, en vísperas de acabar nuestros días. Yo pretendo enviar tercera embajada a don Luis. Bien imagino que esto no es sino darle la señal de acometer; pero la caridad y la necesidad me obligan. Nosotros demos gracias a Dios que no podemos huir de la felicidad que su Majestad nos ha preparado, y ofrezcamos desde ahora, el holocausto de nuestra vida a gloria de su santo nombre, y confirmación de la fe, y doctrina santísima que profesamos». Estas palabras proferidas con un fervor y valentía de espíritu movido de Dios, arrancaron suavísimas lágrimas a los oyentes penetrados de los mismos sentimientos, y pasaron aquel día todo en oración y ejercicios de piedad. A la mañana mandó el padre Segura al padre Luis de Quiroz, con los hermanos Gabriel  de Solís y Juan Bautista Méndez, para procurar que volviese don Luis. Partieron a una comisión tan peligrosa con la prontitud y alegría que no se puede explicar bastantemente. Se había escogido al padre Quiroz por el especial amor y confianza que hace entonces le había profesado el cacique. Los recibió este con bastantes apariencias de amistad, se excusó con cortedad y con respeto de su tardanza, y les prometió que a la mañana seguramente iría.

[Traición de don Luis, y muerte de los ocho misioneros] Consolado el padre Quiroz y sus compañeros con estas expresiones, que les parecieron muy sinceras, se volvieron a la tarde al puerto; pero como era algo dilatado, les cogió la noche en el camino. Cumplió don Luis exactamente su palabra. Partió luego al anochecer tras ellos. Alcanzó a los tres enviarlos en su viaje. La noche ocultaba las flechas de que venía armado, y la fiereza del semblante, pero no la tropa que lo acompañaba. Causó esto alguna sospecha; sin embargo, el padre Quiroz lo saludó amigablemente. La respuesta fue una saeta, de que atravesado el corazón, cayó muerto. Corrió el traidor a despojar el cuerpo, mientras sus compañeros con las flechas y las macanas enviaron al cielo a los hermanos Gabriel de Solís y Juan Bautista Méndez; juntaron los cadáveres para quemarlos, aunque no sé con qué motivo lo dejaron de hacer, y volvieron cargados de los pobres y religiosos despojos con grandes alaridos a su pueblo. Pasados algunos pocos días, viéndose el apóstata don Luis necesitado a acabar con los misioneros, y pensando que con algunas pocas hachas y machetes que tenían, y habían visto traer para sus usos domésticos, pudiesen los cinco que quedaban defenderse de su violencia, mandó muy de mañana unos indios, que con pretexto de ir a hacer leña al monte, les pidiesen prestados aquellos instrumentos. El artificio era bastantemente grosero; pero los siervos de Dios, que aunque por la tardanza de los tres compañeros habían entrado en vehemente sospecha, a imitación del Salvador del mundo, no pensaban defenderse con este género de armas, antes estaban más deseosos de recibir la muerte por Jesucristo que sus enemigos de dársela, no creyeron deberles dar algún motivo de resentimiento. Luego que los tuvieron a su parecer desarmados, corrieron al monte, donde encontrando al hermano Sancho Cevallos que había ido a buscar leña para aderezar su pobre sustento, le dieron cruel muerte. Juntáronse con don Luis, que los esperaba, y corriendo todos con horribles gritos a la casa de los padres, el apóstata, vestido de los despojos de los muertos, como que por ser el más malvado de los hombres   tuviese derecho para escoger la mejor víctima, entrando en el aposento del padre Juan Bautista Segura, le hendió con una hacha la cabeza. Lo mismo ejecutó su bárbara tropa con los tres hermanos, Gabriel Gómez, Pedro Linares y Cristóbal Redondo.

Este éxito tuvo la expedición del padre Juan Bautista de Segura a la Florida, región infeliz en que no podemos dejar de admirar con espanto la profundidad de los juicios Dios. Regada con la sangre de tantos fervorosos misioneros, primero, de la orden de predicadores, bajo la conducta del vuestro siervo de Dios fray Luis de Balbastro, después de los de la Compañía de Jesús, y últimamente, cultivada por doscientos años de la seráfica familia, como la sangrienta Jerusalén, sin ceder jamás la indomable ferocidad de sus naturales, solo parece haber subsistido en ella este tiempo la nación española, y con ella la verdadera religión, para justificar la causa del Señor, hasta que colmada la medida de su iniquidad, ha cedido en estos mismos años por el tratado de las últimas paces, enteramente a la Inglaterra, y consumido el día 12 de marzo de 1763 el adorable Sacramento, no sin un gravísimo dolor de todos los católicos, se ha negado su Majestad a una nación infame, dejándola fuera de su Iglesia santa, y haciendo parte de aquel pueblo infeliz, cui iratus est Dominus in aeternum.

[Muerte del padre Segura] Al padre Juan Bautista de Segura dio cuna Toledo, estudios Alcalá, con no pocas aclamaciones de su raro talento, que le mereció la borla de maestro. Entrado en la Compañía pretendió instantemente el grado ínfimo de coadjutor temporal, no subió sino obligado de la obediencia al sacerdocio, ni después de ordenado se hubiera atrevido jamás a celebrar el primer sacrificio, si no lo hubieran compelido los superiores. Esta humildad profunda, este respetuoso temor, fueron como los ejes de toda su vida religiosa. San Francisco de Borja, aquel espíritu ilustrado, y guiado siempre del cielo, lo destinó rector del colegio de Villimar; de allí pasó con el mismo cargo a Monterrey para que debiese aquel colegio, reciente fundación del conde del mismo título, las primicias del espíritu a uno de los más fervorosos operarios de aquel tiempo. De Monterrey salió para rector de Valladolid, y de aquí para la misión de la Florida, donde le esperaba la corona.

[Noticia del Padre Quiroz y los restantes] El padre Luis de Quiroz era de una de las familias más ilustres de Sevilla, había allí entrado en la Compañía, y pasado a poner como un noviciado de su misión apostólica en el colegio que en el Albaicín de Granada tiene la Compañía para la instrucción y educación de los   moriscos. Solo sabemos de su carácter, que era de una inocencia, candor y suavidad de costumbres, que los hacían extremadamente amable a los hombres, y que lo hicieron, según toda apariencia, digno holocausto de las aras del Señor. De los seis hermanos que murieron, Pedro Linares, Gabriel Gómez, y Juan Bautista Méndez, habían sido admitidos en España. El hermano Sancho Cevallos y Cristóbal Redondo, habían venido con el padre Segura, en calidad de pretendientes, y probados suficientemente en largo en el largo viaje y algunos meses en la Habana, tomaron allí la ropa. El hermano Gabriel de Solís era de un ilustre origen, y sobrino del adelantado don Pedro Meléndez, a cuya sombra le brindaba el mundo con mil esperanzas. Edificado de las costumbres y la austera vida de los misioneros en la Florida, pretendió vivamente ser de su número, y lo consiguió para ser muy breve compañero de su triunfo. Esto es lo que hemos podido decir con certidumbre de estos gloriosos varones, y no hay duda sino que serían en la piedad y religiosidad muy conforme a aquellos a quienes, como tomándole a San León las palabras, dijo muy bien el padre Florencia: et electio pares, et labor similes, et finis fecit aequales.

[Dejan con vida al niño] Entre el tumulto y la confusión de aquella horrible escena, el niño Alonso, que como dijimos, para que les ayudase a misa y sirviese de intérprete, habían llevado consigo los padres, sin tener lugar seguro, corría por las calles bañado en lágrimas. El cacique hermano de don Luis, en quien parece había quedado algún rastro de humanidad, de que se había despojado el pérfido apóstata, lo acogió benignamente, y lo escondió para hurtarlo al furor de su malvado hermano; pero don Luis no había pretendido apagar su cólera sino en la sangre de aquellos que querían sujetar su libertad al yugo de Jesucristo. Así permitió el Señor que cegándose aquel bárbaro, dejase en Alonso un testigo tanto menos sospechoso, cuanto más sencillo de su maldad y de las maravillas de Dios, y un argumento evidente e irrefragable de la gloriosísima causa que le había movido a deshacerse de los misioneros. Hízole traer a su presencia don Luis. Un extraordinario consuelo de creer que iba a morir por Jesucristo. Presentose con un denuedo muy superior a su edad, dispuesto, como repetía después, a confesar la fe, y a acompañar a sus amados padres. Vive seguro entre nosotros, (le dijo el tirano) que solo hemos procurado quitar de nuestra vista unos importunos censores de nuestras acciones. Ya estamos en posesión de nuestra libertad. Ven conmigo, daremos sepultura a los cuerpos, según el rito que he visto usar a los cristianos. En efecto, hicieron entre todos un foso capaz en la capilla misma donde decían misa: juntaron los ocho cuerpos y las enterraron con honor, rezando con grande fuerza de lágrimas el niño Alonso algunas oraciones que había aprendido de los padres.

Apoderáronse los indios de todos los vestidos y despojos de los siervos de Dios, y de los sagrados vasos, que ignorantemente profanaban, mas no con tanta impunidad muy largo tiempo.

[Caso prodigioso] Referiré el caso (para no faltar por una parte a la fidelidad de historiador, y por otra parte que no se imagine que a mi albedrío le he quitado las circunstancias con que se halla en algunos autores) con las palabras mismas del padre Juan Rogel, que de su letra y pluma se halla entre los papeles del archivo de esta casa profesa, y que es incontestablemente el más antiguo y más auténtico monumento que puede alegarse en la materia: «Sucedió, (dice) que un indio con la codicia de los despojos, fue a una caja dentro de la cual estaba un Cristo de bulto, y queriendo abrirla y quebrarla para sacar lo que dentro había, y comenzando a desherrajarla cayó allí muerto. Luego le sucedió otro indio, que con la misma codicia, quiso proseguir el mismo intento y también cayó muerto. Otro tercero intentó lo mismo, y también le sucedió lo mismo. Entonces no osaron llegar más a la arca, sino que la tienen hasta hoy en día, con mucha veneración y espanto, sin atreverse a llegar a ella y de esto mismo me dieron noticia aquí unos soldados viejos que vinieron de la Florida, los cuales habían estado en Axacan, y les dijeron los indios, como aquella arca está todavía en pie, y nadie osa llegar a ella, aun agora al cabo de cuarenta años». Hasta aquí la sencilla relación del padre Juan Rogel, cuya autoridad sola pone nuestra sinceridad a cubierto de toda crítica, y nos alivia la pena de impugnar otras relaciones poco compatibles con este original.

[Excursión a Cuba y su motivo] Entretanto los padres Antonio Sedeño y Juan Rogel, y los hermanos Francisco Villa Real, Juan de la Carrera, Juan de Salcedo y Pedro Ruiz de Salvatierra, según la orden que les había dejado el vice-provincial, navegaron a la Habana; y mientras los unos con grande utilidad y ventajas del público, se ejercitaban en el recinto de la ciudad, el padre Antonio Sedeño con otro compañero, recorrían todas las poblaciones de la isla, haciendo en ellas fervorosas misiones, y de dejando por todas partes en las restituciones de lo mal adquirido, en las composiciones de las enemistades y los litigios, y en la frecuencia de los Sacramentos de confesión y comunión, que se veía renacer luego donde quiera que entraban; pruebas bien claras de aquel gran celo que animó siempre sus acciones, y que aun en su última vejez le llevó, como veremos después, a morir en las islas Filipinas. Arribaron a este mismo tiempo a Cuba, puerto famoso en la costa austral de la misma isla a quien dio su nombre, once jesuitas bajo las órdenes del padre Díaz, compañeros de aquellos cuarenta; que sin más delito que el de católicos y celosos defensores de la Sede Romana, habían en la isla de Palma conseguido la de la inmortalidad a manos del pirata Jaques Soria. Voló a Cuba el padre Antonio Sedeño, y ayudado de la caridad de aquellos ciudadanos, los hospedó y alivió de los trabajos de una navegación tan penosa. Por su consejo pasaron a la Habana, donde sabida la dichosa suerte de sus compañeros, y mirados ya como confesores de Jesucristo, se atrajeron la veneración de toda la ciudad. Ni los engañó su piadosa credulidad, porque partiendo de la Habana a principios del año siguiente, y juntándose en Angra, una de las islas terceras, con otros compañeros, que llevados de la misma tempestad habían arribado a la isla española algunos de ellos (porque de treinta que habían quedado en los dos navíos, hubo de rebajarse en Angra la mitad) cayendo en manos del pirata Cadaville el día 13 de setiembre de 1571 con diversos géneros de muertes, glorificaron al Señor.

El padre Juan Rogel, que había quedado encargado de enviar a los cuatro meses a Axacan los necesarios alimentos, hizo cuanto podía por remitirlos a tiempo. Luego que hubo oportunidad, se hizo a la vela el piloto Vicente González, y en su compañía el hermano Juan de Salcedo. Dieron fondo en el puerto de Santa María; pero avisados de no sé qué interior movimiento no quisieron saltar en tierra. Echaron menos cierta señal que el padre Segura les había prometido hallarían en la costa. Veían a los indios con alguna ropa, que les parecía no podía ser sino de los padres. Los bárbaros para atraer a tierra a los españoles se vistieron algunas sotanas de los difuntos padres, y paseándose por la playa, venid, les gritaban, aquí están los padres que buscáis. Este grosero estratagema los acabó de confirmar en su sospecha. Al mismo tiempo dos indios más atrevidos destacándose de los demás, se arrojaron a nado, en que son velocísimos y alcanzaron el barco. Arrestáronlos a bordo, y sin más esperar levadas a gran prisa las anclas, pusieron proa a la Habana. Para evitar la fuerza de las corrientes, que en el canal de Bahama corren impetuosísimas de Norte, es preciso navegar muy empeñados en la tierra, y por consiguiente muy vecinos a los cuyos islotes, que bordean por largo trecho el continente de la Florida. Esto dio ocasión a que uno de los indios se arrojase atrevidamente al mar. Se aseguró al otro, y se le condujo al puerto. Ni la dulzura con que se le trató en nuestra casa, en donde estuvo hospedado, ni las amenazas fueron bastantes para hacerle descubrir la verdad. El adelantado, que poco antes había venido de España, y tenía que navegar allá muy en breve, determinó pasar por Axacan para, averiguar la verdad de un hecho, de donde dependía todo el fruto de sus conquistas. Llevó consigo a los padres Juan Rogel, y a los hermanos Carrera y Villa Real. Entró en la tierra escoltado de tropa suficiente. Los indios habían huido al monte. Se encontró con el niño Alonso, de quien se supo puntualmente lo sucedido. Se les signó el alcance a los fugitivos: se hubieron a las manos ocho o diez de los parricidas, y se les dio sentencia de muerte. Se instruyeron, se bautizaron, y a lo que podemos conjeturar, movido el Señor a los clamores de aquella sangre inocente que pedía el perdón de sus enemigos, entraron a la parte de la herencia eterna.

[Éxito de don Luis] Concluida la ejecución, pidió el padre Rogel al gobernador le concediese una escolta de soldados para entrar al lugar de don Luis, y trasladar de allí a la Habana los huesos venerables de sus amados compañeros. Estaba la estación muy avanzada para el viaje de Europa, y no pudo don Pedro Meléndez condescender con tan piadosa petición. Prometió que a la vuelta, él mismo en persona pasaría a ejecutarlo. Don Luis, mucho antes de esta, expedición se había desparecido de su pueblo y de sus gentes. Huyendo de los españoles y de aquel sepulcro, testigo de la fe, a que tan vergonzosamente había faltado a Dios y a los hombres, se retiró lo más lejos que podía, monte a dentro. El padre Tannero en el elogio de estos gloriosos varones, y el padre Sachino en el libro 8 de la historia general de la Compañía, sobre opinión común muy válida en aquellos tiempos inmediatos en la Florida y en la Habana, escriben: que acongojado de los remordimientos de su conciencia, y apartado de todo comercio humano, pasó en el fondo de los bosques el resto de sus días en un continuo llanto. No desdice esta narración de la piedad que mostró luego después de pasados aquellos primeros transportes de su cólera. Perdonó la vida a aquel niño que podía y debía ser siempre testigo de su maldad. Procuró el entierro de los padres con la mayor decencia. Era dotado de un bello entendimiento, a que se añadía una muy cristiana educación, y el ejercicio que había tenido hasta entonces de alta constante virtud, sobre todo la oración misma de aquellos a quienes dio la muerte, y la infinita clemencia de nuestro Dios nos hace gustosamente creer que pudo conducirlo a un sincero y saludable arrepentimiento.

[Descripción general de Nueva España] Mientras el terreno infeliz de la Florida no producía sino abrojos y zarzales bajo los pies de sus apostólicos ministros, la providencia del Señor preparaba a la Compañía de Jesús un suelo afortunado en que se lograse con infinitas cruces el fruto de sus trabajos. Había cincuenta años que Hernando Cortés, general de las armas españolas, había conquistado a la corona de Castilla la imperial ciudad de México, justamente aquel mismo año en que San Ignacio de Loyola, dejadas las grandes esperanzas que le daba su nacimiento y su valor, había pasado de la milicia del César a la de Cristo, como que ni a la fama de Carlos V ni al celo de Ignacio bastasen los estrechos límites del antiguo mundo. De México se extendieron las conquistas con increíble rapidez a todas las regiones vecinas, y se dio el nombre de Nueva-España a todo aquel gran país, que por más de seiscientas leguas se extiende desde el río y fuerte de Chagres en la costa oriental del istmo de Panamá, hasta el río Bravo o río del Norte, que por la parte septentrional la divide del Nuevo-México. El gobierno civil está dividido en tres audiencias o chancillerías residentes en México, Santiago de Guatemala y Guadalajara. El eclesiástico en diez obispados y dos arzobispados. El arzobispo de México tiene por sufragáneos los obispos de Tlaxcala o Puebla de los Ángeles, de Oaxaca, Yucatán, Guadalajara, Michoacán y Durango. El arzobispo de Guatemala tiene a los obispos de Chiapa, Nicaragua y Honduras. Hablar de la riqueza, de la extensión y de la fecundidad de estos vastos países, sería ocioso después de lo que con tanta curiosidad como exactitud han escrito los naturales y extranjeros. Sin embargo, no podemos excusarnos de apuntar algunas particularidades, que acaso serán más del gusto de nuestro siglo. Parece que la naturaleza ha hecho en las demás partes un ligero ensayo de lo que quería perfeccionar en la América, y singularmente en la Nueva-España, que es como el centro de toda ella. Dejo aparte la fertilidad de sus campos, que cuasi sin respeto a las estaciones del año vuelven con prodigiosa multiplicación las semillas en cualquiera tiempo que se siembren. Dejo la fecundidad de sus [...] de que sin interrupción alguna han pasado a España tantos millones en espacio de dos siglos, sin otras muchas que se descubren cada día, y que no pueden a proporción cultivarse por las precauciones que ha parecido tomar a nuestros reyes. Dejo la infinita variedad de sus maderas, de sus frutas igualmente abundantes en todas las estaciones del año, de sus pescas tanto en los ríos, como en las costas de sus mares; solo sí no podemos dejar de ponderar la multitud innumerable de sus antiguos habitadores. Leyendo las historias de los antiguos mexicanos, y de aquellos que fueron testigos oculares en los primeros tiempos de la conquista, como Bernal Díaz del Castillo, Gómara, fray Bartolomé de las casas y otros semejantes, podrá formarse alguna idea de su número, y mucho mayor si se atiende a las epidemias que en diferentes años han asolado estas regiones. En la del año de 1575, que duró hasta los fines de 76 a diligencia del Excelentísimo señor don Martín Enríquez que gobernaba entonces, se averiguó haber muerto más de dos millones de los naturales. Subió aun más en la antecedente epidemia de 65, y mucho más en la que siguió inmediatamente al sitio y toma de la ciudad de México por los años de 1525. Sin embargo, a pesar de tan lamentables estragos, en la relación impresa, del famoso desagüe, escrita por don Fernando de Zepeda, y publicada el año de 1637, hallamos haber trabajado en esta obra importante desde 28 de noviembre de 1607 hasta 7 de mayo de 1637, 471151 indios, y 1666 indias que les asistían para el necesario sustento. Argumento grande de la innumerable multitud de los habitadores, y de la incomparable grandeza de los emperadores mexicanos de que a principios del siglo pasado apenas había quedado ya una tercia parte.

A proporción de la multitud de sus habitadores era y es la de sus montes, la de sus ríos, la de sus llanos y sus bosques, que por todas partes les proveían habitaciones cómodas y oportuno sustento. Entre sus montes se encuentran varias cordilleras nada inferiores a los Alpes y Pirineos. Desde cinco leguas de la Veracruz hasta el confín de los obispados de Puebla y Oaxaca, corre la encumbrada sierra del Cofre que los naturales llaman Xaupatheutli, como si dijéramos cuatro veces señor, por estar persuadidos, aun a la simple vista, a que eran estos montes cuatro veces más altos que el de Xuchimilco, cinco leguas al Sur de México, de quien llamaron Teuthtli. Se distinguen en esta cordillera el Cofre de Perote, y en otro de sus ramos el famoso volcán de Orizava, que según la observación de un misionero francés en el presente siglo excede en mucho al pico de Tenerife, que hasta ahora se había tenido por el monte más alto de la tierra. Otra cordillera divide las provincias de Nicaragua y Honduras, y se extiende hacia el Sur hasta el istmo de Panamá. En esta angostura un alto monte ofrece la vista del uno y otro mar. Es también famoso en esta cordillera el volcán de Masaya, distante cinco leguas del mar del Sur; la subida es declive y fácil la cima, tiene una llanura de quinientos pasos en contorno, y en medio un pozo como de treinta pasos de diámetro, desde cuyo brocal se ve en el plan, como a cuarenta brazas de distancia, un fuego como de metal derretido en un continuo hervor de que tal vez salen a fuera llamas muy claras, y que dicen haberse visto a treinta leguas de distancia por el mar del Sur. El ilustrísimo señor don Fray Bartolomé de las Casas, obispo de Chiapa, tuvo la curiosidad de ir de noche a su falda y de rezar alguna parte de las horas, sin más luz que la que comunicaba la llama misma del volcán. Cerca de la ciudad de Guatemala, y entre los confines de este obispado y el de Chiapa, corren otros montes hasta comunicarse con los Miges y los Chontales en la vecindad del obispado de Oaxaca. A la ciudad de Santiago de Guatemala tienen en continuo susto por sus temblores y erupciones dos vecinos volcanes. Al Sur de la ciudad de México está el monte de las Cruces, que por varios ritmos se entiende hasta muy dentro de la tierra. Al Oriente de la misma ciudad divide el arzobispado, del obispado de la Puebla, la Sierra nevada y el volcán que los naturales llaman Amalameca. Como a diez y siete leguas de la misma ciudad en la provincia de Chalco está el volcán de Popocatepetl, así llamado en la lengua mexicana por los penachos de espeso humo que muchas veces le observaron los naturales.

En medio de esta se forman fortísimos valles, especialmente al Norte de la Nueva-España en los obispados de Puebla, México, Michoacán, Guadalajara. Es celebrado por su fecundidad el valle de Oaxaca, que dio nombre a aquella ciudad, capital de aquella diócesis, y en que concedió Su Majestad a don Fernando Cortés el título de su marquesado. Los valles de México, de Toluca, de Chalco, de Apam, de San Juan de los Llanos, y el que fecundiza en extensión de muchas leguas la laguna de México, son igualmente aplaudidos, o por la cría de los ganados, o por la abundancia de sus cosechas. Son en esto también bastamente felices, los obispados de Michoacán y Guadalajara. Débese esta maravillosa fertilidad en la Nueva-España, así a lo templado de su clima, aunque tendido por la mayor parte dentro de la zona tórrida, como a las muchas vertientes, que bajando de tantos elevados montes, se forman en ríos, en arroyos y en lagos. Son los más famosos de sus ríos el de Alvarado, de Goatzacoalco, el de la antigua Veracruz, el de Medellín, a que dio nombre la patria del conquistador de estos países, el de Zempoala, el de Atoyaque, el de Cotasta, el de Cuautitlán, el de Tala, el de Xilotepec, y el río grande de Guadalajara; los de Nagualapa, Zacatula, Petatlán, y varios otros que bañan diferentes regiones. No son menos en el número y en el caudal de sus aguas las grandes lagunas que se encuentran en toda la extensión de la Nueva-España. La de Nicaragua, se tiene con razón por la mayor del mundo. No faltan autores que le conceden cerca de cien leguas de circunstancia: en esta desagua otra de cuarenta leguas de circuito. La de Chapala, en el obispado de la Nueva-Galicia, ha merecido por su grandeza le diesen los antiguos geógrafos el nombre de mar Chapalico; sin embargo, no es comparable con las de Nicaragua. Recibe esta laguna al río grande, que naciendo desde la provincia de Toluca la atraviesa con tanto ímpetu, que conserva sin confusión sus aguas, y sale del Poniente del mismo lago a desembocar en el mar del Sur. Son, aunque no tan grandes, bastantemente celebradas la de Zinzunza, compuesta de varias en el obispado de Michoacán, la de Zumpango, San Cristóbal, Texcuco y Chalco, cuya comunicación ha causado a México tan perniciosas inundaciones en diferentes tiempos. [Descripción de México] Esta ciudad, la más bella, la más grande y la más opulenta de la América, es la ordinaria residencia del virrey, gobernador, y capitán general de toda Nueva-España, como lo fue antes de los emperadores mexicanos los mayores del mundo en riqueza, y en la extensión de su imperio, solo inferiores a los antiguos romanos. Está situada a los 19 grados 20 minutos de latitud septentrional, y a los 268 grados 20 minutos de longitud, en medio de tres hermosas lagunas, que en todo componen más de treinta leguas de circunferencia, y fertilizan un valle de más de noventa, en que está colocada la ciudad, y le facilitan una increíble abundancia de todo lo conducente a las delicias de la vida por el comercio de innumerables pueblos situados en los bordos mismos de los lagos. Según el cómputo de don Carlos de Sigüenza, parece haberse fundado esta ciudad por los años de Jesucristo 1327, ciento noventa y cuatro años antes de la conquista. El terreno es igual, unido y extremamente fértil. Las aguas cristalinas y delgadas, aunque a causa del terreno salitroso por donde corren no las más saludables. Las que se hallan estancadas e inmobles en los grandes lagos que costean la ciudad, no inficionan los aires, que se respiran bastantemente puros. Su temperamento es cuasi igual en todas las estaciones del año. No siente los rigores del invierno, ni los excesos del estío, entre los cuales, según aquella aplaudida y celebrada respuesta que se dio a Carlos V, no hay más distancia que la del sol a la sombra. Los altos montes que por todas partes coronan su horizonte, la defienden de los vientos fuertes e impetuosos. La hermosa vega en que está situada, la termina al Oriente la Sierra nevada, y el volcán de Amalameca. Al Poniente el monte de Xaltepec, célebre por la acogida que en su falda hicieron en su retirada los españoles al tiempo de la conquista, y ennoblecido después mucho más con el Santuario de la milagrosa imagen de los Remedios. Al Sur una parte del monte de las Cruces que llaman Cerro Gordo, y al Norte el de Cuatepec, infame en la antigüedad por les impuros misterios de la idolatría, y consagrado después por haber milagrosamente aparecido en una de sus cimas, que llaman Tepeyac, la admirable imagen de nuestra Señora de Guadalupe diez años después de la toma de México. Las lluvias duran por lo general cinco o seis meses, de mayo, a setiembre y octubre, con una fuerza y abundancia, que espanta a los que nunca han estado en la América. Las calles son muy derechas, muy espaciosas, todas empedradas en el centro de la ciudad y bastantemente limpias, respecto de las ciudades de Europa, que pueden competirle en el número de sus habitadores. El padre Tallandier hace a México igual con León de Francia. Hay en él veintisiete casas religiosas de hombres, y veinte de mujeres; diez y seis sujetas al ordinario, y de las cuatro restantes, tres a los franciscanos, y una a los dominicos. Ocho hospitales generales, y uno para los hermanos de la orden tercera; siete colegios o seminarios para la educación de la juventud; cuatro convictorios o colegios para la instrucción y crianza de niñas españolas, y uno para indias. Dos casas o recogimientos de mujeres escandalosas. Doce parroquias, cuatro de españoles, y las demás de los naturales. Pasan de sesenta los templos, que merecen este nombre, y todos por lo general son de bella arquitectura, muy limpios ricamente aderezados. La plata y el oro brillan por todas partes en los muebles, en los ornamentos, en los retablos, en las cornisas y en las bóvedas. Los de más considerable fábrica, son la catedral, San Agustín, Santo Domingo, y la casa profesa de la Compañía. Los edificios son bastante altos, y ciertamente mucho más de lo que permite el débil cimiento sobre que se levantan. El ordinario material es una piedra ligera y esponjosa, semejante en parte a la que se saca del mar, pero de un color de almagre muy subido, que con el ceniciento de la cantería sólida, hace el exterior muy agradable a la vista. Del resto de los edificios públicos los de más arte y hermosura son el palacio o residencia del gobernador y capitán general, real casa de moneda, real aduana, real universidad, la inquisición, real colegio de San Ildefonso, casa de ejercicios, hospital del orden tercero, y la vastísima y suntuosísima fábrica, que para la educación de las hijas de vizcaínos pobres ha construido y liberalísimamente dotado el cuerpo de esta noble nación. Fue erigida la ciudad en chancillería por el emperador Carlos V, año de 1526, por auto expedido en Burgos a 29 de noviembre, que se halla inserto en la ley 3, libro 2, título 15 de la Recopilación de Indias. En el año siguiente vino la primera audiencia, y con ella Fray Juan de Zumárraga, religioso franciscano de grande virtud y literatura, en calidad de protector de los indios, que vuelto después a España, fue consagrado a 27 de abril de 1533 por obispo de la Carolina, que así pareció bien llamar entonces a la Nueva-España, y quedó después por primer obispo de México, habiendo erigido esta iglesia en catedral nuestro Santísimo Padre Clemente VII, por bula expedida a 9 de setiembre de 1534. Paulo III, por los años de 1547, la hizo Metrópoli de todos los obispados de la América Septentrional, en cuya posesión estuvo muchos años hasta que se erigió en arzobispado Santiago de Guatemala, de que hablaremos a su tiempo. El tribunal de la santa inquisición lo fundó en las Indias don Felipe II por auto expedido a 25 de enero de 1569, como se ve por la ley 1, título 19, libro citado de la Recopilación, y su residencia en México determinada por la ley tercera del mismo título, fecha en San Lorenzo a 26 de diciembre de 1571. Veinte años antes el emperador Carlos V había creado la universidad, por auto expedido en 21 de setiembre de 1551 inserto en la ley 1, título 22 del mismo libro. La confirmó después Paulo V, y le concedió los estatutos de Salamanca el año de 1555.

