1952
2. El período borbónico
a) LA NUEVA ORIENTACION DE LA MONARQUIA.
EL ABSOLUTISMO O DESPOTISMO ILUSTRADO
El espíritu ilustrado, tolerante y reformista que domina en los círculos cultos del siglo XVIII, influyó grandemente en la forma política dominante hasta fines del XVII, determinando una profunda transformación de la misma. La nueva modalidad que la monarquía absoluta toma a consecuencia de dicha transformación recibe el nombre de despotismo ilustrado y entraña un intento de reformar la sociedad desde arriba, según los dictados de la razón y con objetivos de mejoramiento nacional y filantrópicos. Reformadores se llamará a los reyes y a los ministros que lo ostentan como divisa, y que fueron no pocos, verbigracia, Catalina II de Rusia, José II de Austria, Federico II de Prusia y Carlos III de España, entre los soberanos, y Choiseul, Pombal, Tanucci, Aranda, Floridablanca y Campomanes, entre los ministros.
No es correcto asegurar, como lo hace Menéndez Pelayo, mal aconsejado por su misoneísmo, que las nuevas ideas penetraron en España gracias a la protección que les brindaron los Borbones, a quienes se debe también la rápida difusión que tuvieron dichas ideas entre las clases ilustradas de la Península, y que, por otra parte, sólo ellos, en su calidad de franceses, es decir, de personas ya contaminadas, podían haber sido los instauradores del despotismo ilustrado en los reinos españoles. Es incorrecto asegurar esto, porque, en primer término, no fue precisamente en países gobernados por los Borbones donde prendió más fácilmente el nuevo espíritu, ni fueron los monarcas de la casa de Borbón los más extremados en la aplicación de los principios del despotismo ilustrado; y, porque, en segundo término, el despotismo ilustrado es hijo, como dijimos antes, del espíritu del siglo, nombre en que están comprendidas varias transformaciones y movimientos de diversa índole, que aparecen en todas partes como las verdaderas causas del despotismo ilustrado, a saber:
a) El desenvolvimiento de un nuevo tipo de capitalismo, el industrial, que desborda los cauces gremiales y socava los cimientos del antiguo sistema económico; b) el progreso realizado en la esfera del pensamiento, que introduce escuelas —racionalismo, materialismo, empirismo, etc.— en pugna radical con las imperantes hasta entonces; c) la evolución experimentada por las ideas y el sentimiento religiosos hacia la tolerancia y la mayor intervención del Estado en los asuntos eclesiásticos — latitudinarismo y regalismo.
En contraste con los del absolutismo anterior, los caracteres del absolutismo borbónico —despotismo ilustrado— fueron los siguientes:
a) El absolutismo total y declarado o expreso.
En las instrucciones en que Luis XIV aleccionaba a su nieto Felipe V para el gobierno de España, le decía que los reyes eran señores absolutos. Y el primer Borbón español aplicaría al pie de la letra tal principio, oponiéndose a la reunión de las Cortes, restringiendo las funciones de los consejos e introduciendo en sus disposiciones legales frases de marcado cuño cesarista, como la de “así es mi voluntad”. Por su parte, Carlos IV, desagradándole que todavía quedasen en los códigos vestigios de pasados tiempos, mandó que fuesen quitadas de la Novísima Recopilación las leyes contrarias al absolutismo, por ser manifestaciones de la época en que “la debilidad de la monarquía constituyó a los reyes en la precisión de condescender con sus vasallos en puntos que deprimían su soberana autoridad”.
b) La racionalización del poder.
El fenómeno que en la actualidad conocemos con el nombre de racionalización del poder, es decir, la organización de éste conforme a planes o sistemas pensados, se inicia en los tiempos del despotismo ilustrado.
En España, durante los Austrias, la ausencia de un orden racional tanto en el Estado como en el derecho es notoria. Aunque no dejen de hallarse manifestaciones de arreglo institucional y jurídico conforme a razón, como, por ejemplo, las ordenanzas de nuevo descubrimiento y población de Felipe II, no preocupa a los gobernantes la concertada y armoniosa disposición del conjunto según principios o normas generales que lo canalicen y organicen, dominando por ello en este período la espontaneidad y el particularismo —la ley dada y la autoridad puesta conforme lo van pidiendo las circunstancias y para el “caso” concreto que las reclama—, si bien se advierta la tendencia a generalizar y uniformizar el derecho y las instituciones político-administrativas. Durante los Borbones, por el contrario, hácese propósito directriz de los gobernantes la racionalización del Estado, su concierto y arreglo según sistemas o planes generales formados mediante el discurso lógico-racional guiado por el pensamiento teórico de la época — ciencia, economía, política, etc.
Consecuencias de la racionalización fueron la centralización político-administrativa, la unificación del derecho y la uniformización de las autoridades.
c) El reformismo económico y social.
La política general de los Borbones españoles estuvo presidida por la idea de aumentar el poder del Estado mediante el fomento de la riqueza nacional, y también del bienestar individual, que, con razón, consideraban íntimamente unido a dicha riqueza. Y con tal fin acometieron grandes reformas en la esfera económica y en la social, como la creación de escuelas técnicas, talleres y fábricas modelos, el enaltecimiento de los llamados oficios mecánicos, la colonización interior, la venta y el reparto de tierras baldías y comunales, el relajamiento de la estructura gremial, la puesta en vigor de ciertas medidas desamortizadoras, etc. También se encaminaron dichas reformas a sacar a España de la decadencia en que los Borbones la encontraron sumida, a devolver a la nación hispana su antiguo vigor, de manera que pudiera recuperar su puesto de potencia líder.
d) El filantropismo.
Los Borbones agudizaron o extremaron el sentido patriarcal que había tenido la monarquía española en tiempo de los Austrias. A tal agudización acostumbra a llamarse filantropismo, por traducirse principalmente el “añadido” borbónico en actos de beneficencia, en la procuración de ayuda o auxilio a los súbditos de peor condición económica y a los desamparados. El filantropismo se muestra sobre todo en las nuevas instituciones benéficas de los Borbones, como fueron los asilos de ancianos y las casas cunas. Pero su impronta aparece también en infinidad de disposiciones que miraban a procurar el alivio de los súbditos afectados por calamidades o desastres. Patentiza bien el filantropismo una carta con que el virrey de la Nueva España contestaba a un secretario de despacho en 1784: “He recibido —escribe dicho virrey— la R. O. de 10 de mayo último en que me dice V. E. haber resuelto el piadoso corazón de S. M. que se desvela sobre la felicidad de sus vasallos que todos los jefes de Indias le envíen cada seis meses noticia puntual del tiempo que se experimente en estos dominios, si las aguas han sido escasas o abundantes; y lo mismo en orden a las cosechas de frutos y demás que conduzcan a instruirse S. M. del próspero o miserable estado en que se hallen sus vasallos” 236
b. LAS IDEAS POLITICAS
b. 1. Las españolas. Sus cambios
Por lo que se refiere a las ideas políticas, ocurren en la Península durante el siglo XVIII cambios importantes, provocados, de un lado, por la acentuación del absolutismo en el gobierno, y, de otro, por el influjo de la Ilustración, principalmente de la francesa.
Mengua mucho en este siglo la corriente política tradicional que sostenía las doctrinas del origen divino indirecto del poder real y de la limitación de este poder. Por el contrario, crece y llega a imperar la corriente política opuesta a la anterior que propugna el origen divino directo del poder de los monarcas y el carácter ilimitado de su autoridad. Pero, no obstante su importancia, la literatura política del absolutismo carece totalmente de relieve, no pudiendo señalarse en ella una obra que destaque por la dogmática, la erudición o el estilo. Los escritores de esta tendencia se limitarán a asentar, con argumentos tomados principalmente de la historia sagrada, que a la magistratura real está íntimamente unido un poder soberano que viene derecha y primariamente de Dios y no de los hombres, y que los reyes son vicarios de Dios, cada uno en su reino, en lo temporal, siendo en principio ilimitadas sus facultades, pues es natural que sus trabas sean puestas y su responsabilidad sea exigida sólo por aquel de quien dependen. 237 La doctrina del poder real de origen divino y de carácter ilimitado es la adoptada por la Corona y la Iglesia españolas, por ésta última sobre todo a partir de la Revolución francesa. Más adelante ofreceremos ejemplos comprobatorios de esta aseveración.
El influjo de la Ilustración provocó el mayor y más importante cambio que experimenta el curso de las ideas políticas españolas en el siglo XVIII, el nacimiento del racionalismo político, cuyos inspiradores fueron Rousseau, Montesquieu, Voltaire, los enciclopedistas, los líderes de la Revolución francesa y los textos constitucionales de la misma.
