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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1767 Carta pastoral de Don Francisco Fabián y Fuero acerca de la obligación que todos los vasallos tienen de obedecer al Rey.

Octubre 28 de 1767
 

 

Nos, don Francisco Fabián y Fuero, por la divina gracia y de la Santa Sede Apostólica Obispo de la Puebla de los Ángeles, del Consejo de Su Majestad, etcétera. A todos los fieles de esta nuestra Diócesis de cualquiera estado, calidad o condición que sean: salud en Nuestro Señor Jesu-Cristo que es la verdadera salud...

[Origen de la sociedad]

Está tan lejos de oponerse la religión cristiana a la tranquilidad pública, subordinación al Soberano, y. respeto a su Gobierno, que antes bien este sosiego, obediencia y veneración es una de sus máximas fundamentales. El mismo Dios que nos redimió con el precio infinito de su Sangre, y fundó para salvamos esta sagrada religión en que vivimos, que es sobre la naturaleza, y por eso se llama Ley de Gracia, este mismo Único Dios es nuestro Hacedor y Criador, cuyas obras naturales -entre las que ocupan un primer lugar los Reyes y los reinos- están ordenadas desde el principio con suma sabiduría, sin que pueda haber en este orden error alguno que enmendar; bien que se ha reservado Su Majestad como Superior infinitamente a toda la naturaleza, el añadir a cuanto ha criado y ordenado, cierta nueva perfección en el tiempo que le parece oportuno, y según su divino beneplácito. Esto es lo que debemos entender cuando decimos con toda verdad y acierto que la Gracia no destruye, sino que perfecciona a la Naturaleza.

Por Derecho Divino Natural, por institución y ordenación de Dios conforme en todo a nuestra humana naturaleza que por sí misma es sociable --esto es, aborrece naturalmente el vivir sola en los montes, que es la vida de las fieras-- se han fundado los Pueblos para que vivamos los hombres en compañía teniendo quien en nombre de Dios nos gobierne (Ved aquí Nuestro Príncipe) y quien haciendo las veces del Autor de todo, cuide de orden suya de nuestro sosiego, abundancia y seguridad, para que, pues estamos congregados como racionales, haya paz entre nosotros, seamos provistos de lo necesario, defendidos de nuestros enemigos, y nos comuniquemos los bienes unos a otros honesta y virtuosamente.

[Subordinación y ley natural]

La Subordinación y obediencia a el que nos rige en nombre del Señor en esta sociedad y comunicación racional y civil, la dicta no obscuramente aquel rayo de luz participado de la Divinidad que ilustra, como señal e impresión natural, a todos los racionales. Al hombre le es natural el vivir junto con otros: por lo mismo conoce con la luz de su razón natural que ha de haber cabeza a quien los que viven juntos, estén subordinados y obedientes, porque de lo contrario como cada particular sólo cuida de lo que le conviene, no habría quien mirara por el Bien Común, o por el Bien de Todos, y se rompería a poco tiempo aquella unión racional. Conoce también por la misma luz natural de la razón, que no es una misma cosa lo que es común, que lo que es privativo de cada uno, y por consiguiente que han de tener diversas causas, debiendo haber una que cuide del Bien Común a todos, como hay quien sea solícito de su bien propio.

A esto se llega que, si se quiere desterrar la confusión de cualquiera parte en donde haya juntas muchas cosas, han de tener entre sí orden de superior, e inferior, y ha de haber entre ellas quien las rija. Los cuerpos inferiores son regidos por. el del primer cielo según el orden que estableció la divina Providencia; a todos los cuerpos gobierna la criatura racional; en el hombre rige la alma al cuerpo; en la alma manda la razón a todas las demás partes, apetitos o pasiones; en el cuerpo hay una parte principal que mueve a todas, y es el corazón o la cabeza; todas las abejas obedecen a un Rey, y en todo el mundo hay un Dios que lo ha criado y lo rige.

Estos conocimientos presenta naturalmente la luz de la razón.

[Subordinación y ley divina]

La luz sobrenatural de la ley nueva, o de Gracia, sin la que nadie se puede salvar, confirma, eleva y da una nueva perfección a estas ideas innatas de estar subordinados y obedecer a nuestros Príncipes y Señores Naturales. El mismo Divino Fundador de nuestra Sagrada Religión, Christo nuestro Bien, Dios y Hombre verdadero, desengañando a los Judíos .del error en que estaban, de que no podían lícitamente reconocer por superior, ni pagar tributo a otro que a Dios, dijo como precepto y doctrina general a ellos y a todos los christianos: dad al César lo que es del César; dad al REY toda aquella subordinación, respetos, tributos y obediencia a que tiene derecho, sin quitar a Dios el culto superior que se le debe; dadle en fin todo aquel honor y reconocimiento que no sea contra Dios.