 

[Historia de la insigne y real colegiata de Guadalupe] Dejando para los que han tratado más largamente las historias de la América, la relación circunstanciada de aquellas cosas, que o por su de naturaleza o por arte ennoblecen la capital de Nueva-España, de que pueden verse Torquemada, Betancourt, Bernal Díaz, Lacalle, don Francisco Cervantes, y otros autores, no podemos dejar de hacer especial mención de la gloria que la ilustra con la Aparición milagrosa de nuestra Señora de Guadalupe, a cuya historia, bien escrita ya por varias piadosas plumas, no tendríamos que añadir, si cultivándose cada día más estas regiones no se hubiera aumentado en estos últimos años con la piadosa devoción de la ciudad, un nuevo lustre a este piadoso santuario en la creación de la insigne y real colegiata, de cuya historia por no estar escrita aun en otra parte, y por haber tenido en ella no poca intervención la Compañía de Jesús en la persona del sabio y devoto padre doctor Francisco Javier Lazcano y de otros esclarecidos varones, que por vivir aun no podemos nombrar sin mortificar su modestia, haremos aquí un breve pero exacto compendio.

Murió en México por los años de 1707 el noble y piadoso caballero don Andrés de Palencia, dejando en su testamento cien mil pesos para la fundación de un convento de religiosas agustinas, o en su defecto de una colegiata en el santuario de Guadalupe, una legua al Norte extramuros de esta ciudad, y añadiendo al dicho legado todos los frutos de sus haciendas, dinero y escrituras para esta erección, asignando para los gastos el remanente de sus bienes. La majestad del señor don Felipe V y su real consejo, no tuvo por conveniente la fundación del monasterio, y por despacho de 26 de octubre de 1708 mandó aplicar el legado a la colegiata, cometiendo al Excelentísimo señor don Francisco Fernández de la Cueva, duque de Alburquerque, formase una junta de personas doctas, y representase a su Majestad lo que pareciese conveniente en el asunto. El excelentísimo pidió su dictamen al ilustrísimo señor don F. José Lanciego, ya entonces arzobispo de México, al Cabildo eclesiástico, al fiscal de la real audiencia y al beneficiado del mismo santuario, que todos de un mismo parecer determinaron haber caudal suficiente para la pretendida fundación. Había por este mismo tiempo don Pedro Ruiz de Castañeda, albacea testamentario de don Andrés de Palencia, ofrecido otros ocho mil pesos, réditos de sesenta mil, y añadieron otros tres mil del santuario y parroquia, en cuya virtud el Excelentísimo señor don Fernando de Alencastre, duque de Linares, que había sucedido al señor Alburquerque, propuso a su Majestad en 30 de julio de 1714 el plan de un abad, cuatro canónigos, cuatro racioneros y demás ministros correspondientes al servicio de la iglesia. Aprobado por el real consejo este plan, ocurrió su Majestad a Roma por las bulas necesarias, pidiendo a su Santidad, que de las cuatro canonjías, dos fuesen de oficio, que el curato se agregase al Cabildo, que se dignase concederle el título de insigne, que fuese del real patronato, y como tal permitiese a su Majestad presentar a las prebendas, cuya ejecución se cometiese al arzobispo de México. En estos términos se expidió la bula en 9 de febrero de 1725. En el año siguiente, en 27 de setiembre, se entregaron en las reales cajas los ciento sesenta mil pesos, y habiendo muerto en el ínterin el ilustrísimo Lanciego, ocurrieron por nueva bula los apoderados de don Pedro Ruiz de Castañeda, pretendiendo para la mayor brevedad se cometiese la erección al obispo de Michoacán. En Roma, o por evitar contingencias, o por estilo corriente de la curia, o por alguna otra razón que se ignora, se despachó bula en 18 de agosto de 1729 dando la facultad, no al obispo de Michoacán, sino a su vicario. En consecuencia de este despacho se hubiera luego procedido a la ejecución, a no haberse opuesto el Cabildo metropolitano sede vacante: entre tanto llegó a México el nuevo arzobispo don Juan Antonio de Vizarrón, y mudado enteramente el sistema, se determinó recurrir a España. Por enero de 1746 se pretendió de su Santidad nueva bula, suplicando se diese la comisión al arzobispo; en su defecto, a su vicario, y en el de ambos al obispo de Geren, auxiliar de la Puebla, y en el de éste a los canónigos de oficio de la catedral de México. Obtenida la bula en 15 de julio de 1746, expuso la cámara en 25 de enero del año siguiente, que el fondo de la colegiata eran quinientos veintisiete mil ochocientos treinta y dos pesos, cuyos réditos importaban cada un año, veintiséis mil trescientos noventa y un pesos y cuatro reales, a que debían agregarse tres mil pesos del santuario que componen veintinueve mil trescientos noventa y un pesos y cuatro reales. Arreglado a este fondo formó la cámara un nuevo plan, de un abad con dos mil doscientos y cincuenta pesos, diez canónigos a mil y quinientos cada uno, seis raciones, cada uno a novecientos, seis capellanes con doscientos cincuenta, un sacristán mayor con cuatrocientos, otro menor con trescientos, un mayordomo con seiscientos, seiscientos para música, cuatro acólitos con ciento veinticinco cada uno, dos mozos de servicio con doscientos veinte y los dos mil seiscientos uno y cuatro reales para la fábrica y necesidades de la parroquia. Informaba también a su Majestad la cámara, que para  la imposición de este capital ningún otro medio le parecía más propio, más fijo, corriente y desembarazado, que los novenos de la catedral de México, o los de la Puebla en caso que estos no alcanzaran. El señor don Fernando VI (ya entonces reinante) se sirvió aprobar esta determinación; pero mandó que en los novenos de México solo se cargasen doce mil pesos, y lo restante en los de la Puebla, ínterin que se proporcionaban otras seguras fincas para lo correspondiente a dichos réditos. En consecuencia de esta resolución proveyó su Majestad las prebendas, destinando para primer abad al señor don Juan de Alarcón y Ocaña. Y atendiendo la cámara lo mucho que se había retardado esta erección, por espacio de cuarenta y un años en que había tenido gran parte la distancia de los lugares, y estando por entonces en la corte el ilustrísimo seño doctor don Manuel José Rubio y Salinas, electo arzobispo de México, se resolvió por despacho de 31 de diciembre de 1748, rubricado por su Majestad en buen Retiro, y refrendado por don Juan Antonio Valenciano, que la dicha erección la hiciese en Madrid el referido ilustrísimo electo, a quien después de tantos años reservaba el Señor y su Santísima Madre esta gloria, como presagio seguro de su feliz y acertadísimo gobierno. Se finalizó este importante negocio en 26 de marzo de 1749. Después acá, creciendo con el mayor culto la devoción y la confianza para con esta milagrosa imagen, aunque desde el año fatal de 1737 se había jurado patrona mandado guardarse el día de su Aparición 12 de diciembre en la ciudad de México; sin embargo, y debiendo gozar el beneficio de tan singular patrocinio todo el reino de Nueva-España, se extendió finalmente a toda ella, jurándose patrona universal con grande aplauso de toda esta ciudad y reino a 9 de noviembre de 1756.

[Primeras noticias de la Compañía en la América] Aunque hacía algunos años que trabajaban en la cultura de esta viña muchos predicadores evangélicos, se deseaba la Compañía de Jesús que acabada de nacer, hacía ya un gran ruido en el mundo. Las primeras noticias que de ella se tuvieron en la América, vinieron por dos de los primeros compañeros que tuvo San Ignacio, inmediatamente después de su conversión. Calixto Sá, había sido un discípulo tan fervoroso del Santo, que más de una vez lo acompañó en las Cadenas, y aunque dejó después aquella vida apostólica que había emprendido, navegando en cualidad de comerciante a la una y a la otra América, sin embargo, conservó siempre un alto concepto del fundador de los jesuitas y de la Compañía, que vio fundada después de pocos años. Aun más pudo contribuir a los designios de Dios en esta parte don Juan de Arteaga. Este se había dedicado también enteramente a la instrucción de San Ignacio. Pasando el Santo a París a continuar sus estudios, Arteaga, como Sá, habiendo algún tanto descaecido de su fervor, aunque dedicado al servicio de la Iglesia, se engolfó en la pretensión de honores y dignidades. Logró en efecto, el obispado de Chiapa erigida en catedral por Paulo III, poco tiempo después de confirmada la Compañía. El afecto con que miraba al Santo y la nueva religión, le hizo escribir a San Ignacio ofreciéndole el obispado para alguno de sus compañeros que quisiera entrasen con él a la parte de la pastoral solicitud. Ni hay duda que si el ilustrísimo Arteaga hubiera llegado a tomar posesión de su rebaño, hubiera sido el primero que trajese a los jesuitas a la América; pero convaleciendo en México de algunas leves tercianas de que había adolecido en Veracruz, y aquejado una noche de una sed ardiente, por agua bebió la muerte en un vaso de solimán, que no sé a qué efecto estaba sobre una mesa en su misma recámara. La buena opinión que este prelado había esparcido de la Compañía, junto con la fama de los prodigios de San Francisco Javier, y de los trabajos de los demás compañeros de Ignacio, que llenaba por entonces toda la tierra, movió al reverendísimo Fray Agustín de la Coruña, del orden de San Agustín, a que consagrado de allí a algunos años obispo de Popayán, pretendiese con las más vivas instancias llevar algunos de la Compañía, sobre quien descansara alguna gran parte del peso de su mitra.

[Pretende traer jesuitas don Vasco de Quiroga] Más singular y eficazmente que todos los demás apreció la Compañía de Jesús el ilustrísimo señor don Vasco de Quiroga, uno de los más santos y doctos prelados que ha tenido la Nueva-España. Viviendo aun su Santo fundador, mandó a España a don Diego Negrón, chantre de su santa iglesia de Michoacán, encargado entre otros graves negocios, de procurar con la mayor actividad la venida de los jesuitas a su diócesis. Murió San Ignacio de Loyola poco después de llegado el chantre a España, y en aquella desolación en que se hallaba todo el cuerpo después de un golpe tan sensible, y mientras se procedía a la elección de nuevo general, no le pareció haber oportunidad para establecer su pretensión. Sucedió dignamente a San Ignacio el vicario padre Diego Laines, en cuyo tiempo habiendo navegado a Cádiz en persona el ilustrísimo don Vasco a tratar con el rey católico asuntos más dignos de su carácter y de su celo, consiguió del padre general le señalase cuatro jesuitas que traer consigo a Michoacán. No había llegado aun la hora en que el Señor quería servirse de la Compañía en estos países. Los cuatro padres señalados enfermaron tan gravemente en el puerto de San Lúcar, que el celosísimo prelado tuvo la mortificación de volver sin ellos a su iglesia. Murió poco después lleno de años y merecimientos, y consolado con la firme esperanza de que vendrían después de sus días a Michoacán los jesuitas, como expresamente afirmó no pocas veces. Algunos años después el noble y poderoso caballero don Alonso de Villaseca, procuró por medio de sus agentes en Europa, que pasase a estos reinos la Compañía, poniendo a este efecto dos mil ducados en España, y ofreciendo lo demás que se necesitara para su transporte y subsistencia. Finalmente, la llama que hasta entonces no había prendido, digámoslo así, sino en el pecho de uno u otro particular, se extendió luego por todo el cuerpo de la ciudad, y aun del reino.

[Escribe la ciudad al rey y este a San Borja] El virrey, la audiencia, la ciudad, el inquisidor mayor don Pedro Moya de Contreras, el señor Villaseca, y muchos otros particulares, de común acuerdo, determinaron escribir a su Majestad sobre un asunto tan interesante. Justamente llegaron estas cartas a tiempo que acababa el rey de recibir otras de los reinos del Perú, en que el virrey de Lima, la audiencia y la ciudad, daban a su Majestad las gracias de haberles enviado poco antes al padre Gerónimo Portillo, y sus fervorosos compañeros. Esta misteriosa contingencia dio a conocer al prudente príncipe lo que podía esperar de la pretensión de la audiencia de México. Despachó luego cédula al padre Manuel López, provincial de Castilla, en estos términos, que significan bastantemente el celo verdaderamente católico de Felipe II, y su afecto particular a la Compañía. «Venerable y devoto padre provincial de la orden de la Compañía de Jesús de esta provincia de Castilla. Ya sabéis que por la relación que tuvimos de la buena vida, doctrina y ejemplo de las personas religiosas de esa orden, por algunas nuestras cédulas, os rogamos a vos, y a los otros provinciales de dicha orden, que en estos reinos residen, señalásedes y nombrásedes algunos religiosos de ella, para que fuesen a algunas partes de las nuestras Indias a entender en la instrucción y conversación de los naturales de ellas, y porque los que de ellos habéis nombrado han sido para pasar a las nuestras provincias del Perú y la Florida, y otras partes de las dichas Indias, donde mandamos y ordenamos residiesen y se ocupasen en la instrucción y doctrina de los dichos naturales, y tenemos deseo de que también vayan a la Nueva-España, y se ocupen en lo susodicho algunos de los religiosos, y que allí se plante y funde la dicha orden, con que esperamos será nuestro Señor servido por el bien común que de ello redundará en la conversión y doctrina de los dichos indios; por ende vos rogamos y encargamos, que luego señaléis y nombréis una docena de los dichos religiosos, que sean personas de letras, suficiencia y partes, que os pareciere ser necesarias para que pasen y vayan a la dicha Nueva-España, a se ocupar y residir en ella en lo susodicho en la flota que este año ha de partir para aquella tierra, que demás del servicio que en ello haréis a nuestro Señor, cumpliréis con lo que sois obligado, y de como así lo hiciéredeis nos daréis aviso para que mandemos dar orden como sean proveídos de todo lo necesario a su viaje. De Madrid a 1.º de marzo de 1571. Yo el rey. Por mandado de su Majestad Antonio de Eraso».

Respondió a su Majestad el padre Diego López, que la resolución de aquel negocio, y elección de los sujetos, pertenecía privativamente al padre general. Despachó luego el rey correo a Roma con carta al general y encargos para que su embajada hiciese toda diligencia para el pronto éxito de la pretensión. [Señálanse los fundadores] Oyó San Francisco de Borja con increíble júbilo la petición del rey católico. Prontamente señaló con el padre Sánchez doce sujetos de las provincias de Toledo, Castilla y Aragón, que hubiesen de navegar en la próxima flota. El padre Pedro Sánchez destinado provincial de la nueva provincia, era un sujeto muy digno de que cayese sobre él la elección del santo Borja. Antes de entrar en la Compañía, había sido miembro muy distinguido de la Universidad de Alcalá, su doctor, catedrático y rector; lo fue después del colegió de Salamanca, y gobernaba actualmente con grande acierto el de Alcalá, cuando recibió la orden de pasar a la América. La carta del padre general decía así:«Quisiera que la armada que va a la Nueva-España, diera lugar a que nos viéramos antes que vuestra reverencia se embarcara; mas porque mi jornada se hará conforme a como querrá caminar el señor cardenal Alejandrino, legado a la Majestad católica y al rey de Portugal, con quien su Santidad me ha mandado vaya, que creo será muy poco a poco por ser muy flaco; y aunque está ya de partida la armada, como entiendo se hará a la vela al fin de agosto, para lo cual su Majestad por una su carta me ha pedido doce sujetos, y es vuestra reverencia uno de los que para esta nueva empresa he escogido. Vaya, padre mío, con la bendición de nuestro Señor, que si no nos viéremos en la tierra, espero en su divina majestad nos veremos en el cielo. Y con la brevedad que sea posible, se parta con los demás de esa provincia, que  aquí diré a Sevilla. De todos va vuestra reverencia por superior y provincial de la Nueva-España. Placerá a la infinita misericordia del Señor daros a todos copiosa gracia, ut referatis fructum sexagesimum, et centesimum. Enviarse ha a Sevilla su patente. Creo que ya en Madrid estará pasada la licencia, y lo que será menester. Y para procurar en Sevilla su viático, flete y matalotaje, será bien ir con tiempo. De Roma a 15 de julio de 1571. Francisco».

Los nombres de estos doce sujetos, expresa el mismo San Francisco de Borja en carta escrita al padre provincial de Toledo, en estos términos:«Para la misión de Nueva-España he hecho elección de doce que su Majestad pide, y son estos. De la provincia de vuestra reverencia, el padre Pedro Sánchez, rector de Alcalá por provincial; el padre Eraso; el hermano Camargo en Plasencia; Martín González, portero de Alcalá, y Lope Navarro, residente en Toledo. De Castilla irán, el padre Fonseca, el padre Concha, el padre Andrés López, el hermano Bartolomé Larios, y un novicio teólogo. De Aragón, los hermanos Esteban Valenciano y Martín Mantilla». Recibidas estas cartas, partió prontamente el padre doctor Pedro Sánchez a despedirse de los duques del Infantado, a quienes debía particular estimación. Estos señores que le amaban como a padre, procuraron por todos caminos impedir su viaje, escribiendo para el efecto al padre provincial de Toledo. Pero como la partida no dependía de su arbitrio, se excusó este con la determinación del padre general, a quien pasó luego la noticia. Su paternidad muy reverenda procuró satisfacer con la importancia del asunto a los excelentísimos duques, que no fueron los únicos en procurar se impidiese el viaje del provincial. Los excelentísimos de Medina, Sidonia, lo pretendieron con más ardor, y cuasi lo hubieran conseguido si el mismo padre llevado del amor de la obediencia no hubiese aquietado sus ánimos, para que aunque con dolor, le concediesen su grata licencia para embarcarse, y aun le regalasen con muchas y preciosas reliquias de las que adornaban la capilla de su excelentísima casa.

[Detiénense no sin especial providencia] De Guadalajara pasó el padre provincial a la corte a besar la mano a su Majestad, y ofrecerle de parte del padre general y de sus compañeros, sus personas y obsequios. El rey que tenía largas noticias de la doctrina y eminente virtud del padre Sánchez, gustó mucho de conocerle, y dio después benignamente las gracias al padre general de haber destinado a las Indias un sujeto de tan celebrado mérito. Dio orden a la casa de contratación en Sevilla para que se les proveyese de todo lo necesario, lo que aun prescindiendo de la orden de su Majestad, ejecuto muy gustosamente don Juan de Ovando, presidente del real consejo de Indias, que había tenido en Salamanca estrecha amistad con el padre provincial, y amaba tiernamente a la Compañía. Por mucha diligencia que hizo el padre Pedro Sánchez para su despacho en la corte de Madrid, no pudo llegar a Sevilla, donde le esperaban los demás compañeros hasta el 10 de agosto, puntualmente el mismo día en que se hizo a la vela la flota de San Lúcar. El sentimiento de no haber podido cumplir con las órdenes de su Majestad bajo cuya protección y a cuyas expensas pasaban a la América, y de haber perdido un convoy tan apetecible en la carrera de Indias, afligió no poco a los padres; pero la serie del tiempo descubrió los ocultos designios de la Providencia. La flota había salido muy tarde, y por próspera que fuera la navegación era preciso les cogiesen los movimientos del equinoccio, cuasi sobre las costas de la América: alléganse los nortes, que desde principios de octubre, hasta fines de enero son los vientos reinantes de estos mares. Los más de los navíos sin poder tomar el puerto de Veracruz, más temible aun en el Norte, que los mares mismos, naufragaron en las costas vecinas con pérdida de toda la gente, y lo más precioso de la carga.

Partida la flota, quedaba a los misioneros el consuelo de los galeones, que estaban surtos en el puerto, a cargo del adelantado don Pedro Meléndez, que a principios de aquel año había llegado de la Florida. Los galeones habían de hacer escala en Cartagena, y pasar de allí a la Habana, de donde juzgaban muy fácil el transporte a Veracruz. Habíase ya alcanzado de su Majestad la gracia de que en estos puertos se diese a los padres de su real erario lo necesario a su sustento, y se tenía ya ajustado el pasaje en el galeón San Felipe. Algunas personas muy afectas a los padres, les representaron lo avanzado de la estación, lo dilatado del viaje, en que emplearían forzosamente otro tanto tiempo, y aun más de lo que podían esperar en el puerto, las incomodidades de los puertos, y la dificultad de hallar en la Habana barco pronto a Veracruz, que en aquellos tiempos era muy raro. Estas razones de que el mismo general don Pedro Meléndez estaba persuadido, obligaron a los padres a deshacer el viaje; pero logrando la ocasión el padre Sánchez, escribió al padre Antonio Sedeño, que pasase a Nueva-España a dar al virrey y audiencia, noticia de las causas de su demora, y a prevenirles hospicio en las ciudades por donde hubiesen de pasar. Partieron poco después los galeones a principios de enero, y el de San Felipe en el golfo de las Yeguas prendió fuego sin que pudiera librarse un solo hombre. Era visible el cuidado con que volaba el cielo sobre la misión en América, en que no pudieron dejar de convenir aun sus mismos émulos, y cuyos efectos admiramos aun hoy, pudiendo afirmar que en doscientos años no ha perecido misión alguna de cuantas han venido a la provincia de Nueva-España.

[Consecuencias de la detención en Sevilla] Ni fueron estas solas las felices consecuencias de la detención de los padres en Sevilla. Entretanto, había llegado a España el eminentísimo Alejandrino, legado del santo pontífice Pío V, cerca de sus majestades, católica y fidelísima, para unir las fuerzas de estos dos pontífices a las del estado eclesiástico, Venecia y Génova contra el Turco. Había venido con el eminentísimo San Francisco de Borja, y habida su licencia, pasó el padre provincial a la corte a recibir de aquel hombre inspirado, las lecciones de prudencia, de caridad, y de fervor con que debía plantarse la nueva provincia. En efecto, se reguló la conducta que debían tener los provinciales de Andalucía con las misiones de América, lado los procuradores de Indias, y diligencias que en la casa de contratación debían hacer para su despacho, todo conforme a las órdenes de su Majestad y a la modestia de la Compañía. Aun más, como había sido tanta la detención, se dio lugar a que o sus provincias, o sus deudos se interpusiesen por algunos de los padres y hermanos destinados a la Nueva-España, y que finalmente hubieron de quedarse en Europa, y fueron los padres Eraso, Fonseca, Andrés López, un hermano novicio de la provincia de Castilla y de Aragón: el hermano Esteban Valenciano: en lugar de estos cinco señaló ocho el padre general, y fueron el padre Diego López, destinado rector del primer colegio que se fundase; el padre Pedro Díaz, para maestro de novicios; el padre Diego López de Mesa; el padre Pedro López; el padre Francisco Bazán, y tres estudiantes teólogos, Juan Curiel, Pedro Mercado y Juan Sánchez, sacados de las provincias de Andalucía, Toledo y Castilla. Vuelto a Sevilla con su nueva recluta el padre provincial, mientras se proporcionaba el embarque, repartió a sus compañeros en las ciudades vecinas; Rota, Medina, Sidonia, Cádiz, San Lúcar, y Jerez de la Frontera, sintieron muy luego la fuerza de sus palabras y ejemplos. Veíanlos en los hospitales y en las cárceles servir humildemente a los presos y enfermos: predicar al rudo pueblo en las plazas: explicar la doctrina a los niños en las escuelas, y cantarla con ellos por las calles. Estos humildes y provechosos ministerios, juntos con la grande; opinión que se tenía de su literatura, hicieron tanta impresión en los ciudadanos de Jerez, que desde luego determinaron fundar en su ciudad un colegio de la Compañía, como en efecto lo consiguieron después de pocos años.

