Fray Francisco de Aguilar
Fray Francisco de Aguilar, fraile profeso de la orden de los predicadores, conquistador de los primeros que pasaron con Hernando Cortés a esta tierra, y de más de ochenta años cuando esto escribió a ruego e importunación de ciertos religiosos que se lo rogaron diciendo que, pues que estaba ya al cabo de la vida, les dejase escrito lo que en la conquista de esta Nueva España había pasado, y cómo se había conquistado y tomado, lo cual dijo como testigo de vista y con brevedad sin andar por ambajes y circunloquios, y si por ventura el estilo y modo de decir no fuere tan sabroso ni diere tanto contento al lector cuanto yo quisiera, contarle ha a lo menos y darle a gusto la verdad de lo que hay acerca de este negocio, la cual, como principal fin y scopo, pienso siempre que lo que aquí tocare llevar por delante, e iré poniendo lo que pasó en la toma de esta tierra por las jornadas que viniendo a su conquista veníamos haciendo.
Primera jornada
Por don Diego Colón, almirante que descubrió a Santo Domingo, fue enviado Diego Velázquez adelantado y caballero noble a la isla de Cuba, la cual descubrió y pobló, el cual envió al rey don Hernando y a la reina doña Isabel a tratar el dicho descubrimiento y población, cuya industria, sagacidad y trabajos considerados por los reyes y cuán buena maña el adelantado Diego Velázquez se había dado en la toma y población de la isla de Cuba, acordaron lo recompensar y pagar de su servicio y trabajos, de hacerlo gobernador de la dicha isla de Cuba, dándole también facultad y licencia para descubrir y poblar en tierra firme; y así, queriendo usar de ella, hizo una armada de cinco navíos con doscientos soldados, buena gente, y por cabeza y capitán de ellos puso a un Juan de Grijalva, hombre de valor por su persona y noble en linaje y sangre, el cual después de haberse hecho a la vela navegando con próspero tiempo por sumar adelante llegó y tomó puerto en tierra de Yucatán, en un río, el cual después se llamó el río Grijalva, en cuyas vertientes había una muy grande y espaciosa población de indios. Habiendo, pues, el dicho capitán surgido con sus soldados y toda la demás gente de guerra que consigo traía, después de haber amarrado las naos y asegurándolas porque no recibiesen algún daño de los vientos, saltó con buen orden y concierto en tierra, donde después de haber pedido a los indios agua y bastimentos para su gente, no sólo no se lo quisieron dar, mas en lugar de dárselo le dieron muy cruda guerra, tal que le mataron un hombre, y a él y a su gente le fue forzado tornarse a embarcar y volverse a Cuba, de adonde había venido, donde el dicho adelantado Diego Velázquez por ver la ruin cuenta que de sí había dado le quitó la armada.
Segunda jornada
Estando en esto, porque los navíos no se le perdiesen y la gente no se le fuese, envió a llamar a Hernando Cortés, que a la sazón era alcalde ordinario, hidalgo y persona noble, al cual rogó y dijo que debería tomar aquella armada a cargo, el cual le respondió en breve que sí, y el dicho Diego Velázquez se la dio y entregó; y así entregado en ella se dio tan buena maña y con tanta diligencia, como hombre muy sagaz que era, porque en pocos días buscó dineros prestados entre sus amigos e hizo hasta otros doscientos hombres, y recogió y proveyose de muchos bastimentos, todo aquello con mucha diligencia; y después el adelantado don Diego Velázquez, arrepentido de lo que había hecho, le quiso quitar el armada, y fue con gente al puerto para habérsela de quitar; pero el dicho Hernando Cortés, como hombre sagaz y astuto, porque era ya sobre tarde y hacía buen tiempo, levantó las áncoras y alzó velas y fuese. Pasaron con Hernando Cortés personas muy nobles: don Pedro de Alvarado, don Pedro Puerto Carrero, hermano del conde de Medellín, Diego Velázquez, sobrino del dicho Diego Velázquez, adelantado, Sandoval, Cristóbal de Olid y otras personas muy nobles. Por manera que hubo gente de Venecia, griegos, sicilianos, italianos, vizcaínos, montañeses, asturianos, portugueses, andaluces y extremeños.
Tercera jornada
Embarcado el dicho Cortés con su gente, viniendo por la mar se juntaron todas aquellas personas nobles, y al dicho Hernando Cortés lo alzaron por capitán por el rey y no por don Diego Velázquez el adelantado, y luego hizo capitanes y generales, que fue el uno don Pedro de Alvarado, y su hermano Jorge de Alvarado, y Gonzalo de Sandoval, segundo capitán, Cristóbal de Olid, Andrés de Tapia, personas nobles y por sus personas valerosas. Navegando por la mar aportó el armada a la isla que se llama Cozumel que es en tierra firme y la costa en la mano. Pareció en la costa un hombre que venía corriendo y capeando con una manta, y un bergantinejo le tomó, y súpose cómo era cristiano que se llamaba Hernando de Aguilar, el cual y otro su compañero habían escapado en poder de indios de una armada que allí había dado al través. Andando más adelante, costeando, llegando al río ya dicho de Grijalva adonde entraron, y el dicho Cortés mandó sacar dos caballos armados y ciertos ballesteros y escopeteros y peones a resistir el ímpetu de los indios que venían de guerra, los cuales serían hasta cuarenta mil hombres, poco más o menos, donde los tiros que se jugaron y las ballestas que tiraban y los caballos que corrían mataron muchos de los indios, por manera que como cosa nueva para ellos, atemorizados, huyeron y dejaron el campo. Luego otro día vinieron de paz y se dieron por vasallos del emperador, y trajeron bastimentos y comida con que los españoles se holgaron y regocijaron, y así mismo trajeron un presente de mantas y ocho mujeres por esclavas, y entre ellas una que se llamó Marina, a la cual después pusieron Malinchi, la cual sabía [la] lengua mexicana y entendía la lengua del dicho Aguilar que habíamos tomado en la costa, porque había estado cautivo seis o siete años, de lo cual se recibió muy mucha alegría y contento en todo el real. De allí se embarcaron en los navíos y fueron, costa costa, buscando puerto, y poco a poco llegamos al puerto que se dice de San Juan de Olúa, que por otro nombre se dice de Lúa, y el capitán mandó que saliesen ciertos españoles con él a tierra, y visto por los naturales de ella cosa tan nueva para ellos y que nunca tal cosa habían visto, se dieron al dicho capitán y a su gente de paz, y les trajeron mucho bastimento y comida y presente de ropa y otras cosas. Aquí dieron un presente de un sol de oro en unas armas, y una luna de plata y ciertos collares de oro, lo cual se envió al emperador. Allí junto adonde estábamos aposentados, había una provincia que se llamaba Quetlaxtla, de más de cuarenta mil casas, y cerca de ésta había otras muchas provincias de pueblos muy grandes y poderosos; y de aquí tuvo noticias el rey de la tierra, que se llamaba Motecsuma, cómo eran llegados los dichos españoles, a los cuales pusieron por nombre theules, que quiere decir dioses, y nos tenían por hombres inmortales. Y luego el dicho rey envió sus embajadores con muchos presentes de oro y collares al dicho Hernando Cortés y a su gente, y esto muy muchas veces. El dicho Hernando Cortés mandó a la gente que se embarcasen unos por mar y otros por tierra, en donde los que veníamos por tierra llegamos a un pueblo que se llama Senpoal, el cual estaba metido en una gran llanada y puesto y situado entre dos ríos, pueblos de mucha arboleda y frutales y de mucho pescado, en donde el dicho capitán Hernando Cortés y su gente fueron muy bien recibidos de los naturales, gente muy buena y muy amiga de los españoles, y siempre les fueron leales. Contáronse en aquel pueblo pasadas de veinte mil casas, de donde se partieron y fueron más adelante a buscar otro puerto a otro pueblo, que después se llamó la Vera Cruz, en donde los españoles se aposentaron en un pueblo junto a la mar; y como los españoles viesen tanta noticia, por la dicha lengua Marina y Aguilar, de la grandeza de la tierra dentro, hubo muchos hidalgos y personas nobles que se volvieron o querían volver. Díjose que lo hacían unos de miedo, otros por dar relación de la tierra al adelantado don Diego Velázquez, lo cual fue causa de mucha alteración. Considerado esto por Hernando Cortés, se hizo con ciertos extremeños amigos suyos, mas empero sin darles cuenta de lo que tenía acordado hacer, mandó llamar a un compadre suyo, maestre de un navío, muy su amigo, al cual rogó en secreto que aquella noche entrase en los navíos y les diese a todos barrenos, habiendo mandado salir la gente primero a tierra; y así el dicho maestre entró en los navíos sin que nadie lo viese ni pensase lo que había de hacer y los barrenó, y otro día de mañana amanecieron todos los navíos anegados y dados al través salvo una carabela que quedó. Visto por los españoles se espantaron y admiraron y, en fin, hicieron de las tripas corazón, y disimularon el negocio; mas empero no de tal manera que no se sintiesen, porque un Juan Escudero y Diego de Ordaz, dos personas nobles, y otro que se decía Umbría, trataron entre sí de tomar la carabela e ir a dar nueva de lo que pasaba al adelantado don Diego Velázquez; lo cual venido a noticia del dicho capitán Hernando Cortés los hizo parecer ante sí, y, preguntándoles que si era verdad aquello que de ellos se decía, dijeron que sí, que querían ir a dar nuevas a don Diego Velázquez. El dicho Hernando Cortés los mandó luego ahorcar; y al dicho Juan Escudero, al cual no le quiso guardar la hidalguía, de hecho, lo ahorcó; y al Ordaz por ser hombre de buen consejo y tener a todos por rogadores y así se quedó, por manera que Ordaz no murió porque los capitanes rogaron por él. Por manera que este hecho, y el echar los navíos a fondo, puso mucho temor y espanto a todos los españoles, después de lo cual Hernando Cortés, a cabo de pocos días, mandó se hiciese allí una villa, y dejó en ella poblados cuarenta o cincuenta españoles con un capitán que se llamaba Escalante, que quedaba también por teniente. Hecho esto, mandó a don Pedro de Alvarado que con ciento y cincuenta hombres caminase la vía de México, y él con otros tantos se partió para allá, y fuéronse a juntar al despoblado, y caminando por él fueron a dar a unas poblaciones grandes sujetas al dicho Motecsuma en donde salieron de paz y dieron bastimento al dicho Hernando Cortés y su gente. Caminando más adelante llegaron a vista de una provincia grande que se llama Taxcala, en la cual parecieron y se vieron muchas poblaciones y torres a su modo de ellos, siete u ocho leguas de llanos se parecía, en los cuales se hallaron yvieron gente de guerra sin cuento con muy buenas armas a su modo, conviene a saber, con echcaupiles de algodón, macanas y espadas a su modo y mucha arquería, y muy muchos de ellos con banderas y rodelas de oro y otras insignias que traían puestas y ceñidas a las espaldas, las cuales le daba un parecer y semblante fiero, porque venían tiznados haciendo muy malos gestos y visajes, dando muy grandes saltos, y con ellos muy muchos alaridos, gritos y voces que causaban en los que los oíamos muy gran temor y espanto, tanto que hubo muchos españoles que pidieron confesión; mas empero, el dicho capitán Hernando Cortés se mostró muy