El primer Vicario de su Divina Magestad, a quien encargó el mismo Christo, como a Cabeza de su Iglesia, el dar a todos los fieles pasto de sana doctrina, nos enseña y manda que "Estemos sugetos y obedientes a nuestros superiores, que así lo ordena Dios; al Rey como al primero y más excelso Señor de sus vasallos, y a sus Virreyes, Ministros y Capitanes, como a embiados suyos para castigar los malhechores, y alabar y honrar a los que fueren buenos". Y añade "que lo debemos hacer así los christianos, no por codicia, ambición o miedo, ni por otros fines semejantes que duran poco, y traen consigo vileza, sino porque ésta es la voluntad de Dios que es fin que no puede faltar, y porque obrando nosotros bien en este asunto, hagamos enmudecer la ignorancia de muchos hombres imprudentes". Nos manda "que honremos al Rey, le obedezcamos, y roguemos a Dios por sus felicidades". Y no contento con estas expresiones nos intima "que tenemos obligación de justicia a obedecer y servir a nuestros Señores carnales, y temporales, no sólo cuando son buenos, suaves y modestos, sino aunque sean crueles, díscolos y malos". (I. Petr. 2).

El Vaso de elección, San Pablo, destinado por Christo para apóstol y doctor de los gentiles, manda a los siervos "que obedezcan a sus dueños y señores como quien sirve a Christo en ellos, no sólo en presencia, sino aunque estén ausentes, ni sólo por miedo o porque no se indignen, sino de buena gana, porque así los quiere Dios" (Ephes. 6). Esto es hablando de los señores particulares, que cuando trata de los superiores más sublimes dice: "que todos deben estarle sugetos, porque el poder que tienen es de Dios, y el que les resiste, resiste a la ordenación Divina, y que esta sugeción obliga en conciencia, y es necesaria para la salvación" (Rom. 13). No busquéis ya más autoridad teniendo desde el principio de la Iglesia la del Apóstol de las Gentes, la del Vicario de Christo, y la del mismo Hombre-Dios...

[Iglesia y Estado]

Tal es la admirable unión y armonía que reina entre la Iglesia y el Estado, y tanta la elevación y firmeza que da al Príncipe la Iglesia con sus santas leyes. En lo que a cada uno toca, la Iglesia está en el Estado, y el Estado está en la Iglesia. La Iglesia está en el Estado para conservarse pacífica y defendida en el tiempo de esta vida mortal con la protección del Soberano; y el Estado está en la Iglesia para lograr la vida inmortal salvándose eternamente con su Príncipe por la dirección y magisterio de Dios, y de su Sumo Vicario. Porque es la Iglesia la Arca del divino Noé, y fuera de ella nadie puede salvarse del naufragio eterno. En el orden del tiempo no fue antes la Iglesia que el Estado, porque éste en su modo dio principio en Adán, que fue constituido por Dios superior, aun en lo temporal, de las personas a quienes después fue dando el ser. (Thom. 2. 2. quaest, 164. art. 2. ad I; 1. p. quaest. 92. art. 1. ad 2.) Pero si bien se mira, tampoco fue antes el Estado que la Iglesia, porque como por Iglesia se debe entender una congregación, sociedad, unión o junta de racionales, dispuestos a observar ciertas leyes sagradas para llegar, después de esta vida temporal, a gozar dulcemente de la vista clara de Dios que es vida eterna, no se puede negar que hubo Iglesia desde el principio del mundo (Thom. 3. p. "q. § arto 3), que nació con él, se compuso de nuestros primeros Padres y ascendientes, entre los que siempre hubo algunos que se salvaron; se fue aumentando antes y después del diluvio en los Patriarcas, Profetas, Jueces, Sacerdotes y Reyes; y recibió su último complemento por mano del Hombre-Dios, Christo Redentor nuestro, que le adquirió esta perfección con su preciosa sangre.

Si sólo atendemos al nacimiento temporal, antes somos vasallos que cristianos, es verdad, pero como desde que nacemos, tenemos capacidad por la misericordia de Dios para llegar a gozarle en el reino de los. Cielos, y esto, que es lo más importante y que de ningún modo se opone al vasallaje, no puede conseguirse sin la religión christiana, no tiene, ni necesita el vasallaje para ser fiel y perfecto, preferencia alguna respecto de lo christiano, antes el que más se adelantare a los demás en ser buen christiano, será mejor vasallo.