[Embárcanse día de San Antonio de 1572] Tal era el ejercicio de los misioneros en España por las costas de Andalucía, y del mismo modo y con igual fruto trabajaban en la Habana los padres Sedeño y Rogel con los hermanos que restaban de la misión de la Florida. Con la llegada de don Pedro Meléndez, y cartas que traía del padre provincial, pasó el padre Sedeño a Nueva-España a dar noticia al señor virrey, y preparar hospedaje a la misión. Llegó a México a fines de julio con el hermano Juan de Salcedo. Gobernaba en la Nueva-España don Martín Enríquez, quinto virrey de México, que había muy bien conocido en Europa, y aun tenía alguna relación de parentesco con San Francisco de Borja. Oyó con gusto la noticia, y sabiendo que venía de provincial el padre Pedro Sánchez quedó dudoso si sería aquel célebre doctor de Alcalá, que conocía, no persuadiéndose a que quisiese, o la provincia de Toledo, o la Compañía, privarse de un sujeto que podía hacer a la religión tanto honor en la Europa. La sede arzobispal vacaba por muerte del ilustrísimo don Fray Alonso de Montúfar desde el año de 68. Pasó luego el padre Sedeño a presentarse al señor inquisidor mayor, y a la ciudad y Cabildo eclesiástico, y desechando las grandes promesas que le hacían todos estos señores, a ejemplo de San Ignacio y de nuestros mayores, no quiso otra cosa que el hospital de la Concepción, bajo el nombre de Jesús Nazareno. Entretanto el padre Pedro Sánchez y sus catorce compañeros conducidos hasta la playa del excelentísimo señor duque de Medina, Sidonia, y algunas otras personas de respeto, se habían embarcado el día 13 de junio a bordo de la flota, divididos en dos navíos. Un trozo de la flota no pudo partir hasta el siguiente día. En todo el tiempo de la navegación después de comer se explicaba cada día la doctrina cristiana. De noche se rezaba el Rosario y cantaba la Salve, y se concluía con alguna conversación provechosa, a que se añadía algún ejemplo. Todos los domingos y días festivos, se predicaba con increíble fruto de confesiones de aquella pobre gente. Asistían los padres al consuelo y alivio de algunos pocos enfermos, y en los puertos cuasi toda la tropa, tripulación y pasajeros, confesaban y comulgaban, siguiendo el ejemplo del general don Juan de Alcega, y el almirante don Antonio Manrique, que en la dignidad no menos que el cargo tenían el principal lugar.

 

[Arribo a Canarias, a Ocoa y a Veracruz] Con este favor y religiosa distribución llegó el primer trozo de la flota a los ocho días a la gran Canaria. No pensaba el general detenerse en la isla; pero le fue necesario hacerlo tres días para que allí se le incorporase el resto de las naves que habían salido un día después con la Almiranta. Esta feliz contingencia fue de un increíble consuelo a los isleños, que tuvieron la satisfacción de volver a ver en su país al padre Diego López, de cuyos gloriosos trabajos en esta isla, en compañía del ilustrísimo señor don Bartolomé de Torres, dejamos hecha mención por los años de 1568. Todo el tiempo emplearon nuestros misioneros en oír confesiones hasta bien entrada la noche. El padre López y sus compañeros tuvieron el sólido consuelo de ver después de cuatro años tan fresca aun la impresión que la divina palabra y los heroicos ejemplos de virtud de aquel prelado incomparable, habían hecho en los ánimos dóciles de aquellos ciudadanos. Los colegios que el señor obispo había deseado fundar en su diócesis, no habían tenido efecto, y sobre no sé qué artículo se había pretendido anular la donación que de sus bienes había hecho a la Compañía; sin embargo, consiguieron algunos se diese a la nueva provincia la librería de su Ilustrísima. A los tres días, sin haber obtenido noticia alguna del otro convoy que había pasado al Este de las islas, partió la flota para Nueva-España, y el día primero de agosto a la misma hora entraron con igual felicidad los dos trozos en Ocoa, puerto a la costa austral de la isla española, diez leguas al Oeste de Santo Domingo. Aquí fue necesario detenerse algunos días en que los navegantes, y a su ejemplo los moradores de la tierra tan sensiblemente asistidos del cielo, dieron grandes muestras de su piedad, frecuentando los sacramentos, repartiendo con mano liberal muchas limosnas, y aun saliendo después del sermón que se hizo de misión todos los días en trajes y ejercicios de penitencia. Así merecieron que con la misma clemencia que hasta allí los trajese el Señor el resto de la navegación que concluyeron con inaudita felicidad, arribando a San Juan de Ulúa a los 9 de setiembre. Una tempestad, una muerte, un contratiempo no hubo entre tanta multitud de gentes, en tan diversos temperamentos, y en ochenta y nueve días que estuvieron en el mar. Solo sucedió un principio de desgracia que no sirvió sino para aumentar el gozo y dar a conocer más abiertamente la protección del Señor que los conducía bajo de sus alas. Una noche muy serena, con muy clara luna, y un viento como se podía apetecer, navegaban en conservar todos los navíos, cuando improvisamente cayó al agua un joven y se aviso con una pieza a los demás navíos. De todos se echaron prontamente cables, boyas, barriles como suele acontecer. El último venía el barco donde estaba el padre Pedro Sánchez. Mientras que los padres absolvían y oraban por aquel infeliz, uno del mismo navío echó un tonel atado a un cable. Al momento mismo que acabó de desenvolver toda la cuerda, sintió asirse el náufrago. Comenzó a cobrar con diligencia, llamó en su socorro a otros compañeros, y al mismo al subirlo a bordo en sus brazos reconoció a su hermano. Esta aventura llenó de júbilo a toda la gente y a los padres, que no dejaron de tomar ocasión para hablar del nuevo amor y obligaciones que tenemos a la sociedad, pues en efecto, a su hermano sirve, aunque sin conocerlo, quien sirve a su prójimo.

[Acogida que se les hizo en Veracruz vieja] El puerto o rada de San Juan de Ulúa se halla a los 19 grados de latitud boreal, y 280 pocos minutos menos de longitud. El año de 1572, de que vamos hablando, no tenía aun forma de ciudad la Nueva-Veracruz. Solamente Labia algunas bodegas y almacenes en la playa para la guarda de algunos efectos, que no podían tan prontamente transportarse a la Veracruz Vieja, y un hospital que poco antes había hecho edificar don Martín Enríquez. La descarga se hacía en la antigua Veracruz, cinco leguas más al Norte, donde eran por el río conducidos los efectos. Estuvieron los padres en dicho hospital que les había preparado el padre Sedeño, bajado allí poco antes con mucha pobreza, aunque con muy grande caridad. El señor virrey e inquisidor habían encargado a algunos sujetos el cuidado y regalo de los padres, que sin poderlo resistir se hallaron abundantemente abastecidos, y a no haber prevalecido en ellos clamor de la humildad y abatimiento, los hubieran sacado del hospital. Los pasaron luego a Veracruz, y aunque por no mortificarlos, hubieron de prepararles posada en el hospital de la ciudad, pero fue con tanta opulencia y comodidad en todo, que correspondía muy bien a la grandeza y dignidad de los aposentadores y a su amor a la Compañía. A la entrada de la ciudad salieron a recibirles con mucha fiesta y aparato, el gobernador, clerecía, regimiento, oficiales reales, y lo más florido de la tierra, con no poca mortificación de su religiosa modestia. Fueron conducidos a la iglesia a dar gracias al Señor de la felicidad del viaje. Aquí se detuvieron nueve días sin poder moderar en fuerza de sus representaciones los excesos de liberalidad y benevolencia con que se veían asistidos de parte de su excelencia y del señor inquisidor. A los dos o tres días de llegados  celebraba la ciudad la fiesta de su titular la Santa Cruz, el día 14 de setiembre. Y aunque estaba tan estrecho el tiempo, instaron al padre provincial, por la grande opinión que se tenía de su literatura, honrase el púlpito aquel día. Predicó el padre, aunque cuasi de repente, con tanta elocuencia, doctitud y energía, que confirmados en el alto concepto que tenían de la erudición y piedad de la Compañía, suplicaron se quedase allí alguno de los padres para principio de fundación. El padre provincial respondió, que según las órdenes de su Majestad debía presentarse con todos sus compañeros al señor virrey: que esperaba poderles dar gusto luego que estuviese en México establecida la Compañía, en cuya memoria viviría siempre la gratitud debida a tanta caridad y devoción.

[Su viaje a Puebla] El comisario del santo tribunal quiso costear a los padres el viaje hasta México, enviando con ellos alguno de los ministros, con cuya autoridad hallasen lo necesario en el camino, entonces muy embarazado con las muchas gentes que atrae la flota. Esto pareció a los padres no poderse admitir sin contravenir a su amada pobreza. El ánimo generoso de su Majestad, dijeron, se ha dignado mandar a los oficiales de esta su real caja nos provean de todo lo necesario para el camino. Agradecemos la buena voluntad del señor inquisidor, y no podemos despreciar el honor que nos hace su Majestad, a cuyas órdenes hemos partido de la Europa. Admitir uno y otro sería desmentir de la pobreza que profesamos. Los oficiales reales por su parte aunque quisieran haber cumplido con las órdenes del rey, y enviar a los padres con la mayor comodidad que fuese posible, no se les dio lugar a ejecutarlo. Los misioneros quisieron por sí mismos proveerse de equipaje y cabalgaduras de muy poca comodidad. Fletaron una recua o arria, y el día 18 de setiembre salieron de Veracruz para México, muy gozosos de sentir los efectos de la pobreza, y persuadidos a que esta era la piedra más sólida y escogida que podían poner por cimiento de la nueva provincia. Caminaban los siervos del Señor en unas cabalgaduras de muy poca comodidad, algunos en medio de dos tercios, los que mejor acomodados iban, sin más silla ni estribos que una dura enjalma, cubiertos con una pobre y grosera frazada, por no tener o no haber habido tiempo para desembarcar los manteos. Una caravana como esta no parecía la más propia para hacerse lugar en las ventas y poblaciones por donde pasaban, llenas entonces de muchos y ricos comerciantes que bajaban y subían de Veracruz a México. Sin embargo, descuidados enteramente de sí mismos velaba en su cuidado la Providencia, de suerte que los hospederos, gente por lo común interesada y grosera, los atendían mejor que a los más ricos pasajeros, y estos cuanto eran más distinguidos, tanto más se edificaban y compungían de la pobreza y humildad de unos hombres, cuya piedad y sabiduría tenía en expectación a todo este reino.

[Pretende esta ciudad detenerlos y pasan a México] Así llegaron a la ciudad de la Puebla situada a los 279 grados 40 minutos de longitud, 19 grados 30 minutos de latitud boreal 22 al Sur Este de México. Hospedáronse en un mesón aquella noche; pero sabiéndolo a la mañana don Fernando Pacheco, arcediano de aquella santa iglesia, los condujo a su casa, que poco antes acababa de fabricar con ánimo de darla a la Compañía que ya se esperaba en Nueva. España. O con alusión a este piadoso intento, o por algún otro fin que ignoramos, se habían grabado sobre la puerta principal aquellas palabras del salmo 117. Justi intrabunt per eam. El piadoso arcediano creyó haberse cumplido la profecía de su inscripción viendo entrar por sus puertas a los jesuitas. Lavó por sus mismas manos los pies a todos, con un ejemplo de benevolencia y humildad cristiana que mortificó no poco la modestia de los padres. Ofrecioles su casa, pidiendo que se quedasen allí algunos sujetos, a que concurrieron muchas otras personas de la ciudad. Y aunque por entonces no pudo el padre provincial condescender como quisiera, prometió, sin embargo, atender como debía al buen efecto de aquella cesárea ciudad, lo que como veremos tuvo efecto después de algunos años. Pasaron de allí a México donde entraron conducidos por agua desde Ayotzinco el día 28 de setiembre. El Excelentísimo señor don Martín Enríquez, el señor inquisidor don Pedro Moya de Contreras, y algunas otras personas del mayor respeto, habían prevenido se hiciese a la misión un honroso recibimiento. La prudencia del padre Pedro Sánchez previno un lance tan ajeno de la humildad religiosa. Dispuso la jornada de suerte que entró en la ciudad a las nueve de la noche, sin saberlo más que el padre Antonio Sedeño, que para prepararles el alojamiento, se había adelantado desde Puebla. Fueron derechamente al hospital de que arriba hablamos, fundación y monumento grande de la piedad de Hernán Cortés, primero marqués del Valle, de quien tomó el nombre. Allí en unas desacomodadas piezas, sin puertas ni ventanas, ni más colchón que unas esteras de palma, que allí llaman petates, pasaron con grande incomodidad y mucho júbilo de espíritu aquella primera noche.  

 

[Triste situación de la juventud mexicana] Cuando llegó a esta gran ciudad la Compañía, no había más que tres religiones. La de San Francisco que se fundó por los años de 1524. La de Santo Domingo, el año de 1526, a 23 de junio. La de San Agustín, el año de 1533 a 1.º de junio. De nuestra Señora de la Merced habían venido tres desde el principio de la conquista, como capellanes del ejército de Hernán Cortés; pero no hicieron cuerpo de religión, ni vinieron en comunidad hasta el año de 1574. Todas estas religiones venidas de Europa con el apostólico designio de convertir indios infieles, se habían consagrado enteramente a este ministerio con tantas bendiciones del cielo sobre este penoso trabajo, que en tan pocos años como precedieron a la Compañía habían bautizado más de seis millones de gentiles. Siendo tanta la mies y los operarios tan pocos, no podía sobrarles tiempo para emplearlo en el cultivo de los ciudadanos españoles, y en la educación de sus hijos, que en estos países es aun más que en todo el resto del mundo, de la mayor importancia. [Carácter de los mexicanos] El clima de México es el más uniforme, el más templado y benigno de la tierra. Suma su fertilidad y su abundancia. Las complexiones delicadas, los genios dulces e insinuantes, los ingenios por lo general vivos y penetrantes. Mucha la riqueza, el fomento más cierto de todos los vicios. Pacificada ya la tierra había cesado enteramente el uso y profesión de las armas. El comercio era poco necesario en una región que suficiente a sí misma no necesita de otra alguna. La multitud de los indios para el servicio del campo, y demás oficios mecánicos, los excusaba de este trabajo, y siendo la mayor parte de la juventud en aquellos primeros tiempos hijos de los conquistadores, o de ricos comerciantes, se juzgaban poco decentes. No quedaba para los jóvenes más ejercicio que el de las letras. Se había fundado la universidad algunos años antes. El genio de la nación es nacido para las ciencias, tenía muy doctos maestros la universidad; pero por falta de no buen cimiento en latinidad y letras humanas, se trabajaba mucho, y se estaba siempre en un mismo estado, con harto dolor de los catedráticos, y con gran temor de los españoles cuerdos. Este era el gran motivo que tuvo presente don Martín Enríquez, hombre de una prudencia consumada, y toda esta ciudad para pedir a su Majestad los jesuitas.

[Preséntanse al señor virrey con la cédula de su Majestad] Divulgose en México luego a la mañana el día de San Miguel la venida de los padres, la pobreza con que caminaban, la modestia con que habían evitado el honor con que se intentaba recibirlos, la incomodidad de su alojamiento, y la humilde y religiosa alegría con que llevaban los trabajos, no dejándose servir aun de los familiares del hospital en el aderezo de sus aposentos. El señor inquisidor don Pedro Moya de Contreras, dos prebendados de la santa iglesia catedral en nombre del venerable deán y cabildo sede vacante, y los prelados de las religiones pasaron aquella mañana misma a incitarles de su arribo. La fama había llegado al palacio del señor virrey antes que los padres, desembarazados de visitas de tanto respeto, hubiesen podido, según las órdenes de su Majestad presentarse a su excelencia. Oyó la humildad y modestia de su entrada y porte, y lleno de júbilo... bien se muestra (dijo) que son hijos de su santo padre y fundador Ignacio de Loyola. Luego que llegaron a su presencia los quince misioneros, reconociendo, aunque después de algunos años, por algunos rasgos, el semblante, al padre doctor Pedro Sánchez, él es, dijo a los que le hacían corte, y levantándose de su asiento le salió al encuentro con suma dignación algunos pasos. Abrazó con grandes demostraciones de afecto y de alegría al padre provincial y algunos de los más graves sujetos. Entregósele la cédula de su Majestad, que no podríamos omitir sin defraudar a nuestros lectores de una pieza que muestra el celo y amor con que miraron desde su cuna a esta provincia nuestros reyes. «Sabréis (decía) mi virrey, gobernador y capitán general de la Nueva-España, como nos tenemos gran devoción a la Compañía de Jesús, y a esta causa por la grande estima que de la vida ejemplar y santas costumbres de sus religiosos tenemos, hemos determinado enviar algunos varones escogidos de ella a esas nuestras Indias Occidentales, porque esperamos que su doctrina y ejemplo haya de ser de gran fruto para nuestros súbditos y vasallos, y que hayan de ayudar grandemente a la instrucción y conversión de los indios. Por lo cual, de presente os enviamos al padre doctor Pedro Sánchez, provincial, y a otros doce compañeros suyos de la dicha Compañía que van a echar los primeros fundamentos de su religión a esos nuestros reinos. Siendo, pues, nuestra resolución ayudarlos en todo, vos mando, que habiendo de ser esta obra para servicio de Dios y exaltación de su santa fe católica, luego que los dichos religiosos llegaren a esa tierra los recibáis bien, y con amor, y les deis y hagáis dar todo el favor y ayuda que viéredes convenir para la fundación de dicha religión, porque mediante lo dicho hagan el fruto que esperamos. Y para que mejor lo sepan hacer, vos les advertiréis de lo que os pareciere como persona que entiende las cosas de aquesa tierra, señálandoles sitios y puestos donde puedan hacer casa e iglesia a propósito».  

 

Leyó el virrey la cédula, la besó y pasó, según costumbre, sobre su cabeza, y añadiendo, que aun prescindiendo de órdenes reales tan precisas, él estaba por sí mismo muy dispuesto a favorecer en todo y contribuir al establecimiento de la compañía en Nueva-España, lo que haría en toda la posteridad muy recomendable el tiempo de su gobierno, que conocía la casa y familia de su santo fundador; que tenía a mucho honor haber tratado en España, y aun tener alguna sangre de su general San Francisco de Borja; motivos todos, que fuera del principal de la obediencia y rendimiento debido a la real cédula, lo empeñaban en obedecerla gustosamente, muy seguro de que la Compañía de su parte cumpliría con las obligaciones que le imponía el haber merecido al rey católico su augusta confianza. Visitaron aquella misma mañana al Cabildo eclesiástico y religiones, y por ser tiempo ocupado, dejaron para la tarde la visita del señor inquisidor. De todos fueron recibidos con demostraciones del mayor aprecio; pero singularmente del señor don Pedro Moya de Contreras, cuyo nombre nunca puede repetirse sin que haga eco el agradecimiento en nuestros pechos. Este ilustre personaje había sido en la gran Canaria provisor del ilustrísimo don Bartolomé de Torres, y heredero del singular afecto que siempre tuyo a la Compañía aquel varón apostólico. Allí había tratado al padre Diego López, y tenido bajo su dirección los ejercicios de nuestro padre San Ignacio, de donde sacó mucha luz para desempeñar después con tanto acierto los grandes cargos que fió a su prudencia el rey católico, haciéndolo inquisidor mayor de estos reinos, después arzobispo de México, visitador general de su audiencia, y finalmente, presidente del real y supremo consejo de las Indias, en que murió con singulares muestras de piedad.

[Resístense a salir del hospital, y enferman todos] Muchas personas, así religiosas como seculares, intentaron sacar a los padres del hospital, y entre ellos con especialidad el reverendísimo fray Juan Adriano, provincial del orden de San Agustín, y el reverendísimo fray Melchor de los Reyes, de la misma religión, que desde antes de llegar les tenían prevenidos cuartos en que hospedarlos. No habiendo podido conseguirlo explicaron su buena voluntad en muchos regalos de aves, y varios otros géneros comestibles. Entre todos brilló la caridad de don Hernando Gutiérrez Altamirano, que luego el primer día, sabiendo la falta de ropa que padecían los recién llegados, les envió dos piezas de paño, una negra para sotanas, y otra parda para sobre ropas, que de este color se usaron por más de cien años en la provincia, y una frazada o gruesa colcha para cada uno de los sujetos. Lo mismo practicó después en todas las necesidades de los nuestros que llegaron a su noticia, remediándolas prontamente, sin aguardar a que nada le pidiesen, y no podemos dudar sino que esta magnanimidad que usó con la Compañía y con otras cosas religiosas, premió nuestro Señor aun en lo temporal, multiplicando sus riquezas, y haciéndolo tronco ilustre de los condes del valle de Santiago de Calimaya, una de las más nobles y más antiguas casas de México. Bien se conoció luego al día siguiente de llegados el consejo de la providencia en haberles dado por casa el hospital. Adolecieron todos, y entre los que más gravemente, el padre provincial. La enfermedad era una fiebre aguda y maligna con rapto a la cabeza, que ocasionaba un profundo letargo, de que había perecido una gran parte de los recién llegados en la flota. Los padres fuera de la común causa de la mutación de tantos temples desiguales y de diversos alimentos, habían dado bastante motivo a que hiciese presa en ellos el accidente. En la navegación y en los puertos donde arribaban habían trabajado mucho en predicar y oír incesantemente confesiones. La caminata había sido sumamente incómoda, la habitación en que estaban muy desabrigada, y para unos forasteros muy expuestos a inficionarse de las vecinas salas de los enfermos. El alimento que se los daba aun después de tocados de la enfermedad, era escaso, grosero, mal sazonado, y ordinariamente frío, porque se repartía primero a las otras salas del hospital. Y aunque muchos sujetos, y con especialidad el Cabildo eclesiástico, enviaban muchos y copiosos regalos de cuanto podía necesitarse para el delicado sustento de nuestros enfermos, todo se entregaba al mayordomo de la casa para que repartiese con los demás, contentándose los nuestros con lo que él quisiese darles de limosna.

Pero cuanto más se mortificaban y abatían en todo los siervos del Señor, tanto más su Majestad los ensalzaba y hacía respetables a toda la ciudad. Los visitaba diariamente lo más lucido de México. Los canónigos de la Santa Iglesia, los enviados del señor virrey, los religiosos de todos órdenes, pasaban largos ratos en la cabecera, ya del uno, ya del otro, aunque estuviesen los lechos tan pobres y las piezas tan mal aseadas, que no parecían conformes a la gravedad de sus personas. El señor inquisidor con un exceso de ternura, digno de su virtud, repasaba todas las camas, abrazando paternalmente a cada uno. Los prelados con un admirable ejemplo de caridad, mandaron hacer comunes oraciones en sus respectivas familias por la salud de nuestros enfermos; que amaban y trataban como a hermanos; y el reverendísimo provincial de San Agustín, no contento con hacer lo mismo que todos, ordenó al reverendísimo reverendo padre doctor Fray Agustín Farfán, religioso e insigne médico del mismo orden, que en compañía del doctor Fuentes asistiese con el mayor esmero a los padres. Admiraban todos en los enfermos la humildad en sus muebles y personas, la mansedumbre y paciencia en sus dolores, la modestia que observaban aun en los accesos de una fiebre violenta, y sobre todo, la alegría invariable del semblante, a pesar de la incomodidad de la pobreza, y aun del peligro de la vida. Con la cuidadosa asistencia de tan hábiles médicos y regalos de todos los órdenes de ciudadanos, que a pesar de la resistencia de los padres, crecían cada día, y en mejor forma para evitar los piadosos ardides que les inspiraban su mortificación y su pobreza, sanaron todos, excepto el padre en Francisco Bazán, que murió a los 28 de octubre, día de los santos apóstoles San Simón, y Judas.

[Muerte del padre Bazán, su elogio y exequias] Era el padre Francisco Bazán natural de Guadix, rama ilustre de los marqueses de Santa Cruz. Entrando en la Compañía el año de 1558, halló su ingeniosa humildad modo de ocultar la nobleza de sus cunas, haciéndose llamar Arana: sus grandes talentos, de que eran testigos las universidades de Alcalá y Salamanca, pretendiendo el grado de coadjutor temporal, y sirviendo mucho tiempo en la cocina, sin dejar salir de sus labios jamás una palabra por donde se viniese en conocimiento de los grandes progresos que había hecho en la filosofía, teología y derecho canónico. Habíale dotado el Señor singularmente del talento de la palabra, que ejerció con mucho fruto, corriendo en misiones la Galicia, y más en la navegación que hizo en la Almiranta, con el hermano Juan Sánchez, testigo ocular de cuanto hasta aquí hemos escrito, que se halla de su puño en uno de los más antiguos manuscritos del archivo de la Profesa. En componer las querellas de la gente de mar, en explicarles la doctrina, leerles algún libro devoto, rezar con ellos el Rosario, y atender a sus confesiones, gastaba la mayor parte del día y de la noche. Lo que le daban para su sustento, enviaba muy secretamente a algún enfermo, habiéndolo antes superficialmente gustado; hallando así en su grave mortificación, con que fomentar la caridad. Era de unas maneras muy dulces, y religiosamente festivo, dotes de que se valía maravillosamente para atraer sin violencia a la virtud a todas las personas que trataba. Una provincia tan observante y religiosa,  bien merece haber tenido en su cimiento, y haber dado al cielo por primicia sujeto de tan rara humildad, y tan acreditado fervor.

Intentaron nuestros padres, conforme a la modestia que usa la Compañía, y al estado presente de los negocios, se diese al cadáver sepultura sin aparato alguno, como a los demás pobres que mueren diariamente en los hospitales; pero divulgándose la nobleza del difunto; y lo principal, sus heroicas virtudes en la ciudad, no pudieron impedir que la providencia del Señor no glorificase los funerales de aquel humilde Padre, que por su amor había tanto procurado abatirse. El entierro se hizo con la mayor solemnidad, se le puso un ornamento riquísimo. Cantó la misa uno de los señores prebendados, y la ofició la música de la Catedral. Esperan sus huesos la universal resurrección en la iglesia del mismo hospital. Entretanto, convalecidos los demás, dispuso el reverendo padre fray Agustín Farfán, pasasen a convalecer al pueblo de Santa Fe, dos leguas al sudueste de México, perteneciente al obispado de Mechoacán. Había allí fundado un hospital la caridad de aquel gran prelado don Vasco de Quiroga, de cuyas virtudes tendremos que hablar aun en más de un pasaje de esta historia, y su administración, como el curato del pueblo estaba vinculado a una de las prebendas de aquella Santa Iglesia, y lo obtenía entonces el noble caballero don Diego Bazán: este, que como los demás ilustres miembros de aquel Cabildo, habían heredado del señor don Vasco un tierno amor a la Compañía, se ofreció a llevar y mantener allí a su costa a todos los enfermos hasta estar enteramente restablecidos.