Dentro de este racionalismo político habrá pronto dos tendencias, la moderada o reformista y la radical o revolucionaria. La primera tendrá a su cabeza hombres que descuellan por sus letras y su intervención en el gobierno, un Campomanes, un Jovellanos y un Cabarrús, los cuales abrevarán principalmente en aquellos manantiales, sobre todo Cabarrús, quien en sus célebres Cartas traducirá casi literalmente al autor de El contrato social: “Tal es aún —escribe en ellas—, tal fué y será siempre el pacto social: se dirige a proteger la seguridad y la propiedad individual, y por consiguiente la sociedad nada puede contra estos derechos que le son anteriores: ellos fueron el objeto, la sociedad no fué más que el medio, y ésta cesa con el mero hecho de quebrantarse aquéllos. Son muy efímeras todas las instituciones que no se funden en la razón y la utilidad común. El único medio de perpetuar las monarquías es el de reconciliarlas con el interés y la voluntad general o con el objeto del pacto social.” Sin embargo, ninguno de esos enciclopedistas españoles se saldrá de la órbita del absolutismo de nuevo cuño. Aunque su base doctrinal sea casi la misma que la de los revolucionarios franceses, son partidarios del despotismo ilustrado, y lo único que proponen en sus escritos es la introducción de reformas en las esferas económica, social y administrativa, llegando a lo más a pedir una mayor participación del pueblo en los organismos auxiliares del rey.
La tendencia radical es hija directa de la Revolución francesa. Si la tendencia moderada quería la revolución desde arriba, mediante reformas administrativas, esta otra, la radical, querrá la revolución desde abajo, mediante reformas políticas. Sus figuras principales en el siglo XVIII, el abate Marchena, Hevia, Santibáñez, Picomel, serán hombres de acción, más bien oscuros, salvo el abate que fué también personaje de las letras, aunque no muy destacado; los tres primeros trabajaron en Francia al servicio de la Revolución. Marchena publicó un “Manifiesto a los españoles” en que pedía la reunión de Cortes, la instauración de una república federal y la abolición del Santo Oficio; Hevia lanzó una proclama dirigida a sus compatriotas, en la que también se mostraba partidario de la reunión de Cortés; Santibáñez hizo circular unas “Reflexiones imparciales de un español a su Nación”, donde hacía gala de un espíritu muy radical y reclamaba el establecimiento de un congreso popular, y Picomel realizó propaganda revolucionaria en las Antillas, difundiendo un escrito sobre los derechos del hombre y del ciudadano y un discurso dirigido a los americanos.
b. 2. Nueva España
b. 2. 1. Penetración de las nuevas ideas políticas
Las ideas políticas alumbradas por el siglo XVIII se colaron con facilidad en el recinto novohispano y se difundieron ampliamente entre sus habitantes. Varias circunstancias contribuyeron a ello: en primer término, la tolerancia que los Borbones y sus ministros dispensaron a dichas ideas hasta que estalló la Revolución francesa; y en segundo término, los múltiples vehículos y eficaces auxiliares de que dispusieron para la infiltración y la propagación.
Cuéntanse entre estos vehículos y auxiliares:
a) Los libros extranjeros, principalmente los franceses, que circularon profusamente por la Nueva España, burlando de mil maneras la vigilancia de la Inquisición. 238 No da idea de lo mucho que fueron leídos el registro que pudiera hacerse de los recogidos por el Santo Oficio o descubiertos en bibliotecas de instituciones o particulares, pues gran parte de las obras introducidas clandestinamente eran copiadas a mano para saciar el apetito de los curiosos que no podían procurarse ejemplares impresos. Los autores políticos más leídos fueron Voltaire y Rousseau; este último cautivó mucho a los espíritus cultos o semicultos con sus máximas claras y simples que trascendieron incluso a cierta gente iletrada —peluqueros, sastres, zapateros, etc.— que tenía algún trato con personas ilustradas o escuchaba a menudo sus conversaciones.
b) Los franceses residentes en México, que constituyeron un grupo bastante numeroso. Algunos habían entrado al país como técnicos o profesionales, y eran personas cultas; pero los más debían su “importación” al imperio que entonces ejercía la moda francesa sobre la aristocracia, y aun sobre la mesocracia, y eran peritos en las artes, artesanos o artistas, de aquella moda —peluqueros, modistos, cocineros, perfumeros, etc.—, y, por lo tanto, personas de escasas letras, aunque muy al corriente de las novedades por el roce que tenían con los personajes de la Colonia, quienes solían hacer tertulia en sus establecimientos. Estos franceses, que eran muy adictos a las ideas revolucionarias, solían juntarse en diferentes lugares y a sus reuniones asistían algunos españoles, bastantes de los cuales fueron perseguidos en 1794, al mismo tiempo que los primeros, como adeptos a las ideas de la Revolución. El grupo francés fué particularmente odiado por los misoneístas novohispanos, que lo acusaron de pervertir a la sociedad. El fiscal del crimen de México, en un pedimento sobre la expulsión de los franceses, decía, haciéndose eco del sentimiento que reinaba en un amplio sector novohispano, que con arreglo al derecho, la honestidad y la verdad, aquellos extranjeros no podían ser útiles a la sociedad, único título por el que conforme a la ley cabía admitirlos en el reino, pues “los peluqueros, los cocineros, los modistos y la gavilla execrable de otros a éstos semejantes” no habían traído “al reino y a toda la nación otra utilidad que la del lujo, la locura, la corrupción de máximas y demás buenas cualidades” con que habían logrado “apocar el espíritu, afeminar el carácter y difundir la corrupción entre los buenos espíritus”. 239
c) Algunos de los españoles procedentes de la Península. De la metrópoli pasaron a la Nueva España no pocas personas “contaminadas”, que contribuyeron sin duda a difundir acá las nuevas ideas. Una de esas personas fué, por ejemplo, el franciscano Juan Francisco Ramírez, perseguido por la Inquisición en 1794, quien al venir de España introdujo un libro relativo a la Revolución francesa y se mostró inclinado a las ideas de ésta. De su proceso resulta que hizo propaganda más o menos velada, porque después que llegó a la Nueva España, en 1793, prestó a otros los impresos que tenía sobre dicha Revolución y habló con muchas personas justificando los principios y la conducta de los revolucionarios. 240
d) Algunos de los mexicanos residentes en el extranjero. Un caso notable de mexicano propagandista de la Revolución francesa es el de Francisco Vives, canónigo de la Catedral metropolitana, quien, habiéndole confiado el cabildo de su iglesia una misión en Roma, encontró manera de terminar su viaje en París, donde, según refiere una carta reservada dirigida por el monarca al conde de Revillagigedo, se entregó al mayor abandono y libertinaje, dejándose corromper por las perjudiciales máximas que entonces prevalecían en la capital y todo el reino de Francia, y procuró en cuanto pudo introducirlas y sembrarlas en la Nueva España, pues se había logrado recoger diferentes cartas dirigidas por él a diversas personas de este reino en que elogiaba los procedimientos de la Asamblea, condenaba la conducta de Luis XVI y exaltaba las victorias de los ejércitos revolucionarios. “De suerte que estas especies —dícese en la carta del rey a Revillagigedo— cundiendo en esos dominios no podrían dejar de producir las más fatales consecuencias, y sin duda el autor las ha trasladado a sus cartas para infundir terror en los ánimos de los vasallos de S. M. y prepararlos para una rebelión, especialmente cuando pinta de tal manera los victoriosos progresos de los franceses que vaticina como no muy lejos su entrada en México.” 241 Hecha averiguación en México, se encontraron cartas dirigidas por el citado Vives al conde de Medina y a varios canónigos de la Catedral, teniendo por objeto todas ellas inclinar el ánimo de los lectores hacia el nuevo sistema francés. Todavía cabría citar otro caso notable de mexicano residente en el extranjero que hizo propaganda contra el régimen dominante en su país: el de José Antonio Rojas, profesor de matemáticas en Guanajuato, que huyó a los Estados Unidos, después de purgar una condena que le impuso la Inquisición, y que ya radicado allí escribió un papel dirigido contra este tribunal y en general contra la organización española. 242
b. 2. 2. El influjo de los movimientos políticos extranjeros
Los movimientos políticos francés y norteamericano influyeron considerablemente en el nuevo sesgo que tomaran el pensamiento y las ideologías políticas en la Nueva España a fines del XVIII.
a) Influjo de la revolución e independencia norteamericanas.
En general, del movimiento político del país vecino, pasó bastante desapercibido lo que tenía de revolución, pero no lo que tenía de independencia: trascendieron poco a la Nueva España los principios políticos y mucho la liberación de la metrópoli. ¿No suscitó en buena parte el ejemplo de las antiguas colonias inglesas las agitaciones y los intentos independentistas que sucesivamente se producen en las postrimerías del siglo XVIII? A partir de la ruptura de aquellas colonias con Inglaterra, los criollos mexicanos comienzan a adoptar una actitud desafiadora, a hablar claramente de independencia y a coaligarse para intentarla. 243 Nada cuaja entonces, pero el fermento seguirá obrando.
