Narración primera
Cristóbal Colón, genovés natural de Saona, fue hombre de alto animo, escogido de Dios para que diese pasada a su santa ley por el mar Océano a otras gentes que nunca la conocieron o la tenían ya olvidada. Éste, con espíritu de Dios, que ya lo regía, poco ejercitado en letras y mucho en el arte de navegar, vino a Portugal, do un su hermano pintaba las imágines del mundo que los marineros usan, y aprendió de él lo que por la pintura se puede enseñar. Fue después de allí a las islas de las Azores, por ver otras que en tiempos claros cercanas parecen y desparecen acometidas, con esperanza de poder navegar a ellas, si primero de lejos les considerase el sitio. Esto probó muchas veces en vano, como otros antes y después han hecho, porque, según bien después se ha conjeturado, es algún vapor que en forma de isla se ayunta, cual es otro que cerca de Osuna en un valle muchas veces se muestra a manera de ciudad. Pero en esta consideración, puesto en el fin del mundo que entonces era, cobró deseo de ver qué había en el occidente y esperanza de descubrir cosas nuevas si fuese allá. Para esto no tentó la voluntad del rey de Portugal, que todas sus naves entonces ocupaba en la navegación de Guinea, que poco antes por su mandado se había descubierto, sino requirió con esta su demanda a los reyes de Castilla, don Fernando sexto y doña Isabel, los cuales, ocupados en la guerra de Granada, para la cual todo su poderío habían menester, no querían tomar otra empresa, principalmente incierta. Pero, porque los grandes propósitos para alcanzar su fin menester han perseverancia, según que han de pasar por muchas dificultades, Colón, que esto miraba, no desamparaba su recuesta, antes tanto más ahincaba cuanto tenla más estorbos, menospreciando las cobardías de viles hombres, que le amenazaban con peligro, y las opiniones de rudos, que le ponían impedimentos, y el escarnio de muchos, que lo tenían por vano. Y, habidos para su demanda favores del arzobispo de Sevilla, don Diego de Deza, y de Hernando de Zafra, secretario del rey, y de otros algunos grandes, como por grados subiendo, alcanzó la voluntad de los reyes. Y con esto, prometiéndoles crecimiento de la fe y verdad cristiana, de cuya prosperidad los conocía muy deseosos, y juntamente grandes señoríos y ornamentos de sus reinos, mandaron los reyes, teniendo real sobre Baza, que en Cádiz se armasen dos carabelas y una nao, y en ellas cuatrocientos hombres, todos so el gobierno y mandado de Colón.
Partieron éstos de Cadiz mil y cuatrocientos y noventa y tres años después del nacimiento de Cristo, en el mes de setiembre, con mayor confianza que tuvo Hércules y, dejando atrás los fines que él puso, navegaron treinta días al occidente, inclinando un poco el camino al mediodía. Al fin de los cuales, ya con menos provisión para tomar que la que yendo habían gastado, los compañeros de Colón comenzaron a temer de hallarse en tan gran piélago pobres de mantenimientos y apartados de socorro, y así con todo rigor y rencilla estorbaban el camino y demandaban tornada, porque tan grande empresa no la cumpliese sino quien por grande ánimo la mereciese, cual era el de Colón, que, injuriado de sus compañeros, fue templado y, entre sus amenazas que de muerte le hacían, les osó prometer que el día siguiente verían tierra. El cual venido, les descubrió montes de lejos en la nueva tierra que deseaban.
Entonces los compañeros de Colón mudaron la tristeza en alegría, y el miedo en esperanza, y las injurias en alabanzas de Colón maravillosas, que osó pasar los mares que nunca ojos de hombres habían antes visto y había dado principio a tan gran conversación de gentes como de ahí adelante esperaban que sería. Así reformados los ánimos de todos, antes que a tierra decendiesen, descubrieron seis islas y miraron sus costas: dos de ellas, las mayores, cuyos nombres antes eran [... ], nombraron Española y Joana. Son todas debajo el camino que el Sol hace cuando es a nosotros más cercano. Y siguiendo la costa de Joana, no hallando fin después de ochenta leguas que andadas tenían, pensaron que fuese aquél el fin de Asia. De ahí vientos contrarios que los fatigaban hicieron que tomasen a la Española, y, siguiendo su lado, que es al norte, la nave hirió una peña cubierta, do pereció, mas con socorro de las carabelas se salvó la gente.
Entonces vieron en la ribera mucha gente lora y desnuda, que se había allí ayuntado para ver nuestras naves, que de las suyas en forma y grandeza son muy diferentes. Los nuestros bajaron por haber de ellos entendimiento de sus cosas y reparo para las naves, pero ellos, amedrentados de los caribes -otras gentes comarcanas que los matan y los comen, pensando que los nuestros fuesen tales, juntos en una huida se fueron a los bosques más cercanos, y los nuestros en seguimiento de ellos. Sola una mujer alcanzaron, la cual según nuestro uso vistieron y trataron según pudieron más humanamente, y enviáronla a los suyos, que les llevase esperanza de buena conversación y les quitase el temor con que habían huido. Poco después, por estas señales de mansedumbre, vinieron todos a contratar con los nuestros y les hacer parte de sus bienes y ayudarlos a salvar lo que pudiesen de la nave perdida, en que andaban ocupados. Mas los nuestros, mostrando pobres mercadurías de bien parecer, descubrían el oro que en la isla había, las cuales viendo aquellas gentes, que por falta de artes que en ellas hay mucho estimaban, trocaban todo el oro que haber podían por aquellas cosas que para el mirar eran más deleitables o para el uso más provechosas. De esta manera aquellas simples gentes mostraron abundancia de oro tanta, que la sed de la avaricia tomaron en rabia, que después los destruyó.
En este trato ocupados los compañeros, Colón consideraba diligentemente la manera de aquellas gentes lo mejor que podía, según el tiempo y la falta de intérpretes lo sufrían, y conoció por señales que había en aquella isla reyes que la gobernaban, uno de los cuales era presente. La lengua de todos, según su manera, era clara y bien proferida. En sus costumbres, poca corrección y disciplina y mucha mansedumbre. Todos a ocio acostumbrados y a deleites de la vida, cuya religión entonces Colón no pudo conocer. Letras ningunas tenían, y por leyes guardaban sola la costumbre. Por falta de hierro y poca necesidad, en que el abundancia y templanza de la tierra los ponía, usaban pocas artes. Las que eran menester trataban con piedras agudas, con que hacían cosas de madera admirables y barcas de una pieza, cavadas en troncos de árboles tan grandes que cabían algunas ochenta hombres. Labraban también asientos y otras cosas. Usaban en guerra arcos con que tiraban cañas agudas empozoñadas, y para el cuerpo ninguna defensa. El oro entre ellos era de poca estima: usábanlo principalmente en sarcillos y argollas que ponían en las narices, y sortijas y manillas algunas, y semejantes cosas de ornamento vano. Preguntados dó lo cogían, dijeron que fuera de aquella provincia, entre las arenas de los ríos, como después los nuestros hallaron verdad.
En la isla no había animales otros de tierra sino conejos de tres maneras y serpientes sin ponzoña, pero aves muy diversas, y entre ellas gran multitud de papagayos y maneras muchas de ellos. Había ánsares y tórtolas, ánades, palomas y otras muchas. Había árboles muchos, pero ningunos semejantes a los nuestros, sino pinos y palmas altísimas. Era el mantenimiento de aquellas gentes raíces en forma de nuestros nabos, que dicen ages, por pan y panizo alguno, pescado en abundancia y carne poca, la cual falta hizo caer a mucha de aquella gente en vicio de comer hombres.
Pues estas cosas así consideradas, preguntando Colón qué gentes les eran comarcanas, dieron en sus señas a entender que al mediodía había hombres muy malos, valientes, robadores y matadores, que se mantenían de carne humana y perseguían a aquellas islas, do ellos vivían en mucha paz y contentamiento no siendo de ellos perturbados. Éstos nombraban caribes, que, aunque eran codiciosos de la carne humana, no comían las mujeres: tanto es poderosa la ley de natura que encomienda las mujeres en el amparo de los varones, que aun aquellas fieras gentes, que otra ley ninguna guardan, ésta no quisieron quebrar.
Pues, habida información de aquestas cosas, Colón trató amistad en todas las maneras que mejor la pudo afirmar con Guacanarillo, rey de aquellas gentes, y en una fuerza que mandó hacer de madera cercada de cava le dejó encomendados treinta y ocho hombres españoles, los cuales quiso que allá quedasen, para que mejor manera hobiese cuando él tomase de ayuntar conversación. Por la cual mesma causa trujo consigo diez hombres de los de allá, que, aprendiendo nuestra lengua, pudiesen después ser intérpretes. Y habidas muestras de todas las cosas preciosas que en la isla conoció, tomando con próspero viento, la una carabela por error del piloto aportó a la Ruchela en Bretaña, como acontece a aquéllos que las muestras del aguja no emiendan con el altura del Polo. Mas Colón, que de estos usos era bien sabido, aportó a España, do fue recebido por los reyes con mucho honor y con grande admiración de todos.