[Primeros ministerios en México, y donación de un sitio] Con la caritativa asistencia y regalo que allí tuvieron, convalecieron muy breve nuestros padres y volvieron a su antigua morada del hospital de nuestra Señora. Predicaba frecuentemente el padre Diego López, hombre de un raro talento y fervor, de que había dado más de una prueba en la Europa. Muy lejos de aquellas curiosidades y agudezas que entretienen el entendimiento, y no llegan jamás al corazón, eran sus exhortaciones de una fuerza y claridad admirable, de una doctrina llena de espíritu y verdad. Concurrían de todas partes de la ciudad y todo género de personas a escucharlo con ansia. La iglesia, los patios vecinos y la calle, en todo aquel distrito en que podía oírse su voz, todo se llenaba. Como caía la semilla del Evangelio sobre un terreno dócil se comenzó muy en breve a coger a manos llenas el fruto. Se estableció la frecuencia de los Sacramentos, a que se daba comúnmente principio por una confesión general. Se vio la reforma en los trajes, las sinceras reconciliaciones de muchos enemistados. Los jueces, los mercaderes, no daban paso sin parecer de aquellos que miraban por maestros. A estos felices principios, ayuda poco la necesidad de servirse de ajenas iglesias y ajenos púlpitos. Dos meses habían ya pasado sin que hubiese algún fijo bienhechor sobre quien pudiesen contar seguramente los padres para su subsistencia en México. Esto es tanto más notable, cuanto han sido siempre muy famosas, aun de los autores extranjeros, la piedad y liberalidad de los mexicanos para con las familias religiosas; pero el Señor con las enfermedades, con el desabrigo y la escasez de tantos días, tentaba verosímilmente la confianza de sus siervos, y los enseñaba a descansar tiernamente en el seno de su Providencia. En silencio y paciencia, por no ser gravosos a la ciudad, determinaron encomendar a su Majestad el negocio, ni quedó burlada su esperanza. Don Alonso de Villaseca, el más opulento ciudadano de México, que algunos días antes había enviado al hospital cien pesos de limosna, adoleciendo de no sé qué leve indisposición, llama una noche a su casa al padre provincial: propónele como allí cerca tenía unos solares despoblados que ocupaban un grande sitio, que si parecían a propósito los ocupasen los padres, a quienes hacía desde luego entera donación. El lugar estaba en aquel tiempo cuasi fuera de la ciudad. Los pocos edificios arruinados, solo servían para los carros, y las recuas que le venían de sus haciendas, sin embargo, no se abría por otra parte brecha alguna: se debía mucho agradecimiento al señor Villaseca, y pareció no deberse agriar su ánimo ni de los demás que pudiesen aprovecharnos con una repulsa, que tuviera visos de soberbia.

[Sentimiento del virrey, y composición de un pequeño pleito] Se admitió la donación, y con el mayor secreto se pasaron todos una noche a aquel sitio sin noticia aun del señor virrey. Este piadoso caballero había meditado dar a los padres mejor lugar en la plaza del Volador, quiere decir, en el centro de la ciudad, cercano a su palacio; pero se declaró tarde. Él tuvo la mortificación de que otro le hubiese prevenido y algún amoroso sentimiento de la suma modestia y religiosidad de los jesuitas en no haberse declarado con su excelencia sobre la cualidad del sitio que se les ofrecía, por no parecer que pretendían se les mejorase. Pasaron a su nueva habitación a principios de diciembre: vivían con suma incomodidad, de cuatro en cuatro, y dedicaron para capilla la pieza menos mala, viniendo a quedar el altar debajo de una escalera, justamente donde está ahora la puerta principal del colegio. Luego que se divulgó la nueva morada, que ya ocupaban como propia los padres, comenzó a frecuentarse de todo género de personas nuestra pequeña ermita. Decían misa uno a uno, con ornamentos muy pobres, con cáliz y patena de estaño. Don Luis de Castilla, caballero del orden de Santiago y regidor de México, remedió luego esta necesidad, enviando todo el aderezo y muebles más preciosos de su oratorio. Muchas piadosas señoras convirtiendo en sagrados los profanos adornos, nos proveyeron asimismo de palias, de frontales, manteles y toda la demás ropa necesaria para la decente celebración de los divinos misterios. El primer cuidado del padre Pedro Sánchez, fue formar algún género de clausura de adobes o ladrillos crudos, y que poco a poco se fuesen practicando nuestros ministerios. Aunque el sitio era tan escusado, pareció a los religiosísimos padres predicadores, que caía dentro de sus cannas o lindes, y modestamente expusieron su dicho a la real audiencia, para que tomásemos lugar en que no se perjudicase a sus excepciones. Noticioso el padre Pedro Sánchez de tan justa oposición, pasó a verse con el reverendo padre fray Pedro Pravia, procurador que era entonces, e inmediatamente fue electo prior de aquel imperial convento. Propúsole con grande modestia, que la Compañía no recibía estipendio por misas, sermones, ni algunos otros ministerios: que sus colegios se mantenían de sus rentas propias, y no pedía limosna por las calles; que en consecuencia de esto, la Sede Apostólica había concedido a la Compañía el privilegio de edificar intra cannas de los otros órdenes religiosos, aun mendicantes, y sentenciado a su favor en la causa del colegio de Palencia, como constaba por las bulas de los sumos pontífices Pío IV, que comienza: Et si ex debito pastoralis officii, expedidida el año de 1561, que su paternidad expedida se dignase pasar por ella los ojos, y que si no quedaba su religión enteramente satisfecha, que en el nombre de la Compañía cedía desde luego aquel sitio, y antepondría la paz y el respeto que debía al orden sagrado de predicadores a todas sus comodidades e intereses.

[Religiosa caridad de los padres predicadores] La humildad y modestia del padre Pedro Sánchez, sostenida de la justicia de la causa, hizo todo el efecto que podía esperarse en el ánimo de un padres predicador, varón tan religioso y docto. Cesó luego la contradicción, y para dar a conocer al público aquella observantísima familia que la justa representación que habían hecho en fuerza de sus privilegios, no disminuía un punto el tierno amor que nos habían profesado y manifestado hasta entonces, vino el reverendo padre prior a ofrecernos su bella y majestuosa iglesia, para celebrar en ella la fiesta de la Circuncisión del Señor, y titular de nuestra Compañía, trasladando entonces, y después hasta ahora para la tarde, la solemne función de procesión de las huérfanas, que ese día dota la archicofradía del Santísimo Rosario. En efecto, no pudiéndose resistir a tan afectuosas y sinceras instancias, se hubo de celebrar nuestra fiesta en aquel hermoso templo. Cantó la misa el padre provincial. Predicó el padre rector Diego López, dando un elocuente testimonio de los grandes favores que en la Europa había debido la Compañía desde su cuna, a tan esclarecida religión. El padre doctor Pedro Sánchez pagó como podía aquella religiosa caridad, haciendo que dos de nuestros estudiantes que no habían aun acabado la teología, pasasen a oírla a las escuelas de Santo Domingo, con tanto afecto y esmero de aquellos sabios maestros, como se vio en varias públicas funciones con que los honraron. En la pobre casa crecía cada día más el concurso de gentes piadosas. La juventud, que por lo que oía decir a sus padres, esperaba tener algún día por maestros los jesuitas, comenzó a aficionárseles mucho. En determinados días salía por las calles una inocente tropa de niños cantando la doctrina cristiana. Gobernaba la procesión el padre rector Diego López, con una caña en las manos, hasta la plaza mayor, donde con increíble concurso y mucho provecho de un vulgo innumerable, explicaba alguno un punto de la doctrina, y concluía otro con alguna exhortación moral. Las primeras veces que se practicó este ejercicio, uno de los más importantes y provechosos que usa la Compañía, muchas personas de todas calidades, refirieron a los padres como en los tiempos inmediatos a su venida, se había escuchado cuasi diariamente por las calles de México, aquel tono mismo en que cantaban con los niños la doctrina, y como nadie había podido descubrir al autor de aquellas voces, que sin duda, decían, eran angélicas.

Así lo hallamos uniformemente testimoniado en todos los antiguos manuscritos de la provincia, y escrito por autores gravísimos, dentro y fuera de la Compañía; y a la verdad, como este prodigio no tanto cedo en alabanza de nuestros primeros fundadores, como en gloria de la santísima doctrina de la Iglesia católica, ¿quién no cree cuán agradable será al cielo, a los ángeles y al mismo Señor Autor y consumador de nuestra fe, que sus más grandes misterios se cantasen públicamente por boca de niños inocentes, en una región que acababa de salir por su piedad de las tinieblas, y sombra de la muerte, a la admirable luz? ¿Y a quién no se le hará muy verosímil que los santos ángeles con una tan sensible demostración, quisiesen mostrar su júbilo y no tanta aplaudir al celo de la Compañía, cuanto excitarlo a un ministerio tan glorioso, y que hace una de las partes más sustanciales de su apostólico instituto?

[Edifican la primera iglesia de la Compañía los indios Tacuba] Con la recomendación de este prodigio era muy sensible a toda la ciudad que no tuviésemos un fondo de templo capaz de los grandes concursos que prometían tan bellos principios; sin embargo, los padres no querían importunar a los vecinos, y de parte de estos no se daba paso a una obra que no podía dejar de ser muy costosa. En estas circunstancias se dejó ver cuanto las ideas de Dios son superiores a los consejos humanos. El excelentísimo señor don Martín Enríquez, don Pedro Moya de Contreras, don Alonso de Villaseca, sobre quienes podía fundarse la más sólida esperanza, todos desparecieron, todos cedieron a la piedad y al tierno afecto que mostró a la Compañía un noble indio. Era este don Antonio Cortés, cacique, y gobernador del pueblo de Tacuba, una legua al Oeste de México, entonces numerosísimo. Presentose acompañado de los principales de su nación, al padre Pedro Sánchez, y hablando en nombre de todos:«Bien habrás sabido, padre, (le dijo) como nuestros mayores, en agradecimiento de haberlos traído el Señor al seno de la Iglesia, edificaron a su Majestad la iglesia catedral. Imitadores de su fe no queremos nosotros serlo menos de su reconocimiento y de su piedad. Persuadidos a que la vuestra es una religión enteramente consagrada a la pública utilidad, sin excepción alguna de personas, hemos creído no podíamos hacer a nuestro Señor obsequio más agradable, ni más importante servicio a esta nuestra capital, que edificar el primer templo de la Compañía de Jesús. Movidos a este intento únicamente por la gloria de Dios y utilidad de nuestros hermanos, deberás hacernos la justicia de persuadirte, a que no esperamos más paga que la que el Señor quisiere darnos en el cielo. El templo, bien que no tan magnífico y suntuoso como nosotros querríamos, y como lo exige la grandeza de les divinos oficios; pero a lo menos conforme a nuestras fuerzas, será sólido, hermoso, y capaz para vuestros santos ministerios». El padre provincial agradeció, como debía, tan grande beneficio, y prometió tenerlo muy presente para procurar que toda, la provincia lo correspondiese, dedicándose con particularidad al cultivo de los naturales. Abrieron luego los cimientos para un templo de tres naves y cerca de cincuenta varas de fondo. Trabajaban en la obra más de tres mil indios con tanto fervor y alegría, que en tres meses, quedo perfectamente concluido, muy hermoso por dentro, aunque por fuera cubierto de paja, lo que hizo se le diese por muchos años el nombre de Xacalteopan. Se fabricó el nuevo templo no sin especial disposición del cielo, en el lugar mismo donde hoy está la iglesia del colegio Seminario de San Gregorio a quien se dio después.

[Resolución de desamparar la Habana] Entre tanto el padre provincial, extendiendo a todas partes las miras de su caridad, no pensaba sino en la Florida. Esta misión debía por orden de San Francisco de Borja incorporarse en la nueva provincia. Desde la venida del padre Antonio Sedeño no se habían tenido de ella nuevas algunas, ni podían tenerse por el poco o ningún comercio que había entonces de la Habana a Veracruz. El padre Pedro Sánchez había venido encargado de nuestro padre general San Francisco de Borja de visitar aquella misión y la residencia de la Habana. La experiencia le mostró cuán difícil era cumplir con esta orden. En la carrera de España a las Indias no se hace ni puede hacerse escala en la Habana, y mucho menos en la Florida, sin un grande extravío. Pasar de México allá, era dejar la nueva provincia en su cuna sin aquel materno abrigo de que tanto se necesitaba en el sistema presente de las cosas. Todos los padres consultores fueron de opinión que no convertía faltase un punto de México el provincial. En consecuencia de esta resolución, encargó la visita de aquellas residencias al padre Antonio Sedeño. Volviendo este a la Habana halló enteramente arruinada la vice-provincia de la Florida. Los españoles habían desamparado la tierra, ni les quedaba más presidio que el de San Agustín. Los indios aborrecían cada día más a los europeos, y habían huido a los montes, de donde no salían sino para causar continuas inquietudes a los moradores del presidio. La residencia de la Habana no podía subsistir sin la misión de la Florida, único fin por la cual se había procurado. Determinó, pues, el padre Sedeño que todos los padres y hermanos pasasen a la Nueva-España. No se pudo entender en la ciudad esta resolución sin un grande sentimiento. El ilustrísimo señor don Juan de Castilla y el ayuntamiento de la ciudad, suplicaron al padre Sedeño no quisiese privarlos de tanto bien como traía a su ciudad la Compañía, o a lo menos sobresediese un tanto mientras daban cuenta a su Majestad de cuya clemencia esperaban un suceso muy glorioso a la Compañía y muy saludable a su país.

[Representación hecha sobre esto al rey] En efecto, escribieron al rey don Felipe II cuanto importaba en aquella ciudad un colegio de la Compañía. El fervor de espíritu incansable con que predicaban, y la universal reforma de costumbres que seguía su predicación: la grande oportunidad que allí tenían para hacer, conforme a su instituto, correrías y apostólicas expediciones por todas las innumerables islas vecinas llenas aun de indios bárbaros, cuya conversión a nuestra santa fe por sí misma tan apetecible y tan digna del celo y cuidados de su Majestad católica contribuiría no poco para hacerlos más dóciles al suave yugo de la dominación española, y acabaría de afianzar sobre sus sienes la corona de tantos y tan remotos pueblos cuya fidelidad vacilaba en los errores de su gentilidad; que sobre todo reconocían una suma necesidad de esta nueva religión para la crianza y educación de la juventud, así en las letras como en virtud y política, para que parece los había dotado singularmente el cielo, y de cuya aplicación y esmero en esta parte podían ser testigos ellos mismos en todos aquellos años, en que con ocasión de la misión de la Florida, habían morado en su ciudad los jesuitas. Concluían pidiendo se dignase su Majestad darles el consuelo que pretendían, interponiendo su autoridad y augusto nombre para que no desamparase la Compañía un país tan dócil hasta entonces a sus instrucciones y ejemplos. El padre Antonio Sedeño escribió también de su parte al rey la comisión de que se hallaba encargado. La ninguna esperanza que restaba de la Florida, que por lo que miraba a la Habana, la Compañía tenía mucho que agradecer a aquella ilustre ciudad, y estaba muy dispuesta a servir a la Santa Iglesia y a sus reyes en aquel o en cualquiera otro lugar el más bárbaro de la tierra; solo hacía presente a su Majestad, que aquella era hasta entonces una ciudad muy corta y de muy pocos caudales para poder mantenerse en ella de limosna. Que hasta allí lo habían pasado con trabajo de las que voluntariamente habían querido darles algunos piadosos, y sobre las cuales no se podía contar para una perpetua subsistencia. Que en seis años no había tenido aquella residencia fondo alguno, ni aparecía alguna luz de fundación para lo de adelante. Que si su Majestad de sus reales cajas daba orden que se les proveyese de lo necesario, o la ciudad se obligaba a mantenerlos, de muy buena gana se sacrificarían a cualquiera trabajos e incomodidades.

 

[Limosnas en México] Ínterin que su Majestad resolvía, determinó que el padre Juan Rogel y los hermanos Francisco Villa Real y otro compañero, partiesen a Nueva-España para dar cuenta de todo al padre provincial, y desahogar aquella residencia de tres sujetos que no podía mantener sin trabajo; pero en México no se pasaba con más abundancia. Don Alonso de Villaseca, hombre anciano y demasiadamente recatado, no aventuraba un paso sin mucha consideración. Dado el suelo y aquellos pocos edificios observaba en mucho silencio la conducta de nuestros padres. Nada, de fundación, nada de iglesia. El virrey don Martín Enríquez y algunos otros señores que en mucho pudieran aliviarlos, lo juzgaban poco necesario creyéndolos bajo la protección del señor Villaseca. Las pocas limosnas que este daba, y siempre con un aire de desdén y de enfado, apenas bastaban para las necesarias obras de cerca y oficinas de casa que había emprendido el padre Pedro Sánchez. En esta situación se hubieran visto desde luego muy necesitados a pedir por puertas alimento, si la piadosa caridad de las religiosas de la Concepción no les hubiese socorrido.

[Las monjas de la Concepción socorren a los padres jesuitas] Este monasterio, el primero que se había fundado en México el año de 1530, florecía entonces, y llena aun hoy en día toda la América del suave olor de sus religiosas virtudes. Enviaban cada semana estas señoras una gruesa limosna de pan y carne, de que se mantuvieron nuestros religiosos hasta que tuvo el colegio suficientes fondos. Noticioso nuestro padre general de esta liberalidad, mandó las gracias a dicho monasterio, encargando a los de la Compañía que en todo procurasen servirlas con particular esmero, como lo ha hecho hasta aquí toda la provincia, testificando un eterno agradecimiento a tan singular beneficio. Hizo lo mismo después que se divulgó la cortedad del nuevo colegio don Damián Sedeño, abogado insigne de la real audiencia, y otros bienhechores, entre los cuales resplandeció singularmente el licenciado don Francisco Losa, cura entonces de la Catedral. Este edificativo eclesiástico, no contento con gastar toda su renta en los pobres, recogía cada año de personas muy parecidas a él en la caridad gruesas limosnas que repartía a los vergonzantes de la ciudad, y pasaban algunas de catorce y quince mil pesos. Enterado de las necesidades que padecían nuestros religiosos había tratado con varios de sus amigos de los medios de remediarlas, y para este efecto remitía cada semana setenta o más pesos, con que se podían pagar algunos operarios e ir poco a poco poniendo en forma regular de colegio nuestra incómoda habitación. Así lo practicó por espacio de cinco años, hasta que renunciando el cargo de ajenas almas, se entregó enteramente a cuidar de sí mismo en la Soledad de Santa Fe en compañía de aquel gran varón Gregorio López, con quien vivió diez y ocho años, dejándonos escrita su admirable vida como testigo ocular, de que tendremos que hablar más largamente en otro pasaje de esta historia.

[Ministerios] Cada día crecía más en los ánimos la estimación y aprecio de nuestros ministerios. En toda la ciudad se sentía el buen olor de tanta humildad, de tanta paciencia en los trabajos, de tanto desinterés en todo, de tanta pobreza, y de tan religiosa afabilidad. Llegado el santo tiempo de cuaresma se hubieron de repartir aquellos pocos sujetos por todos los templos. Predicaba el padre Diego López los domingos en el hospital de nuestra Señora. Los miércoles en el colegio de las niñas. Los viernes en el hospital del Amor de Dios. Los padres Pedro Díaz, Hernando Suárez de la Concha, y los demás que podían, hicieron lo mismo en el convento de la Concepción y en todas las parroquias, con tanta ansia y aplauso de los oyentes, que muchos, dejada la estrechez de los templos, hubieron de hacerlo en los patios, en los cementerios y plazas vecinas. Una aclamación tan general no pudo dejar muy breve de llegar a oídos del ilustre Cabildo. Estos señores que siempre se han distinguido en favorecer a la Compañía, determinaron que la nueva religión entrase con las otras tres en tabla para los sermones de catedral. Juzgó la seráfica religión que en sede vacante no residía en el venerable deán y cabildo autoridad para innovar cosa alguna en esta parte, y obtuvo un exhorto de la real audiencia para que se suspendiese la asignación hasta la promoción de nuevo arzobispo. Esta pequeña diferencia no sirvió sino para mayor lustre de la Compañía. Los señores del Cabildo, obedeciendo por entonces, señalaron para Semana Santa, en que cesa la tabla, al padre Pedro Sánchez, y por muchos años después no tuvieron otro predicador para los días más solemnes de Ramos y Mandato. Electo a fines de este mismo año por arzobispo de México el señor don Pedro Moya de Contreras puso luego en tabla a la Compañía para el año siguiente de 1574. Obedeciera a su señoría ilustrísima algunos años, hasta que el amor de la paz le hizo renunciar este honor, cediéndolo a las otras religiones, y teniéndose entre todas por mínima, según el espíritu de su santo fundador.

[Dedicación del primer templo] Concluida a fines de abril la fábrica de nuestra iglesia, quiso el venerable deán y Cabildo, o por mejor decir, toda esta nobilísima ciudad, mostrar el sumo regocijo que les causa nuestro templo. Dispúsose una solemne procesión, con asistencia del señor virrey, audiencia real, inquisidores, religiones. Y toda la flor de la nobleza. Concurrieron como a cosa suya los indios todos de la comarca, convidados por el cacique de Tacuba, con sus respectivas insignias. Uno de los vecinos había dado para este día un muy hermoso tabernáculo: otro una custodia de plata sobredorada, no sin alguna pedrería. El altar, ornamento y púlpito, se adornaron de rica tela de oro, sobre fondo carmesí, donde uno de los más distinguidos caballeros regidores de la ciudad, don Luis de Araóz, se trajo de la Catedral con este acompañamiento el Santísimo. El altar y el púlpito, se cedió al insigne orden de predicadores, y con su beneplácito entraron a la parte en Evangelio y Epístola las dos sacratísimas religiones de San Francisco y San Agustín. Predicó el reverendísimo padre maestro fray Domingo de Salazar, sujeto de un elevado mérito, y de no inferior talento, electo después arzobispo de Manila. Debiole la Compañía las más grandes y más honrosas expresiones, y la serie del tiempo manifestó bien que era su corazón el que había hablado. Después de la función, honraron las más de estas personas el refectorio, en que a pesar de las modestas representaciones del padre Pedro Sánchez, quiso hacer el mismo don Luis de Araóz una pública demostración de cuanta parte tomaba en nuestro regocijo. Así se dedicó el primer templo que tuvo en la América la Compañía de Jesús, con universal júbilo de todos los órdenes de la ciudad, que parece presentían todo el provecho que de él había de resultar al público. Con su mayor capacidad creció el concurso. Ocho sacerdotes en el trabajo incesante de oír confesiones la mayor parte del día, y descuidados enteramente de las incomodidades de su pobre morada, no dejaban jamás el puesto sino para asistir a los moribundos, para servir a los enfermos en los hospitales, para consolar a los presos en las cárceles y procurarles el sustento, que no buscaban para sí mismos. De aquí se repartían por las calles, por las plazas públicas y los barrios de la ciudad, a predicar al pueblo y enseñarles los principales misterios de nuestra santa fe, de que había en la ínfima plebe una extrema ignorancia. El espíritu de la caridad los traía siempre en un continuo movimiento.

[Ofrece la ciudad mejor sitio] Acaso un día en que con más aparato se habían convidado todos los maestros de escuelas para acompañar con la respectiva juventud que tenían a su cargo a los padres hasta la plaza mayor, y hecho allí después de la explicación de la doctrina un fervoroso sermón el padre Pedro Sánchez, vinieron a casa dos diputados de la ciudad, y hablando en nombre del ilustre ayuntamiento dieron a los padres las gracias del trabajo que tomaban por el bien común de la ciudad, en que ellos tanto interesaban como padres de la república. Solo sentimos (añadieron) que la grande distancia de esta habitación, o no nos dejará gozar sino pocas veces del celo y doctrina de vuestras reverencias, o las hará añadir esta nueva incomodidad, a las muchas otras que tienen la paciencia de tolerar por nuestro provecho. En atención a este doble motivo, nuestro Cabildo ofrece a vuestras reverencias un sitio más cómodo en el centro mismo de esta capital, de donde sin tanto trabajo participe igualmente rayos de tanta piedad y sabiduría toda su vasta circunferencia. Para su compra da de pronto veinte mil ducados, y nos obligamos a contribuir en lo de adelante cuantos sufrieren los propios de la ciudad para una obra que la experiencia nos ha mostrado, será de tanta gloria de Dios, y bien común de todo el reino. El padre provincial dio a los diputados, y en ellos a su respetable cuerpo, las gracias de tan piadosa magnificencia, y añadió que para casa de estudios, donde se criase nuestra juventud, era bastantemente acomodado el lugar que ocupaban algo retirado del bullicio. Que el que le hacían el honor de ofrecerle, podía servir para casa profesa, que es, digámoslo así la fuente principal de los ministerios de la Compañía. Que en dejar el que tenían podían incurrir en la desgracia del señor virrey, que había tenido la benignidad de ofrecerles también otro mejor sitio, y desairar al señor Villaseca que tanto se había muchos años antes interesado en su venida, y que aunque no abiertamente, había dado sin embargo señales nada equívocas de intentar la fundación de este primer colegio.

[Carácter del señor Villaseca] En efecto, don Alonso Villaseca había comenzado con la vecindad a frecuentar nuestra casa. Tal vez enviaba algunas cargas de cal para algunas pequeñas fábricas que emprendían. Algunas semanas se hacía cargo de pagar a los operarios. Las principales fiestas de nuestra casa eran siempre acompañadas de algún señalado don suyo. Ya un rico cáliz, ya mi ornamento, o alguna de aquellas otras cosas de que hallaba la iglesia o la casa más necesitada. Se observó que poco a poco y con mucho secreto, iba comprando ya uno, ya otro de los solares vecinos. Era hombre de extremada madurez, y de una prudencia consumada, de grande liberalidad; pero en su trato extremamente seco y sombrío; gustaba de dar, pero su semblante no mostraba mucho gusto en que le pidiesen, y menos en que le diesen gracias por algún beneficio recibido. Siempre austero, y al parecer intratable. Vendía muy cara a los padres la confianza que habían concebido de su piedad, despedidos siempre con dureza; bien que luego les mandaba mucho más de lo que habían tenido la mortificación de pedirle. Tal era para con los primeros jesuitas la conducta del señor Villaseca, y con tales dudas probaba el Señor la filial confianza de sus siervos, mucho más heroica en la ocasión presente, en que con la común aclamación de nuestros ministerios habían comenzado a inclinarse muchos ánimos a seguir el mismo piadoso instituto. [Pretende a la Compañía el doctor Santos, ofrece ciudad y sitio] El primero que con edificación de toda la ciudad pretendió entrar en la Compañía, fue el doctor don Francisco Rodríguez Santos, tesorero de la Santa Iglesia Metropolitana de México. Este ilustre anciano, de más de sesenta años, postrado de rodillas a los pies del padre doctor Pedro Sánchez, le pidió se sirviese la Compañía de su persona, casas, y caudal, que quería sacrificar enteramente al Señor. El padre Pedro Sánchez, admirado de tan profunda humildad y tan piadosas lágrimas, creyó sin embargo, deberlo disuadir. Díjole que su edad no estaba para los rigores de un noviciado como el nuestro; que en el estado presente de su salud, sería nuestro Señor más servido de él en el distinguido lugar que ocupaba en el coro de aquella santa iglesia, en que era el ejemplar de todo el clero y el amparo de muchos pobres que vivían de sus limosnas. Instó el venerable tesorero, que ya que su edad no lo permitía gozar tanto bien, se admitiese por lo menos la donación que hacía de todos sus bienes; que señaladamente quería más que alguna otra cosa, aceptase la Compañía unas casas vecinas a la plaza del Volador, de una situación ventajosa para los estudios y ministerios.