No sólo anima el ejemplo; también inclina al optimismo la posibilidad de recibir ayuda de quienes se habían adelantado en la empresa redentora, ayuda sobre la que siempre se especuló hasta la consecución de la independencia. 244 El gobierno español tomó precauciones para evitar que pasaran a la Nueva España escritos o efectos que pudieran servir para excitar a la liberación o aun recordarla: de evitar la entrada de escritos se encargó la Inquisición; el cuidado de evitar la introducción y circulación de ciertos artículos, como “relojes de faltriquera”, cajas para rapé, monedas y otros que tuviesen grabadas alusiones a la libertad de las colonias americanas, fué confiado al virrey. 245
Queda poco rastro de la impresión que produjeron en la Nueva España las ideas políticas revolucionarias de la Unión. No cabe duda de que eran conocidas y apreciadas, puesto que para gozarlas se refugiaron en los Estados Unidos algunos mexicanos liberales. Fueron objeto de no poca propaganda, de la cual la más efectiva fué seguramente la realizada en castellano por exilados como Roxas y Puglia, a base de criticar el régimen tiránico y retrógrado de la Colonia, que oponían al liberal y progresista de Norteamérica. 246
b) Influjo de la Revolución francesa.
Fué este el influjo que se dejó sentir con más fuerza. Debióse ello en gran parte al imperio que sobre el mundo urbano novohispano ejerció durante el siglo XVIII todo lo francés: ideas, modas, costumbres, etc.; pero también a los principios políticos igualitarios y a la acción niveladora, que se ganarían fácilmente la entusiasta adhesión de amplio sector mesocrático, por responder perfectamente a sus anhelos.
Desde que la Revolución estalló en Francia, comenzó la agitación política en la Colonia. Un grupo algo numeroso de franceses y mexicanos se mostró particularmente activo en la defensa del proceder de los revolucionarios y en la propaganda de sus principios. Por doquier se comentaban los sucesos de Francia y se alababa su nuevo régimen, aun en los corredores de Palacio y en la Universidad, 247 y se llegaba en alguna ocasión —8 de septiembre de 1794— a fijar pasquines que “aplaudían la determinación de la nación francesa en haberse hecho república”. Existía una propaganda dirigida desde la misma Francia, a que suelen referirse los ministros de S. M. en sus cartas a los virreyes, 248 y que era realizada mediante escritos y enviados especiales. Al lado de ésta, había otra que se valía de la frivolidad, haciendo pasar a manos de quienes rendían culto a la moda sortijas, relojes y otros artículos de lujo o adorno con lemas revolucionarios grabados en lugares escondidos.
Los tópicos de la propaganda, que estaban encaminados a imprimir bien en la mente las máximas revolucionarias, a alentar la independencia y a justificar los actos del nuevo régimen, aparecen continuamente en las declaraciones de testigos y acusados que figuran en los procesos incoados por la Inquisición a los “contaminados” mexicanos. 249
Aunque el virrey Branciforte persiguió denodadamente a los franceses residentes en la Nueva España y a los partidarios y simpatizadores de la revolución igualitaria, y aunque se produjo una fanática reacción del sector misoneísta contra aquel movimiento y contra todo lo que olía a francés, siguió cundiendo y agitando a los hombres el espíritu inoculado por la gran conmoción del siglo. Denótanlo las inquietudes y perturbaciones a que me referiré luego; 250 y también hechos que pudieran parecer insignificantes, como el de venderse en 1798 tanto en México como en la provincia una sortija que tenía grabado el árbol de la libertad y una inscripción en francés; el denunciante del hecho decía, y esto es más significativo que el hecho mismo, que en México esa sortija era “la gran moda” y que la mayor parte de iis personas de dicha ciudad eran afrancesadas. 281
b. 2. 3. Las ideas políticas novohispanas
Como en España, el cuadro de las ideas políticas cambia bastante en México durante el siglo XVIII: se esfumará casi la doctrina política tradicional de raigambre medieval, adquirirá los caracteres de dogma el absolutismo puro, y saldrán del manantial de la Ilustración las dos corrientes a que nos referimos antes, 252 la moderada o reformista y la radical o revolucionaria — el despotismo ilustrado y el liberalismo democrático.
b. 2. 3. 1. Manifestaciones de la doctrina tradicional
Del tradicionalismo jurídico-institucional.
Ecos indudables de él son, por ejemplo, los fundamentos histórico- legales de una petición hecha por el procurador general de la ciudad de México en 1765 para que se escuchara a ésta en un asunto de sumo interés para todo el reino. Decía dicho procurador que por máxima asentada de un dichoso gobierno se había tenido en las regulaciones nuevas, de cualquiera naturaleza que fuesen, el tomar consejo y parecer, o al menos dar concurrencia y audiencia, a los interesados en ellas; y aducía que los emperadores romanos habían tenido por bienaventuranza de su imperio y por gloria particular de su persona dar las leyes con consejo no sólo de su senado, sino de las cabezas de las repúblicas, y que las leyes y los monarcas españoles tenían prevenido que en los hechos arduos, para librar las determinaciones, precediese el consejo de los súbditos y naturales, y específicamente que en la imposición de repartimientos de pechos, servicios, pedidos de tributos, etc., no se procediese sin concurrencia y otorgamiento de las villas y ciudades. 253 Salía, pues, a relucir aquí el principio político medieval de la participación del estado llano en la legislación, en toda regulación u ordenamiento nuevo, y especialmente en el establecimiento de nuevas cargas.
También deriva de aquella doctrina el principio de que el fin de los gobernantes es el bien común, principio que todavía repiten como válido algunos absolutistas; 254 y asimismo el de que el monarca es administrador del reino, aducido contra el despotismo por un liberal que se adelantó a los hombres de principios del XIX a unir la tradición política con las ideas modernas. 255
Y asimismo tiene su raíz en el tradicionalismo jurídico-institucional la tesis que Abad y Queipo sustenta en su “Representación sobre la inmunidad personal del clero” (1799), tesis en que recoge el hilo central del proceso histórico de la monarquía española hasta fines de la Edad Media: el de la evolución del estado bi-estamental (nobleza y clero, más monarquía) al estado tri-estamental (nobleza, clero y estado llano, más monarquía). “Consta por la historia —escribe allí— que todas las monarquías modernas se fundaron sobre estas dos dignidades del clero y de la nobleza... Los francos en las Galias y nuestros godos en España así establecieron sus monarquías, formando un compuesto del clero, de la nobleza y el trono; y se pasaron algunos siglos sin dar representación ni parte alguna en el gobierno al estado general.” 286
Del tradicionalismo teológico.
Las doctrinas de los teólogos españoles del siglo XVI, renovadas con ideas de Hobbes y de la escuela del derecho natural, parecen ser la médula teórica del pensamiento político que nos ofrece el P. Alegre en sus Institutionum Theologicarum. 267 Decimos parecen ser, porque si bien saltan a la vista en tal obra los pilares de aquellas doctrinas —orígenes divino y humano, concertados, del poder y transmisión de éste por la sociedad a los gobernantes mediante pacto o convenio—, como Alegre no cita a los teólogos españoles y sí a Hobbes y a algunos autores de la escuela del derecho natural —Grocio y Pufendorf—, y además subraya mucho la intervención del consentimiento en el traspaso de la autoridad, hay motivo para pensar que nos hallamos en presencia de una adaptación de los principios de dicha escuela a lo que para un católico tiene que ser dogmático, el origen divino de las instituciones humanas.
Alegre rechaza la vieja tesis de que la superioridad, intelectual o física, sea origen de la autoridad, y sostiene que ésta se funda en la naturaleza social del hombre y tiene su origen próximo en el consentimiento de la comunidad, mediante la cual transmite Dios el poder a los gobernantes.
El poder se funda en la naturaleza social del hombre. En primer término, porque es natural para el hombre —como dice Santo Tomás— el vivir con muchos en sociedad, y es necesario que haya entre los hombres quien gobierne y dirija la multitud. En segundo término, porque los hombres vivían originariamente en una “común guerra de todos contra todos que Hobbes llamó ‘cuasi natural’ Lo cual hizo necesario que vivieran reunidos en sociedad, bajo una autoridad que obligara a todos al cumplimiento del deber. Por temor a los enemigos, pues, juntáronse los hombres en colectividades; a ello se debe, como dice Grocio, el que se constituyeran en sociedad civil, y no al ‘‘mandato expreso de Dios — que en ninguna parte se encuentra”. La conservación de dicha sociedad es, por lo tanto, la causa de la introducción y el establecimiento del poder público.