Narración Segunda
Los reyes, agradeciendo el gran servicio que de Colón habían recebido, quisieron que fuese almirante de toda su navegación y mandaron adornalle tres naves y quince carabelas, y en ellas mil y docientos peones armados y algunos a caballo, y con ellos todos los artífices que para el edificio y uso de una ciudad es menester. En aquellas naves iban todas las simientes de yerbas, plantas y animales que nosotros más usamos, para que en aquella tierra estraña se multiplicasen y fuese codiciosa a nuestros navegantes, si en ella el oro algún tiempo hobiese fin. Colón entonces, con otros muchos hombres de autoridad -que le siguieron movidos de ver las novedades grandes que él en España había contado-, partió de España año siguiente de la primera navegación, a mezclar el mundo y a dar a aquellas tierras estrañas forma de la nuestra.
Y llegado a la isla del Hierro, partiendo de ahí al occidente, más inclinado al mediodía que primero por descubrir las islas de los caribes, después de veinte y dos días con próspero viento que siempre tenían, vieron una isla poblada de árboles y desierta de gente, y tan poblada estaba de árboles, que muy poco suelo era descubierto. Pusiéronle Dominica por nombre y, siguiendo su navegación, poco después vieron lejos un monte alto, do guiando su camino hallaron una isla, la cual por relación de los intérpretes que el Almirante tenía supieron que era morada de los caribes. Y en ella vieron muchos pueblos pequeños, entonces desiertos de sus moradores, que por miedo habían huido de los pueblos, sino treinta muchachos y mujeres que huyeron a los nuestros por ampararse, según decían, de aquellas gentes que los habían preso en otras islas, a los muchachos para comerlos y las mujeres para perpetua servidumbre. Por información de los cuales supieron que los caribes, con esta sed de la sangre humana, en sus barcas de un leño navegaban más de trecientas leguas.
Después que más los nuestros se acercaron a aquellos pueblos, vieron puestas las casas en cerco y el espacio de en medio vacío, do era su ayuntamiento y conversación, como en la plaza. En medio de la comarca de todos había una casa más grande que las otras y más adornada, do solían ellos celebrar sus fiestas. Son todos sus edificios de madera, cubiertos de hojas de palma y de otros árboles que para esto son buenas. A una punta de arriba fenece el edificio. En las casas había poco ornamento. Las camas eran tejidas a manera de red y colgadas con cuerdas de algodón, de que tienen abundancia. En el lugar de acostarse había cosas blandas. Vasos de tierra cocidos tenían para todos usos. Las viandas que para comer en el fuego habían dejado eran ánsares y papagayos y carne humana en asadores. En los lugares do guardaban sus cosas de más precio hallaron huesos de hombres muchos, cuyas pequeñas piezas aguzaban y enjerían por hierros en sus saetas. Así que en los cuerpos de los hombres han mantenimiento y armas aquellas gentes, que se apacientan en la representación de su muerte, diferentes de las bestias solamente en ser a los de su naturaleza más crueles.
Estas cosas ya vistas, anduvieron parte de la isla, muchos ríos y hermosos campos y cosas otras de deleite. De do tomando, dio el Almirante muchos dones a las mujeres que del cautiverio de los caribes habían habido y mandóles ir a donde pensasen hallarlos, para que a ellos fuesen muestra de la humanidad de los nuestros y su manificencia, en cuya confianza osasen los caribes venir. Cumplieron ellas el mandado con diligencia, y el día siguiente muchos de ellos vinieron a vista de las naos, do, ayuntados un poco en reposo, huyeron todos a unos valles de boscajes que cerca había, conociendo bien que a todo el género humano tienen merecido odio y deseo de venganza, aunque, si abundancia tenían de oro, todas sus culpas pudieran redemir.
Pues partiendo el Almirante de esta isla, que antes se decía Caracueria, le puso por nombre Guadalupe, por semejanza que con el monte nuestro de Guadalupe tiene. Y pasando por otras muchas islas, do no decendió por no alongar el deseo que sus compañeros pensaba que ternían de él en la isla Española, vieron una de ellas (...) en grandeza que las otras, do los intérpretes les dijieron que moraban solas mujeres, a las cuales iban los caribes cierto tiempo del año que constituido tenían. Y si antes o después de hombres son acometidas, métense en cavernas que para esto hacen en tierra y defiéndense con saetas, que muy ciertas saben tirar. Los hijos crían hasta que convalecen, y después los envían a sus padres, y las hijas retienen consigo. A esta isla dicen Matininó.
Cerca de ella vieron otra, cercada de altos montes. Supieron de los intérpretes que era rica y muy poblada. Ésta nombraron Monserrate. De ahí pasando por otras muchas islas, puso nombre a la Redonda y a Samartín y el Antigua. Decendió después para haber agua en Ayay, isla que él nombró Santa Cruz, do en la costa vieron cuatro mancebos y cuatro mujeres que por lágrimas y señas demandaban socorro a los nuestros, y, después entendidos de los intérpretes, supieron de ellos que aquella isla era de los caribes, cuyos eran prisioneros, los cuales con miedo de los nuestros habían huido. Pero después vieron de las gavias una barca venir por la mar, que, siendo más cercana, conocieron ser de caribes, do venían ocho varones y mujeres otras tantas. Una de ellas era señora a quien todos acataban, y uno de los mancebos su hijo. Todos mostraban bien en el gesto las costumbres que usaban, según eran feos y fieros. Los nuestros les acometieron en un esquife, y ellos todos se defendieron con saetas empozoñadas de tal manera, que una mujer mató a uno de los nuestros e hirió otro. Viendo este peligro en su tardanza, fueron los nuestros con tal ímpetu a la barca de los enemigos, que del encuentro la anegaron. Mas no por eso ellos perdieron la voluntad y confianza que tenían de defenderse, antes nadando tiraban con sus arcos como si en firme estuviesen, y así todos se ayuntaron en una peña que las aguas cubrían, donde, combatidos de los nuestros con mucha fuerza y diligencia que para ello pusieron, murió uno de ellos y fueron los otros presos, y entre ellos el hijo de la señora, herido en dos lugares. Y después que fueron puestos en la nave del Almirante, estaban con más ferocidad en la prisión que en libertad tenían.
Luego los nuestros desampararon esta tierra, y después de poco camino vieron tan gran multitud de islas, que con dificultad se podía poner discrimen entre ellas. Algunas parecían estériles, y otras hermosas y de otras muchas maneras variadas, en las cuales ni consideraron número, ni decendieron los nuestros, por el peligro que había de navegar entre ellas, principalmente conmovido el mar como entonces estaba. A esta causa ninguna nombraron, mas al sitio de ellas llamaron Archipiélago. Y de ahí navegando llegaron a Burinechia, isla que llamaron de Sant Juan, fértil y muy poblada, do era un rey que toda la gobernaba, muy obedecido de su gente. Son éstos grandes enemigos de los caribes, de quien son muy perseguidos, mas, si son alguna vez vencedores, toman de ellos conforme venganza a la injuria que reciben: mátanlos uno a uno y cómenlos, siendo los otros presentes, porque en vida vean lo que de ellos ha de ser después de muertos. Y así todas aquellas gentes de occidente, o por hambre o por venganza, no aborrecen la carne humana. De esta isla decían que eran muchos de los que los nuestros libraron del poder de los caribes. Y siendo de noche, dos mujeres y un mancebo huyeron de las naves y se fueron a su tierra, con amor de la cual quisieron más otra vez entrar en el peligro de ser presos y comidos que con los nuestros tener seguridad.
El día siguiente decendieron los nuestros por agua a la isla, y no hallaron sino una casa principal y doce menores que la cercaban, desiertas todas de muchos días antes. Creyeron que por miedo de los caribes, a cuyo primer acometimiento estaban éstos. De ahí navegando al occidente llegaron a la Española, con gran deseo de recrear los compañeros en comunicación de sus amistades y nuevas de España, y con reparo de sus faltas y galardón de sus trabajos.
Narración Tercera
Habiendo ya llegado el Almirante a Xamaná, región do reinaba Guacanarilo, mandó que soltasen uno de los intérpretes que consigo de aquella tierra había traído, para que de su llegada y nuestras costumbres y cosas de España hiciese relación entre aquellas gentes, por lo cual esperaba ser más acatado y temido, después que conociesen el poderío de nuestros príncipes y la muchedumbre de nuestras industrias por testimonio de sus naturales, y consigo retuvo dos para declaración de sus contratos con aquellas gentes. Los otros eran ya muertos por la mudanza de aire y viandas. Mas éstos que consigo tuvo, habiendo tiempo oportuno, huyeron de las naves, los cuales pensaba el Almirante que no harían mucha falta, habiendo tantos días que los compañeros que él dejó se ejercitaban en la lengua de aquella tierra.
En esa confianza puesto el Almirante, vieron venir una barca de muchos remadores, do venía un hermano de Guacanarilo con dos imágenes de oro que traía a presentar al Almirante para que, ganando gracia con ellas, recibiese mansamente la embajada que quería hacer. El Almirante lo recibió con alegre cara y muchas muestras de amor. Y él, ofrecido su don, con triste semblante dice más palabras que para saludar eran menester, y de todo no entendieron los nuestros nada, por falta de intérpretes, sino señales de muerte que hablando hacía.
De aquí, tomado el hermano de Guacanarilo, decendió el Almirante de las naves a hartar su deseo que de ver a los compañeros tenía, mas, llegado al lugar do los dejó, no halló sino ceniza de la madera do los había hecho fuertes. Y, pensando que algunos habría escondidos por los bosques, mandó entonces que en las naves alumbrasen el artillería toda a un tiempo, para que, oída en toda aquella comarca, fuese señal que los nuestros eran llegados. Mas, como quiera que los muertos no han oídos, esta piadosa diligencia aprovechó poco. Lo cual visto, envió el Almirante mensajeros a Guacanarilo que le mandasen razón de los compañeros que en su amparo habían quedado encomendados.