[No se admite y se le exhorta a la fundación del colegio de Santos] Aun esto no pareció deberse admitir. El padre provincial supo que en otros tiempos este piadoso señor había intentado fundar un colegio de estudiantes pobres. Él, como había pasado toda su vida en Alcalá, sabía muy bien la utilidad que podía esperar el reino de tan noble proyecto. Respondiole, que por lo tocante a nuestra fundación, no podían admitirla sin faltar al debido agradecimiento a don Alonso de Villaseca: ano esto mismo había sido parte para no admitir otras semejantes donaciones que el señor virrey y la ciudad se había dignado hacerles. Que a su caudal no faltaría empleo muy digno de su persona y de su piedad: que un colegio de estudios mayores para jóvenes pobres  bien nacidos, y de esperanzas en virtud y literatura, como se decía había pensado en otro tiempo, cedería en mucha gloria del Señor, y mucho provecho de la Nueva-España, y la Compañía miraría siempre como a su insigne bienhechor, a quien tanta parte tomaba en la educación de la juventud, una de las más principales de su apostólico instituto. Consolado el doctor Santos, y animado con estas razones, que por el alto concepto que había formado del padre Pedro Sánchez, le parecían dictadas del espíritu de Dios, desistió de su pretensión, y dedicó la mayor parte de su caudal a la fundación del colegio, que de su nombre, se llamó de Santa María de todos Santos. Dotó en él diez becas, que se hubiesen de dar por oposición, cuatro de teología, cuatro de cánones, y dos de filosofía, a que se agregaron dos fámulos. Dioles muy sabias y prudentes constituciones con la dirección del padre Pedro Sánchez, que aprobó el ilustrísimo señor don Pedro Moya de Contreras, arzobispo de México, a 16 de enero de 1574, (y quiso ser el mismo prebendado su rector mientras vivió, que fue poco, llamándolo Dios a gozar el premio de sus grandes virtudes). Después de su muerte le vino cédula de su Majestad en que lo tenía presentado para obispo de Guadalajara. Esta noticia es de Gil González Dávila en su Teatro Eclesiástico del Nuevo-Mundo; pero no concuerda muy bien con la cronología de aquella iglesia.

[Primeros novicios. El licenciado Saldaña] El primero que fue efectivamente recibido en la Compañía en la América, fue el licenciado don Bartolomé Saldaña, cura beneficiado de la parroquia de Santa Catarina Mártir, hombre de extraordinaria piedad, y de quien se dice había bautizado personalmente más de quince mil adultos. Aunque muy avanzado en edad, que casi llegaba a los sesenta, fue recibido por lo mucho que podía servir a los indios, no habiendo aun entre nuestros misioneros alguno que hubiese tenido lugar para aprender su idioma. La presunción de su habilidad y experiencia para el grave y honroso cargo que ocupaba, lo hizo recibir sin el mayor examen. En los dos años de noviciado descubrió una total insuficiencia: verosímilmente la escasez de eclesiásticos en los principios de la conquista en que pasó a las Indias, había dado motivo a que obtuviese los beneficios y lustrosos empleos a que no habría subido en otras circunstancias. Estuvo cuatro años de novicio, mientras que consultado nuestro padre general, determinó que fuese admitido a los votos. Vivió después otros cuatro, y murió el de 1581, sin haber tenido en la religión licencias de confesar, edificando con humildad en los más pequeños  ejercicios de casa a todo el pueblo de que era tan conocido y amado de todos por la suavidad e inocencia de sus costumbres.

Este ejemplo siguió después con más gloria de la Compañía y utilidad del público don Juan de Tobar, prebendado de la Santa Iglesia Metropolitana, y secretario de su ilustre Cabildo, sujeto de grandes prendas, y excelente en la lengua mexicana, con que sirvió muchos años, y de cuyas grandes virtudes habrá mucho que hablar en adelante.

Fue recibido en esto mismo, don Alonso Fernández, natural de Segura de la Sierra, doctor en derecho canónico, provisor y visitador que había sido de este arzobispado, y cura que actualmente era del partido de Ixtlahuaca. Pretendió ser admitido en unas circunstancias muy poco favorables a la Compañía: de cerca de sesenta años de edad, y cargado de achaques, no parecía poder llevar el rigor del noviciado, ni aun sobrevivir sino muy pocos meses a su recibo. Obró Dios que lo llamaba. Entró, vivió en la Compañía catorce años, con fuerzas suficientes para ser enemigo irreconciliable de sí mismo por su austera penitencia, y todo a todos en el apostólico trabajo. Murió en el colegio del Espíritu Santo de la Puebla, con grande opinión de santidad.

Fuera de estos tres ejemplares sacerdotes, se escogieron entre muchos otros pretendientes, ocho estudiantes y algunos coadjutores de mayor esperanza. Entre los primeros fueron muy señalados por sus talentos y calidad, los padres Antonio del Rincón, descendiente de los antiguos reyes de Texcuco, su patria, y el padre Bernardino de Albornoz. Era este joven hijo único de don Rodrigo de Albornoz, regidor de esta ciudad, alcalde de las reales Atarazanas, y tesorero de la caja de México, de amables costumbres y vivo ingenio. Despreciadas las grandes esperanzas que le daba la nobleza y opulencia de su casa, y aun el extraordinario favor que debía su padre el rey católico, pretendió seguir nuestro instituto. Rehusó el padre Pedro Sánchez recibirlo sin la licencia de su padre. Este no era más noble y rico, que piadoso. Pasó a nuestra iglesia con don Pedro Moya de Contreras que acababa de recibir la noticia de su promoción al arzobispado de esta ciudad, y en presencia de los padres y mucho concurso, ofreció ir Dios en las aras de la religión a su unigénito, con una devoción y grandeza de ánima, que sacó lágrimas a muchos de los circunstantes. El cuidado e instrucción de los novicios se encargó, como de Roma estaba prevenido, al padre Pedro Díaz, hombre de trato muy familiar con Dios, y de un espíritu de dulzura muy propio para este empleo, uno de los que miraba con más celo y atención la Compañía.

[Primeros fondos del colegio máximo] En estas circunstancias en que con los nuevamente recibidos había crecido otro tanto la comunidad, movió el Señor muchos ánimos para hacernos bien. El señor virrey don Martín Enríquez dio al colegio una cantera con algunos sitios en el territorio de Ixtapalapa, grande y populosa ciudad en tiempo de los antiguos mexicanos, y que hoy se ve con asombro hecha un montón de informes ruinas. Esta donación fue de grande alivio para la obra que se emprendió de noviciado, y para las muchas otras que se continuaron en la serie. Poco después un honesto labrador llamado Llorente, o Lorenzo López, aplicó una hacienda de campo, que tenía tres leguas al Sud Oeste de México, avaluada entonces, según dejó escrito el padre Pedro Sánchez, en catorce mil pesos. La parte desmontada llevaba bellos trigos. Lo demás eran cortes de leña, a causa de los altos montes, en cuya falda misma esta situada. La cercanía, la amenidad y la ventajosa situación de esta hacienda, que domina todo el plan de México, y ofrece a la vista uno de los más hermosos espectáculos, hizo que se destinase desde entonces para casa de recreo de nuestros estudiantes en tiempo de vacaciones, en que continúa hasta el presente. Diole el padre provincial en memoria de la que para el mismo fin tiene el colegio de Alcalá, el nombre de Jesús del Monte. Hizo al principio el buen labrador donación de esta hacienda, reteniendo para sí el usufructo; pero después viendo que el solo dominio de propiedad no aliviaba en nada las urgencias presentes del colegio, cedió también esta parte, quedándose él mismo de administrador, y tornando de ella lo necesario a su alimento, hasta que retirado al colegio murió tranquilamente, y yace en el mismo sepulcro de aquellos a quienes amó tan tiernamente. El ayuntamiento de la ciudad, dio también a la casa un sitio de huerta a su elección en las cercanías de México. Se escogió en un lugar muy fértil, entre la ciudad y el collado de Chapultepec, antiguo palacio de los emperadores mexicanos, junto a la arquería y convento de recoletos de San Cosme, que allí se edificaron después de muchos años.

[Fundación del colegio Seminario de San Pedro y San Pablo] Con estos socorros y otros que hizo en dinero al colegio el señor Villaseca, cediendo varias acciones y deudas cobrables, que juntos hacían la suma de veinte mil pesos, se edificó noviciado y algunos cuartos de habitación, muy capaces y acomodados, que se incorporaron tres años después en la obra principal, que emprendió a su costa el mismo insigne fundador. No faltaba ya a nuestro colegio otra cosa, que abrir los estudios. Esto era puntualmente lo que el virrey y toda la ciudad más deseaban; sin embargo, aun no se daba paso alguno. San Francisco de Borja, entre otras prudentes instrucciones que había dado al padre provincial, le había con especialidad encargado que no se empeñase en abrir escuelas públicas, hasta tener bien zanjados los cimientos de la nueva provincia, conocida la tierra, y seguro del beneplácito do la universidad y comunidades religiosas, cuya amistad y cuyo respeto debía ser uno de sus más principales cuidados. Ínterin que esto plazo se cumplía, pareció al padre doctor Pedro Sánchez, debía plantear primero un colegio seminario, sin el cual no podía sacarse el mayor fruto de las escuelas. En los sermones y en las conversaciones privadas trataba muy ordinariamente de la alta dignidad del sacerdocio, de los cargos gravísimos de los pastores de almas, de la virtud y talentos de que deben estar adornados los que se dedican al servicio de la Iglesia, la costumbre antigua de criarlos en recogimiento, tan recomendada en aquellos últimos tiempos por un concilio general; y finalmente, la particular necesidad que había de esto en un pueblo tan numeroso y tan opulento como este, en que la paz, la riqueza y la abundancia, no ofrecían por todas partes, sino lazos y precipicios, tanto más amables, cuanto menos conocidos de una edad incauta. Movidos con estas razones los ánimos de algunos ricos ciudadanos, determinaron fundar un colegio seminario, de cuyo origen no podemos dar más viva y auténticamente idea, que con las palabras mismas con que se halla referido en un manuscrito de cerca de 200 años, que se encuentra en el archivo del real y más antiguo colegio de San Ildefonso, y dice así:

Razón del origen que tuvo la fundación del colegio de los gloriosos y bienaventurados apóstoles o príncipes de la Iglesia católica San Pedro y San Pablo de la ciudad de México.


En el año de 1563, poco después de haber venido y hecho asiento en esta ciudad de México los padres y hermanos de la Compañía de Jesús, el ilustre y muy reverendo padre doctor Pedro Sánchez, provincial de la dicha Compañía, con celo de servir a la divina majestad y acudir al remedio y socorro de las necesidades espirituales que la juventud de esta insigne ciudad de México padecía, trató con algunas personas principales de ella, que entre todos ellos se fundase un colegio de que fue en patrones, los que en él situasen y fundasen cien pesos de oro común de renta en cada un año, con los cuales honestamente se pudiese sustentar el colegial, que el tal patrón en el dicho colegio presentase, y que yéndose fundando de esta manera, él con los demás padres presentes y futuros, ayudaría a su acrecentamiento con la doctrina, así de letras como de virtudes y buena política, que para el dicho fin fuese necesaria, quedando a cargo de los tales patrones el régimen y gobierno del colegio en las temporalidades de él.

Respecto de lo cual muchas personas principales ansí mesmo con celo del servicio de Dios nuestro Señor, de cuya mano habían recibido los bienes temporales que tenían, y de que sus hijos herederos de ellos se criasen en recogimiento con loables y santas costumbres, se ofrecieron a fundarla dicha renta, luego que el dicho padre provincial alcanzase de su Majestad y su muy excelente virrey en su nombre, permisión y licencia para ello, lo cual tratado por el dicho padre provincial con el muy excelente señor don Martín Enríquez, virrey de esta Nueva-España, que a la sazón era; su excelencia concurriendo a tan santa obra, y con el propio celo del servicio de nuestro Señor, y de que esta su república y ciudad de México fuese más ilustrada, no solo permitiéndolo, pero agradeciéndolo, dio licencia para ello. El tenor de lo cual es el siguiente.

Don Martín Enríquez, virrey, gobernador y capitán general de esta Nueva-España, y presidente de la audiencia real, que en ella reside. Por cuanto el doctor Pedro Sánchez, provincial de la Compañía del nombre de Jesús, me ha hecho relación que él con intención de servir a Dios nuestro Señor, y hacer bien a la república de esta ciudad, ha tratado con algunos hombres ricos y de calidad, para que hagan un colegio en ella de la advocación de San Pedro y San Pablo, y que a su costa lo doten de renta para el edificio y sustentación de los colegiales que en él se hubieren de poner, los cuales vienen en lo hacer, con que el proveer de las colegiaturas sea de las personas que lo fundaren, y que él y ellos puedan hacer las reglas y constituciones que para su buen gobierno convinieren hacerse; y por mí visto, teniendo consideración que la obra sea muy conveniente y necesaria. Por la presente doy licencia y facultad al dicho provincial para que pueda tratar lo susodicho con las personas que le pareciere, y con lo que quisieren de su voluntad fundar y dotar el dicho colegio, lo puedan hacer, y hagan para el buen gobierno de él las reglas y constituciones que les parezca convenir, y que la elección de los colegiales que en dicho colegio hubiere de haber perpetuamente, sea de las personas que fundaren y dotaren el dicho colegio, conforme a las constituciones que para ello hicieren, y tarden que en ello dieren, según dicho es, y en nombre de su Majestad les aseguro que será guardado lo susodicho, y en ellos no les será puesto embargo ni contradicción alguna, y que para el dicho efecto de lo fundar y dotar, y hacer las dichas reglas y constituciones, se puedan juntar con el dicho provincial sin incurrir por ello en pena alguna. Fecho en México a 12 días del mes de agosto de 1573 años. -Don Martín Enríquez.- Por mandado de su Excelencia, Juan de Cuevas.


El dicho padre provincial, en virtud de la dicha licencia, en seis días del mes de setiembre de dicho año de 1573, estando juntos los señores don Pedro García de Albornoz, don Pedro López y Juan de Avendaño, en nombre, y como hermano de la señora doña Catarina de Avendaño, viuda, mujer que fue de Martín de Ayanguren, y persona que ya había situado renta para una colegiatura, y Alonso Domínguez, Alonso Jiménez y Francisco Pérez del Castillo, como personas que ya tenían ansí mesmo situada su renta, juntamente con el señor Melchor de Valdés que así mismo la impuso y situó para dos colegiales, les dijo y propuso el tenor de la dicha licencia, y dijo que en virtud de ella podían ya tenerse por patronos de dicho colegio, y como tales recibirse los unos a los otros, y hacer y ordenar estando juntos en forma de Cabildo las constituciones y cosas necesarias a la fundación y conservación de dicho colegio. Los cuales todos aceptaron la dicha licencia; y en virtud de ella, y teniendo aquella junta por legítimo Cabildo, se recibieron por patronos de dicho colegio los unos a los otros, y desde entonces nombraron sus colegiales, para cuyas antigüedades, por evitar discordias se echaron suertes, y cayeron por el orden en que están puestos los patronazgos, y es el siguiente:

1. Gaspar de Valdés, hijo segundo de Melchor Valdés.

2. Baltazar de Valdés, hijo mayor del mismo.

3. Luis Pérez del Castillo, hijo de Francisco Pérez del Castillo.

4. Juan de Ayanguren, hijo de Martín de Ayanguren.

5. Baltazar de Castro, presentado por don García de Albornoz.

6. Agustín de León, hijo del doctor Pedro López.

7. Alonso Jiménez, hijo de Alonso Jiménez.

8. Bartolomé Domínguez, hijo de Alonso Domínguez.

Todos estos colegiales tomaron la beca el día 1.º de noviembre de 1573, y luego en cuerpo de comunidad se presentaron al virrey, de donde pasaron a asistir a la apertura, que en memoria del nombre de su ilustre fundador se celebró con una oración latina ese día mismo, aunque no tuvo forma de colegio ni se aprobó su erección y constituciones por el señor virrey y arzobispo hasta el mes de enero de 1674. El gobierno del colegio de San Pedro y San Pablo confirieron los patronos al licenciado Gerónimo López Ponce. Muy en breve creció tanto el número de los colegiales dotados y de convictores, que fue necesario fundar otros varios colegios bajo las advocaciones de San Miguel, San Bernardo y San Gregorio, de cuya reunión en el de San Ildefonso hablaremos a su tiempo.

[Muerte de San Francisco de Borja] A fines de este año, en flota que arribó a Veracruz en 26 de setiembre, se tuvo la triste noticia de la muerte de San Francisco de Borja, tercero general de la Compañía, y fundador de las provincias de la América. Este golpe doloroso para todo el cuerpo de la Compañía, debió serlo incomparablemente más para esta provincia, a quien como engendrada a su vejez, amaba el Santo con la mayor ternura. En el colegio se le hicieron justamente al año de llegada a México la Compañía el día 29 de setiembre, muy honrosas exequias con asistencia de los señores arzobispo y virrey, a quien como adeudo, tocaba no pequeña parte del dolor en la pérdida de uno de los más grandes santos que había tenido en estos últimos tiempos la España y aun la Iglesia. La seráfica religión, que miraba con razón a este gigante como hijo de su espíritu en el venerable siervo de Dios Fray Juan de Tejada, y como perfecto imitador de un humildísimo patriarca, lo hizo también en su convento unas honras magníficas. Le sucedió en el cargo de general el padre Everardo Mercuriano.

[Va a ordenarse a Pátzcuaro el hermano Juan Curiel] Con tan rápidos progresos como estos caminaba a su perfección la nueva provincia de México. Hasta aquí el celo de sus primeros fundadores había estado como enclaustrado en el recinto de la ciudad. En este año comenzó a dilatar esta viña hermosa sus pámpanos y sus guías del uno al otro mar, y a recoger copiosos frutos en toda la extensión del reino. Se intentaba abrir a fines de este año los estudios de latinidad y poesía. De los tres hermanos estudiantes que habían venido de Europa y proseguido, como dijimos, sus cursos de teología en el convento de Santo Domingo, el uno, que era el hermano Juan Curiel, había acabado ya sus estudios, y faltaba muy poco a los hermanos Juan Sánchez y Pedro Mercado. Estos tres hermano, que en las escuelas del orden de predicadores y en las literarias funciones con que los habían honrado sus sabios maestros, se habían atraído la estimación de todos los hombres de letras que tenía entonces la ciudad, sordos a las lisonjeras voces de estos aplausos, no se empleaban dentro de casa sino en los ministerios humildes de refectorio, de cocina, y los demás propios de hermanos coadjutores, de que había grande escasez para los oficios temporales. De cuatro que habían venido de España, uno se empleó en la hacienda de Jesús del Monte, otro cuidaba de la huerta de San Cosme, otro de la fábrica y corte de leña, cantera, etc. El hermano Lope Navarro, acostumbrado al descanso y puntual asistencia de los colegios de Europa, no pudo sufrir las cortedades de un colegio recién fundado, y fue despedido de la Compañía. Los que habían venido de la Habana hubieron de volver allá muy breve con la ocasión de que hablaremos luego. Con el recibo de algunos que dejamos escrito el año antecedente, se alivió algún tanto esta necesidad, y pudo disponerse promover al sacerdocio al hermano Juan Curiel. Vacaba el obispado de la Puebla, y no estaba aun consagrado el señor don Pedro Moya de Contreras, electo arzobispo de México. Se determinó que pasase el hermano Curiel a Páztcuaro, donde residía entonces la Catedral de Michoacán. Era muy del gusto del padre provincial que con esta ocasión fuese Páztcuaro la primera ciudad después de México en que hubiese de residir algún jesuita. Son bien sabidos los esfuerzos que por traer la Compañía a su obispado había hecho don Vasco de Quiroga. El ilustrísimo señor don Antonio de Morales, que entonces gobernaba, mostró bien en el gozo con que recibió al hermano Juan Curiel, que no cedía en esta parte a su dignísimo antecesor.

[Su ejercicio en aquella ciudad] Destinole un alojamiento muy cómodo en el colegio de San Nicolás, el más antiguo de toda la América, fundación del ilustrísimo don Vasco, y cuya administración, gobierno y cultivo había deseado ardientemente encomendar a la Compañía. Un espíritu tan activo como el del hermano Juan Curiel no era para estar algún tiempo en la inacción y en el descanso. Sabiendo que faltaba maestro que leyese gramática a aquella juventud, determinó ocuparse en este ministerio mientras llegaba el tiempo de recibir las órdenes. El ilustrísimo prelado y Cabildo, patrón de aquel colegio, no pudieron ver sin mucha edificación y complacencia tanto retiro, tanta virtud y tanto celo por el público, persuadidos a que la sabiduría y el fervor del espíritu no está siempre vinculada a la edad: le hicieron las mayores instancias para que predicase en su Catedral; esto era justamente probarle por el lado más sensible a su humildad. Sin embargo, hubo de obedecer. Predicó con tanta elocuencia y espíritu, y por otra parte fueron tan sensibles los progresos, que en aquel corto tiempo se experimentaron en toda la ciudad, los antiguos deseos de procurar fundar un colegio, que consiguió el año siguiente. Se ordenó con singular consuelo del ilustrísimo prelado, y él mismo no contento con haberle hecho el honor de ser su padrino en la primera misa, quiso aun con un exceso de benignidad predicar en ella, explayándose en muchas alabanzas del nuevo sacerdote, y de la religión que procuraba ministros tan dignos de los altares y tan útiles a la Iglesia.

[Orden del rey para que no salgan los padres de la Habana, y éxito de este negocio] Apto ya para los ministerios de la Compañía, volvió con sentimiento bastante de todo aquel pueblo al colegio de México, donde nunca sobraban operarios, bien que en la primavera de este año se añadieron dos que valían por muchos en el espíritu experiencia. Dijimos como la ciudad de la Habana había representado a su Majestad para que no saliese de aquella isla la Compañía. La resolución de la corte fue muy conforme al celo y amor con que procuró siempre consolar a sus pueblos Felipe II. Escribió al padre Antonio Sedeño que se mantuviese con los demás padres y hermanos en la ciudad. En consecuencia de esto se dio orden al padre Juan Rogel para que en compañía de los dos hermanos volviese otra vez a la Habana, como lo ejecutó prontamente, y fue recibido con las demostraciones de estimación que lo había profesado siempre aquella buena gente. Fuera del continuo ejercicio de sermones y confesiones que siempre hacían con nuevo fruto, tuvieron este año bastante en que ejercitar su caridad y su paciencia en la instrucción de muchos negros que se compraron de las costas de Guinea para el servicio de las obras públicas. Sensibles a la dulzura y caridad con que los trataban, recibieron con tanto gusto la doctrina, y echó en sus corazones tan hondas raíces la semilla evangélica, que fueron dentro de poco tiempo un ejemplar de edificación. Bautizados sub conditione con parecer del ilustrísimo don Juan de Castilla, no se ocupaban jamás en el trabajo sino rezando a voces el rosario de María Santísima que traían todos al cuello. Preguntados sobre esto de algunos religiosos que burlaban de su piedad como de una supersticiosa ceremonia, recibieron respuestas que les hicieron conocer, no sin confusión, que no está la virtud vinculada al color, ni es la gracia aceptadora de personas. Tal era la ocupación de los jesuitas en la Habana, y tales las bendiciones que el cielo derramaba sobre sus trabajos. Entre tanto no se tomaba providencia alguna ni de parte de los ministros de su Majestad, ni de parte de los vecinos, que no tenían facultades para tanto. Dio el padre Sedeño noticia exacta al padre provincial, y se determinó que todos los padres y hermanos se retirasen a México. Los que habían quedado en la Habana eran los padres Antonio Sedeño y Juan Rogel, con los hermanos Francisco de Villa Real, Juan de la Carrera y Pedro Ruiz de Salvatierra. Los tres primeros eran hombres de muchos años de religión, envejecidos; en las hambres, pobreza y necesidades, de que fue siempre muy fértil la misión de la Florida. Todos (dice un antiguo manuscrito) mirados siempre en esta provincia con grande admiración y reverencia, por su altísima oración y trato tan familiar con nuestro Señor, acompañado de una rara mortificación de sus pasiones.

[Pretende misioneros el señor obispo de Guadalajara] Poco después de llegado a México este nuevo socorro de obreros evangélicos, vino de Guadalajara un capellán de aquella santa iglesia, encargado de llevar consigo algunos misioneros jesuitas para aquel obispado, donde había llegado ya la fama del colegio de México, y del copioso fruto espiritual con que Dios bendecía sus trabajos. Era autor de esta embajada el señor don Francisco de Mendiola, varón admirable, y cuya memoria vive aun en la veneración y en el respeto de toda la Nueva-España. Vino a las Indias de oidor para la audiencia de Guadalajara, como don Vasco de Quiroga había venido a la de México. Tales ministros eran los que merecían la confianza del rey don Felipe II, que como otro San Ambrosio, pasaron de los tribunales para ser de los más santos y celosos prelados que ha tenido la Iglesia en estos últimos tiempos. Promovido a obispo de Guadalajara no juzgó que podía hacer servicio más importante a su nuevo rebaño, que procurarle algunos misioneros de la Compañía. Oportunamente, para que por la escasez de sujetos no se faltase a la pretensión de un pastor tan vigilante, dispuso el Señor, que pasando por México el ilustrísimo señor don Antonio Morales promovido de Michoacán a la mitra de Tlaxcala o Puebla de los Ángeles, ordenase a los dos hermanos Juan Sánchez y Pedro Mercado. El primero de estos con el padre Hernando Suárez de la Concha, fueron enviados a Guadalajara juntamente con el capellán de su Ilustrísima, que traía orden de no volver a la ciudad sin los padres. La ciudad de Guadalajara está al Poniente de México, en cuya extensión se comprenden no pocos pueblos del arzobispado, y muchos del obispado de Michoacán. Iban por todo este largo camino nuestros misioneros sembrando la divina palabra con tanto consuelo y provecho de aquellas buenas gentes, que no pudiendo los padres detenerse en cada población cuanto deseaba su celo, y pedía la necesidad, los seguían por el camino confesándose y gustando de sus saludables instrucciones, hasta que llegando a algún lugar donde había oportunidad para celebrar el santo sacrificio, comulgaban y volvían llenos de regocijo y de serenidad a su trabajo.

[Sus ministerios] La fama de este constante y fructuoso trabajo había llegado a Guadalajara mucho antes que los padres. A su arribo, el venerable prelado con un exceso de humildad y benevolencia, acompañada de una amable sencillez que realzó siempre mucho su mérito, salió un largo trecho fuera de la ciudad. Los abrazó con muestras de mucho gozo, y excusándose con la grande estrechez de su palacio, que en efecto era una casa bastantemente incómoda, les dijo: que acomodándose a su gusto y religiosidad les tenía preparado hospedaje en el hospital de la Veracruz. Dieron principio a la misión saliendo con los niños de las escuelas hasta la plaza mayor. Se cantó por las calles la doctrina, después de cuya explicación hizo el padre Concha una exhortación llena de fuego y de energía. Este era el hombre más propio del mundo para este género de ocupación. De un celo y caridad a prueba de los mayores trabajos, de un carácter dulce e insinuante en el trato con los prójimos, de un espíritu de penitencia, que tuvieron muchas veces que moderar sus superiores. Su rostro apacible y macilento, su vestido pobre y raído, su conversación siempre al alma, todo respiraba humildad y compunción. Bajo tal maestro se formó muy semejante a él el padre Juan Sánchez. Los domingos predicaban en la Catedral, cuasi todos los días en las calles y plazas o en las cárceles y hospitales. Muy breve tomó toda la ciudad un nuevo semblante. Los prebendados y personas de distinción fueron, conforme a su dignidad, los primeros que dieron ejemplo a lo demás del pueblo haciendo los ejercicios de nuestro Santo Padre, frecuentando los sacramentos, repartiendo gruesas limosnas, y entregándose a obras de piedad. Algunos días de fiesta se repartían por caridad a decir misa en los pueblos vecinos, que de otra suerte no la oyeran por la cortedad de ministros. Notó el buen padre Concha la muchedumbre que acudía, y la devoción que mostraban en sus semblantes. Vivamente condolido de no poderles aprovechar por ser extraño su idioma, buscó un libro en que leerles, y lo hacía con tanto afecto y fervor, aunque sin entender una palabra, que cooperando el Señor a su industrioso celo, no se dejaron de experimentar muy buenos efectos en los indios que le escuchaban.