El poder tiene su origen próximo en el consentimiento de la comunidad. “Al reunirse muchas familias para fundar una ciudad, o bien establecieron que todo lo referente al bien común debería ser decretado por el común sufragio de todo el pueblo, y éste es el que se llama imperio o régimen democrático; o confiaron el cuidado del bien común a unos pocos..., y éste es el llamado imperio o dominio aristocrático; o bien se entregó a uno solo, por común consentimiento, la administración de la cosa pública, y éste se llama imperio monárquico.” De lo que resulta que todo Estado, de cualquiera clase que sea, ha tenido su origen “en una convención o pacto entre los hombres. Porque ningún reino —bien lo dijo Pufendorf— nació de la guerra o de la mera violencia, aunque muchos con guerras se hayan acrecentado.” Pero el origen consensual del poder tendría también otro fundamento: la restricción que éste impone a la libertad natural; pues "para que los hombres sufran alguna disminución de la natural libertad que todos por igual gozan, menester es que intervenga su consentimiento".
El poder es transmitido por Dios a los gobernantes mediante la comunidad. ¿Se opone lo antes dicho a la opinión de que el derecho de mandar, y por tanto todo imperio o reino, procede de Dios? No; “porque el que los príncipes afirmen haber obtenido el imperio por la clemencia, favor, benignidad y gracia de Dios, es algo dicho con gran verdad y sabiduría”, ya que nada hay en la tierra más agradable a Dios que las comunidades de hombres jurídicamente asociados; ni nada más divino que el cooperar con Dios, y siendo entre las criaturas el hombre la más noble, cooperar con Dios a la común felicidad terrestre del género humano es sin duda lo mayor y supremo, “y tal es la misión principal de los reyes y príncipes, así como también de toda autoridad civil”. Con razón, pues, se reconoce tal don como recibido de Dios: “porque si El no hubiera destinado a éste o a aquél... a ocupar la cima del Imperio, ni los hombres lo hubieran elegido y creado rey, ni al otro le hubiera tocado la sucesión del reino... Pero para ello no es necesario que Dios inmediatamente elija rey a éste, o le confiera la jurisdicción, ya que bien puede conferírsela por medio de los hombres, de acuerdo con el orden natural de las cosas.” “No hay, pues, potestad que no venga de Dios, pero o inmediata [se refiere sin duda a la de la comunidad] o mediatamente [se refiere a la de los gobernantes].” Ahora bien, la transmisión del poder a los gobernantes es individual y total o absoluta: cada uno de los ciudadanos “transfiere al rey el derecho [entiéndase todo] que en sí mismo tenía; y de todas estas obligaciones particulares resulta el derecho del rey sobre todos y cada uno de los ciudadanos”.
De lo que acabamos de exponer, se deduce: que el pensamiento de Alegre coincide esencialmente con el de Vitoria y Suárez —tiene los mismos cimientos, la naturaleza humana y el consentimiento, y la misma coronación, el absolutismo, o el traspaso del poder de manera absoluta—; y que nuestro autor moderniza mucho la fachada discursiva del neotomismo español recurriendo a ideas y conceptos de la escuela del derecho natural, y sobre todo de Hobbes —¿ quién no reconoce la impronta de Hobbes en conceptos como el de la igualdad en la libertad natural, el del estado de naturaleza de “común guerra de todos contra todos”, el del temor o miedo como causa de la sociedad política, y aun el de la cesión absoluta al gobernante o gobernantes de los derechos que en el estado de naturaleza corresponden a los ciudadanos?
b. 2. 3. 2. La doctrina absolutista
El absolutismo toma en México durante el siglo XVIII sus rasgos propios, que lo vuelven puro, sin ninguna dependencia o limitación en la tierra, y se convierte en declarado o expreso, en doctrina oficial tanto de la Corona como de la Iglesia.
Sus rasgos propios nos son ofrecidos nítidamente por dichas instituciones:
a) Origen divino del poder del rey — y aun de la monarquía y de la persona misma del soberano.
Lo cual se declara reiteradamente en documentos oficiales. La R. C. de 27 de noviembre de 1768 relativa al Monitorio de Parma, afirma que en lo temporal la potestad independiente fue puesta en manos de los reyes por Dios, “de quien inmediatamente la derivan, y a quien son responsables de sus acciones”; y un edicto de la Inquisición mexicana, de 24 de octubre de 1794, referente a la obra titulada Desengaño del hombre, que publicó en Filadelfia Santiago Puglia, la declara prohibida in totum, entre otras razones, por el “estilo tan soez ... con que habla de los reyes ungidos del señor, imputando el nombre odioso de despotismo y tiranía al régimen monárquico y real autoridad, que dimana del mismo Dios y de su divina ordenación, y que tanto recomiendan el Antiguo y Nuevo Testamento y el universal consentimiento de todas las gentes que desde la más remota antigüedad se gobernaron por reyes”. 258
b) Carácter ilimitado del poder real.
Es corolario del anterior, pues siendo el rey ministro de Dios, sólo de él depende y ante él es responsable. La ilimitación del poder real se predica tanto frente al pueblo o nación como frente a la Iglesia.
Frente al pueblo.— Declaróse terminantemente por la monarquía y la Iglesia que el pueblo no tenía derecho alguno respecto del rey, que la obediencia y sujeción de los vasallos a éste eran absolutas. “De una vez para lo venidero —decía el virrey marqués de Croix en un bando de 25 de junio de 1767— deben saber los súbditos del gran monarca que ocupa el trono de España que nacieron para callar y obedecer, y no para discutir ni opinar en los altos asuntos de gobierno.” 259 Preocupó mucho a los soberanos españoles el desterrar la doctrina del derecho de resistencia y del tiranicidio que había venido siendo sostenida por numerosos autores españoles, y en particular por la escuela jesuíta, y que seguía siendo enseñada en colegios y universidades. Y expidieron al efecto, en 1767, una cédula ordenando que, al objeto de extirpar de raíz la perniciosa semilla de la doctrina del regicidio y tiranicidio, que se hallaba estampada y se leía en tantos autores, por ser destructiva del Estado y la tranquilidad pública, “corriese la venta y despacho de la obra Incommoda probabilissimi, de fray Luis Vicente Mas de Casavalls”, en que se impugnaba aquella doctrina, y que los graduados y profesores de las universidades y estudios jurasen al ingresar en sus oficios y grados observar y enseñar la doctrina del concilio de Constanza, y que en consecuencia no observarían ni enseñarían, “ni aun con título de probabilidad, la del regicidio y tiranicidio contra las legítimas potestades”. 260 Bastante más tarde, en 1801, y seguramente a causa de las teorías y actos de la Revolución francesa, encargaría la Corona a los censores regios de las universidades de los reinos de Indias y Filipinas que no permitieran se defendiese o enseñase doctrina alguna contraria a la autoridad y regalías de la Corona, ni consintieran se sostuviese disputa, cuestión o doctrina favorable al tiranicidio o regicidio, ni otras semejantes de moral laxa y perniciosa. 261
Frente a la Iglesia.— La doctrina sostenida casi unánimemente durante dos siglos por los teólogos españoles respecto de las relaciones entre Iglesia y Estado fue desechada rotundamente durante el siglo XVIII por la Corona y la mayoría de la Iglesia española. Esa doctrina, que establecía la separación de las dos sociedades, Estado e Iglesia, por dirigirse cada una hacia un fin, el temporal y el espiritual, respectivamente, supeditaba en definitiva la sociedad civil a la eclesiástica en razón de la preeminencia del fin atribuido a la segunda. El Estado debía ceder cuando el fin espiritual le saliese al piso. Y si el gobernante católico hiciese peligrar con su política la salud espiritual de sus súbditos o perturbase grandemente el gobierno eclesiástico, se admitía que el Papa en nombre de la Iglesia pudiese llegar incluso a dispensar a los vasallos del rey de la obediencia o sumisión que le debían. El que ésta fuese la doctrina de un gran sector eclesiástico, no quiere decir que los monarcas españoles la vieran con buenos ojos o que observaran sus principios. Antes bien, entre los Papas y los reyes españoles hubo un continuo forcejeo, imponiéndose más a menudo la voluntad de éstos, quienes consideraron sus relaciones con la Santa Sede como una cuestión política, a resolver como las pugnas de conveniencias y poder, y no como una cuestión dogmática, a resolver conforme a principios. Pero, sin embargo, los Austrias españoles no combatieron dicha doctrina, por preferirla teóricamente a las demás y no atarles o embarazarles gran cosa en la práctica.