Guacanarilo respondió a éstos que en aquella isla había muchos reyes más poderosos que él, dos de los cuales, ayuntado su poder, vinieron a probar sus fuerzas con aquellas gentes estrañas, de quien muchas cosas habían oído en sus tierras, y, así acometidos los que dejó el Almirante con más poder que los enemigos tuvieron, fueron todos muertos y sus estancias quemadas. Y decía que en defensa de ellos había puesto su persona, do recibió una herida en la pierna, que mostraba atada, por la cual no había podido ir a ver al Almirante, como mucho deseaba.
Entendido esto, el día siguiente envió el Almirante a Melchior de [...] que de estas cosas hubiese más entera información, el cual halló a Guacanarilo en una cama, cerca de la cual siete otras estaban de mujeres que tenía, fingiendo mala disposición, y la pierna descubierta, sin herida alguna. Lo cual viendo el embajador, todas las escusas que le dio recibió como por buenas y mostró como ya sentido y pasado el dolor por los compañeros, y concertó con Guacanarilo que el día siguiente en las naves se viese con el Almirante. Lo cual él cumplió a la manera que dejaron concertado, donde Melchior y otros de su parecer quisieran que Guacanarilo fuera preso y castigado, si por consejo suyo los nuestros habían perecido, porque los de aquella tierra no pensasen que otras cosas semejantes podrían hacer sin pagarlas. Mas el Almirante, por cuyos ruego y ofrecimientos Guacanarilo había venido a las naves, no quiso quitar la fe a sus buenas palabras, porque a las otras gentes con quien de ahí adelante las había de usar no pareciese que era cebo para tragar algún anzuelo. Y así, satisfaciendo a la confianza que a Guacanarilo había traído, le mostró todas las cosas nuestras que para el bien de aquellas tierras había llevado. Él, todas estas cosas mirando con espanto, miraba con amor que no disimulaba a Catalina, una de las mujeres que los nuestros de los caribes libraron.
Ido Guacanarilo, su hermano dio a Caterina entendimiento de su voluntad, y, venida la noche, Caterina y siete otras mujeres saltaron en la mar de las naves, que estaban una legua de tierra, nadando a una lumbre que por seña les habían puesto en la ribera. Los nuestros las siguieron con los esquifes, y, presas tres, Catalina con las otras se fueron a Guacanarilo. Esto confirmó la sospecha en que tenían a Guacanarilo de la muerte de los nuestros, según que después pareció por mensajeros que el Almirante le enviaba, que ni a él ni a cosa suya hallaron en aquella tierra, ni quien supiese dónde había huido.
Y siendo preguntados los naturales de la muerte de los compañeros, dijeron que aquellos hombres, con la libertad en que los dejaron y menosprecio de aquellas gentes, se habían corrompido de cuantos vicios allí podían usar, contando que robaban las casas, que les forzaban en su presencia las mujeres, que les decían siempre palabras feas y, con amenazas de muerte, les mandaban cosas que eran duras de obedecer. Por lo cual, ayuntados todos los de aquella comarca, los mataron, queriendo más ponerse al peligro de la venganza que a la costumbre de sus injurias.
Sobre esta información, Melchior con trecientos compañeros fue a buscar a Guacanarilo y, siguiendo la costa, halló un puerto grande y muy defendido, do entran dos ríos, el cual nombró Puerto Real. Cerca de allí, en un alto, estaba una casa principal, cercada de otras treinta menores, do pensó que hallaría relación de su demanda. Y, siendo cerca, vino a él un señor que cien hombres acompañaban, armados todos de arcos y saetas y varas agudas y tostadas que usan por lanzas, mostrando enojo de ver aquella gente armada ir a sus aposentos, que eran de gente noble, según decían, y no de caribes o otras gentes que mereciesen ser maltratadas. Los nuestros les dieron luego señales de paz, y ellos las recibieron de buena gana. Ayuntados, les dieron de nuestros dones y recibieron de los suyos, y supieron de ellos que ya eran fuera del señorío de Guacanarilo, del cual habían oído decir que había huido a los montes. Con esta relación Melchior tomó a las naves.
Entonces el Almirante envió a Hojeda y Guoualán y otros capitanes con sus compañías, que descubriesen las partes que son dentro en la isla. Y éstos trujeron relación de muchas gentes, cuales eran los que en la costa habían visto, y esperanza de oro mucha, por muestra grande que de ello habían visto en la ribera de siete ríos que descubrieron. Estos ríos decendían de unas altas sierras, do era fama que había un rey que se decía Señor de la Casa del Oro. Así crecía en todos la codicia de manifestar aquellas tierras, cual era menester para que menospreciasen los muchos trabajos que en tal empresa habían de padecer. El Almirante, pues, ya considerada parte de la Española, por comenzar a apoderarse en ella y hacer a los nuestros lugar de reparo do tuviesen defensa y acogimiento, pobló en un lugar alto, que entre todos le pareció para la salud y seguridad mejor, y mandólo fortificar lo mejor que pudo. La ciudad nombraron Isabela, en servicio de doña Isabel, que entonces reinaba en España.
Al pie de aquella altura se estiende un valle veinte leguas, do hay campos hermosos y muchos ríos, uno de los cuales cerca de la ciudad entra en la mar. Luego los nuestros probaron la naturaleza de la tierra para cuánto era bastante, sembrando todas las simientes que para esto llevaban y poniendo las plantas. Lo cual hacían con mucha esperanza, porque veían la yerba que muy alta segaban en pocos días tornar a la misma grandeza. Y no fueron engañados, porque después que sembraron pasados diez días hobieron hortaliza sazonada, como rábanos, lechugas, coles y otras yerbas semejantes. Y las otras cosas frutificaban a comparación de esto: melones, calabazas, pepinos y cohombros vieron maduros treinta y seis días después que vertieron sus simientes, y mejores que jamás hasta entonces habían visto. Las cuales frutas, con todas las demás, tienen todo el año frescas, y las legumbres maduran dos veces en el año. Cañaverales de azúcar en poco tiempo se multiplicaron mucho y árboles de cañafístola mejores que jamás habían sido. Vacas y carneros perdieron su sabor, aunque cuanto más tarde nacían, tanto eran mayores. Puercos es la más preciosa carne que hay en la isla, la cual se mudó casi en otra natura con pastos diversos que allá tienen. Los caballos que allá nacieron son grandes y pelosos y menos ligeros que los nuestros. Y los otros animales semejantemente se engrandecen y entorpecen cuanto más tarde nacen allá. El trigo nace y crece con gran prometimiento y sécase después con las espigas vanas. Semejantemente, las vides en muchedumbre de ramos y hojas consumen su virtud, y así no esperan haber vino ni pan, por la mucha holganza de la tierra, hasta que, ya domada y con muchos frutos algo enjuta, sea la natura más concertada.
Hecho, pues, asiento en este lugar, envió el Almirante treinta hombres que bien considerasen la región Cibaui, en las sierras do estaba el Señor de la Casa del Oro, en las cuales son las fuentes de cuatro ríos principales que parten la isla casi en partes iguales: Juna, que corre al oriente; Atibunico, al occidente; Laten, al norte; y Nayla, al mediodía. Pues tomando los mensajeros de aquella provincia, hicieron tal relación al Almirante de su riqueza, que él mesmo quiso verla.
Y así partió de la Isabela con cuatrocientos hombres a pie y toda la gente que tenía de caballo. Y, pasados los montes que eran fin de aquel valle, vio otro no menor, ni de menos ríos y fertilidad, el cual fenecía en montes que nadie antes había pasado. Pero ¿qué montes habrá que estorben a los que van a buscar oro? A lo menos, no aquéllos, que los nuestros fácilmente pasaron. Después de los cuales entraron en la región Cibaui, cuya fama los llevaba por aquellas asperezas. La cual hallaron fértil, aunque montuosa, y la gente semejante a la primera. En cuya contratación por viles mercadurías hubieron grande abundancia de oro los nuestros, y de todos relación que en los ríos de aquella provincia lo cogían en grandes piezas, algunas de las cuales ellos habían dado, por do conjeturaban que con mayor diligencia se hallarían mayores en grande abundancia.
El Almirante mandó luego edificar en un lugar seguro, casi al medio de Cibaui, un castillo que nombró de Santo Tomás, de donde los nuestros seguramente podían considerar las partes de la provincia. Y envió a Luján con alguna gente armada para que viese algo de la tierra, el cual, tomando, otra cosa no supo decir, sino que de las muestras de riqueza que allí veía no hallaba fin. Con esta información, recogida su gente, dejando algunos en amparo del castillo, el Almirante se tornó a la Isabela, do constituyó gobernador de la isla a Bartolomé Colón, su hermano, y Pedro Margarita, a los cuales dio leyes ciertas que guardasen mientras fuese él ausente. Y de ahí se partió con tres naves a cumplir la voluntad de los reyes, que le habían mandado que, antes que otro príncipe se entremetiese en tal empresa, él descubriese tanto, que no fuese fácil cosa ir adelante.