magnánimo y de bravo y fuerte corazón, y así hizo un razonamiento animando a los soldados, que fue causa de que se les quitase parte del temor que cobrado habían, y así puso en buena ordenanza a la gente de pie y de caballo para poder dar batalla. Y yendo con aquel concierto y orden por el camino, que era muy ancho y bueno, llegamos a la salida del monte el cual estaba todo enredado con sogas de esparto, a manera de cerca, para estorbamos el camino. Y luego salido Cristóbal de Olid con otro de caballo, como hombre esforzado, a dar en la gente de guerra, y como los caballos iban corriendo con sus cascabeles y los tiros se dispararon, los indios espantados de ver cosa tan nueva se detuvieron un poco, y solamente dos indios aguardaron a los de a caballo, uno de una parte del camino y otro de la otra, y el uno de ellos cortó de un revés todo el pescuezo del caballo donde iba Cristóbal de Olid, y luego el caballo murió; y el otro que estaba de la otra parte tiró otra cuchillada al otro que iba a caballo, y cortando toda la cuartilla del caballo en el cual hizo el golpe, cayó también como el otro, muerto. Visto aquel atrevimiento los del ejército, se espantaron; mas no por eso dejaron de seguir tras ellos, en donde hubo muchos reencuentros, y cercados de todas partes se fueron defendiendo con mucho ánimo; y aquí en aquel hecho se mostró muy animoso y valiente Hernando Cortés, peleando valerosamente y animando la gente. Los de caballo que quedaban con el artillería, que eran once, poco a poco nos fuimos defendiendo un gran rato hasta llegar a un cerro redondo en el cual estaba una población, y arriba una iglesia a su modo en donde el dicho capitán se aposentó e hizo fuerte con todos los demás españoles, que pareció haber Nuestro Señor puesto allí aquel cerro para nuestra defensa. Estuvimos quince días alojados en aquel cerro, cada día de los cuales fuimos de los indios por todas partes combatidos y guerreados, y como el cerro era redondo y la tierra llana salían los caballos y escopeteros y ballesteros, y tirando con el artillería hacíaseles mucho daño a los indios de guerra, que por todas partes estaba la tierra cuajada de ellos. Lo que comíamos era que como toda la tierra era población hallaban los españoles algún maíz y melones de la tierra y unos jagüeyes de agua llovediza bellaca en donde se pasó mucho trabajo. Los indios venían por todas partes, así al alba como al cuarto del alba, a dar guerra, de la cual siempre los dichos naturales salían heridos y muertos, y de los nuestros ninguno, que parecía cosa de milagro, porque de los nuestros no hubo ninguno. Duró como tengo dicho aquella guerra o batalla catorce o quince días con sus noches; aquéllos nos tenían por dioses inmortales viendo que de ninguno de nosotros había muerto, y así muchos de ellos dejaban el campo y se venían al real de los españoles con manzanas y pan, los cuales venían armados y solamente venían, a lo que después pareció, a ver el modo y arte que teníamos, y presentaban al dicho capitán lo que traían y no hablaban palabra sino que todo se les iba en mirar por dónde poder entrar. Venían también de noche, a los cuales mandó el capitán decir, con la lengua que no viniesen de noche porque aquellos caballos y hombres los matarían, y también les mandaba decir que dijesen a los demás sus compañeros que por qué le daban guerra, que él no se la quería dar, sino que iban de camino a ver a Motecsuma, y así les rogó que no le diesen guerra. El dicho capitán, con los demás capitanes y gente que traía, se mostraron muy animosos y nunca jamás desfallecieron ni perdieron el ánimo con verse cercados de tanta multitud de gentes; y así se tuvo muy gran vigilancia de noche y de día en guardarse de los contrarios, que por todas partes acometían y daban guerra; mas empero con mucho ánimo el capitán y los suyos los resistían valerosamente. Los indios venían todavía a media noche y al cuarto del alba a ver si nos podrían entrar en el real, pero las velas, ya con su demasiado atrevimiento, enojadas, los tomaban y prendían a las cuales porque ya les habían avisado y mandado que no viniesen, y viendo el capitán que eran ya en aquello rebeldes les mandó cortar las narices y atárselas al cuello, y así los enviaba atemorizados sin matar a ninguno. Viendo los indios que había ya tantos días que daban guerra de noche y de día y que no mataban a ningún cristiano, se arredraron un buen espacio del dicho cerro, y ya como cansados no daban tan recios combates como solían. Hernando Cortés, el capitán, siendo como era tan solícito y animoso, vio desde su aposento, como una legua de allí, poco más o menos, que se hacían grandes humadas, donde daban a entender que allí había mucha gente de guerra; y así se determinó, como ya los indios aflojaban, de tomar una noche con algunos soldados y seis hombres de a caballo de ir a ellos allá a la media noche con hasta cien hombres, y así concertado, venida la noche aplazada para el efecto, el capitán con sus soldados empezamos a marchar y caminar con muy mucha quietud y silencio, y a cabo de un rato que con mucho ánimo íbamos caminando, súbitamente el caballo en que iba Hernando Cortés empezó a temblar y cayó aturdido en el suelo, y el capitán, con un ánimo invencible, sin cobrar punto de turbación, no por eso dejó de caminar, antes se dio muy mucha prisa a andar y a tener compañía a los que iban a pie. Algunos hubo que le dijeron: «Señor, mala señal nos parece ésta, volvámonos». A los cuales respondió: «Yo la tengo por buena, adelante». Andando más adelante cayó otro caballo de la misma manera, y persuadiéndole al capitán la vuelta, él como magnánimo y de grande esfuerzo dijo: «Nunca plega a Dios que yo vuelva atrás, adelante». Y de esta manera cayeron todos los caballos que quedaban, por manera que con todo esto con mucho esfuerzo los animó como capitán valeroso que pasasen adelante, porque no había de parar hasta llegar a los indios y sus humos. A poca de hora que aquello pasaba, el mozo que había quedado con el caballo del capitán trujo el caballo bueno y sano en el cual subió el dicho capitán, y de esta manera trajeron los otros cinco sanos y sin mal ninguno. Visto aquello los que allí iban, recibieron mucha alegría y contento; y así llegaron donde las dichas humadas se habían hecho, que era una gran población, la cual se decía Zumpanchinco, en donde yendo como íbamos con mucho silencio los tomamos a todos durmiendo y descuidados de nuestra venida. Visto aquello por Hernando Cortés, mandó que ninguna persona tocase a ningún indio, ni hiriese a nadie, ni les hiciese otro mal ninguno, ni les tomasen maíz ni otra cosa alguna so graves penas; y así mandó cercar los aposentos donde dormían, no para más de que no se saliesen, y él entró allá dentro donde había mucha gente de guerra de los taxcaltecas durmiendo, y con algún mido que oyeron recordaron; y ya que amanecía, viendo los capitanes y la gente que allí estaba que no les había hecho ningún mal ni daño, mandolos llamar ante sí Hernando Cortés, donde vinieron mucha gente a los cuales habló con la lengua Amalinchi y Aguilar, diciéndoles cómo ya habían visto que él se había defendido de todos ellos y que a ninguno de sus compañeros ni a él habían muerto; que de ellos habían muerto muchos no lo queriendo él hacer sino que ellos mismos le habían estorbado el camino y fueron causa de su daño, «por manera que bien habéis visto la verdad, pues que os hemos tomado solos durmiendo y no os hemos querido matar ni hacer daño ninguno; y porque veáis la verdad salid por vuestro real y miradlo y volved y si alguna cosa hubiere yo os lo haré volver luego; lo que os ruego es que para mis soldados me deis algún bastimento». Los indios salieron fuera y miraron por todas partes y, como no hallaron ningún daño hecho ni tampoco ninguna gente muerta sino que todo pasaba a la letra como el capitán lo había dicho, dieron muy muchas gracias por ello; y así, viendo el buen tratamiento y voluntad que Cortés les hacía y mostraba, dieron muy mucha cantidad de maíz y aves que hubo para todo el real a donde ya Hernando Cortés se había ido, y los españoles se alegraron mucho y mataron la hambre. De manera que aquellos indios y capitanes, advirtiendo el buen tratamiento que con ellos se había usado, se partieron luego para la ciudad de Taxcala en donde dando relación a los señores y ciudadanos de lo que pasaba y de cómo no les habían hecho ningún mal ni daño, recibieron muy gran contentamiento y todos ellos juntos determinaron de ir a ver al dicho capitán Hernando Cortés y a su gente, y llevaron consigo mucho bastimento y pan hecho y frutas de las que en su tierra había, con lo cual y con sus personas se presentaron delante de Hernando Cortés y le dieron el parabienvenido, en donde todos ellos juntos le hablaron que fuese muy bien venido y que ellos no le habían dado guerra, excusándose mucho del hecho pasado y culpando a los chichimecas y otomíes, que eran sus vasallos, dando a entender que era una gente desbaratada y que ellos sin parecer suyo habían hecho aguella guerra; a los cuales el capitán dio muchas gracias por ello y les dio unos collares de cuentas con que ellos se alegraron mucho, y le rogaron de parte de los señores y ciudadanos de Taxcala que se fuese a ver y holgar con ellos. El capitán se lo agradeció mucho y determinó hacerlo así e irse con ellos. Podría haber hasta la dicha ciudad cinco leguas, el cual camino estaba todo lleno de gente y poblado, cosa que a todos nos puso muy grande admiración de ver una cosa tan grande y tan amplia población. La dicha ciudad podría tener hasta cien mil casas y, antes que en ella entrásemos, salieron los señores de ella con muchos presentes de ropa, que ellos usaban, y comida, de manera que a cada caballo ponían una gallina y su pan, y a los perros así mismo y a los tiros; por manera que fue muy grande el regocijo y contentamiento que aquellos señores hubieron con nuestra venida, y nos aposentaron muy bien en unas muy lindas casas y palacios en donde cada día daban de comer gallinas, aves y frutas, y pan de la tierra que bastaba para todo el ejército, con muy gran regocijo y alegría. El capitán Hernando Cortés les hizo una plática muy alta y muy buena, agradeciéndoles mucho su buena voluntad, dándoles a entender cómo era venido a aquellas partes por un gran rey cristianísimo para les favorecer y ayudar, y entre muchas pláticas que entre ellos pasaron dijeron que se daban por vasallos de su majestad, y que ellos le obedecerían y servirían en todo lo que ellos pudiesen. Y así cierto fue verdad, y no diré otra cosa porque ya estoy al cabo de la vida. Porque ellos cumplieron y cumplen hasta el día de hoy, porque los dichos taxcaltecas en todos los rebates y reencuentros de guerra que los mexicanos hubieron con los cristianos les favorecieron y ayudaron con todo su poder, hasta por ellos poner muchas veces la vida al tablero, como pareció después claro, por lo cual los dichos taxcaltecas merecieron mucho, y el rey nuestro señor tenía y tiene obligación de tenerlos en mucho y ponerlos en toda libertad. Estuvimos en aquella ciudad algunos días descansando y tomando reposo del trabajo pasado.