[Parten a Zacatecas y pretende colegio] Edificado el señor obispo, y gozoso de haber traído a su diócesis unos misioneros tan celosos iba muchas veces a comer con ellos al hospital. Persuadido a que procurar un establecimiento de la Compañía en aquel país, sería descargarse de una gran parte del peso de la mitra, comenzó a tratar sobre el asunto con los prebendados de su iglesia, y entre tanto señaló a los padres de la mesa capitular una gruesa limosna. El padre Concha juzgó conveniente pasar a Zacatecas, y a los otros reales de minas vecinos, mucho más poblados entonces de españoles que Guadalajara. Aunque el venerable prelado y toda la ciudad sentían privarse de la presencia y provecho que traían los jesuitas, sin embargo, como era Zacatecas lugar de su jurisdicción, se alegraron que participase de tanta utilidad. Esta expedición no carecía de gravísimos peligros. Se había de pasar forzosamente por las fronteras de los chichimecos, nación belicosa y carnicera, y que parecía no haber de sujetarse jamás ni a la dominación de España, ni al yugo de la fe. Pero el Soler que quería servirse de los padres para mucho bien de aquella cristiandad, dispuso, que pasando a Zacatecas por el mismo tiempo el capitán don Vicente de Saldívar, los llevase con la mayor seguridad escoltados de una compañía de soldados que traía a sus órdenes. La ciudad de Zacatecas y los reales vecinos eran entonces la parte más poblada después de México, de toda la América Septentrional. La codicia del oro y la plata que atraía tanta gente, no ocasionaba menos vicios. Los tratos usurarios, el juego, la disolución, y sobre todo, la impunidad de todos los delitos, eran una consecuencia necesaria del oro que rueda aun entre las manos de la gente más despreciable. Los padres llegaron en circunstancias en que pudieron muy brevemente hacerse cargo de todo el sistema del país, que fue hacia los fines de cuaresma. El confesonario les enseñó cuáles y cuán monstruosos eran los vicios que tenían a la frente. Comenzaron a atacarlos con viva fuerza en los sermones, en las conversaciones privadas, en los consejos que daban a los penitentes. Como los más eran españoles, y había mucho tiempo que no oían quien les hablase con tanta claridad y les descubriese las interiores llagas de sus conciencias, las voces de los misioneros hacían un eco saludable en cuasi todos los corazones. Comenzaron a deshacerse los tratos inicuos, se hicieron muchas restituciones de grandes cantidades, se quitó una gran parte del juego. Día y noche eran continuas las confesiones y las consultas; no fiándose ya de su dictamen, y no atreviéndose a dar paso sin consultar el de los padres.

[Pasa el padre provincial a Zacatecas y vuelve a México] Con tan bella disposición de los ánimos publicaron los misioneros el jubileo plenísimo, que con ocasión de su exaltación al pontificado, había concedido a toda la universal Iglesia la Santidad de Gregorio XIII. Lo mismo, no con menor fruto, ejecutaron sucesivamente en Pánuco, Sombrerete, San Martín, Nombre de Dios y Guadiana, que todas pertenecían entonces a la mitra de Guadalajara. A la vuelta de estas apostólicas correrías se comenzó a tratar de fundación. Habían los de la ciudad ofrecido casa, y juntado entre todos algunas limosnas, y prometido otras que parecieron muy suficientes al padre Concha. Dio cuenta exacta al padre provincial, quien para examinar mejor la naturaleza y fondos del país, partió luego confiadamente a Zacatecas sin temor de los indios que infestaban el camino. Reconoció los fondos que ofrecían, que no le parecieron proporcionados, Por otra parte, creyó que siendo aquella, como son generalmente las de minas, una población volante, precisamente vinculada al descubrimiento de los metales, no podía tener subsistencia alguna, y agotados estos, impedida o prohibida su extracción, se acabaría también la ciudad. Se excusó, pues, con los habitadores pretextando la escasez de sujetos de la nueva provincia para poder ya extenderse a términos tan distantes, y más que por aquel octubre pensaba abrir los estudios en México, para lo cual se necesitaba del padre Juan Sánchez, a quien tenía destinado a una de las claves. Que por lo tocante a la instrucción y cultivo de aquella región que tanto afecto había mostrado a la Compañía, él tendría cuidado de enviarles la cuaresma quien les predicase y enseñase con igual fervor que lo habían hecho entonces los dos misioneros. Con esta promesa, y con haberles predicado algunos sermones con mucho espíritu y no menor fruto, dejó muy consolada y edificada la ciudad, y dio con sus dos compañeros la vuelta para México.

Pocos días después de su llegada, presidiendo en la real universidad unas conclusiones teológicas el reverendísimo padre maestro Fray Bartolomé de Ledesma, obispo después de Oaxaca, y uno de los mayores hombres que ha tenido en la América la religión de Santo Domingo, quiso hacer a los jesuitas el honor de convidarlos para argüirles. Se hubo finalmente de admitir la réplica. El padre Pedro Sánchez y algunos otros de los padres, juntaron tanta agudeza, tanta claridad, tanta concisión, con tanta modestia y humildad, que los mismos maestros de las religiones, los doctores y personas de lustre que habían asistido, quedaron no menos admirados de su literatura que edificados de su religiosidad. De aquí se tomó ocasión no solo para instar al padre provincial a que abriese estudio la Compañía, pero aun para obligarla interponiendo la autoridad de los señores arzobispo y virrey. Se había cumplido exactamente con el orden prudentísimo del Santo Borja, no abriéndose las clases hasta el octubre de 1574, dos años después de establecida en México la Compañía. Por otra parte, no había en la universidad sino un maestro de gramática para toda la juventud de México, y aun de todo el reino. Esto determinó al padre provincial a condescender con la súplica de toda la ciudad. Señaló por maestros a los padres Juan Sánchez, y Pedro Mercado. La elección de este último, que era americano y de una de las familias más distinguidas de esta capital, fue muy aplaudida de los naturales del país, reconociendo en un sujeto de tanta virtud y tan raros talentos la que podían esperar de los ingenios mexicanos. Entre tanto que los dos padres se prevenían para comenzar la tarea de sus clases, llegaron a México un padre y seis hermanos que habían arribado a Veracruz a 1.º de setiembre, y fueron el padre Vicencio Lanuchi, y los hermanos Francisco Sánchez, Bernardo Albornoz, Pedro Rodríguez, Antonio Marchena, Juan Merino, y Esteban Rico. Habíanse embarcado en un navío muy viejo que a pocos días de salir del puerto comenzó a hacer agua por todas partes. Todo hombre se veía obligado a darle a la bomba, faltando ya el aliento y las fuerzas a la gente de mar. El viaje fue muy largo, y con muchas incomodidades. Murió la mayor parte del equipaje, muchos otros enfermaron peligrosamente. Todo el trabajo de la bomba y demás maniobras hubo de repetirse entre nuestros hermanos, y algunos pocos pasajeros. De este continuo y violento trabajo llegaron a México tan quebrantados, que algunos murieron luego, y otros después de pocos meses, rotas las venas del pecho, y extravasada la sangre que echaban por la boca en abundancia.

[Estudios menores] El día 18 de octubre de 1574 se dio principio a nuestros estudios. Se había convidado para esta función el señor virrey don Martín Enríquez, que asistió acompañado de la real audiencia y de toda la ciudad, muchos de los señores prebendados y las religiones. Hizo una elegante oración latina el padre Juan Sánchez, uno de los maestros, costumbre que se ha observado después constantemente, y que han honrado por lo común con su presencia los señores virreyes, mostrando en esto el grande aprecio que hacen del cuidado que se toma la Compañía en la educación de la juventud. Desde este día comenzaron a cursar nuestras escuelas los colegios de San Pedro y San Pablo, de San Bernardo, de San Miguel y San Gregorio. La competencia que como suele suceder, se encendió luego entre los estudiantes de los distintos gremios, comenzó a producir grandes progresos que hicieron esperar serían en la serie el seminario de toda la literatura de estos reinos. El efecto mostró cuánto eran bien fundadas estas esperanzas. Lo más lucido y noble de la juventud mexicana ha distinguido siempre a este colegio, que de todos los cuatro hoy persevera con el nombre del real y más antiguo de San Ildefonso. Las catedrales, las audiencias, las religiones de toda Nueva-España, se proveen de aquí de sujetos insignes en piedad y en letras. Bastan para ennoblecerlo un don Juan de Mañosca, presidente de la real chancillería de Granada, electo obispo de Mallorca, arzobispo de México, y visitador del Santo tribunal de la Inquisición de la misma ciudad, el señor don Francisco de Aguilar, electo arzobispo de Manila, el ilustrísimo señor don Juan de Guevara, arzobispo de Santo Domingo, primado de las Indias, los ilustrísimos señores don Nicolás del Puerto, don Tomás Montaño, don Juan de Cervantes, obispos de Oaxaca; los ilustrísimos señores don Juan Ignacio Castorena y Ursúa, y don Juan Gómez Parada, obispo de Yucatán. Los ilustrísimos señores don fray Andrés de Quiles, del orden de San Agustín, y don José de Flores, obispos de Nicaragua, dejando otros muchos de Zebú, de Porto Rico, de Caracas, de Comayagua, de Nueva-Vizcaya, de Guatemala, de Michoacán, de Guadalajara. Solo si no podemos dejar de hacer especial mención del ilustrísimo señor don Antonio Rojo, arzobispo de Manila en las islas Filipinas, que fuera de las virtudes propias de su oficio pastoral, en que siguió las huellas de los más grandes obispos de la antigüedad, supo juntar el bastón al cayado haciendo en esta última guerra y triste sitio que padeció aquella metrópoli, que gobernaba como capitán general y presidente de la real audiencia, todos los oficios de un celosísimo prelado, y de un experimentado jefe; y aunque, finalmente, consumido al peso de tan gloriosas fatigas, y mucho más del celo y caridad de su pueblo e iglesia afligida, murió como otro San Agustín, ofreciéndose víctima al Señor por la quietud y libertad de su rebaño el día 31 de julio del pasado de 1764, dejando la Asia y la América llena de la suavísima fragancia de sus virtudes, y singularmente una tierna memoria a este real y más antiguo, de que fue siempre agradecido alumno, y constantísimo protector.

Sería emprender una historia aparte contar los famosos catedráticos que ha dado a esta insigne universidad, comparable (dice un juicioso escritor) con las más ilustres de Europa en lo numeroso, lo noble y lo florido de sus estudios, los oidores a todas las audiencias de Nueva-España, y los prebendados insignes a todas las iglesias catedrales, tanto en los tiempos pasados como en los presentes, en que los coros de México, Michoacán, Oaxaca, Guadalajara, están llenos de ilustres hijos de este colegio. A él debe su primer abad la insigne y real Colegiata de nuestra Señora de Guadalupe. Ilustraron la corte de Madrid tres jóvenes hijos del excelentísimo señor don Luis de Velasco, virrey, gobernador y capitán general de Nueva-España, el señor don Antonio Casado y Velasco, hijo del excelentísimo señor marqués de Monte León, abad de Sicilia y embajador plenipotenciario del rey católico don Felipe V a la corte de Londres para el ajuste de las paces entre las dos coronas; y actualmente puede contar entre sus hijos a los señores don Tomás de Rivera y Santa Cruz, gobernador y presidente de la real audiencia de Guatemala, y al actual corregidor de esta ciudad, a don Francisco Crespo Ortiz, caballero del orden de Santiago, mariscal de campo de los reales ejércitos, gobernador que fue muchos años del puerto de Veracruz don Martín Enríquez, que como hombre prudente, previó desde luego toda la utilidad que este grande establecimiento podía traer al reino, pasando de allí dos años a virrey del Perú, fundó en Lima su capital, el colegio mayor de San Martín, que tanto lustre ha dado a aquella parte de la América.

[Pretende el Cabildo eclesiástico de Pátzcuaro colegio de la Compañía] Tal era por entonces la ocupación del padre Pedro Sánchez después del viaje de Zacatecas, cuando le fue forzoso hacer otra excursión más corta y de mayor utilidad. Hemos ya más de una vez hablado del grande afecto que tuvo a la Compañía el venerable obispo don Vasco de Quiroga, del seminario que fundó en Pátzcuaro, y que, tan ardientemente debió encomendar al cuidado de los jesuitas. Vimos la diligencia que hizo tanto por su chantre don Diego de Negrón como por sí mismo en su viaje a España para traerlos a su diócesis, y como la enfermedad de los cuatro sujetos que había conseguido del padre Diego Laines dejaron frustrados sus deseos. Vuelto a su obispado, aunque nadie por entonces sino su Ilustrísima había pensado en traer jesuitas a la América, se le oyó decir más de una vez con un tono afirmativo y resuelto: La venida de la Compañía de Jesús se dilatará, pero al fin vendrá después de mis días. Esta esperanza dejó en prendas a su grey y a su Cabildo, cuando lleno de años y merecimientos pasó el año de 1566 a gozar el premio de sus heroicas virtudes. La promesa del santo prelado, que se miraba con razón como un oráculo, y la experiencia que habían tenido poco antes de la religiosa vida y utilísimas fatigas del padre Juan Curiel, encendieron de nuevo sus ánimos para procurar la fundación de un colegio. Por la promoción del ilustrísimo señor don Antonio Morales a la Santa Iglesia de los Ángeles, y muerte del señor don fray Diego de Chávez que debía sucederle, se hallaba vacante la silla de Michoacán. El ilustre Cabildo envió uno de sus prebendados, al padre Pedro Sánchez, ofreciendo fundación. El padre Juan Curiel, que había estado en Michoacán algunos meses, y los padres Juan Sánchez y Hernando de la Concha, que en el viaje que hicieron a Guadalajara hubieron de correr una gran parte del mismo obispado, contribuyeron no poco representando la extensión de la tierra, la multitud de sus habitadores, los grandes principies de piedad que en ella había por el cuidado y vigilancia pastoral de su santo obispo, la bella disposición de los pueblos, la facilidad de su idioma, y sobre todo, el grande afecto a la Compañía, que parecía haber nacido en aquel país con la religión y con las primeras luces del cristianismo.

[Descripción del país] En efecto, Michoacán es una de las más bellas regiones de Nueva-España. Su obispado se extiende por más de ciento y treinta leguas de Norte a Sur, tomando por sus límites hacia el Norte el Río Verde, y al Mediodía la punta de Petatlan, que es la que avanza más en el mar Pacífico. Por la costa de dicho mar corre más de ochenta leguas desde el río de Nagualapa hasta adelante del cabo de Petatlan. La bañan muchos caudalosos ríos, de los cuales desembocan siete en el mar del Sur. El río grande de Guadalajara corre por su territorio más de sesenta leguas de Oriente a Poniente, fuera de muchos grandes lagos en que es tan abundante la pesca, que hizo dar a toda la provincia el nombre de Michoacán, que significa lugar de muchos peces. La ciudad principal era entonces Pátzcuaro, coronado de varios grandes pueblos, en cuya vecindad está Zintzunzan, antigua corte de los reyes de Michoacán. Enfrente de este al Oriente, está otro mucho más grande que solo se navega por las orillas, y en medio tiene un remolino o euripo de corrientes por donde parece se comunica con alguna otra de las vecinas. Cerca de la laguna de Cuitzeo se ven algunas magníficas ruinas de un antiguo palacio o casa de recreación de los reyes del país. Como a dos leguas del pueblo de Tzacapo se dice haber una alberca de agua muy cristalina y deleitosa al gusto, cayo vaso cavado en un monte pequeño, y perfectamente redondo, tiene desde el borde hasta el agua un brocal tan unido y tan igual, que no parece sino obra hecha a mano, y habría lugar de creerlo así según la magnificencia que se admira en otras obras de los antiguos indios, si no lo desmintiera la profundidad hasta ahora insondable. En toda la circunferencia de este grande estanque, que será poco más de una milla, no se ve nacer jamás una yerba. Toda la región, singularmente al Mediodía, tiene muchos ojos de agua, unos dulces, otros salobres, algunos calientes y sulfúreos, provechosos para diversos géneros de enfermedades. Los más famosos baños son los de Chucándiro, en que se encuentra alivio a muchas dolencias, excepto el humor gálico que se agrava de muerte. Con tantos ríos, lagos y fuentes que fecundizan los campos, no se hará difícil de concebir la admirable fertilidad de la tierra. Sabemos que en los tiempos vecinos a la conquista un vecino llamado Francisco Terrazas sembradas cuatro anegas de maíz alzó en la cosecha seiscientas.

Hallamos también de aquellos mismos tiempos haber descubierto uno de los primeros pobladores una mina extremamente rica, por los años de 1525; pero habiéndosele querido despojar violentamente del derecho que le había dado la fortuna, no se pudo saber después del lugar donde estaba. Se hallan en los confines de este obispado las minas de San Pedro, las de San Luis Potosí, las famosas de Guanajuato, y algunas no de tanto nombre en los contornos de la villa de León; las de Sichú, pocas leguas al Este Nordeste de San Luis de la Paz; las del Espíritu Santo a doce leguas de la costa y de la boca oriental del río de Zacatula. Fuera de estas hay muchas minas de cobre que trabajan con grande habilidad sus naturales, y de que hay fundición en el pueblo de Santa Clara, poco distante de Pátzcuaro hacia el Sur. Se hablan en toda la extensión de este país cuatro lenguas: la mexicana, hacia el Sur y costa del mar Pacífico, que es verosímilmente el camino que trajeron los antiguos mexicanos. En el centro del obispado la tarasca, idioma muy semejante al griego en la copia, en la armonía y en la frecuente y fácil composición de unas voces con otras. Partiendo de Guanajuato hacia el Norte, se habla en muchos lugares la otomí, lengua bárbara, cuasi enteramente gutural, y que a penas cede al estudio y a la más seria aplicación. En otra gran parte se habla la chichimeca, que parece haber sido en otro tiempo el lenguaje común de toda Nueva-España antes de la venida de los mexicanos, como diremos más largamente en otra parte. Este idioma confunden algunos con el otomí, que es el que vulgarmente se habla hoy en los chichimecas cristianos de San Luis de la Paz; pero que no era este el antiguo y propio de la nación, lo convencen muchos argumentos que no son propios de este lugar. Todo el terreno de Michoacán está entrecortado de montes, no muy altos, excepto el volcán de Colima, a cuya falda nace el río Nagualapa. Los aires son muy puros y templados, y el clima tan apacible y sano, que van allí muchos a convalecer y a recobrar las fuerzas. Los naturales son de buena estatura, vigorosos, vivos de entendimiento, de grande espíritu y muy aplicados al trabajo. Abunda el país en muchas raíces medicinales, de que otros han hablado por extenso, singularmente Laet en su descripción general de la América. Hay grande diversidad de pájaros, de cuyas plumas se adornaban, según el uso general de todo el nuevo mundo. Lo particular de Michoacán era el arte de pintar con las plumas de diversos colores, con tanta gracia y propiedad, que han sido las imágenes admiradas en la Europa, y presentes dignos de la persona de nuestros reyes.

Los primeros pobladores de este bello país, es común opinión, fueron los mexicanos, que atraídos de la amenidad del sitio y comodidad de sus lagos, quisieron permanecer allí mientras otras de sus familias pasaban al Este, y que después corrompido el lenguaje y mudadas las costumbres, fueron sus mayores enemigos. En efecto, como dejamos notado, se ven hacia la costa del Sur muchas poblaciones que conservan aun sus nombres mexicanos, y en que se habla generalmente el mismo idioma. Ni sabemos que estribe esta opinión sobre otro fundamento; pero por lo que mira al centro de la provincia de Michoacán, no parece esto lo más natural. En lo interior de la tierra y al derredor de los grandes lagos, no se encuentran sino pueblos tarascos. Decir que este idioma es un dialecto del mexicano corrompido, no tiene alguna verosimilitud, porque siempre las lenguas originarias conservan mucha semejanza, cuando no en la pronunciación y terminaciones, a lo menos en las raíces con la matriz de donde descienden, como se ve en el portugués, respecto al castellano; en éste, en el francés e italiano, respecto al latino; en el inglés y holandés, respecto al alemán; en el siriaco, respecto del hebreo, y otros muchísimos, lo cual no se halla en las lenguas tarasca y mexicana. Antes sí es un grande argumento por el contrario, que la alteración del idioma nunca pudo ser tanta, que se inventaran nuevos elementos, y se añadieran nuevas letras a su alfabeto, como sería preciso confesar para sostener la pretendida corrupción, pues es una observación que se viene luego a los ojos, que los mexicanos carecen de la r, y usan mucho de ella los tarascos. Por estos y otros fundamentos sobre que hemos hablado más difusamente en otra parte, parece más natural discurrir que estos países fuesen poblados mucho antes de la venida de los mexicanos, que fueron, según hacen fe todas las antiguas historias, los últimos que vinieron a buscar establecimientos en lo que ahora llamamos Nueva-España: que estos a su pasaje se apoderaron de algunos parajes de la costa, sobre cuya conservación comenzaron las guerras con los tarascos, a quienes no podía dejar de dar celos la cercanía de una nación guerrera, cuya política, como en otro tiempo la de Roma, no tenía otro designio que el de engrandecerse sobre las ruinas de sus vecinos.

Sea de esto lo que fuere, ello es cierto que ninguna otra nación de estos reinos estaba en más bellas disposiciones para abrazar el Evangelio. Se conservaba entre ellos muy fresca con veneración la memoria de un antiguo sacerdote o sabio de su país, que ellos llamaban Surites. Este, muy al contrario de los demás sacerdotes de los ídolos, había procurado cultivar en sí mismo y en los suyos, aquellas máximas de honestidad y humanidad, que el autor de la naturaleza ha impreso con caracteres indelebles en el corazón del hombre. Todas las mañanas los juntaba y les repetía las mismas instrucciones, exhortándolos a que viviesen siempre atentos y cuidadosos para recibir unos nuevos sacerdotes y predicadores que les vendrían del Oriente, y les enseñarían a practicar de un modo más perfecto, cuanto él les predicaba. Dispuso que se celebrasen al año varias fiestas, dándoles en su lengua los mismos nombres con que las llama la Iglesia católica. Una intituló Perúnscuaro, que quiere decir Natividad; otra Zitacuaréncuaro, que significa Resurrección. Al pueblo en que vivió más constantemente, le quedó el nombre de Cromíscuaro; quiere decir, lugar de vigía o de atalaya; y una antigua tradición de aquellos naturales, afirma haber sido efectivamente aquel el lugar en que fue primeramente anunciada la ley de Jesucristo por boca de aquel varón apostólico fray Martín de Jesús, del orden de San Francisco. Cuando entraron los españoles reinaba en México, Tzintzunzan, corte de Michoacán Zintzicha, a quien los mexicanos, sea por elogio o por apodo, según las varias interpretaciones de los autores, llamaron Caltzontzin, y que bautizado después, se llamó don Antonio, México no podía caer sin envolver en su ruina muchas otras ciudades. En efecto, unas por dependientes, otras por temerosas, enviaron sus embajadores, y se sometieron al vencedor. Caltzontzin, o llevado de una maligna alegría de ver abatida aquella rival, que le causaba tanta inquietud, o lo que es más cierto, por no traer sobre sí las armas victoriosas de Cortés, a que más que otros estaba vecino, determinó enviarle embajadores que lo felicitasen de su victoria, y a dársele por uno de sus más fieles aliados. Cortés los recibió con benignidad, les dio para su rey algunas preciosidades de Europa, y despachó con ellos dos españoles que ratificasen la alianza, y agradeciesen de su parte a su Majestad una demostración de tanto honor. El traje de los europeos, su color, sus maneras, y la relación que le hicieron los enviados, encantó a este príncipe; de suerte, que pensó ir en persona a visitar al conquistador. Los grandes del reino no llevaron a bien tanto exceso de confianza, y resolvió enviar un hermano suyo con otros embajadores, y algunos regalos del país. Hernando Cortés, detuvo a estos segundos algunos días más cerca de sí, y para hacerles formar a aquellos bárbaros alguna idea de la grandeza y majestad del rey su amo, los paseó por las ruinas de aquella gran ciudad: hizo navegar en su presencia los bergantines, jugar la artillería, hacer el ejercicio a la tropa, y llenos de espanto y de respeto, los despachó, y con ellos a Cristóbal de Olid con 100 infantes, y 40 caballos para que poblasen en el país, y trajesen a aquel monarca a la obediencia del de Castilla.

                            En ninguna otra diócesis de la América hay tantos y tan grandes lugares de españoles. El maestre de campo Cristóbal de Olid dejó algunos de sus compañeros en Tzintzunzan, de que se fundaron después Pátzcuaro y Valladolid. La primera, por el primer obispo de Michoacán don Vasco de Quiroga, y la segunda por orden de don Antonio de Mendoza, primer virrey de Nueva-España algunos años después. La de Colima la fundó el año de 1522 Gonzalo de Sandoval, y un año después a Zacatula Juan Rodríguez Villafuerte. La de San Felipe la fundó don Luis de Velasco el viejo para baluarte a las continuas invasiones que hacían en el país los chichimecas. La Concepción de Zelaya la fundó con el mismo motivo don Martín Enríquez por los años de 1570. Don Luis de Velasco el joven en su primer gobierno acabó de sujetar aquella nación inquieta con la fundación de San Luis Potosí y San Luis de la Paz. Fuera de estas, son grandes villas la de San Miguel, la de Zamora y la de León, y ciudad de Guanajuato. Paulo III por los años de 1536, erigió el obispado, cuya primera residencia estuvo en Tzintzunzan, antigua capital del reino. El ilustrísimo señor don Vasco de Quiroga por los años de 1544, pasó la Catedral a Pátzcuaro, que él mismo había cuasi fundado con más de treinta mil indios, y algunos españoles. Este gran prelado había nacido en Madrigal, y venido a las Indias de oidor de la real audiencia de México por los años de 1530. Electo obispo de Michoacán siete años después, es inexplicable el celo con que se entregó al bien espiritual y temporal de sus ovejas. Dispuso que todos los oficios mecánicos estuviesen repartidos por los distintos pueblos, de suerte, que fuera de los destinados, en ninguno otro se profesaba aquel arte. En unos las fábricas de algodón, en otros las de pluma. Unos trabajaban en madera, otros en cobre, otros en plata y oro. La pintura, la escultura, la música para el servicio de los templos, todo tenía sus familias y poblaciones destinadas. Los hijos aprendían así el arte de sus padres, y lo perfeccionaban más cada día. La ociosidad no se conocía, ni el libertinaje, su fatal consecuencia. Todo el país estaba siempre en movimiento. Los pueblos se mantenían en la dependencia unos de otros. Esto fomentaba una caridad y un mutuo amor, y juntamente procuraba con el continuo comercio una abundancia grande de cuanto es necesario a la vida. ¡Qué no puede un gran talento, cuando desnudo de toda ambición e interés se dedica enteramente al bien y la sólida felicidad de sus hermanos! El santo obispo fuera de sus otras grandes limosnas, les procuraba y proveía de los instrumentos propios de sus oficios: les mandó traer buenos maestros; atendía él mismo a las fábricas de sus casas; corregía a los perezosos en su arte; animaba a los aplicados; finalmente, un hombre solo era la alma, y como el primer resorte de más de ciento treinta pueblos que en su caridad, en sus oraciones y en su sabia dirección, tenían puesto todo su amor y su confianza.