Narración Cuarta
Navegando el Almirante por la costa de la isla Española, en el fin postrero de ella que mira al occidente halló un puerto, al cual nombró de San Miguel. Y, pasada ésta adelante veinte y dos leguas de mar, se halló en el principio de Cuba, al cual antes había nombrado Joana, cuyas costas quería rodear, si era isla, y, si tierra firme, haber certidumbre de ello. Y, siguiendo su lado de mediodía, hallaron primero la costa alta y poblada de muchas arboledas, y después entraron en un pueblo grande y seguro, do hallaron unas chozas de pescadores que, con miedo de los nuestros, entonces habían desamparado, y cerca de ellas muchos fuegos, do se cocía el pescado. Los nuestros vieron después estas gentes en peñas altas subidas, do se confiaban, que los nuestros no les osarían acometer. Mas después, provocados de dones que los nuestros les ofrecían y de amistades que Diego Colón, intérprete, les hacía, poco a poco, probando la seguridad, perdieron el miedo. Venidos a conversación, dijeron que eran pescadores de un rey que con aquel pescado a otro quería hacer convite, para lo cual tenían unas serpientes de ocho pies que allí estaban colgadas, vianda muy espantosa a los nuestros y entre ellos muy preciada. Con esto hicieron amistad y dejaron principio de su fama.
Y de ahí los nuestros partiendo, hallaron tierra muy fértil y gente muy mansa, que les ofrecía pan de lo que ellos comen y calabazas llenas de agua. Y los nuestros recebían su pobreza y agradecían su voluntad. Y, siguiendo su navegación, vieron al mediodía muchedumbre de islas y, pasando cerca de ellas, vieron ser en diversas maneras fértiles y pobladas poco. Después, en la costa de Cuba, llegaron a un río de agua tan caliente, que nadie tocándola puede mucho sostenerla. Adelante de este río hallaron una barca de pescadores que los peces, como entonces vieron, cazaban con otro pece, de forma de anguilla, que tenía una piel chupadera en la frente con que los asía, atado a una cuerda, que tanto los pescadores aflojaban cuanto había menester para alcanzarlos.
De ahí, con viento bueno que tuvieron, llegaron a una sierra alta y muy poblada, cuyo rey decendió a las naves, y los suyos lo acompañaban con muchas cosas de comer, que presentaron a los nuestros, muy maravillados de gente tan estraña y muy alegres de hallarlos aparejados para su amistad. De ahí pasaron a una isla cuyos moradores, viendo ir los nuestros de aquella parte, habían huido, en ribera de la cual vieron cuatro perros que no ladran y cómenlos aquellas gentes. Ánsares, ánades y garzas hay en abundancia.
Después de aquestas islas, entraron en unos estrechos vadosos y peligrosos, cuyas aguas casi trece leguas son tan blancas y espesas como si fuesen de harina mezcladas. Empero, estos peligros y otros muchos en el mar menospreció el Almirante, que nadie osó después menospreciar, habiendo ya ofrecido su vida al cumplimiento de la empresa que había tomado. Pues, saliendo a mayor anchura, hallaron adelante gentes que con sus barcas los salían a saludar con muestras de amor. Estos tenían diversa lengua de los pasados, y a esta causa el intérprete no los entendía.
La parte de aquella costa era de mucho cieno, do vieron algunas conchas do nacen las perlas. Pero, menospreciando la riqueza por la gloria de mostrarla a otros, yendo adelante vieron la costa llena de fuegos, que aquellas gentes encendían, y ser tanto tendida al occidente, que no pensaban que las naves podrían llevarlas a hallar el fin, porque las muchas bajuras do habían tocado hacían entradas al agua que les corrompía el mantenimiento y con fatiga podían vaciar; también porque las gentes de aquella costa les habían siempre dicho que moraban en tierra firme, y era el camino de allí adelante, según parecía, entre islas, por bajos y angosturas peligrosas, mandó el Almirante tomar las proas a oriente, y nombró el fin postrero do llegó Evangelista, hasta el cual habían andado trecientas y veinte leguas.
De ahí, tornando por otras islas que yendo no habían visto, hallaron un mar tan lleno de tortugas, que con el estorbo de ellas las naves se impedían. Después, otras aguas tan blancas y tan espesas como las que antes vieron. Llegaron después a la costa de Cuba que primero habían seguido, do la gente de la tierra venía con muchos presentes, juzgándolos dinos de ser amados y servidos, pues con tanto poderío a nadie hacían mal. Éstos tenían palomas de carne sabrosa y olorosa, apacentadas en ciertas yerbas cuyo jugo tenía aquel olor. Con ellos vino un viejo que todos honraban y, asentado par del Almirante, le dijo palabras de esta manera:
«Tus naves y tu poderío, que mostraste por esta costa, y tu gran atrevimiento de venir de tierras de do nunca otros hemos visto, pusieron miedo a todas estas gentes, el cual espero yo que tu bondad les quitará, si has sabido cómo tienen dos caminos las ánimas de los hombres después que de los cuerpos se apartan: el uno deleitable, por do aquéllas van que ayuntadas con sus cuerpos amaron la paz y bien de las gentes, el otro escuro y terrible, por donde van los malos a pagar el deleite que en hacer mal viviendo recibieron. Así que, si es tu deseo de haber la mayor gloria que pudieres, debes emplear el poderío en ganar merecimiento para la otra vida, a ningunas gentes negando paz y amistad, principalmente a nosotros, que con ella te rogamos agora».
A estas palabras respondió el Almirante así:
«Lo que tú me dices de dos caminos que hay después de esta vida vengo yo a enseñar. En mis naves traigo peligro para los malos y reposo para los buenos. Soy enviado de los reyes de España, señores muy poderosos, que con celo de justicia me mandaron destruir los caribes y los otros hombres dañosos que estas tierras perturban, y que a los otros favoreciese y ayuntase en su amistad. De parte de los cuales os amonesto me digáis si alguna gente os hace injuria, porque, cumpliendo su mandado, yo luego os daré venganza».
Entonces el viejo dio al Almirante un cestillo de fruta que en la mano traía y preguntóle si era enviado del cielo. El intérprete le dijo entonces la manera de nuestros príncipes y las cosas nobles de España. Ellos quedaron espantados.
El Almirante vino a ver la costa de Jamaica, isla que viniendo había hallado, cuya gente era más ingeniosa en artes y más ejercitada en armas que ninguna de las otras. Éstos probaron muchas veces a defender la decendida y, siempre vencidos, hicieron con ellos amistad. De ahí vino el Almirante al puerto de San Miguel, con propósito de seguir al lado de la Española, que es a mediodía, y hacer guerra a los caribes. Mas esto le impidió una grave enfermedad en que allí cayó, de la cual sanó después en la Isabela, curado de dos hermanos que allí tenía, do supo que fray Boilo y Pedro Margarita, antiguo familiar del rey, habían venido a España con otros algunos que sin causa se habían enemistado con él.
Narración Quinta
Alguna de la gente que el Almirante de España llevó, viéndose sueltos del temor de las leyes, que por división de los principales no se podían guardar, empleaban su poderío todo en cumplimiento de sus vicios, matando, robando y forzando por toda la tierra, con tanta perseverancia y crecimiento de maldad, que los moradores de la isla, desesperados ya de todos los placeres de la vida, otro deseo no tenían sino de morir vengados. Lo cual de muchas maneras en vano procuraron: primero, destruyendo los mantenimientos cogidos y sembrados, porque los nuestros no pudiesen perseverar en la isla ni, idos, tuviesen esperanza de tornar. Y esto hicieron principalmente en Cibaui, región del oro, por el cual veían que los nuestros habían tanta codicia de estar en la isla. Después, matando los nuestros, si apartados los hallaban de socorro. Veinte de los cuales murieron en asechanzas, por mandato del Señor de la Casa del Oro. El cual entonces había cercado el castillo de Santo Tomás, que Hojeda defendía.
Lo cual sabiendo el Almirante fue luego en socorro, y el cerco se levantó treinta días después de asentado, antes que el Almirante llegase. Entonces hizo el Almirante amistad con Guarionexio, rey de los llanos donde al norte fenecen los montes de Cibaui, cuya hermana casó con Diego Colón, intérprete, natural de la isla. Y envió a Hojeda que con el Señor de la Casa del Oro capitulase amistad, do halló embajadores de los reyes comarcanos que le amonestaban defendimiento y guerra, si libre quería ser, y le prometían ayuda de sus señores, que temían cativerio y fin de su prosperidad si obedeciesen a los nuestros.
Empero, Hojeda, amenazándolo con nuestro poderío y ofreciéndole nuestro amparo, pudo más. Así vino el Señor de la Casa del Oro, con muchas compañas de gente armada, a ver el Almirante, por consejo de Hojeda, aunque siempre pensando traición, porque esperaba de poder con aquella gente algún hora sobresaltar a los nuestros y tomarlos en descuido, do pensaba matarlos. Mas, como quiera que es mayor industria encubrir la traición que pensarla, no pudo aquella gente tenerla tan secreta, que por señales no se la conociesen. La cual entendida, mandó el Almirante que el Señor de la Casa del Oro fuese preso con los suyos. Entonces, ordenando de visitar las otras partes de la isla, le dijeron que, por la destruición que aquellas gentes habían hecho en los mantenimientos, toda aquella tierra padecía hambre, en que eran ya muertos casi cincuenta mil hombres, y los otros estaban en peligro de morir.