Motecsuma, señor y emperador de la tierra, sabida la guerra que con los taxcaltecas catorce o quince días había durado, concibió miedo y espanto de ver que el capitán iba encaminado a su gran ciudad, y así enviaba siempre embajadores y señores principales con presentes de collares y oro, rogándoles que no fuese a su ciudad porque estaba metida y asentada en una laguna, y que se hundirían los caballos y nosotros, persuadiéndole siempre que allá no fuese. Y así, [el] dicho Motecsuma, según pareció, tenía puesto en los caminos un gran ejército aunque no le vimos más de por relación que nos fue hecha. Sabido por Magiscacin, señor de Taxcala, y los demás señores que era a México nuestra derrota, dijeron al capitán: «Señor, no entréis en México, porque sabed que el señor de allá usa de traición y os matará, y así lo tiene determinado; por tanto, mira lo que hacéis y si mandáis, daros hemos grande ejército para que entréis». El capitán les respondió que él se lo agradecía muy mucho, y que en ello hacía muy gran servicio al rey, y que no quería llevar gente, sino poca; que le enseñasen el camino. Y así, ciertos señores y capitanes se partieron con él
Cuarta jornada
Salido Hernando Cortés capitán, con su ejército, de la ciudad de Taxcala, caminando para otra ciudad que se llamaba Cholula, ciudad grande y aliada de Motecsuma, que tendría entonces cincuenta o sesenta mil casas, todas en sí muy apeñuscadas y juntas, con sus azoteas muy buenas; esta ciudad está asentada en un sitio llano y muy grande con un río que le pasa por delante; había en ella muchas torres y muy espesas de las iglesias que ellos tenían, la cual nos puso admiración de ver su grandeza y torrería. Tenía esta ciudad continua guerra con los taxcaltecas. En medio de aquella ciudad estaba hecho un edificio de adobes, todos puestos a mano, que parecían una gran sierra, y arriba dicen que había una torre o casa de sacrificios, la cual entonces estaba deshechaJ9. Todos estos ciudadanos tenían buenas casas de azoteas y sus pozos de agua dulce. Delante, a un estadoJ6, tenía esta ciudad gran circuito de sementeras, labranzas, y eran tan guerreros que no temían a los taxcaltecas. Por manera que al tiempo que ya entrábamos en la ciudad salieron ciertos sacerdotes, vestidos a su modo, incensándonos por delante de nosotros, sin hacer razonamiento ninguno. Visto por los señores de Taxcala, dijeron al dicho capitán: «Sabed, señor, que esta manera de recibimiento es mala, y dan a entender que están de guerra, y os quieren sacrificar o matar; por tanto estad apercibido con vuestros españoles, que nosotros os ayudaremos». Y así entramos en la ciudad en unos aposentos grandes que eran de unas iglesias suyas donde nos aposentaron, en donde ninguna cosa dieron al dicho capitán y su gente si no fue cántaros de agua y leña, y los dichos taxcaltecas proveían al ejército todo lo mejor que podían. La ciudad estaba despoblada de gente; dieron a entender que lo hacían de miedo o que estaban de guerra. El dicho capitán, viendo que tan mal lo hacían y que no les daban ningún mantenimiento para su gente, mandó llamar a unos indios de aquellos que traían agua y leña y no otra cosa, a los cuales dijo por las dichas lenguas, que se maravillaba de ellos en no darle ningún bastimento para comer; que les rogaba y hacía saber que él no venía a darles guerra ni hacerles mal ninguno sino que iba su camino derecho a ver a Motecsuma a México, y que si no les daban el mantenimiento necesario les hacía saber que lo había de buscar por las casas y se lo había de tomar por fuerza; y así se lo apercibió y rogó ciertas veces hasta que se cumplieron cinco días sin dar cosa ninguna ni hacer caso de lo que el capitán les decía y rogaba.
Lo cual visto por los capitanes y nobles del ejército requirieron a Hernando Cortés les diese guerra o buscase mantenimientos para el ejército, porque padecían necesidad; a los cuales respondió, que esperasen algunos días para ver si venían de paz; pero fue tan importunado con requerimientos de los capitanes que les diesen guerra, que mandó el capitán Hernando Cortés que matasen a aquellos indios que traían agua y leña; y así los mataron, que serían hasta dos mil poco más o menos. A algunos pareció mal este mandato, porque bien se pudiera disimular y pasar. De manera que el dicho capitán y su gente se partió de esta ciudad camino de México para ir a ver a Motecsuma. Magisca4in señor de Taxcala, con otros señores, le dijeron y avisaron que no entrase en México porque era una ciudad puesta en una laguna, y que el señor de ella era cauteloso y que no guardaba palabra y que le matarían, y que de más de esto le hacían saber cómo cerca de allí estaba un ejército grande de Motecsuma para matarlos, que por tanto mirase lo que hacía; y el dicho Hernando Cortés, capitán, como hombre de valiente ánimo, todavía se determinó en seguir su jornada.
Quinta jornada
Partido el capitán Hernando Cortés con su gente, deseoso de verse en aquella gran ciudad con Motecsuma, diose mucha prisa a andar, y yendo por su camino encontró con embajadores del dicho Motecsuma que le dijeron que venían a guiarle y mostrarle el camino e irse con ellos. El capitán los recibió con buen talante y llevolos consigo, y caminando una jornada los señores de Taxcala le tornaron a avisar, porque los embajadores le llevaban y guiaban por un camino áspero, de una montaña muy fragosa en cuyas concavidades y foso estaba encubierto el ejército para matarlos, y le dijeron que no fuese por allí en ninguna manera, sino por otro camino llano que ellos le enseñarían. Y así el dicho capitán determinó dormir allí, y otro día por la mañana mandó llamar los embajadores del dicho Motecsuma, y les dijo que estaba informado cómo aquel camino por donde los guiaba no era bueno para sus caballos, que quería enviar algunos españoles con ellos para ver el dicho camino; y así se partieron a verle. Y por otra parte, el dicho capitán envió a Diego de Ordaz y a otros con ciertos principales de Taxcala a ver el camino que los dichos señores le habían dicho que era bueno; y así venidos los primeros, dijeron al dicho capitán cómo el camino era muy bueno y fragoso, y que los caballos no podían pasar. Y luego otro día, vino el dicho Ordaz, el cual dijo que venía espantado de lo que había visto; y preguntado que qué había visto, dijo que había visto otro nuevo mundo de grandes poblaciones y torres, y una mar, y dentro de ella una ciudad muy grande edificada, y que a la verdad al parecer, ponía temor y espanto. El capitán, no atemorizado de lo que había oído sino con mucho ánimo, él y los suyos se partieron con el mejor concierto que pudieron caminando poco a poco, en donde en el camino y pueblos le daban el mantenimiento necesario, de manera que ningún soldado ni otra persona era osada de desmandarse a tomar ninguna cosa ni hacer ningún desaguisado, que luego por ello no fue castigado, porque en esto el dicho capitán puso mucha diligencia y cuidado de llevar a sus soldados muy disciplinados. Y así cierto, era cosa de ver cómo todos a una mano estaban tan hermanados que no había rencillas ni motines ni otra desvergüenza alguna, antes era tanta su hermandad que no había cosa propia entre ellos sino que las cosas y bienes de los unos eran de los otros. Por manera que con todo concierto llegamos a la laguna del agua de la dicha laguna grande, a un pueblo en el cual, mucho antes que a él llegásemos, no había hombre que pudiese poner el pie en el suelo si no era coinquinándose en suciedad humana, de adonde colegimos que estaba allí, según se dijo, muy gran ejército de Motecsuma para matamos. Partidos de allí con los embajadores del dicho Motecsuma, llegamos a un pueblo que se llama Cutlavac, el cual está asentado en una parte de la dicha laguna, en medio de ella, y para entrar en él íbamos por una calzada angosta que apenas podían pasar dos de caballo, todo de puentes levadizas, en el cual pueblo se tuvo noticia y supo cómo Motecsuma había mandado que en aquel pueblo, en los patios y torres donde tenían sus iglesias y casas grandes, tuviesen mucha cantidad de comida, así de aves como de patos había muchos, y frutas, y mucho pan y maíz. Y que en apeándose y comiendo alzasen las puentes y diesen guerra, lo cual si hicieran, sin dar guerra, todos los españoles murieran aislados porque no tuvieran por dónde salir, por ser la laguna honda, y si alguno saliera, fuera luego muerto y clavado con las flechas de los indios, que con muchas canoas tenían cuajada el agua. El dicho Cortés, como hombre astuto, sagaz y valiente, puso en concierto su gente y mandó expresamente, so graves penas, que ningún soldado se atreviese a tomar ningún bastimento, ni se parase a beber, ni a otra cosa ninguna sino que con toda presteza y aceleramiento se diesen a caminar con todo concierto, porque cuando pensasen estar nosotros comiendo, estuviésemos y nos hallasen de la otra parte. Y así se hizo, que con mucha presteza nos pusimos de la otra parte y fuimos a dormir a una villa grande que se llama Estapalapa, que está junto a la lengua del agua y una legua o legua y media de la dicha ciudad de Tenustitlan, México; y luego comenzamos a entrar en una calzada por la dicha alaguna adelante, por la cual podrían caber tres o cuatro de caballos y más, holgadamente, y a trechos sus puentes de madera levadizas que se podían quitar y poner, de manera que la dicha laguna andaba tan llena de canoas cargadas de gente que nos miraban, que ponía espanto de ver tanta multitud de gentes..Y llegando más a vista de la dicha ciudad parecieron en ella grandes torres e iglesias a su modo, palacios y aposentos muy grandes. Tendría aquella ciudad pasadas de cien mil casas, y cada una casa era puesta y hecha encima del agua en unas estacadas de palos, y de casa a casa había una viga y no más por donde se mandaban, por manera que cada casa era una fortaleza. Andando más adelante, y a la entrada de la ciudad, el capitán había mandado que los soldados y gente de caballo fuesen en mucho concierto, armados con sus esquipiles de algodón; y vimos venir dos órdenes muy grandes de gente que tomaban más de dos o tres tiros de arcabuz, y todos eran señores y principales y personas, al parecer, de mucha autoridad, los cuales venían bien vestidos a su modo, arrimados todos a las paredes de las casas con grandísima composición de ojos, que no miraban a español ni a persona nacida, sin hablar hombre palabra, todos con un sumo silencio. Las azoteas de las casas estaban tan llenas de gente que ponían admiración. En medio de aquellas tan grandes dos procesiones venía aquel gran rey Motecsuma, en una litera cubierta de paños de algodón buenos, que no le podía ver nadie, y ninguno de los indios que con él venían haciéndole compañía no se atrevían a mirar la dicha litera, la cual llevaban señores principales en sus hombros; y delante de él iba un hombre con una vara de justicia en la mano, alta, representando la grandeza de este señor; detrás de él y a los lados iban otros grandes señores de cuenta. Andando más adelante, ya que llegaba el dicho Cortés obra de un tiro de piedra de él, se apeó él solo del caballo en que iba, y el dicho Motecsuma salió de la litera y echó al cuello del capitán unos collares de oro y piedras, y dicho
Cortés le echó al cuello un collar de margaritas; y con toda crianza le habló que fuese muy bien venido, que a su casa venía; y el capitán le dio las gracias por tan buen recibimiento, y así poco a poco entramos en un gran patio de muy gran circuito en el cual había unos aposentos y palacios reales donde podían caber pasados de doscientos mil hombres, aposentos muy buenos y grandes en donde en una parte de ellos se aposentaron el dicho capitán y su gente; y aquí nos dieron mucha comida de aves y pan y maíz, tanto que bastantemente se proveyó el ejército. Y Motecsuma se dio por vasallo del emperador, por ante escribano, y se asentó así que le serviría en todo como a su señor; y dijo que fuesen muy bien venidos, que a su casa venían, y que de sus antepasados tenían y sabían por lo que les habían dicho, que de donde salía el sol había de venir una gente barbada y armados, que no les diesen guerra porque habían de ser señores de la tierra. Teníanos por hombres inmortales y llamábannos teules, que quiere decir diosese, y con estas palabras y otras que callo, este gran señor se fue a otros palacios y aposentos suyos, los cuales eran de gran circuito a la redonda y cercados de agua. Estos palacios eran, como digo, grandes y cosas muy de ver, y dentro [había] muchos aposentos, cámaras, recámaras, palacios, salas muy buenas; había camas cercadas con sus colchones hechos de mantas grandes y almohadas de cuero, de lana de árboles, y sus colchas buenas, y pellones en blancos admirables y muy mejores asientos de palo hechos muy de ver, y sus esteras buenas; su servicio era grande como de gran príncipe y señor. Este señor se deleitaba en lavarse a la mañana y noche, digo, a la tarde; su ropa nadie la tomaba en las manos, sino que con otras mantas la envolvían en otras y eran llevadas con mucha reverencia y veneración. Al tiempo del lavar venía un señor con cántaros de agua que le echaban encima, y luego tomaba agua en la boca y metía los dedos y se los fregaba; y luego estaba otro con unas tobajas grandes, muy delgadas que echaba encima de sus brazos y muslos, y se alimpiaba con mucha autoridad y las tomaba sin ninguno de aquéllos mirarle a la cara, el cual luego se entraba en su sala, donde estaba en la frontera de aquella sala y a un lado de él estaba un señor y en la otra un su gobernador que gobernaba la república; con éstos hablaba. Así mismo, en la dicha sala estaban sentados de una parte y otra muy muchos grandes señores, ninguno de los cuales le osaba mirar la cara, todos sus ojos bajos con muy gran silencio.