Los Borbones, por el contrario, sí la repudiaron expresamente, decidiéndose por otra doctrina bastante opuesta a aquélla y que en rigor es corolario de la del origen divino inmediato del poder real. Si él monarca ha recibido el poder directamente de Dios, y es su ministro, de ningún modo puede depender de otra potestad, ni aun de la del Papa, que por el origen de su autoridad y el carácter de su función, ministerio del Señor, se encuentra en el mismo pie que el soberano temporal. En la tierra había dos ministros del Señor, uno para el gobierno espiritual y otro para el temporal, independientes uno de otro y cada uno con su propia esfera de competencia y sus propias armas de gobierno. Esta doctrina casaba con la política que los Borbones aplicaron a las relaciones con la Iglesia, la denominada política regalista, o regalismo, afirmadora de los derechos temporales del monarca —regalías— frente a la Iglesia, y restringidora por tanto de los privilegios y funciones de carácter temporal que aquella institución fuera adquiriendo con el tiempo (se estimaba que por debilidad o abandono de los monarcas).
Lo declarado en la R. C. sobre el Monitorio de Parma, citada antes, era expresión tanto de la doctrina de la independencia respecto de la Iglesia como de la doctrina del origen divino de la potestad real: Las ideas de los curiales de Roma —dice dicha cédula— con la renovación de estos monitorios nunca han producido fruto alguno a favor de la religión, “ni es justo a título de ellos permitir se vulnere la potestad independiente que en lo temporal puso Dios en manos de los soberanos, de quien inmediatamente la derivan, y a quien son responsables de sus acciones. En tales casos, siendo la potestad civil perfecta y suficiente en sí misma para sostener sus propias regalías y autoridad, no puede ni debe permitir que se publiquen tales monitorios, ni escandalice con ellos a los pueblos, relajándolos, como se ve en éste, de la obligación de obedecer a su propio soberano, y autorizándolos para la insurrección que es uno de los más perniciosos ejemplares que podían correr.”
El regalismo, además de una reducción de los privilegios y las funciones de la Iglesia, entrañó una actitud nueva, de superioridad o exigencia de sometimiento, por parte de las autoridades civiles hacia las eclesiásticas cuando se trataba de asuntos temporales. En la Nueva España no es raro encontrar documentos en que se manifiesta la nueva actitud. Sirva como ejemplo un oficio dirigido en 1770 por el marqués de Croix al tribunal de la Inquisición, en que trataba a este alto cuerpo con tan poco respeto como a un oficial subalterno: No pudiendo yo permitir —clama el virrey en dicho escrito— por ningún motivo que la relación de los viajes y posesión de Monterrey —entregada por el impresor al Santo Oficio según preceptuaba la ley— “se vea en otras manos que en las que sea del soberano agrado del rey, por ser asunto puramente de estado y digno de la mayor reserva: prevengo a V. S. que inmediatamente me remita los expresados ejemplares, y también si inadvertidamente se ha sacado ya o está sacándose alguna copia o copias en el estado que se hallen; bien advertido que no es posible deje de ejecutarse así”. 262
En obras largas de particulares no nos ha sido dable recolectar ideas absolutistas; sí, en cambio, en pequeños escritos, gracias a los cuales podemos ofrecer tres especímenes de la doctrina absolutista manada de fuentes privadas.
El primero lo hallamos en un “Sermón moral sobre el evangelio de la dominica infraoctava”, predicado por Juan de Sarria y Alderete, y publicado por varias personas para que se difundiera “la sana doctrina que incluye”. Esta doctrina es la del absolutismo, expuesta a grandes rasgos por Sarria, y remachada en notas preliminares por otras personas. Sarria decía que uno de los principales objetos de la política es que el pueblo reciba con sumisión las constituciones de los reyes, que el inferior escuche la voz de quien le manda, y que el súbdito guarde con puntualidad las leyes que la naturaleza estableció y Dios le impuso tocante al respeto debido a las majestades sobre la tierra ; y añadía que la obediencia a los monarcas es una de las máximas principales de la religión católica, doctrina del Evangelio que enseñó Jesucristo y predicaron los apóstoles. En las notas preliminares, Francisco Pérez de Córdoba y Juan Francisco Alba manifiestan que en el sermón se pintan con los más vivos colores la fidelidad, el respeto, la humilde sumisión, el temor y la obediencia debida a los reyes, en quienes se reconoce y reverencia la imagen y la majestad del Omnipotente, que se agrada en formarlos, destinándolos a gobernar la tierra; verdad apoyada sobre fundamentos tan seguros e irresistibles, “que demuestra ser ella una de las principales máximas de la Santa Religión”. Y en un parecer, incluido también entre las referidas notas, el doctor José Patricio Fernández de Uribe, canónigo penitenciario de la Catedral, se expresa así: "... si la religión y las leyes no obligaran a los ministros del Altísimo a enseñar al pueblo el respeto, obediencia y amor que deben a sus legítimos soberanos, los estrecharía a anunciar frecuentemente desde el pulpito esta verdad, el dulce vínculo de una fiel gratitud para con sus reyes; los intereses de la Iglesia están en gran parte vinculados a los de la Corona, y una triste experiencia ha hecho ver en estos días que los sacrílegos golpes que en Francia se han descargado contra el trono se han dirigido también a la ruina del sacerdocio.” 263
El segundo espécimen lo hallamos en una Denuncia y censura de la obra intitulada El hombre de estado, que figura entre los papeles de la Inquisición de México. 284 Contiene esa denuncia y censura dos calificaciones que nos interesan. Una es obra de fray Mariano de la Santísima Trinidad, quien, refiriéndose al problema del origen del poder, manifiesta que, dejando a un lado la célebre cuestión muy ventilada por teólogos y canonistas de si la potestad suprema procede de Dios mediate vel immediate, todos convienen en que la potestad in genere viene de Dios, y que puesta la elección y consentimiento, la misma potestad de los príncipes procede inmediatamente de Dios, y que los pueblos por derecho natural y divino están obligados a obedecer a las potestades supremas. La otra, más henchida de doctrina, se debe a los padres Domingo Barrera y Luis Carrasco. Para ellos, la forma monárquica no es la sola que conviene a la sociedad cristiana, pues la común sociedad puede gobernarse por autoridad monárquica, aristocrática o democrática, de las cuales siempre se verifica que su potestad viene de Dios a cada una, sin que él haya determinado jamás que los pueblos se gobiernen necesariamente por tal o cual modo de gobierno, sino que los ha dejado en libertad para que escojan el más conveniente y oportuno; y si Dios estableció la monarquía entre los hebreos cuando eligió a Saúl por rey, fué por condescender con la petición del mismo pueblo; y de haber sido dicho establecimiento de Dios general para todas las naciones del orbe, se seguiría forzosamente que cuando éstas se gobernaran por otra autoridad que no fuese la monárquica, serían insolentes violadoras del estatuto divino, lo cual jamás han dicho ni siquiera los que son rigoristas. También, a su entender, ninguna forma de gobierno es justa y recta sino la que encamina las acciones de los ciudadanos al bien común, y dirige éste al último fin, que es Dios. Combatiendo la idea de la soberanía popular y de la transmisión del poder por el pueblo o la nación al rey, aseguran dichos padres que el pueblo no comunica la autoridad a los monarcas, ni San Pablo reconoce otro origen del poder y la autoridad de los reyes y superiores que la autoridad y el poder de Dios, de quien todos los superiores y reyes son simples ministros, para que cuiden del bien común, como dice a los romanos: non est enim potestas nisi a Deo; por ello, siempre que esté dominante la opinión de que la autoridad y soberanía reside en el pueblo, de donde se diga que pasa al rey, se sostendrá que quien se la transmitió se la puede también quitar cuando lo juzgue conveniente, lo cual no es otra cosa que fomentar el origen de alborotos y sediciones.