Inspiró a todo su rebaño un tierno afecto para con la Virgen Santísima. En cuasi todos los pueblos fundó hospitales dedicados a la misma Señora, en que cada semana entraban los sábados en la tarde una o dos familias, según el número de los enfermos a servir a la Reina del cielo en sus pobres. Antes de dedicarse a este oficio de tanta misericordia, se cantaba en la parroquia del pueblo la Salve, y salían de allí coronadas de guirnaldas de flores las personas que debían servir en el hospital aquellos ocho días. Iban por la calle, y entraban en él cantando las alabanzas de la gran Madre de Dios, que repetían en el mismo tono por las mañanas al levantarse. Lo más admirable y que no podía verse sin grande edificación, era la piadosa liberalidad con que dejaban a la casa, o todo, o la mayor parte de cuanto habían ganado en la semana, y la honestidad con que vivían aun los casados en aquellos días en que se creían como consagrados al culto de la reina de las vírgenes. Estableció en todas las parroquias determinado número de músicos y cantores para la decente celebración de los divinos misterios. Fundó para los hijos de españoles el Seminario de San Nicolás, que es incontestablemente el más antiguo de toda la América, bien que no ha fallado quien para sostener lo contrario haya pretendido borrarlo del número de los colegios seminarios. Solo rico en la misericordia supo hallar fondos para el fomento de todo su obispado, en lo que se negaba a sí mismo. Su palacio era una casa bastantemente estrecha. Su vestido interior no solo pobre; pero aun penitente. Su báculo, que se conservó mucho tiempo en nuestro colegio, de madera. Tal era el fundador de la santa iglesia catedral de Pátzcuaro, a cuyo ejemplo habían ya trabajado algunos años las religiones de San Francisco y San Agustín, cuando el venerable deán y cabildo sede vacante emprendieron fundar el colegio de la Compañía. Ofrecían aquellos señores 800 pesos en cada un año para alimentos; con más, 300 que había dejado de renta el señor don Vasco para un maestro de latinidad, y 100 para un predicador, de que quisieron se hiciese también cargo nuestra religión. Daban asimismo para iglesia de nuestro colegio, la que hasta entonces les había servido de Catedral, por haberse pasado el coro a una de las naves que estaba ya perfecta de la suntuosísima fábrica, que había emprendido el mismo venerable obispo. Para sitio de la fundación señalaron el que lo había sido del Cué, o Templo mayor de Pátzcuaro en tiempo de su gentilidad, junto con un grande bosque que había sido teatro de la alta contemplación y de las rigorosas penitencias del señor Vasco. Solo pusieron por gravamen (y no dejaba de serlo muy doloroso) que no habían de poner los jesuitas embarazo a la traslación del cuerpo de este santo prelado, si acaso llegaba a trasladarse a Valladolid la silla episcopal, como se había pretendido desde el tiempo del señor Morales.

El padre provincial pasó personalmente a Pátzcuaro, reconoció la comodidad y la importancia de fundar en aquel sitio, admitió la Iglesia, la casa, y los 800 pesos que habían querido ofrecerle. Respecto de los 400 para maestro de latinidad y predicador, respondió que no podían admitirse: que la Compañía tendría a grande honor servir a sus señorías en cátedra y púlpito; pero que siendo este uno de los ministerios esenciales de nuestro instituto, no podía recibir por ello estipendio ni limosna alguna: que por lo demás luego que llegase a México, enviaría sujetos que efectuaran la dicha fundación, la que desde entonces admitía en nombre del reverendo padre general, de quien tenía para este efecto singular comisión. El ilustre Cabildo agradeció al padre Pedro Sánchez la pena que había querido tomarse de ir en persona a tratar de aquel asunto, quedó muy edificado de la religiosidad y desinterés de la Compañía, y le suplicó que si no había en ello inconveniente alguno, se sirviese señalar por uno de los fundadores de aquella casa al padre Juan Curiel; añadiendo que su voz en esta parte era la de todo aquel pueblo, que no podía carecer sin dolor de un hombre, cuyos talentos, religiosidad y dulzura habían robado el corazón de todos los ciudadanos. Luego que llegó a México el padre provincial, señaló al padre Juan Curiel, por superior de la nueva residencia, al padre Juan Sánchez por rector del seminario: al hermano Pedro Rodríguez, recién llegado de España, para una clase de gramática; y para la escuela de niños y cuidado de lo temporal, al hermano Pedro Ruiz de Salvatierra uno de los que poco antes habían venido de la Habana. Fueron recibidos en Pátzcuaro con demostraciones de muy sincera alegría; sin embargo, en medio de la buena voluntad de aquellos ciudadanos, no quiso el Señor que se zanjasen los cimientos del nuevo colegio, sino en humildad y pobreza. No tenían más casa que unos aposentillos desacomodados, vecinos a la sacristía de la iglesia. No había con que comenzar el edificio, ni con que dar nueva forma a lo edificado, porque era menester que pasase el año para cobrarse la renta prometida. Muy breve con la muerte de un anciano prebendado, cayó sobre los padres el trabajo de predicar en la Catedral. Alternábanse los dos sacerdotes las mañanas de los días festivos, sin dejar por eso de predicar también en nuestra iglesia, donde eran muy floridos los concursos, y grande la frecuencia de Sacramentos. Añadíase el cuidado de dos clases de gramática y el servicio del hospital, a que eran frecuentemente llamados.

[Pretensión de colegio en Oaxaca] Apenas se había dado cumplimiento a la fundación del colegio de Pátzcuaro, cuando fue forzoso acudir a otro muy distante de la primera, y de no menor utilidad. Mientras el padre Pedro Sánchez estaba en Michoacán, vino a México D. Antonio Santa Cruz, canónigo de la santa iglesia catedral de Oaxaca, hombre activo y de quien había fiado varios importantes negocios aquel ilustre cabildo, bien inclinado, y por su mucho caudal en estado de ejecutar cuanto le sugería su ánimo piadoso. En el tiempo que le obligaron a detenerse en esta capital las comisiones de que venía encargado, observó cuidadosamente la conducía de los jesuitas. Pareciéronle hombres apostólicos, y cuyo establecimiento podría ser de mucha utilidad a su patria. Determinó declararse con el padre Diego López, rector del colegio y vice-provincial en ausencia del padre Pedro Sánchez, a quien se pasó luego la noticia. [Fundan en Oaxaca] Esta le hizo apresurar su vuelta de Pátzcuaro, y ofreciéndose el señor Santa Cruz, a fundar el colegio de Oaxaca, despachó en su compañía a los padres Diego López y Juan Rogel, para que reconociesen la tierra y determinasen lo más conveniente a la gloria del Señor y servicio del público. Fueron recibidos en la ciudad los padres con grande acompañamiento y concurso de lo más florido de ella, que sin noticia suya les había prevenido su ilustre conductor. No solo era esto motivo la mortificación a la modestia y religiosidad de nuestros misioneros, sino también de un interior desconsuelo, sabiendo bien que no es este el modo con que suele recibir el mundo a los predicadores de la verdad, y que el abatimiento, la contradicción y la pobreza, son la librea del Redentor, y el carácter de sus verdaderos discípulos. Pasaron inmediatamente a dar la obediencia al ilustrísimo y reverendísimo señor don fray Bernardo de Alburquerque, obispo de aquella ciudad, del orden de predicadores, hijo, y uno de los más celosos operarios de indios que había tenido aquella religiosa provincia, varón de una sencillez evangélica y de muy sanas intenciones. El canónigo Santa Cruz los hospedó en su misma casa, desde donde procuraron luego informarse del afecto e intenciones de los republicanos, y del fruto que podían hacer en la ciudad, y se resolvió el padre Diego López a admitir en nombre del padre provincial aquella fundación. Comenzaron de allí a poco con las previas licencias, que gustosamente les había concedido el Ilustrísimo, a ejercitar los ministerios. Confesaban y predicaban en la Catedral, no teniendo aun propia iglesia, ni habiendo otra en que poderlo hacer.

[Contradicción con el motivo de las cannas] Los padres Diego López y Juan Rogel, eran sujetos de mérito y doctrina muy relevante, y muy acostumbrados al manejo de estas armas espirituales. Eran grandes los concursos, y a su proporción el fruto en los oyentes. Tanta estimación acabó de inclinar el ánimo piadoso de don Antonio Santa Cruz. Hizo donación a la Compañía de unas casas muy acomodadas, adjuntos unos grandes solares, que ofrecían un sitio muy apropósito para la fábrica de iglesia y colegio. Muchos ricos ciudadanos comenzaron a hacernos gruesas limosnas, ofreciendo cuidar con sus caudales en todas las necesidades de la casa. [Persecución de los jesuitas en Oaxaca] Esta bonanza y felicidad no podía dejar de prorrumpir en una borrasca espantosa. Por desgracia, el sitio y casa que había dado el señor Santa Cruz caía dentro de las cannas de uno de los conventos de la ciudad. Los religiosos de aquel orden no tenían alguna obligación de saber las particularidades del instituto de la Compañía, ni los privilegios especiales con que habían querido honrarla los Soberanos Pontífices, siendo una religión recién venida a la América y aun al mundo. La justa defensa de sus privilegios les hizo recurrir al señor obispo. Se mandó reconocer el terreno, y efectivamente se halló comprendido el sitio en las ciento y cuarenta cannas privilegiadas. El Ilustrísimo llevado de la justicia de la causa que le parecía incontestable, se opuso abiertamente al establecimiento de la Compañía. Les negó el púlpito de su catedral. Cada día más agrio, viendo que alegaban sus privilegios, les suspendió las licencias de predicar y confesar en toda su diócesis. Los fijó por públicos excomulgados, y prohibió bajo censuras y penas pecuniarias, que nadie los tratase ni ayudase con su persona o bienes al asunto de la fundación. El canónigo Santa Cruz, más propio por su buen corazón para emprender obras de piedad, que para sostenerlas con entereza, se mostró arrepentido de la donación que había hecho, temiendo al señor obispo, cuya indignación creyó le podía traer muy tristes consecuencias. Aunque la donación se había celebrado con todas las formalidades, y se le podía obligar en justicia a su cumplimiento; sin embargo, no juzgó el padre López que podía ser de mucho provecho un hombre de este carácter. Cedió todo el derecho adquirido, y fió enteramente de la Divina Providencia. La ciudad estaba toda dividida en facciones, y la inconstancia de don Antonio no hizo sino acrecentar el partido de los que nos miraban con amor. Muchos secretamente por evitar el escándalo del pueblo, visitaban y socorrían frecuentemente a los padres.

[Conducta edificativa de los padres y su recurso] En medio de esta horrible tempestad fue un espectáculo de mucha edificación; primero, el silencio, después la moderación y mansedumbre en las defensas, más admirable aun que el silencio mismo. Se había procurado por todos los caminos que dictaba la prudencia y la caridad, que la voz de la verdad llegase hasta los oídos del celoso pastor; pero se hallaban cerrados todos los conductos. Entre tanto, se divulgó falsamente por la ciudad que los padres iban a ser violentamente arrojados de su casa y aun de todo el obispado. A esta voz se conmovió todo el afecto de nuestros partidarios. Se quitaron resueltamente la máscara, tomaron las armas, y hubo algunos que pasaron la noche en las vecindades de nuestra casa. El noble ayuntamiento de la ciudad se declaró desde aquel día enteramente a nuestro favor. El padre Diego López, viendo que con los medicamentos suaves se encanceraba más la llaga, y que todo caminaba ya a un rompimiento escandaloso, tomó la resolución de partir a México, y presentarse por vía de fuerza al señor virrey como vice-patrono de toda Nueva-España, al señor arzobispo y real audiencia. Estos señores, que en caso semejante acontecido en México, se habían informado del instituto y privilegios de la Compañía, dieron una sentencia muy favorable y pronta. La real audiencia pronunció que hacía fuerza el Ilustrísimo. El señor arzobispo como juez de apelación revocó la sentencia, alzó la excomunión y restituyó a los padres el libre ejercicio de sus ministerios. El excelentísimo señor don Martín Enríquez mandó a las justicias de Oaxaca asistiesen a la Compañía y la mantuviesen en la posesión de aquel sitio. Mucho ayudó al feliz éxito de esta importante negociación el grande afecto de todo el cabildo secular de Oaxaca, y la actividad de don Francisco de Álvarez, uno de sus miembros, encargado de aquel ilustre cuerpo de defender en los tribunales de México, en nombre de la ciudad nuestra causa. Esta sentencia y órdenes se remitieron a Oaxaca con muchas cartas, en que los mismos jueces y otras personas de respeto, encargaban a su Ilustrísima que mudase de conducta con los jesuitas, a quienes preocupado de siniestros informes, no había tenido lugar de conocer; que el tiempo le mostraría cuán fieles coadjutores le eran en el oficio pastoral. Cuando estas cartas llegaron ya las cosas habían tomado otro semblante. Había llamado el señor obispo al padre Juan Rogel, hombre dotado de extraordinaria apacibilidad y dulzura, y a quien el haber sido compañero de aquellos ilustres jesuitas que habían muerto en la Florida a manos de los bárbaros, y partido con ellos las apostólicas fatigas, lo conciliaron la veneración y el respeto de cuantos le trataban. Le mostró este la bula del señor Pío IV. Diole la razón en que se fundaba de poder tener bienes raíces los colegios de la Compañía, y estarle absolutamente prohibido por su instituto recibir estipendio por alguno de sus ministerios. Que esta misma razón había bastado en Zaragoza, en Palencia, y últimamente en México para sufocar desde sus principios toda semilla de discordia, y habría bastado también en Oaxaca si se hubiera querido dar nidos a sus proposiciones de paz. Sobre todo, Señor, (añadió) para que vuestra señoría ilustrísima vea que la Compañía ha recurrido a tribunal superior, no con espíritu de contradicción a los sentimientos de vuestra señoría ilustrísima, sino por la defensa de sus privilegios apostólicos y restitución de su honor ultrajado; conviene que vuestra ilustrísima no ignore como tenemos ya renunciado el sitio que nos había dado don Antonio Santa Cruz, queriendo antes perder el derecho que nos daba una donación por su naturaleza irrevocable, y que hacía todo el fondo de nuestra subsistencia en Oaxaca, que el que padeciese porque lo era nuestro insigne bienhechor, o se incomodase alguna de las sacratísimas religiones.

Este discurso hizo todo el efecto que se podía desear en el ánimo recto y sincero del señor Alburquerque. Vuelto de sus preocupaciones, reconoció la justicia de los padres, su desinterés y su humildad. Les agradeció la cesión que habían hecho del sitio que hasta entonces verosímilmente ignoraba. Alzó luego la excomunión y dio franca licencia para el ejercicio de los ministerios. No contento con esto quiso dar aun pruebas más claras de su sincera reconciliación, y ejemplo a sus ovejas del aprecio que debían hacer de la Compañía. Escribió al padre provincial Pedro Sánchez para que volviese a Oaxaca el padre Diego López, y que enviase con él algunos otros padres, para cuya morada dio unas casas en mejor sitio, y más acomodadas que las que habían dado ocasión a aquel disturbio. Todo el tiempo de su vida se valió de los jesuitas para cuantos arduos negocios se ofrecieron a su mitra, y finalmente, en manos de nuestros operarios, de quienes quiso ser singularmente asistido en su última enfermedad, entregó su alma al Criador en 23 de julio de 1579. Los religiosos, desengañados y persuadidos a ejemplo del seño obispo, quedaron después, y han sido siempre los que más se han empeñado en favorecernos. Los republicanos que hasta allí nos habían socorrido, lo hicieron con mayor esmero y liberalidad en lo sucesivo. Distinguiéronse mucho don Francisco Alavez, don Julián Ramírez y don Juan Luis Martínez, deán de la santa iglesia catedral. Este último que sobrevivió muy poco a nuestro establecimiento en Oaxaca, dejó al colegio trescientos pesos de renta en cada un año, y que del remanente de sus bienes se fundase a cargo de la Compañía un colegio seminario con la advocación de San Juan; y caso que no tuviese efecto se distribuyese en obras pías, según la voluntad de los albaceas. Fundose el seminario, y fue su primer rector el padre Juan Rogel. Con estos fondos y algunas otras limosnas, el padre Pedro Díaz, que por enfermedad del padre Diego López había sucedido en el gobierno de la nueva fundación, comenzó la fábrica bastantemente capaz y cómoda, y quedó en pacífica posesión la Compañía a fines de aquella primavera.

[Bula del señor Gregorio XIII] Este éxito tuvieron las contradicciones de la Compañía de Jesús en Oaxaca, glorioso por la favorable sentencia obtenida en los tribunales más respetables de toda Nueva España; más por el reconocimiento y honorífica recompensa del mismo prelado don Bernardo de Alburquerque, por la tranquilidad y honras que le siguieron con el aplauso y benevolencia de toda aquella nobilísima ciudad, e incomparablemente más, por haber merecido la atención de la cabeza de la Iglesia, el Santo Pedro Gregorio XIII, en la bula que fue expedida con ocasión de esta fundación, y comienza Salvatoris Domini, honrosa a la Compañía y a esta religiosísima provincia.

Se mandó asimismo de la curia pontificia una citatoria al señor obispo de Oaxaca, para que dentro de dos años hubiese de parecer personalmente en Roma a dar razón de su conducta. El original se conserva aun en el archivo de aquel colegio; pero estando ya el Ilustrísimo no solo desimpresionado, sino hecho aun insigne bienhechor de aquella casa, no pareció notificarla y volver a atizar el fuego apagado.

[Descripción de la ciudad de Oaxaca] Con tan sensible protección del cielo, comenzaron los dos padres a trabajar con grandes concursos, fruto y aplauso de toda aquella gente. La ciudad sola ofrece un campo dilatado. Es grande y poblada de muchos españoles. Los indios son los más vivos, cultos y ladinos de toda Nueva-España. El temple, aunque cálido, es muy sano, muy bellas aguas y mucha fertilidad del terreno. A la ciudad dieron sus fundadores el nombre de Antequera, por no sé qué pretendida semejanza con la de España. Le concedió Carlos V el título de ciudad por los años de 1532. Cuando entraron en ella los primeros jesuitas, no había sino muy pocos templos; en el día cuenta dos conventos de Santo Domingo, uno de recoletos de San Francisco, de San Agustín, de la Merced, de San Juan de Dios, del Carmen, de Belén, Oratorio de San Felipe Neri, cuatro conventos de monjas, un colegio de niñas, dos seminarios, fundaciones de los ilustrísimos señores don fray Bartolomé de Ledesma y don Nicolás del Puerto, dos hospitales, y como otras nueve o diez iglesias de diversas advocaciones. La iglesia del convento de Santo Domingo es la mejor fábrica de toda Oaxaca. Tomás Gage hace montar su tesoro a tres millones. La Soledad es muy bello templo y un santuario de mucha veneración. El plan de la ciudad es muy hermoso, sus calles bastantemente anchas y tiradas a cordel. Tiene al Poniente el marquesado o valle de Oaxaca, de donde toma el nombre común la ciudad, y sobre que dio Carlos V a Hernando Cortés el título de marqués del Valle, año de 1525. Al Oriente el valle de Tlacolula, al Norte el monte San Felipe, y al Sur el valle de Zimatlán. No lejos está el pueblo de Xalatlaco, de indios mexicanos, de que cuidó algún tiempo la Compañía, hasta que por justos respetos se descargó de su cuidado. La Catedral la comenzó don Sebastián Ramírez de Fuenleal, gobernador y presidente de la real audiencia de México. Se erigió en silla episcopal por nuestro Santísimo Papa Paulo III en 21 de junio de 1535, bajo el título de la Asunción de nuestra Señora. Fue el primer obispo don Juan López de Zárate, por muerte de don Francisco Jiménez que no llegó a consagrarse. Ha tenido esta Catedral más obispos americanos que ninguna otra iglesia de Nueva-España. El ilustrísimo señor don Juan de Cervantes por los años de 1609 trasladó a ella del puerto de Aguatulco la Santa Cruz que allí se venera en una hermosa capilla.

El obispado alcanza del Seno mexicano al mar del Sur, y confina con el de Chiapa y de los Ángeles. Del uno al otro mar corre como ciento veinte leguas, cincuenta o poco más por la costa del Golfo y como ciento por la del mar Pacífico, desde los Mosquitos hasta la embocadura del río Tlacomama y montes de Ixquiteque. Dos grandes ríos, entre otros muchos menores atraviesan cuasi todo su territorio, y entrambos corren de Sureste a Nordeste a desembocar en el Seno mexicano, de Alvarado y Goazacoalco. En estas dos poblaciones se han fabricado tal vez muy buenos y fuertes barcos en los años pasados. Enriquecen a estas provincias el cacao, el añil, el algodón, la miel, cera, seda, y sobre todo la grana o cochinilla, que cultivan solos los indios por privilegio que han obtenido de nuestros reyes católicos. Las principales poblaciones de españoles son San Ildefonso, que llaman de los Zapotecas, como veinte leguas al Este Nordeste de Antequera sobre el río de Alvarado, y hasta allí se conducen desde la costa de Tacotalpa, río arriba los efectos de la Europa. La fundó Alonso de Estrada. Santiago de Nexapa dista de Oaxaca como veintidós leguas al Este, sobre un río del mismo nombre que desagua en el de Alvarado. La villa del Espíritu Santo, fundada por Gonzalo de Sandoval el año de 1522 sobre el río de Goazacoalco en la costa del Seno mexicano, y cuasi en los confines de Tabasco, dista como noventa leguas de Antequera. El río de Goazacoalco nace cerca de la costa del mar Pacífico, al pie de una alta serranía que de Sur a Norte, corta todo el obispado, y acaba en el Promontorio o Sierra de San Martín, tan conocida de cuantos navegan las costas de Nueva-España. Fuera de estas grandes poblaciones la de Tehuautepeque, puerto del mar del Sur, como a cincuenta leguas de la capital, cuasi en los confines de la provincia de Socunusco, a los 15 grados y algunos minutos de latitud septentrional. El puerto de Aguatulco a la misma costa, a los 16 grados cortos de latitud. Mantienen estos dos puertos comercio con el Perú. El de Aguatulco fue saqueado por el inglés Francisco Drake, según se cree, en aquel viaje en que dio vuelta a toda la tierra, atravesando por el famoso estrecho de Magallanes. Conforme a esta tradición, y la relación de viajes que tenemos de este célebre náutico, debió ser por los años de 1578, gobernando aun el señor don fray Bernardo de Alburquerque, pues sabemos que emprendió su viaje a la mitad del año de 1577.

[Santa Cruz de Aguatulco] Algunos le atribuyen segunda invasión en el puerto de Aguatulco por los años de 1586. Dicen haber hallado el lugar desocupado que los habitadores habían huido y asegurado en los montes sus familias y sus bienes. Desfogó su cólera en las pobres casas, e intentó quemar una Santa Cruz que desde tiempo inmemorial se conservaba en aquel sitio, que se hizo después cementerio de una iglesia. La acción nada desdice de la religión y el carácter de los más celosos luteranos. Refieren algunos que estuvo tres días haciendo diferentes tentativas para reducirla a cenizas, o hacerla inútiles pedazos. Vueltos de su fuga los moradores después que se hizo a la vela, hallaron sin lesión alguna la Santa Cruz en medio de otros muchos leños que había consumido el fuego. Se procuró autorizar en las mejores formas el suceso, y creció la veneración tanto, que desde fines de algunos años hubo de trasladarse, como dijimos, a la Catedral, en que se le hace anualmente una solemne fiesta el día 14 de setiembre. No carece de fundamento discurrir que fuese el autor de este atentado el famoso Tomás Candich célebre pirata de los mares de la América. De él concuerdan todos los autores y relaciones de viajes, que fue el tercero que dio vuelta al mundo por el estrecho de Magallanes, que asaltó, saqueó y quemó el pueblo e iglesia de Aguatulco el año de 1586. Esto hemos dicho, sin embargo de la común opinión que atribuye tan negra acción a Francisco Drake. Uno y otro era muy a propósito para insultar a la verdadera religión; la tradición del prodigio queda en su vigor. El vulgo pudo confundir groseramente los nombres o creer que era el mismo pirata que allí había estado ocho años antes. Nadie les envidiará la preferencia; pero por el segundo está más clara la cronología. La cruz se dice ser de una madera muy pesada y diferente de todas las de aquella provincia. Es constante y piadosa tradición haberla encontrado los primeros españoles colocada en las playas de Aguatulco, aunque se ignora desde cuando. Esto ha dado lugar a discurrir que alguno de los apóstoles o de sus inmediatos discípulos, hubiese predicado aquí el Evangelio en los primeros siglos del cristianismo, y con más verosimilitud cae la conjetura sobre el apóstol Santo Tomás. En las historias de la Isla española, del Paraguay, de Yucatán, del Cusco y del nuevo reino de Granada, hallamos no poco fundamento para discurrir que haya predicado este grande apóstol en nuestra América. Allégase lo que escribimos del Surita o sacerdote de Michoacán, y de las fiestas que desde la antigüedad celebraban. Por lo que mira a Aguatulco hay argumento aun más poderoso. Los indios, preguntados, respondieron que en tiempos pasados un extranjero de color blanco y barba venerable la había colocado en su costa, y que su nombre se conservaba aun en la provincia de los Chontales. Efectivamente, según escribe fray Gregorio García, encontraron después de algunos años los religiosos del orden de predicadores, que entraron predicando el Evangelio hacia aquellas partes, que un pueblo de ellos tenía aun el nombre del Santo apóstol.