Era aquel rey y señor de mediana estatura, delicado en el cuerpo, la cabeza grande y las narices algo retomadas, crespo, asaz, astuto, sagaz y prudente, sabio, experto, áspero en el hablar, muy determinado. A cualquiera de los soldados u otro cualquiera que fuese, cualquiera de los soldados que hablaba alto y le daba pena, le mandaba luego que saliese y fuese de allí. Tenía mucha cuenta con los que le honraban y se quitaban la gorra y hacían reverencia, a los cuales daba presentes y joyas y comida, a su manera. Su manera de servicio era muy grande, como príncipe muy poderoso, el cual, aunque estaba preso y detenido en una sala, siempre le traían de comer manjares diversos, a su modo, y lo que él comía era poco y caliente en sus braseros de carbón. Henchían toda la sala, en rengleras, de diversas aves, así cocidas como asadas y guisadas de otras diversas maneras, empanadas muy grandes de aves, gallos y gallinas, y esto en cantidad; codornices, palomas y otras aves de volatería. Otro sí, le traían pescados de río y de la mar de todas especies, así muchas maneras de frutas, así de las que se criaban allá cerca de la mar como de acá de tierra fría. La manera que traían de pan era de muchas maneras, amasado y muy sabroso, que no se echaba de menos pan de Castilla. Su servicio era en platos y jícaras muy limpias, no se servía en plata ni oro por estar como estaba detenido, que de creer es que debía tener gran vajilla de plata y oro, porque yo, andando después en la guerra, abollé platos de oro de follajes, cosa muy de ver; y digo esto que lo vi por mis ojos, porque tuve cargo de velarle muchos días. Contar otras grandezas que aquel príncipe tenía sería nunca acabar.
Diego de Ordaz con otros capitanes, subidos en las azoteas altas, viendo esta ciudad tan grande y tan fortísima, porque cada casa era una fortaleza, todas de puentes levadizas, llena aquella gran laguna de canoas y gentes que ponía espanto, el cual peligro visto, dijeron al dicho capitán que convenía mucho que este rey y gran señor ya dicho, estuviese retraído allí en un aposento grande donde estaban los españoles; el capitán respondió que no le parecía bien, especialmente habiéndose dado por vasallo de su majestad; y por esto fue requerido de los dichos capitanes y señores muchas veces, y no lo quiso hacer. Luego otro día vino una carta de Escalante, teniente que quedaba en la Vera Cruz donde se había hecho una villa, la cual nueva venía en posta, donde decía que los indios le habían dado guerra y le habían muerto un hombre; lo cual visto y oído por el capitán, dijo a los capitanes que fuesen con él y otros soldados a los palacios donde estaba Motecsuma, el cual, bien acompañado de sus soldados y cercado de sus capitanes; entró donde estaba Motecsuma, y con todo acatamiento rogó el dicho capitán a Motecsuma se fuese con él donde él estaba aposentado con sus españoles, porque no recibiría ningún mal tratamiento; el cual se disculpó y respondió, con mucha desenvoltura y ánimo, diciendo que no tenían por qué llevarle a manera de preso, pues que él les había hecho tan buen recibimiento, y él se había dado por vasallo del rey. Entonces el capitán le dijo: «Conviene que vayáis con nosotros, porque habéis dado guerra y mandádola dar allá en la mar a los cristianos que dejé en el puerto». El dicho Motecsuma le respondió rígida y ásperamente, diciendo que él nunca tal había mandado; «y porque veáis que aquello que digo es verdad yo quiero enviar ciertos capitanes de los míos por ellos, para que los traigan presos». Entonces el dicho capitán dijo: «Pues también quiero enviar con ellos otros tres de mis soldados». Y luego allí los nombró, que fueron Andrés de Tapia y yo, y otro que se llama un Valdelamar. Y así otro día por la mañana nos partimos con los embajadores de Motecsuma, y en el camino, hasta llegar adonde estaba aquel señor que había dado la guerra, había ochenta leguas poco más o menos, donde vimos y pasamos por grandes pueblos y provincias llenas de muchas gentes; y llegados al dicho pueblo, se prendió aquel señor que dio la guerra, el cual fue traído a México y, por su delito, muerto. Y luego el capitán mandó a Motecsuma se fuese con él a sus aposentos, y así lo hizo, el cual se prendió por temor grande que los españoles le tuvieron, y sin prisión ninguna lo pusieron en unos aposentos donde él se andaba suelto.
Sexta jornada
Estando las cosas en este estado, con mucho sosiego, quitados de contienda y rebato, sucedió que Narváez, persona noble, llegó al puerto con bien ochocientos hombres, poco más o menos, enviado de Cuba por el adelantado don Diego Velázquez por capitán de toda la dicha gente, en la cual armada venían muchos caballeros hijosdalgos, señores de indios, que en la isla de Cuba tenían muy buenos repartimientos; y otros que también vinieron de Santo Domingo traían muy buena artillería, escopeteros y ballesteros y muy bien armados. Decíase que venían entre ellos ciento de caballo, los cuales estaban aposentados en aquel gran pueblo de Cenpual ya dicho, donde se les hacía todo buen tratamiento, aposentados en un patio cercado todo de cúes, iglesias de los indios. Y como eran muchos, y tanta gente de caballo, y tanta artillería y munición, el capitán Narváez y los suyos tuvieron en poco al capitán Hernando Cortés y a los que con él estaban; y así mofando, menospreciándolo, se les soltaban algunas palabras contra el dicho Cortés y los suyos, dando a entender que los habían de maltratar y ser todos [nosotros] sus criados; lo cual sabido por el capitán Cortés y los suyos les dieron ocasión a que contra ellos se indignasen, y con mucha razón, porque como fuesen los primeros que hubiesen entrado en la tierra y apaciguado tan gran reino y señorío, tenían por cierto que todos habían de ser señores de vasallos y muy honrados. Visto por el capitán Hernando la gravedad de este negocio, platicolo con sus capitanes y mayores, y determinó de ir él en persona, en la dicha demanda, con la mitad del ejército, que eran trescientos hombres, y llevó ciento y cincuenta hombres que todos los más de ellos éramos mozos, mas empero isleños y usados al trabajo, y sólo el capitán iba a caballo. Partimos, pues, de México armados todos con unas armas de algodón; armados llevábamos unas picas largas tostadasó1, que había soldado que pasaba una pared de adobes de parte a parte, todos a pie sin temor ni miedo, como valiente capitán y soldados muy determinados a morir por la libertad. El capitán algunas veces nos hacía unas pláticas muy buenas, dándonos a entender que cada uno de nosotros había de ser conde, duque y señores de dictados, y con aquello, de corderos nos tornaba leones e íbamos sin temor ni miedo ninguno con tan grande ejército.
Narváez, capitán del adelantado don Diego Velázquez, supo cómo Cortés venía con poca gente, y así no podía creer sino que se le venía a dar. Y él estaba metido en el dicho patio con su artillería, y solamente había en el patio una puerta por donde habían de entrar, y en ella estaba puesta toda la artillería; por manera que caminando poco a poco el dicho Cortés con su gente, llegamos a media noche con mucho silencio y ánimo allá, en donde se trató que así como los contrarios pusiesen fuego, nos abajásemos todos de presto en el suelo y arremetiésemos al artillería, porque [con] ella tomada, todo el campo era ganado. En el camino, antes que llegásemos, estaba puesta una espía que se llamaba Carrasco, el cual era tan ligero que el dicho capitán Hernando Cortés a caballo no le pudo alcanzar, y llegó a su ejército dando voces: «¡Alarma, alarma!». Las cuales oídas por los del ejército, todos turbados, no se daban manos. Llegamos, pues, a la puerta donde estaba el artillería y antes que pusiesen fuego, todos nos echamos en el suelo, y como el artillería estaba un poco alta no pudo herir a ninguno, si no fue a uno que se descuidó en abajarse al tirar de los tiros, al cual llevó un tiro; y lo otro porque tuvieron descuido los contrarios en no atapar los tiros y habíaseles mojado la pólvora, porque aquella noche había lloviznado un poco; y así de repente con mucha presteza, ímpetu y ánimo fuimos señores del artillería, la cual se puso en cobro y con guarda. Los demás soldados, andando por el patio, a los que topaban con las picas los derribaban del caballo y se daban. Fue el hecho tan grande que cuando amaneció todos los más estaban rendidos; pero el capitán Narváez, como capitán valeroso, se defendía muy bravamente con un montante en la mano, y diciéndole los soldados que se diese, no quería, hasta que llegó uno y con la pica lo derribó y le sacó un ojo; por manera que llegó Hernando Cortés al cual se dio luego. Con ser aquel hecho tan atrevido y bravo plugo a Dios nuestro señor que no murió ninguno, y así fue preso el capitán Narváez, y le echaron unos grillos y lo pusieron a recaudo. Y luego algunos de a caballo que se habían retirado y todos los más nobles del ejército de Narváez se rindieron al capitán Hernando Cortés, el cual los recibió con mucha alegría y placer, y todos nos holgamos porque nos conocíamos, a los cuales el capitán dio noticia de la gran ciudad de México y sus ciudades. Estando nosotros en aquel placer y regocijo, Botello Puerto de Plata, montañés e hijodalgo, llamó y se llegó al capitán Cortés y le dijo estas palabras: «Señor no os detengáis mucho, porque sabed que don Pedro de Alvarado, vuestro capitán, que dejáste[is] en la ciudad de México, está en muy gran peligro, porque le han dado gran guerra y le han muerto un hombre, y le entran con escalas, por manera que os conviene dar prisa». Todos se espantaron cómo aquél lo sabía y decíase que tenía familiar.