Sobre esta relación, envió el Almirante un capitán que anduviese la costa del norte, el cual halló esperiencia de la información que al Almirante hicieron, porque diez y seis días él y sus compañeros con grande hambre fueron compelidos a representar en su miseria los brutos animales, comiendo yerbas y algunos frutos de árboles silvestres, por falta de mantenimientos que en los pueblos había. Mas Guarionexio, cuyo reino estaba en amparo de los nuestros, tuvo para sí y para el Almirante provisión.
En este tiempo, porque los nuestros contra tantos movimientos de aquella gente tuviesen bastantes reparos, mandó el Almirante hacer un castillo en fin del reino de Guarionexio, casi al medio camino de la Isabela al castillo de Santo Tomás, y nombrólo la Concepción. De aquí saliendo a ver la tierra, hallaron en casa de un rey una pieza de electro de trecientas libras, que sus antecesores habían dejado, y, preguntando los nuestros el lugar do lo habían sacado, los naturales se lo negaban, por no confirmarles la voluntad que de estar en la tierra tenían. Mas después, forzados, mostraron la mina cubierta de tanta tierra y piedras, que no era fácil cosa entonces descubrirla. Cerca de este castillo hallaron abundancia de ámbar y bosques de brasil y otras cosas preciosas.
Poco después, los principales de la isla, ayuntados delante el Almirante, quejaron de los españoles, acusando muchos robos y fuerzas que hacían andando por la tierra, so color de cumplir su mandado, y ofrecieron más provecho, quitando a éstos la ocasión de ir a sus casas. Porque, según entonces prometieron los cibauenses, henchirían cada tres meses una medida de oro grande que allí construyeron, y los otros de sus provincias traerían algodón, especería que allá usan y otras cosas ricas, partiendo el tributo por cabezas, de manera que a todos comprehendiese de siete años arriba y de sesenta abajo.
Ambas partes hobieron este concierto por ratos, pero no la hambre, que tanto enflaqueció y empobreció la gente de la tierra, que las fuerzas no bastaban a buscar de comer. A esta causa los cibauenses no pagaron su tributo, y algunos de los otros pueblos trujeron parte, demandando compasión de su miseria y perdón por lo que faltaba, prometiendo que, cuando convaleciesen, repararían su falta.
Entre tanto que estas cosas pasaban, el Señor de la Casa del Oro, estando en prisión, dijo al Almirante que había sabido que sus antiguos enemigos, sabiendo de su prisión, destruían su tierra; por tanto, que mucho le rogaba que enviase guarnición de los nuestros que la defendiesen. Esto fingía el Señor de la Casa del Oro, esperando que los nuestros en su región serían presos y, por ellos, él redimido. Mas el Almirante, que bien lo entendía, envió a Hojeda, que para tales casos hallaba hábil, con bastante gente armada para defenderse do lo hubiera menester. El cual, luego que entró en la región del Señor de la Casa del Oro, fue cercado de cinco mil hombres que el hermano de este señor guiaba. Ellos se partieron en cinco partes, que en torno por iguales distancias venían a acometer, y los nuestros, ayuntados, por no esperar el ímpetu de todos juntos, do fuera menester defender a todas partes, fueron a encontrar con la mayor de aquellas compañías, que venía por lo llano, do la gente de a caballo podía mejor ofender. Los enemigos no pudieron sufrir el ímpetu, principalmente de los caballos, y así, vueltas las espaldas, desampararon su capitán, que fue allí preso, y los otros que los nuestros alcanzaron, muertos. Los que huyeron subiéronse a unas peñas altas, de donde demandaban perdón, con prometimiento de ser de ahí adelante obedientes, si de sus casas y de sus tierras los dejasen gozar. Hojeda se lo concedió, y de ahí tornó alegre con su vitoria. Y el Almirante envió a España el Señor de la Casa del Oro y su hermano. Los cuales, viéndose fuera de do podían tener esperanza, creyendo que venían a tierra do todos habían de ser sus enemigos, por el camino murieron de pesar.
Este año de la parte del oriente vino un torbellino tan grande y tan vuelto en remolinos, que todos los bosques por do pasó talaba. Después, entrando en la mar, sin turbarse las aguas, anegó tres naves que estaban en áncoras, con tanta presteza y poderío, que no parecía caso natural. El mesmo año creció el mar con tempestades más de lo acostumbrado, lo cual fue digno de admiración, porque son tan reposados los mares en aquellas costas, que con ellos juntan prados de verdura. Los de la isla decían que venían estos espantos por las culpas de los nuestros, pues ellos jamás vieron otros semejantes ni oyeron a sus antepasados decir, según que eran buenos testigos los árboles muy viejos que el torbellino derrocó.
Luego que las naves perecieron, mandó el Almirante hacer dos carabelas para venir a España, do creía que sus adversarios le habrían hecho mala fama, para probar su lealtad delante los Reyes y haber reparo de la gente que era muerta y venida a España. También por llevar provisión de la nuestra, de que en la isla había mucha falta. Así, dejando a Bartolomé Colón, su hermano, Adelantado de la isla, por gobernador de ella, él vino a España.
Narración sexta
Los naturales de la Española habían mostrado al Almirante minas de oro antiguas, sesenta leguas apartadas de la Isabela. A éstas fue el Adelantado con gente armada y los artífices que para sacar oro eran menester, y halló en ellas pozos muy antiguos que otras gentes habían hecho, cerca de los cuales, cerniendo la tierra, sacaban mucho oro y esperanza de haber más si a lo profundo entrasen. Allí mandó el Adelantado hacer un castillo, que nombró del oro, do tres meses estuvo aderezando instrumentos para abrir la tierra y manifestar el metal, al fin de los cuales hambre de viandas les hizo perder la que de oro tenían. Y así, dejó el Adelantado diez hombres en guarda de aquel castillo, con alguna provisión del pan de aquella tierra y un perro con que cazasen conejos, en cuya confianza quedaban todos, do fácil era considerar su grande aflicción de entonces, pues vida de diez hombres dejaban a beneficio de un perro.
Y el Adelantado fue a la Concepción con cuatrocientos hombres, do Guarionexio y Manicantexio, otro rey, su vecino, vinieron a pagar su tributo y trujeron mantenimientos con que los nuestros repararon. Poco después llegaron tres carabelas que de España los reyes enviaron con provisión de carnes, aceite, vino y pan, que entre todos repartieron.
El capitán de ellas, de parte del rey dijo al Adelantado que la población que estaba al norte pasase a mediodía, do estaría más cerca de las minas del oro, y que enviase a España presos los señores de la isla por cuyo mandado supiesen que algunos de los nuestros habían muerto. El Adelantado envió trecientos prisioneros, señores y sus familiares que halló haber ofendido en esto, porque eran demandados, y, dejando en la Isabela la gente enferma y ciertos artífices que entonces hacían dos carabelas, pasó los otros al mediodía de la isla y en un lugar alto, saludable y cercano a las minas les mandó edificar fortaleza y señalar casas, y nombró el fuerte Santo Domingo. Cerca del cual hay un puerto seguro, do entra un río en la mar que se navega seis leguas arriba. Allí hay arboledas muchas, y los campos son fértiles y el aire puro. Hecho aquí el asiento, el Adelantado dejó veinte hombres en el castillo y partió con los otros a ver las partes del occidente, do antes los nuestros no habían ido. Y, pasado el río Nayba, envió ciertos capitanes que en la costa del mediodía buscasen por diversas partes unos bosques de brasil que le habían informado. Estos hallaron los nuestros bastantes para muchos siglos, do cortaron algunos árboles y, trozados, los pusieron en casas do se guardasen, para después cargarlos en nuestros navíos. El Adelantado entró más adentro en la isla y, cerca de las riberas de Nayba, halló a Bequio Anacaucoa, rey de Xaraguá, que hacia guerra a las gentes de aquella comarca, demandándoles obediencia.
Éste vino a los nuestros en forma de paz, por saber su demanda, y el Adelantado le dijo que era haber tributo de él, como de los otros señores que había en la isla. Anacaucoa, que oído había cómo en la isla andaban gentes nuevas, amadoras del oro, con cuya codicia ponían a los otros y a sí mesmos en muchos trabajos, dijo que demandaba lo que él no podía pagar, porque no nace oro en su región. El Adelantado responde que oro no demandaba, sino cáñamo y algodón y otras cosas de que le habían dicho que tenía abundancia. Entonces Anacaucoa con alegre cara lo lleva por su región, repartiendo éste su tributo entre los señores que tenía sujetos, pensando ser más fácil cosa, según había oído, pagarlo que defenderlo.
Después, llegando a Xaraguá, entre muchas compañas que salieron a recebir su rey Anacaucoa, salieron en danza treinta mujeres que él tenía, solamente cubriendo lo que por vergüenza debían, y, hincadas de rodillas delante el Adelantado, le presentaron ramos de palmas que en las manos traían. Las doncellas que las acompañaban ninguna parte de su cuerpo traían cubierta, sino atada una venda por la frente y los cabellos tendidos en los hombros. Después de recebido el Adelantado, le hicieron solene convite, el cual más habían menester él y sus compañeros por el mantenimiento que por la fiesta. El día siguiente, en una casa de placer, los de aquella tierra delante de los nuestros hicieron todos los juegos que ellos acostumbran. De ahí salidos a una llanura, dos compañas de gente armada, celebrando esta fiesta, trabaron pelea, do muy presto murieron cuatro y hubo otros muchos heridos, y murieran muchos más si, por ruego de los nuestros, Anacaucoa no les diera licencia de acabar. Así estas gentes, tan serviles que ofrecen su vida en servicio de quien consiente y se deleita en su muerte, partieron batalla. Mas el Adelantado, que no buscaba fiestas, puso leyes a Bequio Anacaucoa en la manera de pagar su tributo.