[Soberano e Iglesia]

No pierde el Príncipe por ser cristiano sus derechos, dominio y potestad natural; nada quita la Iglesia al Príncipe, antes le hace feliz, porque sin ser de su gremio y colegio no puede salvarse, y poco aprovecha al hombre ser dueño de todo el mundo, si su alma pierde la gloria -por toda la eternidad. Dios, que por su sola voluntad le dio el Principado, le puso al mismo tiempo la obligación de no impedir el uso y ejercicio de la religión que fundó Christo, y de promover su gloria del modo mejor que pueda; obligación que .le puso sin injuria alguna como Señor absoluto de los Imperios, y aun como Padre amorosísimo solícito de su bien, con la piadosa mira de hacerle dichoso eternamente, pero sin relajarle, ni aun disminuirle por eso la carga natural de estar siempre velando sobre la conservación tranquila, decoro y paz interior de sus vasallos.

El Príncipe christiano no tiene por fin de su gobierno la honra caduca del mundo, sino la sólida y celestial de ser ciudadano, y doméstico de Dios, poder contarse entre sus hijos, y gozar con Christo para siempre la herencia del reino de los Cielos. La gloria, fama y alabanza que se propone por fin el Príncipe cristiano, no es la vana de los hombres de este mundo aduladores o engañados, sino es la verdadera que testifica el mismo Dios para quien es imposible engañar a otro, o equivocarse en algo; aquella fama, digo, que se origina al buen cristiano de la inefable dignación con que el mismo Christo dirá a su Eterno Padre en presencia de todos los Ángeles y Bienaventurados, que lo tienen en buen concepto, y que merece eterno galardón; aquella honra y gloria eminente que corresponde a un excelente grado de Bienaventuranza Celestial porque ejercitó el oficio de reinar digna y laudablemente. Y todo este premio con gran justicia, porque necesitó el Príncipe más virtud para regir bien a muchos; porque el Bien de que cuidó, es el común, y por eso el más divino; y porque tuvo más dificultades que vencer para ser bueno; pues cercado de lenguas que le elevan y honran, y de obsequios de los que le saludan muy humildemente, no se dejó poseer de la soberbia, antes bien se acordó entonces mismo de que era hombre, siendo por estas dificultades más digno de premios. Y si alguna vez peca por flaqueza, es más escusable entre los hombres, y alcanza de Dios el perdón más fácilmente, con tal que no sea negligente en ofrecer por sus culpas al verdadero Dios el sacrificio de la humildad, misericordia y oración.

[Soberano, protector de la Iglesia]

Recibió el Príncipe el reino de la mano de Dios, y para poder salvarse lo recibió con la dichosa carga de entrar en el colegio de su Iglesia y religión, guardar su doctrina y establecimientos, ser ministro del mismo Dios para defenderla y protegerla, servirle en este alto ministerio con todo el poder del cetro, y ser así Rey para siempre. Y si el servir a Dios no puede dudarse que es verdadero reinar, el servir a Dios reinando, o con el mismo reino, solio y corona, es reinar con incomparable exceso de excelencia a las personas privadas, y vasallos. Grande muy singularmente es el premio que está preparado en la bienaventuranza del cielo para el Príncipe que gobierna bien, ni hay cosa que le deba ser tan aceptable como el ser trasladado a la gloria del Reino Celestial desde el real honor con que en la tierra es sublimado. Esta translación de cada uno al cielo desde su respectivo estado es el último fin a que somos ordenados por nuestro Autor, Redentor y Santificador, porque "mientras vivimos en este Cuerpo mortal somos unos peregrinos que estamos ausentes del Señor" (Rom. 6, 23), en cuanto no gozamos de su presencia, pues no le vemos claramente. No es nuestro último fin e! vivir bien y virtuosamente en esta vida mortal, sino al llegar a gozar de Dios por medio de esta vida virtuosa; y como esto no se puede alcanzar con solas las fuerzas de la Naturaleza la vida eterna es gracia de Dios (II Corin. 6) --esto es, no se puede conseguir sino por medios sobrenaturales- el conducir a los hombres a este fin no pertenece a un gobierno humano y natural, sino a un gobierno y régimen divino, cual es e! de un Rey que no sólo es Hombre sino también Dios, conviene a saber, Jesu-Cristo Nuestro Señor, que haciendo a los hombres Hijos de Dios, los introdujo a la gloria por la Gracia.

[Soberano, sujeto de la Iglesia]

De modo que la Suma del régimen y gobierno temporal y humano está cometida al Rey por Dios; pero a fin de que las cosas espirituales no se confundieran con las terrenas, no cometió Cristo a los Reyes de la tierra el ministerio del régimen, que pasando de lo natural, se funda en lo que ha revelado su Magestad a nuestra Fe sobre todo el orden de la naturaleza, y nos dirige al fin de ver a Dios cara a cara, sino que lo encargó y encomendó a los sacerdotes, y principalmente al Sumo Sacerdote sucesor de San Pedro y Vicario de Cristo, que es el Romano Pontífice, a quien en este régimen todos los Reyes de! pueblo cristiano deben sugetarse como al mismo Jesu-Cristo. Este Sumo Pontífice es el que con un gobierno muy sublime dirige a el hombre por medio del cuidado espiritual al puerto de la salvación eterna, y éste es el fin supremo a que se ha de ordenar cualquier otro gobierno.