Séptima jornada
Visto por Motecsuma, señor y rey de la tierra, la repentina partida del capitán Hernando Cortés para el puerto, dicen que mandó dar guerra a don Pedro de Alvarado, el cual quedaba por capitán con ciento y cincuenta hombres. Estando como estaba detenido, y lo tenía a cargo don Pedro de Alvarado, decían algunos que él no lo mandó sino que los suyos le quisieron sacar de la prisión; y el combate que tuvo don Pedro de Alvarado fue muy grande, porque como había vaticinado Botello le entraban ya con las escalas. Por manera que Motecsuma, como astuto y sagaz, envió y supo en breve la victoria que el capitán Hernando Cortés había habido contra su contrario, y así dejaron el combate y cesaron de nos dar guerra. Y en este entretanto el capitán con un ejército y otro caminó para México, con más de ciento de caballo y con mucha artillería y escopetería y ballestería; y así con mucho concierto llegamos a vista de México. Es de saber que como Hernando Cortés y los pocos soldados que había llevado habían acabado, y hecho una hazaña y obra tan grande, más que de romanos, iban todos muy soberbios, no atribuyendo a Dios gracias por quien a ellos les había dado tan gran honra de una tan grande victoria y beneficio; y así por esto como por lo que su divina majestad bien sabe, cuyos secretos son profundísimos, en tanto grado que la capacidad humana no los puede bien penetrar y comprender, su majestad nos castigó muy severamente aunque del todo no nos quiso perder, como se verá en lo que se sigue.
Ya que queríamos entrar en México con aquella pujanza, se juntaron ciertos capitanes y otras personas nobles, y, viendo la ciudad tan fortísima y puesta en agua, dijeron al capitán: Señor quedaos aquí en Tlacuba o Cuyoacan o en Tescuco, y envía por don Pedro de Alvarado y Motecsuma, señor de la tierra, porque estando en aquellos llanos y tierra firme, si se quisieren alzar los indios mejor nos defenderemos que no metidos en el alaguna, el cual consejo fue muy bueno y muy acertado; mas empero el capitán Hernando Cortés con demasiado ánimo nunca jamás lo quiso aceptar, sino que había de entrar. Y luego por la mañana, partidos de Tlacuba, comenzamos a entrar por la calzada de la laguna, con mucho concierto, tirando muchos tiros y escopetas, corriendo los caballos y haciendo mucho estruendo y alegría. El capitán fue aposentado en sus aposentos donde también todos fueron aposentados, y de ahí a poco tiempo todo nuestro gozo se convirtió en luto y llanto.
Dos días se pasaron en aquellos regocijos y placer. Aconteció que el capitán escribía a Escalante, su teniente, que estaba en la Vera Cruz con un hombre de la mar que se llamaba Antón del Río, el cual se ponía en la Vera Cruz en tres días, a pie. Saliendo, pues, aquel correo por los patios para hacer su mensaje y camino, halló y vio que con grandísimo sosiego y silencio los naturales de la ciudad estaban quitando las puentes y ahondando las acequias, el cual sospechando lo que podría ser, se maravilló y no quiso pasar adelante, sino turbado dio una carrera y metiose en los patios, adonde contó y dijo lo que había visto. Y luego incontinenti fue tanta la multitud de gente muy bien armada con sus armas que acudió a los patios donde nosotros estábamos, que nos pusieron muy grande alboroto y espanto, dando muy cruda y brava guerra; mas empero el capitán Hernando Cortés, magnánimo, después de haber dado orden para resistir tan gran canalla de indios, se defendía y nos defendíamos muy valerosamente. Y es de saber que había unos patios grandes, todos empedrados, y parte de calles que no había calzada de agua, y por aquí podían correr los caballos y hacer guerra y no por otra parte ninguna, porque todo lo demás era calzadas de agua en donde pasaron quince días, poco más o menos, de guerra cruel y bravosa, que así como salíamos los españoles a pelear con ellos, a su salvo ellos, fuera de las acequias y subidos encima de las azoteas, era tanta la piedra tirada con honda de una vuelta y flechas y varas a manera de dardos, que no había quien lo pudiese sufrir, porque tiraban los dardos con tanta fuerza que pasaban un caballo y un hombre si no estaban armados, y de esta manera los indios nos tenían muy gran ventaja porque peleaban a su salvo, y nosotros a muy gran peligro. El capitán y sus soldados, como valientes, trabajaban como leones por librarse de tan gran trabajo y prisa; y así en muchos reencuentros mataban muy muchos indios y morían pocos españoles, de los cuales eran heridos muchos con las varas, flechas y piedras. Trabajaban de día los españoles de ganarles algunas calles y casas fuertes que estaban en el agua, mas empero aprovechaba poco, porque como venía la noche recogíanse a los palacios donde estaban aposentados, y así daba[n] lugar a los indios a que cobrasen lo perdido y ensanchar y ahondar más las acequias. Recogidos los españoles en sus aposentos, había muchos heridos, y aquí milagrosamente nuestro Señor obró, porque dos italianos, con ensalmos y un poco de aceite y lana [de] Escocia, sanaban en tres o cuatro días, y el que esto escribe pasó por ello, porque estando muy herido con aquellos ensalmos fue en breve curado. Había mucha vigilancia por encima de las azoteas y cantones de ella, proveyéndolas de mucha guarda y defensión, porque por todas partes nos entraban. Salido y ante que saliese el sol era tan grande el estruendo y gritería de los de guerra que ponía mucho espanto y temor, y de noche y de día no entendían en otra cosa sino en echar varias por encima de la cerca de los aposentos, y piedras, por manera que por el patio no osábamos andar sino arrimados a las paredes que allí no caían; pero todo el patio estaba lleno de piedras y varas, y todavía con mucho esfuerzo salía el capitán y su gente a darles guerra a los patios. Podría durar esto trece o catorce días con sus noches, y fue Dios servido por nuestros pecados que ya no teníamos bastimentos ni agua que beber, si no era de un pozo hediondo de la misma agua salada que dentro del patio había, lo cual visto por el capitán Hernando Cortés, fue a hablar a Motecsuma y a decirle que tuviese por bien de rogar a su gente y vasallos que cesase la guerra, y así respondió: «Tarde, señor, habéis acordado, porque ya tienen elegido y hecho señor ami hermano; mas empero yo iré como me lo mandáis». Y así, el capitán, bien armado con una rodela de cuero, y Cervantes, [el] comendador, también bien armado cubierto de una adarga, tomaron a Motecsuma detrás de sí, cubierto muy bien que no le pudiesen herir, y así fueron acompañados de ciertos hidalgos y soldados y subieron a la delantera del patio, adonde está ahora aposentado el visorrey. Sucedió que la gente, que era sin cuento, fuese toda forastera y no conociesen al dicho Motecsuma. Era tanta la grita que daban que hundían la ciudad y tanta la piedra, varas, flechas que tiraban que parecía llover el cielo tanta piedra, flechas, varas y dardos. Sucedió que así como descubrió un poco la cara Motecsuma para hablar, lo cual sería a las ocho o nueve del día, que vino entre otras piedras que venían desmandadas una redonda como una pelota, la cual dio a Motecsuma, estando entre los dos metido, entre las sienes, y cayó. En este mismo día y a esta hora salió don Pedro de Alvarado, capitán, con ciertos principales y con el gobernador que gobernaba la tierra, tío de Motecsuma, con algunos españoles bien armados, y aquel gobernador empezó de hablar y decirle que cesase la guerra, y luego incontinenti sin más dilación se inclinaron sentándose de cuclillas y le obedecieron sin dar batalla ninguna, por manera que poco aprovechaba nuestra diligencia por la guerra que por todas partes andaba muy encendida y trabada, y los indios peleaban como valientes y a su salvo, porque nos tenían ya atajados y encerrados para matarnos; mas no por eso el capitán ni sus soldados perdían el ánimo. Sucedió un día que Alonso de Ávila, capitán de la guardia del capitán Herrando Cortés, se fue a su aposento cansado y triste, y tenía por compañero a Botello Puerto de Plata, el cual fue aquel que dijo al marqués en Cempual: «Señor, daos prisa, porque don Pedro de Alvarado está cercado y le han muerto un hombre». Y así como entró le halló llorando fuertemente y le dijo estas palabras: «¡Oh!, señor, ¿ahora es tiempo de llorar?» Respondióle: «¿Y no os parece que tengo razón? Sabed que esta noche no quedará hombre de nosotros vivo si no se tiene algún medio para poder salir». Lo cual oído por Alonso de Ávila se fue a Hernando Cortés y le contó lo que pasaba, pero como era magnánimo le dijo que no le creyese, que debía de ser un hechicero. Y así Alonso de Ávila dio parte del negocio a don Pedro de Alvarado y a otros caballeros capitanes, los cuales todos juntos se fueron al aposento donde estaban el capitán Hernando Cortés y se lo dijeron, de los cuales el capitán hizo muy poco caso; pero juntándose todos ellos y habiendo llamado a otros, tuvieron consejo sobre ello, y se determinaron de salir aquella noche. Y el modo que tuvieron fue que hicieron una puente levadiza de una viga ancha, y que con gran silencio por aquella viga puesta en las acequias pasasen, lo cual eran tan imposible como subir al cielo sin escalera, porque era tanta la multitud de gente que de todas partes había que en la ciudad no cabían dentro ni fuera, la cual venía muy hambrienta a comer la carne de los tristes españoles; y como ya estábamos cercados y acorralados como a hombres ya sujetados y perdidos no hacían caso de nosotros, sino en guardamos la salida, por lo cual por las azoteas y casas, de noche ponían muy muchas lumbreras de fuego y braseros para velamos y para que no nos saliésemos sin que ellos nos viesen y sin que fuésemos sentidos, y así no se podía hacer, porque era tanta la claridad que de las lumbreras resultaba que no parecía sino mediodía. Con aquella determinación los capitanes se fueron a Hernando Cortés y le requirieron que se saliese, donde no que él se quedase, porque ellos se querían salir e ir y escapar lo que pudiesen. Visto esto por el capitán Cortés, calló y concertándose con los suyos y con sus capitanes dio orden como se hiciese.