Y de ahí fue a la Isabela, do halló muertos trecientos de los enfermos que había dejado. Y, para compartir los que quedaban do se pudiesen mantener, mandó hacer en el dicho camino que hay de la Isabela a Santo Domingo cinco castillos, que nombró Esperanza, Santa Caterina, Santiago, la Concebción y Bonauo, puestos en convenientes distancias, do los nuestros, menos ayuntados, pudiesen ser mejor proveídos y mejor curados los enfermos, que de todas nuestras cosas carecían, porque había mucho tiempo pasado que no iban naves de España.
De ahí pasó el Adelantado a Santo Domingo, do después de algunos días oyó que los reyes comarcanos de la Concebción, no pudiendo sufrir las injurias que de los nuestros recebían, otra vez querían probar su fortuna en guerra, esperando que hallarían a los nuestros menos fuertes, siendo ya debilitados con muerte y hambres, y hicieron capitán principal de esta demanda a Guarionexio, para la cual pensaban ayuntar quince mil hombres. A esta causa el Adelantado cuan presto pudo vino a la Concebción, y la noche primera envió capitanes repartidos a los lugares y casas de los señores que se habían movido, y fue él a Guarionexio. Todos fueron aquella noche presos, y traídos a la Concebción catorce, do, examinados, mataron dos que habían sido incitación y principio de este movimiento. Los otros soltaron, porque no faltase en sus provincias quien mandase labrar las tierras.
Entonces Guarionexio dijo a los suyos palabras de esta manera:
«Agora que esperimentado habéis el grande poderío de los cristianos, con que ya me puedo escusar si otra vez me demandáis guerra y defensión, quiero deciros que de aquí adelante miréis que es mejor obedecer a nuestra fortuna que resistir sin fuerzas, pues buscando nuestra antigua prosperidad crece nuestra miseria. Lo cual ha sido en nosotros bien empleado, pues quisimos enemistad con aquéllos a quien debemos amor y servicio, en quien hay tanta bondad, que de la muerte que nosotros buscamos por nuestras culpas ellos nos han librado por su misericordia, y nos ruegan siempre con paz, teniendo en su mano la fortuna de la guerra. Su consejo vale más que nuestras armas, y en su servidumbre seremos mejores que en nuestra libertad. Por tanto, si no queréis ver delante vuestros ojos vertida la sangre de vuestros hijos y arder vuestras casas, si no queréis morir en batallas o vivir en desierto, si es vuestra voluntad hallar por algún camino la salida de tantas miserias, de aquí adelante de los cristianos esperad el bien y temed el mal, haciendo en su servicio como yo os daré ejemplo».
Después que Guarionexio hubo dicho, algunos de los suyos que allí estaban lo llevaron en los hombros a su provincia y casa, acompañándolo otros muchos, que eran venidos a demandarlo, con lágrimas y voces.
El Adelantado ante todas estas gentes mostraba alegría y contentamiento, mas el corazón tenía lleno de congoja, viendo los de la isla en movimiento de guerra y los nuestros quebrantados de hambre, y todos conformes en quejar de él las culpas de la fortuna. Eran ya quince meses pasados que de España ni habían provisión ni nuevas, por lo cual todos los nuestros habían todas las cosas menester, y él no tenía qué darles, sino buenas palabras, que ya de mala gana recebían.
En esta aflicción le vinieron mensajeros de Bequio Anacaucoa a decirle que en Xaraguá hallaría ayuntado el tributo cuando fuese su voluntad recebirlo. Luego el Adelantado partió a Xaraguá, do halló treinta y dos señores con el tributo que por parte les cabía y abundancia de provisiones que al Adelantado traían por ganar su amistad. Allí en la mesa de Anacaucoa pusieron al Adelantado de las serpientes que el Almirante había visto en el primero puerto de Cuba, aborrecimiento de las cuales le quitó una hermana de Anacaucoa, que con mucha gracia a ellas lo convidaba. Y, comiendo, conoció ser una de las suaves viandas que hay. Esta hermana de Bequio fue mujer del Señor de la Casa del Oro, graciosa y muy sabida, por cuya amonestación Anacaucoa los nuestros acataba. Luego, el Adelantado mandó venir una carabela de las que en la Isabela dejó haciendo, para que, cargada de provisiones, reparase los compañeros.
Esta yendo a ver Bequio Anacaucoa y su hermana, ya que en los bateles navegaban, mandó el Adelantado alumbrar el artillería, de que mucho se espantaron, mas, mirando a los nuestros en la cara, entendieron que eran muestras y no peligro. Luego tañeron los marineros de nuestros instrumentos, y Bequio y su hermana con mucho deleite los oían. Después, tendidas las velas con viento que para esto tenían oportuno, navegaban apartándose de tierra, y después al contrario. Los de aquella provincia, considerando tan fáciles y tan diversos movimientos y el aderezo de la nave, cobraron nueva manera de admiración y deseo del favor de los nuestros.
De aquí la carabela fue cargada de provisión, y el Adelantado por tierra vino a la Isabela.
Narración Séptima
El Almirante en España, habidos del Rey ocho navíos, envió a la Española los dos cargados de provisión. Los otros partieron con él de Barrameda, en mes de junio, casi seis años después de su primera navegación, y en la isla de Madera quedó con una nave y dos carabelas, y los otros navíos mandó ir a la Española. De ahí se partió derecho camino a la línea de la igualdad, y, llegando a las islas de Cabo Verde, navegó contra el viento áfrico, habiendo tanto entrado debajo el camino del sol que al norte tenían sobre el fin de la vista cinco partes. Ocho días, uno claro y los otros de nublado y agua, sintieron tan gran calor, que temían no se encendiesen los navíos, do se rompían los cercos de los toneles, y el agua, que era un solo consuelo, se vertía. Así fatigados, al fin alcanzaron aire suave y templado y vieron de las gavias unas sierras altas, cuya vista los libró de tan gran temor en que estaban de no poder haber reparo de agua.
Y, siguiendo la costa, entraron en un puerto que nombraron Arenal. Allí cogieron agua y leña y vieron pisadas cuales son las de las cabras, mas hombres ningunos había. El día siguiente vieron una canoa, do venían venticuatro mancebos blancos y rubios y de estatura grandes, todo el cuerpo desnudo sino lo que por vergüenza cubrían, armados de arcos y saetas y escudos. Estos, no osando llegar a las naves, mandó el Almirante mostrarles espejos y bacines de limpio metal resplandecientes y otras cosas de que conocía que aquellas gentes se enamoran. Empero, los mancebos miraban atentos, siempre con los remos en las manos, en disposición de huida. Entonces el Almirante mandó que en la gavia de su nave tañesen nuestros instrumentos, en que aquellas gentes mucho se deleitan, y que abajo al son de ellos cantasen y bailasen. Lo cual creyendo los de la canoa que era señal de guerra, dejados los remos, embrazaron los escudos y pusieron saetas en los arcos, esperando el acometimiento. Y poco después, viendo los nuestros ir a ellos, se osaron tanto acercar a uno de los menores navíos, que el piloto pudo a uno dar un bonete y a otro una vestidura. Y en agradecimiento de estos dones se ofrecieron hablar en tierra con los nuestros, si allá quisiesen decender. El piloto para esto demandó licencia al Almirante, y los mancebos, pensando que era aquella habla para tratar alguna traición, huyeron.
De aquí los nuestros, navegando al poniente, entraron en una corriente de aguas tan grande, que ningún viento vieron jamás llevar con tanta fuerza y ligereza los navíos, do sintió el Almirante, según dijo después, el mayor miedo que hubo de las aguasdelmar. Y, navegando por este peligro, vido correr de tierra, en anchura de tres leguas, aguas dulces que con las otras peleaban, y, por aguas dulces siguiendo la costa, navegaron veinte y seis leguas, do llegaron a un monte que sólo gatos paúses moraban. Poco después entraron en un río, do vinieron los naturales de la tierra sin miedo alguno, de los cuales los nuestros supieron que se decía aquella tierra Parca y que cuanto más se tendía al poniente era más rica y más poblada. De aquí llevó el Almirante cuatro hombres, y halló adelante toda la costa poblada con señales de riqueza.
Y una mañana, sintiendo el olor suavísimo de las arboledas que en tierra había, mandó afirmar las naves, do le vinieron mensajeros de los señores de la tierra, que le convidaban con sus aposentos. El Almirante se escusó de la demanda, y, los mensajeros tornados, vinieron los señores a las naves, ellos y sus compañas adornados de mucho oro y perlas. Los nuestros preguntando delnacimiento de estas riquezas, respondieron que las perlas cogían en sus costas, las cuales tenían en poca estima por su mucha abundancia, y el oro nacía en unas sierras que señalaron, do por señas mostraban que había quien comiese los hombres.
Después que los señores visto hobieron nuestras naves y con los nuestros trataron amistad, envió el Almirante con ellos algunos de los compañeros. Los cuales salieron a recebir dos señores, el uno viejo y el otro mancebo, que de todos eran acatados. Éstos hicieron a los nuestros convite, do solas frutas les dieron a comer y a beber vinos de muchos colores, de otros frutos comprimidos. Eran todos mansos y tratables, y blancos los que se guardaban del sol, y todos cubrían las partes de vergüenza con algodón de diversos colores tejido; lo más del cuerpo era desnudo.