El tercero de los especímenes lo encontramos en un escrito titulado “Cancelada ha atribuido a la divina ley mosaica un principio que autorizaría la doctrina sacrílega del regicidio”, escrito en que el Colegio de Abogados de la capital salía al paso de ciertas aseveraciones hechas por dicho autor en la “Gaceta de México”. Lo publicado por Cancelada que motivaba la refutación de aquella corporación era esto: la autoridad del gran Sanhedrín judío tenía tal naturaleza que el rey, el gran sacerdote y los profetas estaban sujetos a ella; si el monarca pecaba contra la ley, el gran Sanhedrín podía despojarle del poder y hasta mandar castigarle en su presencia. El Colegio de Abogados se asustaba ante las consecuencias que podían sacar los lectores de estas líneas, pues si la ley de Moisés había sido dictada por el mismo Dios, como lo enseñaba la fe católica, si conforme a esta ley el gran Sanhedrín tenía la potestad de juzgar a los sumos sacerdotes y a los reyes, e incluso deponerlos y castigarlos, y si la ley de Jesucristo no había derogado, sino perfeccionado la ley de Moisés, se seguía claramente que las personas de unos y otros no eran tan inviolables ni sagradas que no pudiesen ser juzgadas y castigadas por otros hombres con las penas de la deposición y de la vida. “Tal apoyo —decía el referido Colegio— quisieran encontrar en los libros santos estos pretendidos filósofos del siglo que tan furiosamente se han desencadenado contra la potestad.” Pero las aseveraciones de Cancelada eran vanas, hijas de una “estupenda ignorancia”. Bastaba recorrer la historia sagrada para cerciorarse de ello. Y la corporación de juristas en su escrito iba demoliendo con la piqueta de esa historia los falsos conceptos del redactor de la “Gaceta”. La conclusión en que desembocaba, después de revisar el pasado de la Iglesia, era que todas las historias y monumentos antiguos del pueblo judaico, desde el origen del sacerdocio legal hasta el tiempo de Jesucristo y la destrucción de la nación judía, concordaban en probar que la potestad real es independiente de la del sacerdocio, de la del Sanhedrín y de cualquiera otra potestad humana, y todo el Nuevo Testamento probaba también que la Iglesia católica no ha enseñado doctrina diferente, y que antes bien, uno de los más gloriosos distintivos de la religión verdadera del Evangelio era la sumisión a los reyes y el respeto inviolable a su potestad y a sus personas. La doctrina política verdadera resultaba ser por lo tanto la que de pasada enunciaban los abogados en su escrito: que las potestades superiores vienen de Dios y quien se opone a ellas resiste el orden por él dado; que los reyes y soberanos no pueden ser depuestos por ninguna potestad eclesiástica ni civil, y que la potestad soberana temporal es legítima aun en los reyes infieles y ellos no la reciben sino dé Dios. 265
Del examen de las ideas que acabamos de ofrecer, cabe deducir que las posiciones doctrinales del absolutismo oscilaron entre la más moderada, que afirma el origen divino del poder de los superiores políticos en cualquiera forma de gobierno —que es lo posición más antigua y más conforme con la tradición política española—, y la más extremada, que afirma el origen divino de la monarquía y de la persona del rey, de lo que se deriva la consustancialidad de religión católica y monarquía — que es la posición más nueva o moderna, y en pugna completa con aquella tradición. Otra deducción a hacer es que por todas las tendencias se recalcan dos puntos, que son los medulares del absolutismo dieciochesco: el de la independencia del monarca respecto de cualquier otro poder —civil o eclesiástico, del pueblo o nación y del Papa—, y el de la absoluta sumisión de las vasallos. Debido a lo cual todos convienen en rechazar el derecho de resistencia —del pueblo— y el de deposición y relajamiento de vasallaje — del Papa.
b. 2. 3. 3. Las ideas políticas provenientes de la Ilustración
Las reformistas.
Tienen en la Nueva España un gran reflejo; mas, de igual modo que en la Península, sólo se manifiestan incidental y aisladamente, sin llegar a constituir un cuerpo de doctrina. Débese esto a que los hombres que las profesan no se sienten atraídos por la teoría política general sino por la política práctica, pues a lo que aspiran es a reformar la sociedad sin modificar el Estado. Todos son, o parecen ser, partidarios del despotismo ilustrado, de la revolución o transformación social desde el poder mediante reformas administrativas, y por ello, existiendo en España el régimen que les acomoda, desdeñan las cuestiones centrales de la política y se concentran en las, para ellos más importantes, de la administración social y pública — fomento de la cultura, regeneración de la sociedad, vivificación de la economía, organización de la agencia pública, etc.
En uno solo de los reformistas novohispanos descubrimos algunos principios políticos generales. Trátase de Miguel Pacheco Solís, corregidor de Tlancalan, autor de un “Proyecto sobre la forma de remediar la decadencia de la industria minera”, 266 en el que incluye un breve discurso acerca de la naturaleza del gobierno monárquico. Pacheco propone en su escrito una gran reforma administrativa y trata de fundamentarla en la condición esencial que atribuye al absolutismo, de promotor de la riqueza y el bienestar nacionales. La monarquía tiene, según él, una raíz a la vez divina y natural: “Considero como una de las señales más ciertas de la protección del cielo hacia una nación, la de ser gobernada bajo un poder real hereditario, porque los empeños con que recíprocamente están ligados el monarca patricio y los vasallos no se pueden romper, ni despreciar, sin hacer injuria a la naturaleza, que desde su alto domicilio nos dicta ocultamente lo contrario”; pero el poder le viene a dicha institución —la monarquía— del pueblo, de los vasallos, que “se despojaron de su autoridad en favor de esta especie de gobierno”. En el traspaso está implícito el fin de la monarquía, pues los vasallos lo hicieron en su propio beneficio —entiéndase el de la comunidad—, le cedieron “el derecho a procurarse su mejor estar”, y por ello, “no es mucho que pretendan de la misma mano [del gobernante] una fortuna que hace la del monarca y el honor del estado”, o que esperen “siempre nuevas retribuciones de su sabio legislador”. Para Pacheco no están reñidos ni discrepan fundamentalmente los fines de la comunidad y los propios o particulares de la monarquía, antes al contrario, se conjugan y conciertan, pues al procurar satisfacer los soberanos “el prudente y laudable deseo de ver respetada su corona, adelantando, colmado de gloria y felicidades, el patrimonio que ha de pasar a su augusta sucesión”, logran “el imponderable bien de haber hecho la fortuna de una sociedad” que los ama, bendice y obedece de corazón. En lo expuesto, se dibuja ya bien claramente la naturaleza del lazo vasallo-soberano característico del despotismo ilustrado: la paternal —el amor y la entrega del padre a la felicidad de los hijos, y el amor y la obediencia de éstos a aquél—; de la que es secuela el absolutismo o la ¡limitación del poder real. La voz del monarca —dirá Pacheco— “es el primer resorte de los pueblos, y ellos no conocen más obligación que la de esperar y seguir sus impresiones. Tal es el paso del gobierno. Los vasallos descansan y el monarca encargado de la felicidad de la nación hace observar inviolablemente las leyes fundamentales del estado: deroga cuando conviene las que no lo son: elige magistrados: promueve... la equidad y la justicia: castiga los crímenes...: oye, ve, piensa, premedita los medios con que se puede hacer su imperio floreciente: pesa sus dificultades ...; y no debe dar cuenta de los fundamentos de la sabia y fina política con que hace la elección de tal o de tal cosa; el profundo conocimiento de su reino y las máximas necesarias a su conservación y aumento, no permiten que las entiendan todos. Sería un contraste de la soberanía esta especie de descargo de su conducta.” Pero de la mano de este rasgo del despotismo ilustrado viene en Pacheco otro, que es como la contrapartida en el súbdito del celo real por la felicidad de los vasallos; nos referimos a la obligación que el súbdito tiene de cooperar activamente a la obra engrandecedora y benefactora de los monarcas: “Ya se dijo —escribe nuestro autor—. El vasallo sólo debe obedecer y descansar bajo la protección de su rey; pero no se ha de tomar esta palabra en su más alta significación. El amor a la patria: la felicidad de sus parientes, de sus amigos: en suma, la gloria del estado y la suya le empeñan en trabajar según sus fuerzas y a ilustrar su razón. Cada vasallo es una porción del cuerpo moral de que se compone la sociedad: razón es que ellas ocupen su lugar respectivo, pero lo es también que procuren todo lo posible hacerse activas y flexibles: el monarca que es la cabeza no puede dar influjo a unas partes sin articulación.” (Utilízase aquí, pues, la idea orgánica del Estado cara a los “paternalistas o patriarcalistas”, de un cuerpo cuya cabeza es el rey y cuyas partes son los súbditos.) Y no se conforma Pacheco con declarar que existe tal obligación, sino que la reputa exigible, y con rigor: “De aquí es que teniendo cada individuo una obligación de ser útil al cuerpo de que es miembro, substraerse por cualquier razón particular de este empeño, privándole de las comodidades que deberían esperar de su socorro, es faltar a la fe pública, es degradarse e injuriar a los preciosos títulos de vecino y patricio, y hacer un daño al común; en cuyo caso debe el soberano vindicarse, obligarle y usar del castigo que merezca su obstinación. No es el bien ideal de unos particulares, contentos con su suerte, el que puede privar a la monarquía de su gloria, al soberano de su poder, de su respeto y de su fama, y a los vasallos de su felicidad.” El discurso sobre la naturaleza del gobierno monárquico se cierra con una conclusión acerca de la función primordial de los monarcas, que suscribirían los más destacados adeptos del despotismo ilustrado: la de que “el soberano está obligado a velar y a promover los medios conducentes a la seguridad y conservación del estado, y a procurar a la sociedad de que es cabeza las comodidades y todo lo que puede hacerla más feliz, aun por la infracción de aquellos mismos derechos que parece haberse reservado la nación”. (Esto último es probablemente una referencia a las libertades individuales, muy traídas y llevadas por la literatura política de los siglos XVII y XVIII.) No falta en Pacheco un breve examen del tema de la decadencia de España, decadencia a cuya desaparición deben dirigir sus principales miras los reyes, pues está persuadido de que “aquellos medios felices que inmediatamente no se dirijan a destruir en su raíz” los funestos accidentes que la han producido, “serán siempre unos signos fatales de la debilidad de la Corona”.