Motecsuma, herido en la cabeza, dio el alma a cuya era, lo cual sería a hora de vísperas, y en el aposento donde él estaba había otros muy grandes señores detenidos con él a los cuales el dicho Cortés, con parecer de los capitanes, mandó matar sin dejar ninguno, a los cuales ya tarde sacaron y echaron en los portales donde están ahora las tiendas, los cuales llevaron ciertos indios que habían quedado que no mataron, y llevados sucedió la noche, la cual venida allá a las diez vinieron tanta multitud de mujeres con hachas encendidas y braseros y lumbres que ponía espanto. Aquéllas venían a buscar sus maridos y parientes que en los portales estaban muertos, y al dicho Motecsuma también, y así como las mujeres conocían a sus deudos y parientes (lo cual veíamos los que velábamos en el azotea con la mucha claridad), se echaba encima con muy gran lástima y dolor y comenzaban una grita y llanto tan grande que ponía espanto y temor; y el que esto escribió, que entonces velaba arriba, dijo a su compañero: «¿No habéis visto el infierno, y el llanto que allá hay?, pues si no lo habéis visto, catadlo aquí». Y es cierto que nunca en toda la guerra, por trabajos que en ella pasase, tuve tanto temor como fue el que recibí de ver aquel llanto tan grande. Hecho esto, venida ya la noche, el capitán Hernando Cortés con los demás capitanes dieron orden cómo todos saliesen con gran silencio; mas empero, todo esto no bastaba ni era posible salir, porque la claridad de la luna y braseros de lumbre que había en las calles y azoteas lo estorbaba, y así no se podía hacer sin ser sentidos. Había muchos enfermos cristianos heridos, diose remedio como en algunos caballos saliesen dos o tres de ellos, así que apenas hubo caballos para todos. Estando en esto, ya que anochecía, se levantaron unos remolinos y torbellinos, de manera que a las nueve o diez de la noche comenzó de lloviznar y tronar y granizar tan reciamente que parecía romperse los cielos; cosa cierta, que más parecía milagro que Dios quiso hacer por nosotros para salvarnos que cosa natural, porque era imposible que todos no quedáramos aquella noche allí muertos. Llevábamos la ya dicha puente levadiza para pasar, la cual como cargaron sobre ella se quebró e hizo pedazos, por manera que cinco o seis calzadas y acequias que había de agua, bien de dos estados en ancho poco más o menos, hondas y llenas de agua, no había cómo pasarse, salvo que proveyó nuestro Señor el fardaje que llevábamos de indios e indias cargados. Aquéllos metiéndose en la primera acequia, se ahogaron, y el hato y ellos hacían puente por donde pasábamos los de a caballo; de manera que echábamos delante el fardaje, y por los que allí se ahogaban, salíamos de la otra parte; y esto se hizo en las demás acequias, donde a revuelta de los indios e indias ahogados quedaban algunos españoles. Y ya que habíamos pasado las acequias y salido con gran silencio, al cabo de la calzada estaba un indio en vela, el cual se dejó caer en el acequia, y subiose en una azotea que estaba junto al agua y comenzó a dar grandes voces y a decir: «¡Oh, valientes hombres de México!, ¿qué hacéis que los que teníamos encerrados para matar, ya se van?». Y esto decía muy muchas veces. Aquel torbellino y granizo que tengo dicho fue causa que las velas y gente de los dichos indios se metiesen en las casas a dormir y a valerse del agua; mas empero los españoles, por salvar las vidas, sufríamos todo trabajo, y así como aquella vela dio aquellas voces salieron todos con sus armas a defendemos la salida y tomamos el paso, siguiéndonos con mucha furia tirándonos flechas, varas y piedras, hiriéndonos con sus espadas. Aquí quedaron muchos españoles tendidos, de ellos muertos y de ellos heridos, y otros de miedo y espanto, sin herida alguna, desmayados; y como todos íbamos huyendo no había hombre que ayudase y diese la mano a su compañero, ni aun a su propio padre, ni hermano [a] su propio hermano. Sucedió que ciertos caballeros e hidalgos españoles, que serían hasta cuarenta, y todos los más de caballo y valientes hombres, traían consigo mucho fardaje, y el mayordomo del capitán traían mucha cantidad, el cual también venía con ellos; y como venían despacio, la gente mexicana, que eran los más valientes, les atajaron el camino y les hicieron volver a los patios, en donde se combatieron tres días con sus noches con ellos, porque subidos a las torres se defendían de ellos valientemente; mas empero la hambre y la muchedumbre de gente que allí acudió fue ocasión que todos fuesen hechos pedazos; de manera que así como íbamos huyendo, era lástima de ver los muertos de los españoles y de cómo los indios nos tomaban en brazos y nos llevaban a hacer pedazos. Podrían ser los que nos seguían hasta cinco o seis mil hombres, porque la demás muchedumbre de gente de guerra había quedado embazada y ocupada en robar el fardaje que quedaba en el agua anegado, y así unos a otros los mismos indios se cortaban las manos por llevar cada uno más del despojo; por manera que milagrosamente nuestro Dios proveyó que el fardaje que llevábamos y los que lo llevaban a cuestas y los cuarenta hombres que quedaron atrás para que todos no fuésemos muertos y despedazados. Tardamos en llegar a la torre de la victoria, que habrá hasta allí media legua, digo legua y media desde donde partimos hasta allá, lo cual anduvimos desde media noche que salimos hasta otro día, ya noche, que allá llegamos, en donde otro día por la mañana, hecho alarde de los que quedaban, hallamos que quedaban muertos más de la mitad de los del ejército, y así comenzamos a caminar, con gran dolor y trabajo y muertos de hambre, la vía de Taxcala. Los indios nos iban siguiendo aunque no muchos, porque todos se recogían para salimos al camino para acabamos a todos; y así caminando llegamos a vista de un cerro y vimos los campos de Guautitlan y Otumba todos llenos de gente de guerra, los cuales nos pusieron gran temor y espanto, y en aquel mismo cerro, que era pequeño, mandó el capitán que parase la gente y allí mandó que comiese el que tuviese qué, el cual aunque llorando hizo de las tripas corazón y nos hizo una plática y exhortación, esforzando y poniendo ánimo así a los de pie como a los de caballo como valiente capitán, el cual subido encima de un caballo hizo subir a los demás, que serían hasta cuarenta, y viendo tanta multitud de gente llamó a los capitanes, conviene a saber: a don Pedro de Alvarado, Gonzalo de Sandoval, Cristóbal de Olid con otros; y a Diego de Ordaz encargó la gente de pie, y a los de caballo Hernando Cortés repartió y dijo a cada uno que fuesen por su parte a dar en los contrarios. De artillería y arcabucería no hubo remedio, porque todo quedó perdido y nuestro Dios y Señor fue servido de aplacar su ira y sernos favorables, porque el dicho Cortés, metido entre los indios haciendo maravillas y matando a los capitanes de los indios que iban señalados con rodelas de oro, no le curando de gente común, llegó de esta manera haciendo muy gran destrozo al lugar donde estaba el capitán general de los indios, y diole una lanzada de la cual murió. Dejo de contar cómo antes que aquí llegase cayó dos veces en el suelo y se halló después encima del caballo sin saber quién ni quién lo había subido. Los demás capitanes a caballo por verse libres de la muerte que tan a ojo tenían, hacían maravillas peleando como valerosos hombres. En este entretanto, Diego de Ordaz con la gente de a pie estábamos todos cercados de indios que ya nos echaban mano, y como el capitán Hernando Cortés mató al capitán general de los indios, se comenzaron a retirar y a damos lugar, por manera que muy pocos nos seguían; y así caminando con grandísimo trabajo nos íbamos acercando a la dicha Taxcala. Visto, pues, por los mexicanos que así nos habíamos escapado, enviaron embajadores a los señores de Taxcala y a Xicutenca, capitán general de ellos, con muchos presentes y collares de oro y otras joyas de precio, con lo cual les persuadía a que salieran al camino y nos matasen; pero nuestro Señor puso en el corazón de Magiscalin, el mayor señor de los de Taxcala, aquel que antes nos había ayudado y dicho que no fuésemos a México, el cual mandó llamar al capitán general, y le dijo: «Dicho me han que has recibido presentes de los de México para que mates a los cristianos; pues sábete que yo con mi gente les tengo de favorecer y ayudar, y tú haz lo que quisieres, que delante me hallarás». Por manera que oído esto del Xicutenga, de miedo no osó ejecutar su mala intención, y el Magiscalin, dando muestras de buen cristiano, salió a recibir al dicho capitán y a su gente que venían, destrozados, heridos, muertos y cansados, al cual habló y dijo de esta manera: «Seáis señor muy bien venido, ya yo os dije la verdad cuando íbades a México y no me quisiste[is] creer. A vuestra casa venís donde descansaréis y holgaréis del trabajo pasado». Y así mandó proveer de mucho bastimento, gallinas, maíz muy en cantidad y abondoB1, con el cual los tristes españoles mataron la grande hambre que traían, y así fueron aposentados en sus aposentos y eran proveídos de lo necesario. Y otro día dicho Magiscalin vino a ver al capitán y se holgó con él, y tratando y hablando con él le avisó, y dijo: «Señor, en esta ciudad hay cuatro señores y yo soy el mayor y el más principal; soy vuestro amigo y servidor; hay otro que se llama Xicutenca, y éste es el capitán general de la provincia por ser valientísimo hombre; ha sido persuadido de los mexicanos con presentes de oro para que os maten; estad sobre aviso y velaos, porque yo os tengo de favorecer, y tened por cierto que sien algo se pudiere, que yo os tengo de favorecer». Y así reposamos quince o veinte días. Sucedió que llegó un navío al puerto, en el cual venía Juan de Burgos, que traía algunos bastimentos, con que nos regocijamos, y gente, la cual se quedó con el dicho capitán. Sucedió así mismo que ciertos españoles aportaron al puerto, desbaratados de la armada de Ayllon y de la armada de Garay, que era gobernador de Jamaica; por manera que poco a poco de estas armadas y gente que venía de las islas se rehizo de gente y de algunos caballos el capitán, y así se partió a la ciudad de Tepeaca, en donde sin guerra se dieron de paz y la obediencia al rey. Desde aquí el capitán enviaba otros capitanes con gente a apaciguar, y que dejasen la parcialidad de los mexicanos y tomasen la del rey; y así lo hicieron muchos pueblos, que sin darles guerra se daban de paz, y por los dichos capitanes y capitán eran bien tratados, los cuales no consentían que nada se les tomase por fuerza, solamente querían les diesen de comer, y esto ellos lo daban de voluntad; y de esta manera se apaciguaron muchas provincias y pueblos dando la obediencia al rey, y otros que de lejos venían ni más ni menos a darse de paz. Viendo el dicho capitán que tenía honestamente ejército para venir a dar guerra a los mexicanos, juntados sus capitanes se determinó de venir a México; y primero dio orden se cortase madera y llevasen a cuestas a la ciudad de Tescuco para allí hacer unos bergantines para poder mejor dar guerra a los mexicanos, los cuales también en este tiempo fortalecieron su ciudad, así de bastimentos como de valientes hombres, porque de todas las provincias los recogían y traían para estar apercibidos porque ya bien sabían lo que hacían los cristianos para darles guerra, y así tenían mucho número de gentes; y en las calles principales que eran la de Coyoacán y Tlacuba y Atlatelulco tenían las acequias hondas, y hechas muy grandes albarradas de esta manera: a la entrada de la calle tenían tres paredes hechas y entraban a ellas por las esquinas, por lo más angosto, y los indios, armados, por encima de las albarradas peleaban valientemente, de manera que derribada una pared y los que en ella estaban quedaban otras dos.