Esta información habida, aunque la mucha riqueza convidaba al Almirante con tardanza, el amor de sus hermanos y compañeros, para quien llevaba provisión, pudo más. Y así, habidas algunas sartas de perlas y el oro que por nuestras cosas pudieron trocar, yendo el menor navío delante a tentar el fondo, porque había bajos peligrosos, los otros lo seguían. De esta manera llegaron a un río de sesenta codos en hondo y casi veinte leguas en ancho. De allí, considerando que muy grande sería la tierra de do tantas aguas se cogían, entró en un arenal que en medio del mar había, tan espeso, que impedía la corriente de las naves. Do, desconfiando de hallar fin a aquella costa, mandó el Almirante tornar las proas a la Española.
Narración Octava
Roldán Jiménez, hombre que el Almirante había llevado de España en el número de los más viles hombres y después de muchas maneras honrado, hallando aparejo en la voluntad de otros como él, en la isla Española, con desobediencia, robos y injurias, hacía penar al Adelantado el pecado que en darle autoridad él y su hermano habían hecho. Éste fatigaba principalmente el señorío de Guarionexio, que para sus vicios y tiranía hallaba más aparejado, dando confianza a sus compañeros que de ello no serían castigados, de cualquier manera que con su licencia viviesen, porque, según les mentía, el Almirante había dejado al Adelantado y a él igual parte en la gobernación.
Pues Guarionexio, viendo su reino en otro poderío tan feamente tratado, huyó a Ciguaui, región cercana de la Isabela, cercada de sierras, entre las cuales y el mar se encierra una llanura. Y, ofreciendo presente de las cosas ricas que consigo pudo llevar a Mayobanexio, rey de aquella tierra, le dijo:
«Forzado de las injurias intolerables con que nuestra isla destruyen estas gentes nuevas, he escogido por mejor fortuna ser pobre en tu reino que rico en el mío. Yo con ellos he probado guerra y paz, rigor y mansedumbre, ruegos y amenazas, consentimiento y defensa, y en ninguna cosa hallé manera de poder perseverar. Ven mi reino lleno de gemidos y lágrimas, ven ensuciada la honestidad de las mujeres y vertida la sangre de los inocentes, ven los niños perecer de hambre y, siendo ellos la causa, de ninguna cosa tienen arrepentimiento ni compasión. No creo que son más crueles los caribes, pues la muerte que de ellos tememos en estotros la deseamos. Agora, pues, mucho te ruego que tu bondad me sea puerto do pueda reposar salido de tantas tempestades, que la fortuna que a mí me aflige a ti te honrará, pues por ella te dirán amparo de los otros reyes».
Mayobanexio, mucho movido de estas palabras, consoló a Guarionexio ofreciéndole su casa y todo su poderío.
Estas cosas sabiendo el Adelantado, fue a la Concepción, do, preguntando a Roldán Jiménez la causa de su movimiento, él dijo que era tan razonable cuanto era mantener la vida, la cual sin aquellas diligencias perderían de hambre, y que había sabido que el Almirante era muerto en España y que los Reyes, por falta de quien lo solicitase, ningún cuidado habían de ellos. También que, partiendo el Almirante, le había dado parte en la gobernación y autoridad, la cual él entonces usaba. Por eso, que no pensase que él ni sus compañeros le obedecerían. El Adelantado quiso prenderlo, mas él, avisado, huyó a Xaraguá con setenta hombres, donde, ya del todo esentos y libres de miedo, como los leones que de prisión se sueltan emplean la rabia que atados cobraron, así ellos mostraban cuánto poderío tiene la maldad de los hombres suelta de las leyes.
Poco después el Almirante llegó a la Española, pero ni por eso Roldán perdió la voluntad de su propósito; antes, menospreciando todos los mandamientos del Almirante, escribió a los Reyes de España que él y el Adelantado eran hombres muy malos, soberbios, invidiosos y crueles, enemigos de la corona de España, a la cual trataban traición, queriendo ellos apoderarse en aquella tierra. Lo cual decían que conjeturaban porque no dejaban ir a las minas del oro sino a sus familiares, y por ligeras causas mataban todos los españoles que les parecía que podrían ser estorbo, en el cual peligro andaban él y sus compañeros, que eran tenidos por leales, y que a esta causa se habían apartado a lugares seguros, do demandaban socorro. El Almirante contra esto escribió que Roldán y sus compañeros eran hombres en cuyas costumbres conocerían el valor de sus palabras, y que se habían ido, huyendo de las leyes con que castigan los malos, a Xaraguá, región de amigos, donde, corrompidos de vicios y ablandados, no querían andar por la isla sino en sillas sentados, que los naturales llevaban en los hombros, y que en sus pasatiempos usaban probar sus fuerzas en cortar de un golpe la cabeza al hombre de la tierra que más cercano hallaban. Por tanto, que mucho era menester que le enviasen bastante gente para prenderlos, porque, en confianza de aquella libertad, si no se castigaban, los que en sujeción quedaban se desconcertarían».
Después de esto, envió el Almirante a su hermano, el Adelantado, con noventa peones españoles y algunos a caballo y tres mil hombres de la tierra, que defendiese a Mayobanexio, señor de los ciguayos, las injurias que en aquella tierra hacía y le demandase a Guarionexio, que había amparado. Con esta gente pasando el Adelantado los montes, bajó a la llanura, do en riberas de un río prendieron una escucha, de quien supieron que seis mil ciguayos estaban en un bosque escondidos para saltear los nuestros cuando el río pasasen. El Adelantado mandó la gente estar proveída según para este acontecimiento era menester, y, pasando por un vado bueno para defenderse, con gran clamor se mostraron los ciguayos, pintados de las rodillas arriba de muchos colores con sugo de frutos que para esto guardan, los cabellos luengos, trenzados, y con saetas y astas agudas probaron a defender la pasada a los nuestros, do fueron muchos heridos. Pero, al fin vencidos los ciguayos y muertos los que huyendo no libraron su vida, los nuestros los siguieron a unos bosques, do se encerraron. Mas ellos, endurecidos en uso de andar así, pasaban las asperezas sin ofensa, y los nuestros, impedidos de armas y vestiduras, no los podían seguir.
Entonces el Adelantado fue a un lugar que cerca de ahí estaba, do pudo haber solos dos hombres, que le dijeron cómo en Caprón, do era la casa real de Mayobanexio, se habían ayuntado diez señores con ocho mil ciguayos para proseguir la guerra. El Adelantado partió allá, y de los bosques esta gente le acometió dos veces, y, aunque algunos de los nuestros fueron heridos, la postrera vez los enemigos se fueron sin voluntad de tomar, con mucho daño vencidos. Luego envió el Adelantado mensajeros a Mayobanexio que le demandasen a Guarionexio, que esta guerra le había movido, para que fuese de su culpa castigado y ellos quedasen en paz. Lo cual si hacía, alcanzaría de los nuestros perpetua amistad, con que su reino libraría de guerras y destruición. Y que, si era su voluntad defender a Guarionexio, que entre mucho fuego y sangre con que lo perseguirían lo había de guardar. A esto Mayobanexio respondió que Guarionexio era hombre bueno y dino de ser defendido, y los nuestros malos, deseosos de lo ajeno, y que quería más tener peligro con los hombres inocentes que amistad con los dañosos.
El Adelantado se acercó más y otra vez le envió mensajeros que le demandasen algunos de sus familiares que a los nuestros viniesen. Mayobanexio envió uno de sus principales. A éste el Adelantado en paz prometió muchos bienes y en guerra amenazó con muchos daños, rogándole que él aconsejase a Mayobanexio que diese a Guarionexio y que echase aquel peligro de su reino. El mensajero tornado, Mayobanexio mandó ayuntar el pueblo y demandó que manifestasen su voluntad. Todos en una voz decían que era deseo de paz y amistad con nuestra gente, con quien comenzar guerra era ser vencidos. Mayobanexio, oyendo todos, dijo así:
«Después que yo recebí en mi amparo a Guarionexio, he determinado de fenecer con él, porque para darlo no hay otra causa sino cobardía, y para defenderlo me obliga su virtud. El me dio, viniendo, sus ornamentos reales; yo le mostraré que no los tiene hombre desagradecido. Su manera de danzar nos mostró a mí y a mi mujer, que nosotros preciamos mucho; no quiero, pues, agora tener el maestro en poco. Principalmente, ¿qué dirán de mí?, ¿que en mi confianza se pierden mis amigos, y en mi casa no hay fe ni lealtad, do los huéspedes que bien recebimos despedimos entregados a sus enemigos? Así que no penséis que demandan a Guarionexio, sino la honra de vuestro rey. Por la cual yo os dejo pensar lo que debéis».
Luego mandó llamar a Guarionexio, y en presencia de todos le dijo palabras en que tuviese confianza y le prometió defendimiento, y mandó que los suyos guardasen el camino de ir al Adelantado, do matasen los que por él viniesen.