También en el fiscal Posada afloran algunas de las ideas políticas generales de los reformistas de la Ilustración, presentadas con el léxico peculiar de ésta. En un escrito sobre la extracción de harina dirá que el derecho concede a cualquiera del pueblo acción para promover el bien de la república; que cuantas leyes se han promulgado solemnemente en diversos tiempos y lugares todas se han dirigido al bien universal y dejarían de ser leyes si no se enderezasen a este fin; que con el buen régimen municipal de las provincias florece en todo un reino; que del bien particular de los individuos resulta el interés de la nación, y que cuando la utilidad común no puede establecerse sino a costa de perjuicio particular, debe sin duda preferirse aquélla. 297 Ideas que como se ve denuncian a las claras la procedencia —Rousseau y los enciclopedistas franceses—, pero que no comprometen la esencia del régimen político español.
Pero lo más común será que los hombres del grupo que examinamos concentren su atención únicamente en las cuestiones más vivas de la administración social, en las llamadas entonces reformas administrativas. Así lo hará Revillagigedo (el joven), quien en diversos escritos oficiales 268 analiza muchas de dichas cuestiones, como la del desarrollo de la riqueza —ocupándose de la libertad de comercio, de las vías de comunicación, etc.—, la de la organización del aparato administrativo virreinal —ocupándose del establecimiento de las intendencias, del arreglo de la secretaría de gobierno, etc.—, la del fomento de la cultura —ocupándose de la protección de los documentos históricos, de la creación de escuelas técnicas, etc.—... Así lo hará también Abad y Queipo, quien, además de escribir largamente sobre los problemas económicos y sociales de la Nueva España, propondrá al rey medidas —reformas administrativas— para resolverlos: ‘Hallé motivos fuertes —dice en su “Representación sobre la inmunidad personal del clero”—269 para proponer al gobierno por primera vez ideas liberales y benéficas en favor de las Américas y de sus habitantes, especialmente de aquellos que no tienen propiedad, y en favor de los indios y de las castas: y propuse en efecto la abolición general de tributos de indios y castas: la abolición de la infamia de derecho que afecta a las castas: la división gratuita de todas las tierras realengas entre los indios y las castas: la división gratuita de las tierras de comunidades de indios entre los indios de cada pueblo en propiedad y dominio pleno: una ley agraria que confiera al pueblo una equivalencia de propiedad en las tierras incultas de los grandes propietarios por medio de locaciones de veinte y treinta años...: libre permisión de avecindarse en los pueblos de indios a todos los de las demás clases del estado, y edificar en ellos sus casas, pagando el suelo o la renta correspondiente: la dotación competente de los jueces territoriales: y la libre permisión de fábricas ordinarias de algodón y lana”; es decir, muchas de las reformas propuestas, y en parte acometidas desde el gobierno, por los enciclopedistas españoles —A randa, Campomanes, Jovellanos—, partidarios como Abad y Queipo de transformar la sociedad mediante reformas profundas de su estructura, reformas que ellos denominaron administrativas, pero que corresponden plenamente a las que hoy llamamos reformas sociales.
Las radicales o revolucionarias.
La corriente radical o revolucionaria en lo político que procede del manantial teórico de la Ilustración es esencialmente liberal y democrática: propugna un sistema político edificado sobre los principios de libertad e igualdad y, por lo tanto, en completa pugna con el régimen imperante en los reinos españoles. A pesar de que se la reprimió sañudamente, la compusieron bastantes hombres de saber y valer, aunque por dicha causa poquísimos fuesen los que dejaran manifestación escrita de su pensamiento.
Entre los liberales novohispanos de cuyas ideas queda escasa huella, cuéntase Pablo Juan Catadino, a quien procesó la Inquisición en 1795, siéndole encontrados por este tribunal entre sus libros un ejemplar de la Constitución francesa y el Elogio de Montesguieu, de Maupertis. En sus declaraciones, Catadino impugnó muy hábilmente el despotismo. Dijo que, habiéndole referido un amigo que había visto el bando de Croix donde afirmaba que los súbditos del monarca español habían nacido para obedecer y no para discurrir, contestóle: “es incompatible entre el ser hombre y no raciocinar ; porque mal se puede conciliar el ser imágenes de Dios con querernos reducir al yugo duro de las bestias”; y había añadido luego: sólo los corazones familiarizados con las miras despóticas se expresan del modo- que el virrey Croix, porque a la verdad los soberanos españoles no se forman conceptos tan despreciables de sus vasallos; y con este motivo citó una R. O. de Carlos II, expedida con ocasión del donativo gracioso que dieron los pueblos de España a la Corona, en que aquel monarca se titula administrador de sus vasallos. También Catadino, en las declaraciones ante el referido tribunal, defendió con mucha agudeza y sapiencia las ideas de la Revolución francesa. Habiéndole dicho el mismo amigo otro día que la libertad e igualdad que los franceses pretendían establecer por su constitución, más parecía puramente metafísica que practicable, y que, por otra parte, su igualdad se oponía al orden de la naturaleza, respondióle Catadino que los frutos de la libertad pretendida en su constitución por los franceses, no los habían podido recoger éstos hasta entonces porque su país se hallaba asediado por todas partes, y en cuanto a la igualdad, era él —el amigo— quien la había entendido metafísicamente, pues la igualdad de que hablaban los franceses era la legal. 270
Estas brevísimas declaraciones de Catadino son de extraordinaria importancia por mostrar que, cuando fueron hechas, existían en la Nueva España hombres que conocían bien la tradición política española y la significación de las ideas revolucionarias dieciochescas; hombres que sabían oponer al absolutismo la máxima del monarca servidor —o administrador— del reino (nunca empleada por Carlos III, claro está, en el sentido tradicional de la expresión), y que sabían también enlazar la libertad con la paz y radicar la igualdad en el entonces- su campo propio — el legal.
Dos liberales novohispanos fueron más pródigos en su legado escrito a la posteridad: Santiago Felipe Puglia y Juan Antonio de Olovarrieta. Considero novohispanos a los dos porque residieron algún tiempo en México y su obra tiene gran relación con él. 271
Puglia publicó el año 1794 en Filadelfia una obra intitulada El desengaño del hombre, la cual trajo muy inquieta a la Inquisición mexicana, sin duda por lo mucho que aquí circuló. Puglia no es autor original, profundo o claro. Mezcla de manera poco sistemática y congruente los principios del racionalismo político radical y los fundamentos de la Sagrada Escritura, haciendo aparecer casi siempre lo que él ataca o defiende como desasistido o asistido, respectivamente, por la razón y la Biblia. Su obra consta de dos partes, consagrada una a combatir el despotismo, y la otra a propugnar y alabar la doctrina liberal.
En la primera sienta que el despotismo repugna a las leyes divinas y humanas, porque estriba en la ignorancia, es contrario a la libertad —la cual dimana de la naturaleza y es por ello irrenunciable—, tiene un origen ilegal —“pues la justicia directamente se le opone”— y se funda en el pecado; también muestra en ella los daños y atrasos que causa el despotismo, ciñéndose en la critica a la gobernación y administración real española, y se esfuerza en probar, con gran lujo de argumentos bíblicos, que “sacudir el yugo del despotismo no ofende las máximas de la religión”, cristiana, se entiende.
En la segunda parte —y asimismo de pasada en algunos capítulos de la primera— perfila sus ideas sobre los fundamentos de la sociedad política y del gobierno. Parece referirse a un estado de naturaleza previo a la introducción de la monarquía cuando dice que antes de que hubiese reyes había leyes, y antes de pedir a Dios un jefe, los pueblos se gobernaban por sí solos con ellas; aquella primera edad de los hombres, que todavía no conocía ambición, engaño o violencia, es razonable suponer que estableció leyes legitimadas sin afectación con el sello de la inocencia y del derecho natural; Dios presidía el gobierno de aquellas gentes, y como no hay en la tierra señoría que ante él pudiese pretender fuero alguno, vivían los hombres en una perfecta igualdad y sosiego. Considera al hombre libre por naturaleza —“la criatura hecha a imagen del Altísimo fué, es y será eternamente libre”—, y a la libertad como irrenunciable e inseparable de la paz, proviniendo de la unión de ambas la felicidad humana — “no hay ni puede haber paz sin libertad ni libertad sin paz; son dos compañeras tan fieles e interesadas a la común subsistencia que forman juntas una cierta perfección, la cual produce la felicidad de cada ente”. La verdadera libertad tiene un requisito esencial e inseparable, la perfecta igualdad, que es “una ley inalterable de la naturaleza, contra la cual no hay argumentos que tengan”, un equilibrio general y necesario a la quietud. La libertad e igualdad del gobierno constituyen la base de la felicidad de la nación.