Octava jornada
Habiéndose rehecho el dicho capitán Cortés de gente venida de las islas, como arriba está dicho, caminó con su gente la vía de México y llegó y entró en la gran ciudad de Tescuco, la cual ciudad y señorío casi era tan grande como el señorío de México. Podría tener más de ochenta o cien mil casas, y el dicho capitán y españoles se aposentaron allí en los aposentos grandes y muy hermosos, y patios que en la dicha ciudad había, en la cual se entró sin haber guerra de la una parte ni de la otra, y fue la causa porque el señor de ella que se llamaba Quaunacuxtli y su hermano, capitán general, que se decía Istisuchitli estaban hechos fuertes en México, y lo mismo los valientes hombres de esta ciudad, a cuya causa no hubo quién diese guerra, y así no se les hizo mal ni daño, ni se les tocó en ninguna cosa de las suyas, sino fue el bastimento que de su propia voluntad daban; y luego mandó que con gran diligencia se hiciesen los bergantines para poder vadear la laguna y entrar mejor en México, y así se hizo, que en breve tiempo fueron hechos. En el entretanto puso el capitán gran diligencia en enviar capitanes a los pueblos que estaban alrededor de la laguna y de la dicha ciudad para atraerlos a que se diesen de paz, y así se dieron, aunque todos los señores y más valientes estaban en México. Hechos los bergantines, se hizo una acequia honda por un arroyo que iba hasta la laguna, y puesto en ellos mucha artillería y arcabuceros y ballesteros y marineros que remaban, envió capitanes con ellos y él se partió por tierra alrededor de la laguna y llegó con alguna gente a la calzada que llaman de Cuyoacan, y en ella se aposentó con casi doscientos hombres, poco más o menos, y en la calzada del Atlatlelulco puso a Gonzalo de Sandoval, capitán, y en la de Tlacuba puso a don Pedro de Alvarado con copia de gente e indios de Taxcala. De manera que, puesto el cerco por toda la ciudad a la redonda, con los bergantines que también ayudaban mucho por la laguna, se comenzó, se comenzó la ciudad de batir y combatió muy reciamente por agua y por tierra, y con mucha diligencia y trabajo, se trabajó, de quitarles el agua y fuente de Chapultepec, la cual por sus calzadas entraba en la ciudad, la cual por todas partes se combatía muy bravamente; de manera que de los cristianos herían algunos, y aun muchos de los indios morían en cantidad a cuchillo, y a caballo, y con tiros, y arcabuces y ballestas. Con todo esto los indios ponían sus albarradas recias y abrían calzadas y acequias y se defendían valerosamente; y en proceso de la guerra mataron algunos españoles y tomaron vivo a Hulano de Guzmán, mayordomo del dicho Cortés.
Aconteció que yendo huyendo ciertos, cayeron porque los hicieron caer los indios en una acequia en la cual murieron, y el capitán Cortés, como valiente capitán que se halló solo, los socorrió, sacando a los que podía con las manos de las acequias. A la revuelta que allí había acudieron tantos indios que echaron mano al capitán y le metían ya en el acequia para ahogarlo en el agua. Sucedió que salió del agua un soldado valiente que se llamaba Olea, el cual cortó los brazos y manos a los que le habían echado mano, y así le libró y sacó. Por manera que la guerra andaba muy trabada y recia de una parte y otra, con tener muchos de los taxcaltecas en nuestra ayuda, porque de las azoteas y casas altas nos daban gran batería haciéndonos unas veces huir y otras tomando nosotros sobre ellos. Los bergantines y capitanes de ellos y su gente trabajaban y combatían reciamente en la alaguna, que era placer verlos porque las canoas cubrían el agua, las cuales muy osadamente acometían a los bergantines; y como los españoles tomaban alguna casa o fuerte que estaban todas en el agua, luego las aplanaban y derribaban por el suelo, porque a los indios de Taxcala los hacíamos andar y trabajar en aquello, que fue causa de con más libertad hacer nuestra batalla; por manera que, peleando valerosamente con los indios, se defendían [éstos] matando e hiriendo algunos españoles. Sucedió que de los mismos indios señores que estaban dentro, visto el peligro en que estaban, y como les iba faltando el bastimento y que no tenían agua, se determinaron salirse de noche. En especial se salió Yxtlisuchitli, capitán general de Tescuco y hermano de Quaunacuxtli, señor de Tescuco, y se presentó al dicho capitán y se le ofreció con su persona y otros sus aliados amigos, prometiéndole de ayudarle a él y a los cristianos en la guerra y ser contra sus naturales; por manera que éste por ser muy valiente fue gran cuchillo para los suyos. Juntamente con éste se salió, otra noche, otro señor de Suchimilco, y Cutlavac y de la laguna, que es de creer le pesaría a los mexicanos, porque aquéllos después les hicieron crudelísima guerra con sus canoas y fueron causa o gran parte de ella para acabarse los mexicanos. Juntamente con esto fue nuestro Dios servido, estando los cristianos harto fatigados de la guerra, de enviarles viruelas, y entre los indios vino una grande pestilencia como era tanta la gente que dentro estaban, especialmente mujeres, porque ya no tenían qué comer. Y nos acontecía a los soldados no poder andar por las calles de los indios heridos que había de pestilencia, hambre y también viruelas, todo lo cual fue causa de que aflojasen en la guerra y de que no peleasen tanto. Mas empero, aunque se iban retrayendo y se metían en algunas casas fuertes en la alaguna, siempre llevábamos lo mejor, y de esta manera hubo lugar que la gente de paz que nos ayudaba, derribase y echase por tierra las casas y edificios, que fue causa de que se ganase toda la ciudad, porque por aquí podían los españoles correr con sus caballos. Los mexicanos se retrajeron, a manera ya de vencidos, en unas casas fuertes en el agua, y aquí, como había gran cantidad de mujeres, armáronlas a todas y pusiéronlas en las azoteas, en donde peleando y espantados los españoles de ver tanta gente de nuevo, matando de ellas los españoles conocieron y vieron cómo eran mujeres, y dándoles grita y voces quedaron algo desmayados ellos y ellas. El capitán Hernando Cortés y Alderete, el primer tesorero del rey, y un Orduña que venía por escribano y otros caballeros, se llegaron a la casa fuerte donde se había recogido ya Quautemus, que era señor mancebo de hasta diez y ocho años, valeroso y valiente por su persona, al cual le fue dicho que pues ya no tenía dónde se meter, que se diese, que el rey le perdonaba y que le haría muchas mercedes; el cual respondió con niucha presunción y poca vergüenza: «No me quiero dar, que primero os tengo de matar a todos». Y así de noche nos volvíamos a reposar al real.
Otro día de mañana después de lo dicho, comenzaron otra vez de nuevo a pelear, y fue requerido el dicho principal, y tampoco se quiso dar; pero este día que le fue hecho el requerimiento, y otros dos días antes, las mujeres y niños se venían a entregar y dar a los españoles viéndose ya perdidos. Guatemusa se metió en una canoa chiquita con un solo remero, y acaeció que, como era de noche, fue a topar con un bergantín del cual era capitán García Holguín, el cual lo prendió y se lo presentó al capitán Hernando, que fue causa de que se reconciliase con él, porque no le tenía buena voluntad. Esto hecho, se tomó y sujetó la casa donde el Guatemusa se había hecho fuerte, donde se hallaron mucha cantidad de oro y joyas y otros muchos despojos; de aquí sucedió que los taxcaltecas que nos ayudaban en la guerra y los que salieron de su ciudad, como sabían las entradas y salidas, se fueron ricos con los despojos que tomaron a sus casas; y esta casa se ganó y tomó día de San Hipólitoe; y así cesó la guerra de la ciudad, y nos salimos y aposentamos en los aposentos reales. Fue requerido el capitán que poblase en Tlacuba o en Cuyoacán o en Tescuco y nunca quiso.
Acabada la conquista de México, dio orden el capitán Hernando Cortés en que se quedasen allí en México los españoles, en donde en breve tiempo se comenzó a edificar una muy linda y gran ciudad, cual es la de México; y de ahí a pocos días mandó el capitán a don Pedro de Alvarado con alguna gente que fuese a poblar a tierra de Guasaca, en donde pobló una ciudad que se llama Guasaca, y a los soldados les dio repartimientos; y de allí le mandó pasar a tierra de Guatimala en donde pobló y alcanzó del emperador ser adelantado de ella. Así mismo envió a Gonzalo de Sandoval, capitán excelente, con cierto número de gente a poblar la tierra que dicen de Medellín, en donde se dieron bien cien repartimientos; y luego envió otro capitán que se llamaba Villafuerte a poblar a Qacatula con otros ciertos soldados, en donde les dieron repartimientos; y a los demás españoles que quedaban se dieron repartimientos en México y por su redondela. Así mismo, el capitán Hernando Cortés, con ciertos soldados y número de gente, se partió a la conquista de Pánuco, la cual ganó, y todos los demás se le dieron de paz, donde dejó poblada una villa y dio repartimientos a los que en ella quedaban. De ahí a pocos días, hizo una armada de ciertos navíos y envió con cierto número de gente y soldados, por capitán, a Cristóbal de Olid y mandole que poblase la tierra de Yucatán, el cual después de haber ido se levantó con la tierra y se alzó con ella. Túvose modo y manera cómo envió Hernando Cortés a ciertos hombres, personas de bien y nobles, y a dos compadres del Cristóbal de Olid, los cuales, estando comiendo con él a la mesa, lo mataron.