El Adelantado envió dos mensajeros, que, cayendo en estas asechanzas, fueron muertos. Éstos vido el Adelantado, que poco detrás los seguía, por lo cual indinado, congregó su ejército y combatió el Caprón, do, vencidos los que allí estaban, huyeron todos. Poco después unos de nuestros ballesteros hallaron en un bosque do cazaban dos familiares de Mayobanexio que le llevaban provisión. Éstos manifestaron dó escondido estaba. Luego doce de los nuestros se desnudaron y pintaron como los ciguayos, y, así yendo disimulados, Mayobanexio fue preso con su mujer y hijos. Después, saliendo Guarionexio forzado con hambre de do escondido estaba, ciertos de la tierra le dieron a unos cazadores de los nuestros.
Pues siendo ya en paz aquella provincia, después que tres meses la guerra había durado, el Adelantado vino con los prisioneros a la Concepción, y entre ellos traía una mujer muy hermosa, parienta de Mayobanexio, que para tomar parte de sus penas le había acompañado. El marido de ésta vino a demandarla, ofreciendo por rescate cualquier cosa que de su estado le pidiesen o su mismo cautiverio. El Almirante se la dio por juramento que hizo de perpetua obediencia, y él, en agradecimiento, después vino con cinco mil hombres a sembrar los campos que los nuestros le señalaron. El Almirante les dio muchos dones, a cuya fama vinieron todos los señores de la isla que culpantes habían sido a demandar misericordia, y los otros a ofrecerse. Donde ayuntados, el Almirante les dijo así:
«Justa cosa será que fenezca nuestra enemistad, pues son ya acabadas las batallas en las cuales merecimos la vitoria, porque vosotros queríades nuestra muerte y nosotros vuestra amistad. Agora, pues habéis visto qué tales enemigos somos, debéis probarnos por amigos, en lo cual hallaréis mudamiento grande de fortuna, porque se os tornará el cautiverio en libertad, el sobresalto en sosiego y la pobreza en abundancia. Por lo cual os amonesto que tales nos hallaréis siempre bien aparejados cuales nos quisiéredes tener».
Narración nona & última
Después que, por entendimiento de la lengua, los nuestros pudieron conocer las cosas más secretas de la isla Española, supieron que tenían esta religión. Creían que era en el mundo principal un señor todopoderoso, perdurable e invisible, que tenía dos nombres: Focauna y Guamaonocon; y la madre, de quien creían que nació, tenía cinco: Atabeyra, Mamona, Guacarapita, Jicla y Guimazoa.
Este señor decían que tenía servidores, intérpretes de su voluntad, que decían zemes, los cuales en aquella isla muchas veces aparecían en diversas figuras feas, cuyas imágenes aquellas gentes tejían en algodón y esculpían en mármor y en madera, y acataban como moradas de aquellos espíritus en cuyo honor las hacían. De do muchas veces habían respuesta a preguntas que hacían de lo venidero, entre las cuales fue notable la que hobieron el padre de Guarionexio y otro señor su vecino, que, ayunando a cinco zemes cinco días por descubrir algo de lo que adelante sería, supieron de ellos que iría a su isla gente vestida, poderosa, que su religión y costumbres destruyese, en poder de la cual muchos de sus decendientes morirían y otros perderían su libertad. Parece que el Demonio malo hacía ya conjetura de la ida de los nuestros, y quería que aquellos sus engañados le ayudasen a llorar su huida.
A estos zemes ofrecían aquellas gentes sus oraciones por las cosas que menester habían, y sus imágenes pequeñas se ataban en las frentes cuando entraban en batalla, creyendo ser ansí bien armados contra los peligros. Algunos de ellos había notables. Uno de ellos era Corocoto, que Guamareto rey tenía en los alto de su casa atado, porque muchas veces se iba: decían que con lujuria o con hambre o por no ser acatado, y que en la isla nacían niños con dos coronas, hijos de éste; después, vencido de sus enemigos Guamareto y encendida su casa, Corocoto huyó del fuego. Otro se decía Epileguanita, que, ofendido de los que lo tenían, muchas veces huía a lugares do no lo hallaban, sino por ruegos y penitencia; y, yendo los cristianos, huyó do nunca pareció más. Otra imagen de mujer, esculpida en mármol con dos otras de varones, decían que tenía en los tiempos gran poderío, y que uno de los que con ella estaban era mensajero que a los otros zemes declaraba la voluntad de la señora si quería hacer buen temporal. El otro congregaba las aguas en los montes, para que de allí cayendo con ímpetu destruyesen los sembrados en los valles, si la señora era ofendida del pueblo.
Con estas cosas, sabían que en la muerte no perecen las almas, pero de los muertos creían que entre los vivos andaban y se mantenían de un fruto que dicen guamiaba. De noche decían que aparecen en los caminos, do, los caminantes si no temen, ellos desvanecen, y, si muestran miedo, los espantan y persiguen. Algunas veces decían que se acuestan con los vivos en las camas, do atentándoles los vientres eran conocidos, porque decían que todos los miembros del cuerpo podían haber, sino el ombligo, y por cualquier señal que fuesen conocidos desaparecían luego.
Los sacerdotes de sus imágenes endemoniadas tenían en memoria la religión y se decían ser intérpretes de los zemes, por cuyo aviso curaban los enfermos. Sorbían por las narices el polvo de cooba, una yerba que los hacía atónitos en furor, y, confundidas las imágenes de la fantasía, las cosas que veían se les representaban como en sueño, confusas y turbadas en su orden. Después de amansada la fuerza de esta yerba, decían al pueblo lo que por aquellas visiones podían o querían conjeturar, como hacen nuestros supersticiosos. Si algún señor éstos curaban, ayunaban primero; después, en lugar secreto, do sólo le acompañaban los que ellos juzgaban ser puros, rodeaban el cuerpo del enfermo, haciendo de sus caras feos gestos; después, sorbían el aire en tomo de la cabeza del enfermo y con los hombros lo fregaban de los hombros a los pies, do ayuntadas las manos como que algo recogiesen, salían presto de aquel lugar, y fuera las sacudían, diciendo que allí iba la enfermedad. Algunas veces mostraban pedazos de carne que ellos decían haber sacado del cuerpo de lo superfluo que habían comido. Y en estos engaños empleaban su avaricia, demandando para aplacar los zemes cosas que ellos habían de usar. Y, si el enfermo moría, muchas veces con encantaciones los parientes endemoniaban el cuerpo, creyendo que lo animaban, para preguntarle si por negligencia del sacerdote había muerto y prometerle venganza si la demandase. De esta manera escarnecían los demonios enemigos del género humano a aquellas simples gentes; los cuales, huyendo de la religión cristiana, desaparecieron de la isla, y sus estatuas, lugar de sus engaños, fueron traídas a España.
En el principio también de las cosas, aquellas gentes creían muchas vanidades. Decían que de una cueva de la Española, do ellos tenían esculpidos dos zemes en la entrada, habían primero salido el Sol y la Luna. Entonces el género humano estaba en otras cuevas de una sierra de la región Caunana, de do, por la lumbre del Sol, no osaba salir, que los hombres convertía en otra figura. Las puertas de esta cueva guardaba de noche Macócael, que después, codicioso de ver el mundo, se apartó tanto de las cuevas que, no pudiendo recogerse con tiempo, los rayos del Sol lo tomaron en piedra. Muchos otros decían que se tomaron de esta manera en árboles, y que Baguomona, hombre principal, envió uno a pescar. Éste el Sol convirtió en ruiseñor, que al tiempo de su mudanza, de noche, canta cada año su suerte. Vaguomona, con deseo de su familiar, sacó consigo las mujeres y los niños que criaban a buscarlo; y las mujeres dejó en Matininó, y trayendo consigo los niños, perecieron de hambre en la ribera de un río, do, diciendo «toa» (como los nuestros dicen «mama»), se tornaron en ranas, que tienen aquella voz. Vaguomona decendió a lo profundo de las aguas, do vido una mujer hermosa que le dio pedrecillas de mármor y unas tablas de latón, que los de la isla mostraban a los nuestros guardadas con gran religión. Los que estaban en las cuevas, saliendo de noche a lavarse, vieron entre unos árboles gran muchedumbre de mujeres, que, queriendo ellos tomar, se les deslizaban; mas los sarnosos, con sus manos ásperas, pudieron tener cuatro. A éstas les faltaba señal de hembras, que un ave con su pico les abrió, teniéndolas ellos. Así hubo reparo el género humano, y de ahí adelante licencia del Sol para andar en su lumbre.
Mar entonces no había; después hubo de esta manera principio. Era un rey Yaya, el cual, muriendo un hijo solo que tenía, lo encerró en una calabaza, do quiso que fuese su sepulcro. La cual, yendo a ver después, halló dentro el mar y sus peces. Esto dijo el hijo de Yaya do lo oyeron cuatro hermanos nacidos de un parto en que la madre murió, y ellos, con codicia de los peces, fueron do estaba la calabaza, y, sostenida en las manos para mirarla, fueron vistos de Yaya, por miedo del cual, para huir, la soltaron, y entonces, caxcada por las hendeduras, vació el mar, que cubrió todos los llanos y dejó descubiertas solas las alturas de los montes, que agora son islas.
Estas fábulas, por falta de letras, tenían aquellas gentes notadas en versos medidos, porque los que añaden o olvidan no pudiesen fácilmente corromperlas. Sabíanlas los sacerdotes y enseñábanlas a los hijos de los reyes, para que en las fiestas las cantasen, y de éstos las oían los otros.
FIN DE LA HISTORIA DE COLÓN
|