[Intervención del soberano en la vida religiosa de sus súbditos]

Generalmente se ve que a quien le pertenece en algún asunto el fin último y supremo, también le toca el mandar en los que se ejercitan y ocupan por sus oficios en todo lo que se ordena a aquel fin último. El gobernador de la nave que es• quien tiene a su cargo el conducirla al puerto, manda al que hace la nave que la haga a propósito para navegar, y manda en el carpintero que es quien la ha de reparar para el mismo fin. Y el general que ha de usar de las armas para ganar la batalla manda al artífice que las haga proporcionadas, y no por otra razón que porque el oficio de éste se ordena a dicho efecto.

A la vida, pues, bienaventurada que los vasallos cristianos esperamos en el Cielo, se ordena como a fin superior la vida temporal con que vivimos bien en la tierra, y por lo mismo, al modo que el maestro que hace una espada, la fabrica proporcionada para pelear, y el arquitecto debe edificar la casa con tal disposición que se pueda habitar en ella -porque son éstos los fines de ambas obras- así también pertenece al oficio del Príncipe cristiano el procurar que la vida de sus vasallos sea tan buena como conviene para el logro de la bienaventuranza celestial, de tal suerte que les mande ejecutar lo que lleva y guía hasta la vida eterna, y les vede y prohíba lo contrario en cuanto fuere posible. Pero como esta verdadera bienaventuranza es sobrenatural, no se puede conocer cuál es su camino, y cuáles sus impedimentos, sino por la Ley Divina, y esta doctrina ya pertenece al sacerdocio. En pocas palabras: nunca separemos del Príncipe ni del vasallo la idea de cristianos, y estemos ciertos en que por su mismo oficio pertenece al Príncipe, enseñado por la Ley Divina, el mandar en. su reino que se observen todos los preceptos que la razón natural nos dicta, y que no se ponga impedimento alguno para conseguir la gloria eterna. Mas por lo que toca a los preceptos de la Fe, y que se dirigen a formar las costumbres en la línea sobrenatural con el soberano auxilio de la gracia según las verdades que Dios ha revelado, y a que no alcanza por sí sola la luz de la razón, todo lo que puede y debe hacer el Príncipe, pues para esto le ha dado Dios la Espada -esto es, el poder y las fuerzas- es auxiliar al sacerdote para la ejecución de sus Cánones y Preceptos, como protector y defensor de las Leyes de la Iglesia.

No separemos, vuelvo a decir, estas dos ideas de Príncipe cristiano que manda en unos vasallos elevados a ser hijos de Dios y herederos del cielo, y conoceremos de más de esto, que como el ser cristiano no puede destruir lo que por disposición del mismo Dios tiene esencialmente el Príncipe --que es la obligación de cuidar del bien público de toda la multitud que está a su cargo-- puede muy bien y debe el Monarca, sin oponerse a lo cristiano, aunque no prohibir de modo alguno el uso de la cristiana religión, pero sí impedir el que estén con este motivo en su reino algunos hombres, sean pocos o muchos, en el caso particular y preciso de que por su residencia en él se siga grave peligro al Rey, y haya riesgo de que se pierda en el reino la tranquilidad de las Repúblicas; bien que siempre con la indispensable obligación de permitir en este caso que se ejercite la sagrada Religión cristiana por medio de otros sacerdotes, de quienes no se teme semejante daño...

* FUENTE: Francisco Fabián y Fuero, "Edicto XLIII o Carta pastoral acerca de la obligación que todos los vasallos tienen de obedecer a su legítimo rey, y en que se demuestra haber sido justa y necesaria la expulsión de los regulares de la Compañía, con otros varios puntos de suma importancia acerca del probabilismo, y de los graves errores que de él se originan; y de los libros o autores de Santa Teología Moral, que con preferencia a cualquiera otro deben estudiarse". Publicado en Colección de Providencias Diocesanas de la Puebla de los Ángeles, hechas y ordenadas por su señoría ilustrísima el señor doctor don Francisco Fabián y Fuero. Puebla, Imprenta Palafoxiana, 1770, pp. 231-293. Ésta es una reproducción parcial. Los subtítulos son míos.

Tomado de: Morales Francisco. Clero y Política en México (1767-1834) Algunas ideas sobre la autoridad, la independencia y la reforma eclesiástica. México. Secretaria de Educación Pública. 1975. 198 pp.