El capitán Hernando Cortés, movido con pasión o enojo que le cegó, se determinó de ir por tierra con los mejores soldados, y llevó juntamente consigo los señores de la tierra, por manera que casi no dejó ninguno en la ciudad de México sino pocos, y ésos, mercaderes y hombres que no sabían de guerra. Fue causa que él casi se perdiera y que toda la gente que en México quedaba muriera, porque el Guatemus, señor de la tierra, astuto, sagaz y valiente, que llevaba consigo, aunque mozo, tenía una noche concertado con todos los suyos de tomar los frenos de los caballos y las lanzas y matarlos; pero nuestro Señor lo libró, porque se vino a saber la conjuración que estaba hecha, la cual [fue] descubierta y sabida, [y] los malhechores fueron castigados y muertos por ello. Dejó al tiempo que se partió el capitán Hernando Cortés para Yucatán a gobernadores en su lugar, al tesorero Alonso de Estrada y al contador Albornoz, y desde Guahaqualco, temiéndose de ellos, envió secretamente al factor Gonzalo de Salazar y a Chirinos, veedor, diciendo que, si por ventura se quisieran alzar el dicho tesorero y contador, tomasen ellos la voz por el capitán Hernando Cortés; mas empero, ellos como bulliciosos se entrometieron en alzarse por el rey sin que el contador y tesorero hubiesen intentado cosa ninguna, pero ellos queríanse alzar por el rey. Sucedieron de aquí grandes males, porque a unos ahorcaron y a otros azotaron y a otros afrentaron malamente. En este medio tiempo aconteció que, sabidas por el emperador estas novedades, envió a Luis Ponce por gobernador o pesquisador, y traía por su alcalde mayor a Luis Ponce, digo a Marcos de Aguilar. También mientras el capitán Hernando Cortés andaba por allá, Nuño de Guzmán acá en México fue gobernador acá en México, y como no estaba bien con el dicho Cortés le quitó muchos indios y los dio a quien él quiso, y en particular le quitó a Cuaunavac y lo dio a Villarreal, el criado de Hernando Cortés. A este Nuño de Guzmán le envió el rey por gobernador a Jalisco y a conquistarla. El capitán Hernando Cortés se volvió desde Cuba, se tornó a embarcar para esta tierra porque cuando fue a las Hibueras fue a portar a Cuba, y así no pudo volver por tierra. Y estando el dicho capitán Cortés en Pánuco le hizo el emperador gobernador de toda la Nueva España, y así vuelto a México la gobernó, donde su majestad le hizo mercedes y marqués del Valle.
Es de saber que la causa principal de esta armada para la conquista de esa tierra, fue don Diego Velázquez gobernador y adelantado que era de la isla de Cuba, que residía en la ciudad de Santiago, la cual encomendó a Hernando Cortés y le hizo capitán; mas empero, Hernando Cortés puso mucha diligencia y cuidado en buscar dineros prestados entre sus amigos, y buscó y allegó más soldados que el adelantado don Diego Velázquez le había dado, y así mismo buscó bastimentos, tocinos y cazabe, y otra carabela y navíos, con que hizo bien su armada. El emperador penitus ninguna cosa puso ni gastó en esta armada, más de que sus oficiales en Cuba metieron en ella espadas, puñales y otras armas, aceite, vinagre, camisas, por manera que le hicieron mercader, y a los soldados que iban en la dicha armada, si tenían necesidad de espadas, puñales, quesos, bastimentos y de lo demás que había menester, se les vendía por muy mayores precios que les había costado. Y el rey se hizo pago de los conquistadores al tiempo que iba a fundir algún oro, porque se lo quitaban todo, por donde digo que el menor de los conquistadores mereció ser muy galardonado, pues que a su costa y mención dieron al rey un mundo tan grande como éste, así que el menor de todos ellos mereció muy mucho y todos los más quedaron perdidos.
Hecha relación en breve de las cosas que con verdad, en la toma de esta tierra, pasaron y de la muchedumbre de gente que en ella había, contaré de lo mejor de ella, desde Guahaqualco hasta la Vera Cruz, que serán sesenta leguas y desde allí hasta Pánuco, que es lo que anduve. Hay en esta costa [de] la Vera Cruz grandes provincias, de las cuales contaré las mejores y dejaré otros pueblos.
Primeramente está a siete o seis leguas de la mar una provincia muy grande, la cual se dio a Gonzalo de Sandoval en repartimiento, que vino a poblar esta tierra [como] segundo capitán, el cual fue informado de indios que era gran señorío, tan grande como Tescuco. Era abundantísima de ropa y cacao, y oro, pescado y otros muchos mantenimientos; podría tener toda ella ami parecer, y a lo que los indios me dijeron, ochenta mil casas, poco más o menos, y tiene ahora doscientas casas y aun no hay tantas.
Cerca de ésta, a ocho o nueve leguas, estaba otra muy grande, casi tan grande como ésta, en la cual en los sujetos de ella se dieron veinte repartimientos, poco más o menos, porque los visité yo. Cerca de ella estaba otra grande que se llama Tlatletelco; podría tener más de veinte mil casas y no tiene ahora doscientas. Adelante de ésta estaba otra que se llamaba Secotuxco, llena de mucha gente. Más abajo, a la costa, estaba Tlapaniquita Cotaxtla, provincias de mucha gente y de mucho número de casas, y ahora no hay nada. Más adelante está la provincia de Sempuala, ya dicha, que en el casco de ella se hallaron veinte mil casas y ahora no tiene veinte casas. Dejo de contar villas, aldeas y otros muchos pueblos arrimados a la sierra, y de ellos puestos en la sierra, de los cuales ha quedado alguna gente por ser tierra templada y fría, pero lo demás de la costa toda está ya despoblado. De aquí adelante, hasta Pánuco, podrá haber hasta cincuenta leguas. Había así en la costa, como desviados de ella, muy grandes villas, poblaciones y provincias, todas muy llenas de gente, muy pobladas; muy grandes poblaciones y muy lindas al parecer, llenas de frutales, y ahora está todo desierto y con muy poquitos indios. Lo bueno que hay ahora en la tierra está en tierra fría, como es la provincia de Taxcala que tiene mucha gente, mas no tanta como solía tener; están en ella poblados algunos cristianos. La ciudad de Chulula tendrá ahora hasta diez o doce mil tributarios; pasaba de más de cien mil. Tepeaca, población muy grande, tiene al presente harta gente, mas empero no tanta, con gran parte de la que solía; y así de todas las demás provincias. La ciudad de Guaxosingo tendrá hasta diez mil tributarios, poco más o menos, solía ser mayor que Cholula. Tescuco, provincia y señorío muy grande por sí, no sujeto a los mexicanos, tenía mucha tierra y mucho sujeto; ha venido en grandísima disminución, en el cual hay también poblados españoles. En México han quedado muy poquitos indios en comparación de los muchos que solía haber. Chalco fue también provincia muy grande, y desde el principio sujeta al rey, y muy amigos de los españoles también. Tlacuba fue también, cuando vinimos a la tierra, señorío por sí, a quien obedecían los otomíes, muy muchos pueblos y provincias buenas. La ciudad de Suchimilco solía ser muy gran provincia, y en el tiempo de ahora si tiene diez mil casas o doce mil es mucho. Cuyoacán es buen pueblo y villa grande. Hay otras muchas villas y poblaciones muy grandes, a quien el marqués Hernando Cortés pudiera repartir y dar grandes provincias a los que le ayudaron a ganar tanta tierra, la cual y las cuales provincias se dieron a muchas personas que nunca oyeron grita ni guerra, porque el menor de los que pasaron con él merecía mucho porque trabajó mucho y a su costa y mención y no de la del rey.
Quiero contar y decir un poco de lo mucho que vi, de las maneras que esta gente tenía en adorar y reverenciar a sus dioses y sus ritos.
Digo, pues, que yo desde muchacho y niño me ocupé en leer y pasar muchas historias y antigüedades persas, griegas, romanas; también he leído los ritos que había en la India de Portugal, y digo cierto que en ninguna de éstas he leído ni visto tan abominable modo y manera de servicio y adoración como era la que éstos hacían al demonio, y para mí tengo que no hubo reino en el mundo donde Dios nuestro Señor fuese tan deservido, y adonde más se ofendiese que en esta tierra, y adonde el demonio fuese más reverenciado y honrado. Tenían estos naturales templos muy grandes, todos cercados con grandes almenas, y en otras tenían aquella cerca de leños, uno sobre otro, todo en circuito, y de allí ponían fuego y sacrificio. Tenían grandes torres y encima una casa de oración, y a la entrada de la puerta, un poco antes, tenían puesta una piedra baja, hasta la rodilla, en donde o a mujeres o a hombres, que hacían sacrificio a sus dioses, los echaban de espaldas, y ellos mismos se estaban quedos, adonde salía un sacerdote con un navajón de piedra que casi no cortaba nada, hecho a manera de hierro de lanza, y luego con aquella navaja le abría por la parte del corazón y se lo sacaba, sin que la persona que era sacrificada dijese palabra; y luego al que o a la que eran así muertos, los arrojaban por las escaleras abajo y lo tomaban y hacían pedazos, con gran crueldad, y lo asaban en hornillos y lo comían por manjar muy suave; y de esta manera hacían sacrificios a sus dioses. El dicho sacerdote tomaba el corazón en la mano y entraba en la casa de oración donde estaban puestos ídolos, así de piedra como de madera, con su altar; y de esta manera, con la mano ensangrentaba a sus ídolos y a las esquinas de la dicha casa de oración, y luego salía al oriente, donde salía el sol, y hacía lo mismo, volvíase también al occidente y septentrión y mediodía y hacía lo mismo; estos sacerdotes hacían grandísima penitencia porque se sangraban de la lengua y de sus brazos y piernas, y de lo que Dios les dio, hasta desangrarse, y con esta sangre sacrificaban a sus dioses. Andaban muy sucios, tiznados y muy marchitos, y consumidos en los rostros. Traían unos cabellos muy largos hasta abajo trenzados, que se cubrían con ellos, y así andaban cargados de piojos. No podían llegara mujeres, porque luego eran muertos por ello. Andaban de noche, como estantiguas en romerías, en cerros, donde tenían sus cúes e ídolos, y donde había casas de su oración.
Toda la gente, así principal como plebeya, que entraba a hacer oración a sus dioses, antes que entrasen, en los patios se descalzaban los cacles, y a la puerta de las iglesias todos ellos se sentaban de cuclillas, y con grandísima reverencia estaban sollozando, llorando y pidiendo perdón de sus pecados. Las mujeres traían pan, cajetes de carne de aves; traían también frutas, papel de la tierra, y allí unas pinturas. Tengo para mí que pintaban allí sus pecados. Era tan grande el silencio y el sollozar y llorar que me ponían espanto y temor; y ahora por nuestros pecados ya siendo cristianos vienen a las iglesias casi todos o muchos de ellos por fuerza y con muy poca reverencia y temor, parlando y hablando, y al mejor tiempo de la misa saliéndose de ella y del sermón, por manera que en sus tiempos había gran rigor sobre guardar la honra y ceremonias de sus dioses y ahora no tienen miedo ni temor ni vergüenza. Pudiera decir muy muchas particularidades y cosas de aquéllos, pero por no ser prolijo y porque basta lo dicho, dejo de decirlo.
Soli Deo honor et gloria
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