[Fundación de Oaxaca] Se fundó esta ciudad, según Gil González, por los años de 1622, y parece haber sido la ocasión y principio, el viaje que hicieron los españoles bajo la conducta del capitán don Pedro de Alvarado a la conquista de los reinos de Guatemala. Se tienen por unos de los primeros pobladores Juan Núñez Sedeño y Hernando de Badajoz. No sabemos que costase mucha sangre a los españoles su establecimiento en este país, ni que algún rey o potencia allí dominante les defendiese la entrada. Solo sabemos, que visitando después de algunos años su obispado el ilustrísimo señor don fray Bernardo de Alburquerque, lo visitó con grande acompañamiento y majestad una señora que se decía y era venerada de los naturales como reina o princesa de la sangre de los antiguos reyes Zapotecas. Esto escribe el reverendo padre fray Francisco de Burgos: y lo que no se puede dudar es, que era una nación de las más opulentas y pulidas de toda Nueva-España. Se fundó Antequera en el valle de Oaxaca, de cuyo nombre es comúnmente conocida en la América, y habiendo después el emperador Carlos V premiado los grandes servicios de Hernando Cortés con el título de marqués del Valle, en que quedaba comprendida esta nobilísima ciudad, los vecinos que eran aquellos mismos compañeros que le habían ayudado a la conquista de tan vastas regiones, rehusaron rendirle vasallaje. Cortés, cuán celoso de extender los dominios de la religión y de la corona, tan moderado y prudente en sus particulares intereses, no envidió a sus capitanes la arte que habían tenido en sus acciones inmortales. Cedió el derecho que le parecía tener sobre la ciudad, cesó en la construcción de un gran palacio que había comenzado a edificar como en la capital de su señorío y el rey católico no menos prendado de su bondad que lo había sido de su valor, le recompensó aquel terreno con los tributos de otras cuatro villas. Hay no pocos indicios de haber muchas minas de oro y plata en todo este obispado; pero los indios las han siempre ocultado, a lo que se cree, temerosos de lo que con ocasión de este tesoro saben haber acontecido a muchos otros pueblos de la América. Los temblores de tierra son aquí muy frecuentes, por lo cual nunca son muy elevados sus edificios. Se dice que eran más continuos y más fuertes antes de haber jurado la ciudad por su patrón a San Marcial obispo cuyo día es de precepto y se celebra con la mayor solemnidad. Se cuentan en toda la extensión de esta diócesis poco más de trescientos y cincuenta pueblos.

[Fábrica del colegio de México] Todo este campo se abría al celo de los padres Juan Rogel y Pedro Díaz, en cuyo lugar se había encomendado al padre Alonso Camargo el cuidado de los novicios en el colegio de México. Los viajes del padre provincial a Zacatecas y a Pátzcuaro, no le habían dado lugar a la ejecución de la fábrica que tenía proyectada del primer colegio de la provincia. Con la cantera que había dado el señor virrey, con la hacienda de Jesús del Monte de Llorente López, de donde podía sacarse todo el maderaje con un horno de cal a dos leguas de México, de que este mismo año hizo donación Melchor de Chaves, y con las limosnas, que aunque con mucho arte y recato, no dejaba de hacer cuantiosas don Alonso de Villaseca, emprendió el padre Pedro Sánchez la fábrica, que hasta hoy persevera, del colegio máximo de San Pedro y San Pablo, la más suntuosa y capaz que hubo por entonces en México. Se delinearon en cuatrocientas y cuarenta varas de circunferencia, y ciento y diez de travesía cuatro patios. En el primero y principal se pesa al Sur el general de teología, al Oriente las clases de filosofía, al Norte el refectorio, y al Oeste varias piezas de portería y bodegas. Arriba sus tránsitos y aposentos correspondientes, menos por el lado del Norte que ocupa una hermosa y bien poblada librería. En el segundo patio se colocaron al Este las clases de gramática, al Sur el general para las funciones literarias y la clase de retórica, al Norte algunas piezas para los mozos y surtimiento de las haciendas, y arriba sus respectivos tránsitos con aposentos de uno y otro lado, menos al lado del Norte que lo ocupa una grande y hermosa capilla de nuestro padre San Ignacio. Los otros dos patios los parten por arriba aposentos, y por abajo las demás piezas necesarias de sacristía, despensa, procuraduría, etc. Para iglesia se destinó el lado del Poniente de todo el cuadro donde la fabricó después el señor Villaseca, y se concluyó por los años de 1603, como en su lugar veremos. Ínterin que así crecía la fábrica material de la casa, crecían aun más los domésticos oficios de literatura y de piedad. Los dos maestros de latinidad se habían dado tanta prisa, ayudados de los excelentes talentos de este país, nacidos para las bellas letras, que en poco tiempo pareció necesario establecer nuevas clases. Se destinó para maestro de retórica al padre Vicencio Lanuchi, siciliano de nación, que a fines del año antecedente había venido a la América, y muy pulido en las letras humanas. Recitáronse varias piezas de sus ventajosos discípulos en presencia del señor virrey, que siempre procuró mostrar cuanto aprecio debe hacer de la educación de la juventud un príncipe y un padre de la república.

[Misión a Zacatecas y caso raro y ejemplar] Ni se olvidó el padre Pedro Sánchez entre tantas ocupaciones de la palabra que había dado a Zacatecas, bien instruido del ascendiente que se había adquirido sobre aquellos ánimos la energía y piedad del padre Hernando de la Concha, a quien desde la cuaresma del año antecedente, no se le daba otro nombre que el de santo, y el de apóstol de Zacatecas en ocasión en que tuvo bastante que trabajar su celo apostólico. Pocos días antes de su llegada, una de las personas de más caudal, le envió a predicar también este año. Con la opinión que se tenía de su virtud y el singular talento de la palabra, de que le había dotado el cielo, no predicaba vez que no ganase a Dios muchas almas. Llegó a Zacatecas en ocasión en que tuvo bastante que trabajar su celo apostólico. Pocos días antes de su llegada, una de las personas de más caudal y de más lustre en la ciudad, había recibido una pública afrenta, de que pedía en justicia la más rigorosa satisfacción. El agresor era hombre de igual carácter. Todo el vecindario estaba dividido en facciones. Había venido de la audiencia real de Guadalajara un oidor encargado de hacer justicia, y todo ardía en averiguaciones, en deposiciones y en odios. El padre había procurado por muchos modos sosegar los ánimos; pero había sido todo en vano, aunque uno y otro se habían mostrado siempre muy afectos a la Compañía y a su persona. Llegábase el fin de la cuaresma, y sentía vivamente el siervo de Dios haber de partirse de aquella su amada ciudad, dejándola en presa a la disolución y al escándalo. Recurrió instantemente al Señor, dobló sus austeridades en aquella semana santa, para que añadiese un nuevo espíritu y gracia a sus palabras. Con tan bellas disposiciones subió el viernes santo a predicar la Pasión del Salvador. Pintó con viveza aquella tempestad de oprobios y de afrentas, en que moría sumergido el Hijo de Dios, aquellas entrañas de dulzura y de caridad con que pidió a su Eterno Padre el perdón de sus enemigos. Lloraba el predicador, lloraba el auditorio. La persona ofendida que se hallaba presente, luchó por algún tiempo con los interiores movimientos de su corazón y repetidos golpes de la gracia, hasta que vencida de un ejemplo tan heroico, se levantó del lugar distinguido que ocupaba, y en alta voz concedió al agresor en pública forma perdón de la ofensa: desistió solemnemente de la acción que contra él había intentado, y con tanta edificación y consuelo del pueblo, cuanto había sido su escándalo, se compuso todo con tranquilidad, y el padre dio con notable sentimiento de todos la vuelta a México.

[Peste en México, año de 1575] Se necesitaba aquí de un hombre del carácter del padre Concha para lo mucho que había en que trabajar. En la primavera de este año de 1575 encendió en toda la ciudad una epidemia, cuyos tristes efectos experimentó muy breve toda Nueva-España. Los indios fueron la principal, o por mejor decir, la única víctima de esta espada del Señor. El padre Juan Sánchez, testigo de vista, y uno de los que con más actividad trabajaron en ella, asegura haberse por un cómputo muy prudente averiguado, que murieron más de las dos tercias partes de los naturales de la América. No bastando para sepulcros las iglesias, se hacían grandes fosas, y se bendecían los campos enteros para estos piadosos oficios. Se cerraban las casas, se destruían los pueblos cercanos por la falta de habitadores. En muchas partes postrados todos al contagio, nadie había que procurase a los enfermos la medicina y el alimento; y la sed, la hambre y la inclemencia, acababan lo que había comenzado la enfermedad. Quedaban los cadáveres en los campos, en las plazas, en los cementerios, y muchas veces faltando por muerte de todos los de la casa quien diese aviso a los párrocos, quedaban en sus mismas chozas, hasta que la caridad llevaba allá algunos piadosos, o el mal olor avisaba a los vecinos. Iban a visitarlos en sus casillas, y no se podían contener las lágrimas al ver la miseria e infelicidad de aquellas gentes sin asistencia y sin abrigo. Encontrábanse muchas veces los párvulos a los pechos de sus madres muertas, unos agonizando, y otros bebiendo ansiosamente la muerte en aquel humor corrompido. Venían funestas noticias a los señores arzobispo y virrey y demás magistrados, de los grandes estragos que en todos los contornos hacia la enfermedad, de la suma necesidad y desamparo de los vecinos. El virrey tomó luego las más prudentes y piadosas providencias. Dio por su mano muchas y gruesas limosnas, y más por las de muchos religiosos que podían informarse mejor de las necesidades de los indios. Se erigieron a su costa, y de muchos otros piadosos, nuevos hospitales, donde con grande liberalidad se les proveía de todo. El ilustrísimo señor don Pedro Moya de Contreras contribuyó igualmente en lo temporal y espiritual al alivio de los enfermos. Visitaba por sí mismo algunos de los hospitales. Dio licencia a los regulares para que pudiesen administrar el Santo Viático y la Extrema Unción, siendo muchos los que morían sin este celestial socorro, por la escasez de los ministros. Los jesuitas se repartieron por los diversos cuarteles de la ciudad.

De nuestra casa se llevaba a muchos el alimento. Salían los padres por las calles ayudados de los sirvientes del colegio, llevando las ollas, los platos y toallas. Entraban a las casas sin algún temor del contagio; repartían la vianda a los que tenían algún aliento; a los más era forzoso dárselas por su mano. Administraban la Eucaristía y Extrema Unción; sacaban de las casas los cadáveres, y les procuraban sepultura, no pudiendo aun ayudarlos de otra suerte por la ignorancia de su idioma. Solo pudieron aplicarse a oír confesiones has padres Bartolomé Saldaña, Juan de Tovar y Alonso Fernández, los tres primeros que se habían recibido en la provincia. El hermano Antonio del Rincón, cuanto le permitía su estado ayudaba a los moribundos, consolaba a los enfermos, y servia de intérprete para las necesidades que se ofrecían, y que ellos no podían expresar. Se señaló mucho entre los demás la caridad del padre Hernando de la Concha. Le cupo en suerte el barrio de Santiago Tlaltelulco, el más poblado de indios que había entonces en la ciudad. Eligió unas grandes casas para hospital, donde él mismo y sus compañeros conducían los enfermos. Su industriosa caridad les proveía de camas, de médicos, de botica y de enfermeros, de quienes él era el principal. Asistía con el médico a la visita, escribía los medicamentos y las horas; lo ejecutaba todo con una extrema puntualidad, y daba cuenta al otro día de cada uno de sus enfermos, como la madre más cuidadosa. El poco tiempo que le permitía esta piadosa y continua ocupación, daba vuelta a caballo por la ciudad para recoger limosnas, que todos le daban muy gustosamente para un destino tan piadoso. El señor virrey fuera de las grandes sumas de plata que le dio en diversas ocasiones, le mandó abrir su repostería y llevar las cajas de exquisitos dulces, y todo cuanto necesitase en este género para el regalo de sus pobres. Suplicó luego al padre provincial mandase algunos padres a Tacuba y otros lugares comarcanos, donde era más grande la necesidad por el mayor número de los indios, y mucho menor de los ministros. Repartiéronse algunos jesuitas con mucha prontitud y alegría por todos aquellos pueblos. Era un espectáculo de mucho dolor ver aquellas pobres gentes salir de sus casas huyendo de la muerte y encontrarla en los caminos, donde los hallaban a cada paso yertos, o ya acabando de la debilidad. Los padres Lenguas corrían incansablemente de choza en choza, con grande edificación de cuantos los habían conocido antes de entrar en la Compañía, que no cesaban de admirar tanto celo, con tanto abatimiento y pobreza. Los demás acudían al alivio de la salud corporal y administración de aquellos Sacramentos, que no pedían inteligencia del idioma. Veíanlos muchas veces llevar a las casas que servían de hospital, a los que caían en las calles, y sacar de sus chozas los cuerpos muertos a darles sepultura. Este utilísimo trabajo ocupó cuasi todo el año de 75, y una gran parte del siguiente.

[Estudios mayores] Mientras que repartidos por los barrios de la ciudad y pueblos vecinos así trabajaban nuestros operarios, los maestros promovían con el mayor ardor y lucimiento los estudios de gramática y retórica. Los niños de 12 y 14 años componían y recibían era público piezas latinas de muy bello gusto en prosa y verso con grande admiración y consuelo de los oyentes, que confirmaban más cada día la común opinión de que amanece y madura más temprano la razón a los ingenios de la América. Con motivo de una juventud tan aventajada, pareció forzoso abrir los estudios mayores antes de lo que se había pensado. Destinose para el primer curso de filosofía el padre Pedro López de Parra, que lo comenzó efectivamente el 19 de octubre de aquel mismo año de 575.

[Año de 1576] Acabó el año y comenzó el de 76, haciéndose sentir cada día más pesada la mano del Señor sobre los pobres indios. Entretanto, se hacían en todas las iglesias fervorosas oraciones a su Majestad para que cesase el azote de su justicia. Se oían por todas partes las rogativas y plegarias. Se hicieron por disposición de los señores arzobispo y virrey varias procesiones, y algunas de sangre; se mandaban decir muchas misas; se hacían grandes promesas; todo fomentaba la piedad, y se dirigía a implorar por medio de María Santísima y de los santos la misericordia del Señor. Finalmente, se dispuso traer del Santuario de los Remedios la estatua de Nuestra Señora, que bajo este título se venera tres leguas al Oeste de la ciudad. Una antigua tradición lleva haber sido hallada por un indio llamado Juan esta Santa Imagen, veinte años después de la conquista de México, y diez de la milagrosa Aparición de Nuestra Señora de Guadalupe. Verosímilmente en aquella noche, en que oprimidos de la multitud los españoles, se vieron precisados a salir fugitivos de México, y hacer asiento en aquellas alturas, algún soldado la ocultó entre la maleza, donde se le fabricó después un suntuoso y riquísimo templo. El recurso que siempre se ha experimentado muy [...] Soberana Imagen, le ha hecho dar el nombre de los Remedios. En la ocasión de que vamos hablando, se manifestó muy bien cuán justamente le ha dado la devoción este título. Vino la Señora acompañada del Señor don Martín Enríquez, real audiencia, ayuntamiento y lo más lucido de la ciudad; del ilustrísimo señor arzobispo, cabildo eclesiástico, clero y religiones, con hachas en las manos por todas aquellas tres leguas hasta la Catedral, donde por nueve días se le cantaron misas con la mayor solemnidad; se le hicieron muchas y cuantiosas oblaciones con la experiencia de haberse luego comenzado a disminuir, y a poco tiempo enteramente apagado la fuerza del mal.

[Peste en Michoacán] Este no se había contenido precisamente en los límites del arzobispado de México. Puebla y Michoacán entraron a la parte de esta fatalidad. En Michoacán, puede decirse, fue donde hizo menos estrago por la providencia de los hospitales, que como vimos, había fundado en cuasi todos los pueblos de su jurisdicción don Vasco de Quiroga. Con la cuidadosa asistencia de las familias que se alternaban cada semana, y ayuda de los padres que se hacía sin notable incomodidad por estar muy cercano al colegio el hospital de Pátzcuaro, sanaron muchos y se preservaron muchos más. Del número de los nuestros fue don Pedro Caltzontzin, nieto del último rey de Michoacán. Este, admirado de la constancia y fervor de los padres, singularmente del padre Juan Curiel, se arrojó a sus pies pidiendo ser admitido en el colegio a servir, como decía, todo el resto de su vida a unos hombres a quien tanto debía su nación. La perseverancia en estos ruegos a pesar de las modestas repulsas del padre rector, mostraron, bien que era una vocación particular del cielo. Fue admitido: suplía el oficio de maestro de escuela, cuando la obediencia empleaba en otros ministerios al hermano Pedro Ruiz, y dentro de pocos meses, tocado del contagio, lleno de una extraordinaria alegría, de paz y tranquilidad, recibido con asistencia de nuestra comunidad los Sacramentos, murió víctima de la caridad en servicio de sus hermanos. Hiciéronsele en el colegio exequias correspondientes a sus nobles cunas, y yace sepultado en el sepulcro de los de la Compañía con grande agradecimiento de los indios que lo miraban como heredero de la sangre y del amor de sus antiguos soberanos.

[Muerte del padre Juan Curiel] A esta muerte siguió otra mucho más sensible del padre Juan Curiel, primer rector de aquel colegio. Había servido a los enfermos con una aplicación muy sobre sus débiles fuerzas. Apenas le dio este trabajo algunas treguas: hizo un viaje muy ejecutivo a México a principios del año. Volvió a Pátzcuaro a las tareas de Cuaresma. Al bajar del púlpito un viernes, en que su celo le había encendido más de lo ordinario, sin tomar algún leve descanso, se sentó a oír confesiones, y se levantó herido de un pasmo mortal, que lo arrebató después de diez días de paciencia y de edificación. Era natural de Aranda del Duero, diócesis de Burgos. La pobreza de sus padres le obligó a mendigar en Alcalá para concluir sus estudios. En la Compañía estuvo cuatro años sin hacer los votos por un continuo dolor de estomago, a que su humildad solo halló remedio, haciendo voto de servir por su mano la comida a los pobres en la portería de les colegios. Leyó curso de artes antes de ordenarse en Ocaña, y no sin particular providencia pasó a México. Más de una vez revestido del espíritu de Dios amenazó con repentina muerte a los pecadores, y el infeliz suceso siguió siempre a sus amenazas. Su celo le arrojó la indignación de un libertino poderoso que puso públicamente las manos en el venerable sacerdote. Dios volvió por su honor y su carácter. Aquel infeliz acabó desastradamente dentro de pocos días, y el padre lo pagó sus alientas con asistirle hasta el último suspiro que dio en manos de la desesperación. Una mujer hermosa y rica con pretexto de confesarse, le solicitó lascivamente. Huyó el casto José, admirado, como después contó con gracia, que no le hubiese defendido de aquel peligro su semblante, que era efectivamente muy poco agradable. Una leve murmuración no se oyó jamás de sus labios, ni se halló más alhaja en su aposento, dice el padre Juan Sánchez, que vivió con él algunos años, sino los breviarios, el Rosario, y un vestido pobre. Tal fue el primer rector del colegio de Pátzcuaro, muy digno del aprecio que de él se hizo en todo el obispado. Los prebendados y el ilustrísimo y reverendísimo señor don fray Juan de Medina,   que perdía, como dijo, el más fiel coadjutor de su mitra, asistieron, a su cabecera y a su entierro con lágrimas, que acompañaba toda la ciudad, y singularmente los indios. Quedó su rostro antes extenuado, desapacible y moreno, con un aire de gracia y de hermosura, que mostraba bien la dichosa suerte de su bella alma. No se halla en ningún impreso o manuscrito el día fijo de su muerte. Solo sabemos que fue por marzo, y domingo, aunque en nuestro menologio se pone su memoria el día 1.º de enero.

[Muerte del padre López] No bien enjugadas las lágrimas de un golpe tan doloroso al colegio de Pátzcuaro, sobrevino otro mayor al de México con la muerte del padre Diego López, hombre verdaderamente grande, y tan formado al espíritu de San Ignacio, que aun no habiéndose promulgado las reglas particulares de la Compañía, que se sacaron después del sumario de las constituciones, no se vio que faltase jamás a alguna de ellas. En Salamanca fue admitido en la Compañía, y de allí pasó por uno de los fundadores del colegio de Sevilla, donde brilló grandemente su caridad y celo con los presos y mujeres públicas, en quienes logró muchas y ruidosas conversiones. Se le debe la fundación del colegio de Cádiz, donde con algunos prodigios quiso el Señor acreditar su celo. Su grande teatro fueron las Canarias, donde pasó con el ilustrísimo señor don Bartolomé de Torres, de que hablamos ya en otro lugar. Fue señalado por San Francisco de Borja, por primer rector del colegio de México, y a costa de muchas fatigas fundó el de Oaxaca. Incansable en el confesonario, fervorosísimo en el púlpito, edificativo en sus conversaciones, prudente con sus súbditos, circunspecto con los seculares; siempre humilde, siempre tranquilo, siempre recogido, mereció bien el amor y veneración de toda la ciudad. Enfermó de un dolor cólico en la infraoctava, de la Epifanía; pero el dolor pareció ceder breve al cuidado de los me dices. El señor arzobispo le llevó consigo al campo. Aquí le acometió con tal fuerza, que con beneplácito de su ilustrísima, que tuvo la dignación de venirle acompañando, hubo de volver al colegio, donde a pesar de la más puntual asistencia, a pocos días entre las lágrimas y fervorosas oraciones de sus súbditos, entregó la alma al Señor. El Ilustrísimo cantó la misa en su entierro, que ofició la misa de la Catedral, y honró el cabildo eclesiástico y religiones. Murió de 45 años el 9 de abril de 1576. La religión de Santo Domingo, que aquel día no pudo asistir a sus exequias, mostró el alto concepto, que tenía de su virtud, haciéndoseles mucho unas solemnes al día siguiente en su imperial convento.

   [Fundación del colegio máximo] Hasta aquí este año no había traído sino calamidades muy sensibles Fundación a la nueva provincia; pero muy breve se tuvo el gran consuelo de ver sólidamente establecida en México la Compañía, y concluida la fundación de su colegio máximo. Este grande asunto causaba no poca inquietud a los padres. Con los cortos fondos que habían podido adquirirse, se emprendió una fábrica suntuosa. Aun cuando ésta hubiera podido concluirse, la pequeña hacienda de Jesús del Monte no era capaz de proveer a la subsistencia del colegio y noviciado. Se habían renunciado sitios muy oportunos y dotaciones cuantiosas, sin más esperanza que la que se tenía en don Alonso de Villaseca. Este había dado sitio, alhajas y mucho en dinero, y había razón de temer no se contentase con eso, creyendo que no se necesitase más, atendido el número actual de los sujetos, que sin embargo no podía dejar de crecer mucho. Si tenía otras intenciones, como no se podía dejar de presumir, no las había manifestado en 4 años, sino muy equivocadamente, aun en ocasión de ver que nos labraban iglesia los indios de Tacuba, y que se fabricaba ya el colegio a costa de nuestros pocos bienes. Por otra parte, él se había en la actualidad retirado a sus haciendas, y era muy recatado en sus palabras para que pudiesen sondearse y conocer sus designios. En tales dudas fluctuaba el ánimo del padre provincial, cuando recibió un propio del señor Villaseca, en que le decía pasase a verse con él en las minas de Ixmiquilpan. Allí le declaró como algo nos años antes que el virrey escribiese a su Majestad, él había dado orden a su hermano don Pedro Villaseca para que procurase traer a su costa los jesuitas a la América. El Señor, añadió, no quiso por entonces servirse de mi caudal para una obra de tanta gloria suya. La piedad del rey condujo a vuestras reverencias con mayor honra y comodidad, que yo hubiera podido procurarles. He dado lo que hasta ahora me ha parecido conveniente, con intención de dar más en tiempo oportuno. Este ha llegado para mí; y así declaro que es mi ánimo fundar en México el colegio, que ha de ser el principal y como la matriz de toda la provincia, si a vuestra reverencia pareciere aceptarlo. El padre Pedro Sánchez le dio las gracias por tan generosa piedad, y volvió a México a tomar el dictamen de los padres, con cuyo consentimiento partió a Ixmiquilpan, acompañado de un escribano, que autorizó el instrumento en la forma siguiente:

En las minas do Ixmiquilpan de esta Nueva-España, en el asiento, fundiciones y haciendas que allí tiene Alonso de Villaseca, vecino de la ciudad de México en 29 días del mes de agosto, año del nacimiento de Nuestro Salvador Jesucristo de 1576, por ante mí el escribano y testigos de sus escritos el dicho Alonso de Villaseca, dijo: Que por cuanto viendo cuán conveniente cosa era, que en esta Nueva-España y ciudad de México se hiciese y fundase casa de la Compañía del Santo nombre de Jesús, lo que a él fue posible, hizo escribiendo de que la dicha Compañía viniese a Nueva-España por el gran bien y fruto que de ello se esperaba, y por consolación suya, y escribió a su hermano Pedro de Villaseca: que de su hacienda que él allá tenía, diese 2000 ducados para las costas y gastos que hubiesen de hacer los padres y hermanos que viniesen a esta Nueva-España, y que su Majestad por justas causas que le movieron, tuvo por bien que a costa de la real hacienda pasasen a estas partes, donde mediante la voluntad de Dios nuestro Señor, vinieron a esta Nueva-España el doctor Pedro Sánchez, provincial, y Diego López, rector, y Diego López de Mesa, ministro, con otros padres y hermanos, donde llegado a México con los intentos que siempre tuvo de fundar la casa de la Compañía de dicha ciudad, les ofreció y dio unas casas con ciertos solares junto a las casas de su morada, y ha tenido siempre intento de favorecer la dicha casa y colegio. Y ahora entendiendo que convenía dar asiento a la fundación de dicha casa y colegio, ha comunicado con el muy ilustre y reverendo señor doctor Pedro Sánchez, provincial, de fundar el dicho colegio de la Compañía en la ciudad de México, y con deliberado acuerdo y consejo, habiéndolo encomendado a Dios nuestro Señor, y con algunos sufragios, suplicádole tuviese por bien de alumbrarle encaminándole a efecto de hacerle fundador, queriendo pagar en alguna parte a nuestro Señor las mercedes que de su mano ha recibido, y espera recibir, pidió al dicho señor doctor Pedro Sánchez le admitiese por fundador de dicho colegio, porque su voluntad era de los bienes que nuestro Señor le ha dado dar para la dotación de dicho colegio, obra y sustento de los religiosos que hay y hubiere de aquí adelante, 4000 pesos de oro común, en plata diezmada; los que les tiene para el dicho efecto, y está presto a dar y entregar al dicho Señor provincial, o a quien su poder hubiere, etc., etc., etc.



[Venida de nuevos compañero] Establecida así la fundación del colegio máximo de San Pedro y San Pablo, se pudo dar más prisa a la fábrica sumamente necesaria, así para la comodidad del noviciado y los estudios, como para la habitación de los sujetos, cuyo número se acrecentaba más cada día. A principios de setiembre llegó de España nueva tropa de operarios, enviados por el padre general Gerardo Mercuriano, tan aventajados en virtud y en letras, que se conoció bien el especial cuidado que desde sus cunas debió a su padre maestro reverendo esta religiosa provincia. Fueron estos el padre Alonso Ruiz, que vino por superior; el padre Pedro de Hortigosa, el padre Antonio Rubio; el padre doctor Pedro de Morales, el padre Alonso Guillén, el padre Francisco Báez, el padre Diego de Herrera y el padre Juan de Mendoza, con los hermanos Marcos García, Hernando de la Palma, Gregorio Montes y Alonso Pérez. Vino el padre Pedro de Hortigosa destinado a leer una de las cátedras de teología; pero no habiendo por entonces quien la oyese pareció más acertado por no carecer tanto tiempo de tan hábil maestro, que siguiese el curso de artes con los discípulos del padre Pedro López de Parra, o lo volviese a comenzar, como en efecto lo ejecutó el 19 de octubre de 1576. En Oaxaca se abrieron también las clases de gramática y retórica, que pasó a leer de México el padre Pedro Mercado.

FIN DEL LIBRO PRIMERO...