Sobre la nación y el gobierno asegura lo siguiente: la nación es libre, o lo que es lo mismo, soberana; de ella procede el gobierno, y “siendo incontestable que la nación es libre quiera o no quiera, sale la consecuencia que el gobierno establecido directamente por ella, es libre también”. Compara a la sociedad con un círculo “cuya circunferencia mira asiduamente al centro por medio de líneas rectas e iguales; los rayos son las leyes y el centro el gobierno”. Este se divide en dos ramas, a saber: el poder legislativo y el ejecutivo; y su fin es “el orden, provecho y tranquilidad de la nación”. Las leyes deben emanar de aquellos a quienes corresponde observarlas; no obstan a la libertad, antes la enriquecen y adornan. Respecto de la democracia dice que en ella “se escoge el talento y no se distingue la persona, porque la pública autoridad no consiste en el individuo, sino en el empleo”; por lo tanto, aunque “el hombre que hállase elevado a tal dignidad parezca superior por causa de ella, jamás dejará de ser igual al más ínfimo en el derecho humano”. La democracia es la única forma de gobierno que tiene el verdadero conocimiento de la subordinación.
Puglia cierra su obra pregonando las excelencias del régimen liberal y democrático —“sólo el que vive en un país libre, en un gobierno igual y, en fin, en el seno de la democracia, conoce y goza el paraíso terrenal”— y encomiando el sistema político norteamericano.
El otro liberal susodicho, Olovarrieta, cura de Asuchitlán, escribió un radicalísimo papel intitulado “El hombre y el bruto”, a causa del cual fué perseguido por la Inquisición en 1802 y enviado a España bajo partida de registro.
A poco que se examinen, se advertirá en las ideas de Olovarrieta el sello de Rousseau, por un lado, y de los materialistas franceses, por otro. En atención a sus credos filosóficos, tres calificativos cabría dar al autor de “El hombre y el bruto”: los de racionalista, materialista y naturalista; aunque el último debiera ser escrito con mayúsculas por corresponder al credo dominante, pues de la naturaleza, objeto y modelo para él, deriva su materialismo, y la razón, a que da la categoría de instrumento cognoscitivo único, no es la razón abstracta, sino la razón natural.
No es muy pródigo en ideas políticas el cura de Asuchitlán. Se limita a apuntar las fundamentales, que son corolario de su pensamiento filosófico. Dos extremos parecen preocuparle en su obra: atacar al antiguo régimen y señalar el camino para uno nuevo. Al antiguo régimen lo censura por su oscurantismo, su fanatismo y su tiranía. Dirá: "Se avergüenza la razón de pensar solamente el extremo de debilidad a que han sido conducidos los hombres por el fanatismo”; “la mayor parte de los filósofos, arrebatados por la general preocupación y protegidos por la autoridad, jamás permitieron que se abriera el camino a la razón, conocido siempre y en todos tiempos por un corto número de hombres juiciosos, precisados a sofocar su sentir, o a ser víctimas del furor religioso”; la autoridad de los siglos obra a favor de quienes sostienen las ideas falsas: “la de los filósofos, que en todo tiempo han protegido nuestros sueños, y la de los tiranos, que en todas partes se han ocupado en defender un error en que se apoyaba la estabilidad de su trono”. El nuevo régimen vendría por la vía de la razón, que conduciría a la libertad natural: “la razón natural del hombre desplegada con libertad hacia todas partes, exenta de preocupación”, sería el medio más eficaz e importante para derribar al fuerte coloso del fanatismo general. Para conducirlos a la meta, el autor llamaba, con exaltación de iluminado, a los lectores: “... venid y seguidme: yo quebrantaré las duras cadenas de la esclavitud y pondré en libertad vuestros oprimidos miembros, para que libres de la vergonzosa servidumbre, piséis con seguridad las agradables márgenes de aquel hermoso país que escogió para su habitación la bella naturaleza.” 272
C. Las tendencias políticas
Por tendencias, a diferencia de ideas —que hemos tratado antes— y de movimientos —que trataremos después—, entendemos aquí las corrientes de opinión u orientaciones de la población.
El que la población novohispana acuse en el siglo XVIII tendencias políticas es un hecho nuevo, hijo, por un lado, del influjo de la Ilustración —cuyas ideas lograron permear importantes capas sociales— y de la reacción contra él, y por otro, de la madurez y personalidad que ha adquirido el país.
Las tres tendencias políticas que asoman con claridad en el siglo XVIII novohispano están relacionadas con esas tres causas matrices: la modernista, con el influjo de la Ilustración; la misoneísta, con la reacción contra la Ilustración, y la cripllista, con la madurez y personalidad del país.
c. 1. La tendencia modernista
El modernismo dieciochesco fué en México, como en otras partes, aunque quizá en mayor grado, una actitud nueva ante la vida; en realidad, una concepción nueva del mundo, una manera de concebir y contemplar los aspectos fundamentales de la vida en radical contraste con la de los dos siglos anteriores.
En lo político, el modernismo mexicano se caracterizó por las ideas antimonárquicas o liberales templadas y por el deseo del cambio más o menos amplio de estructura, por la introducción de reformas generales y profundas, a lo menos en el área de la administración.
Esta tendencia fué muy amplia; y su núcleo primordial lo constituyeron personas de la clase media —profesionales, eclesiásticos, funcionarios y militares— y artesanos, sobre todo de las grandes ciudades. Dentro de ese núcleo, se destacarán dos grupos, uno francés y otro hispanomexicano. En el grupo francés, suenan, entre otros, los nombres de Lausel (cocinero del virrey), Matías (peluquero del mismo), Durrey (médico) Abadía (dueño de un billar), Malbert (peluquero), Morel (médico) y Tabais (relojero); y en el hispanomexicano, también entre otros, los de Ibáñez (dueño de una hacienda), Martín (maestro de arquitectura y académico de San Carlos), Ramírez (religioso franciscano), Jiménez (músico de la catedral), De la Torre (oficial de milicias) y Montenegro (clérigo del obispado de Guadalajara). Suenan estos nombres porque pertenecen a individuos que fueron perseguidos por la Inquisición. Los he reseñado aquí a modo de ejemplo, y para que el añadido de la profesión dé idea de las clases sociales que en mayor número nutrieron dicha tendencia.
Hubo en ella los dos sectores que en otra parte hemos señalado, el radical y el moderado. Las personas que acabamos de citar pertenecen al primero, pues por su extremismo fueron las más perseguidas, y por su categoría social, las más vulnerables. Muchos de los individuos pertenecientes al segundo grupo eran personas de nota; y aunque se los denunció a veces, y la Inquisición conocía muy bien sus andanzas por terrenos prohibidos y su peligrosidad como agentes difusores, dicho tribunal no los molestó apenas.
Muchas son las manifestaciones de la tendencia modernista, en sus dos sectores. Las más ostensibles fueron los escritos propagadores de las nuevas ideas políticas, la obra reformista del gobierno 273 y los movimientos revolucionarios. 274 Junto a estas manifestaciones resaltantes, hay otras de suma importancia que casi pasan desapercibidas, como son todas las de la enorme labor de zapa realizada, consciente o inconscientemente, en tertulias, cafés, botillerías..., por la conversación más o menos frívola o burlona y por el escrito mordaz y descocado, al gusto de la época, para recreo de amigos o circunstantes. La sátira anónima fué un arma muy utilizada por los modernistas —aunque también por sus enemigos—; pasaba con facilidad —como billete— de mano en mano y atraía mucho a la gente baja o inculta por su llaneza y procacidad. Ha sido, sin duda, la primera forma de propaganda política popular. Valga como ejemplo de esta sátira una que fué recogida por la Inquisición mexicana después de haber pasado por varias manos (el expediente habla de tres poseedores sucesivos de ella). Dice así:
“Se sabe que los franceses son propensos a soñar. Uno de ellos mientras dormía imaginó que reunidas todas las potencias de la Europa en un solo salón jugaban diversos juegos; y como no todas estaban contentas de su suerte, su modo de jugar era vario. Véase aquí cómo lo explica una de ellas:
Inglaterra: Barajo, juego y envido el resto.
Alemania: Mucho temo no alzar baza.
Rusia: Planto y me quedo a la mía.
Turquía: A cualquiera parte que miro me parece llevo capote.
Francia: Alzo, tengo los triunfos, me dan los mates y gano el juego.
España: Tengo un rey de copas, un caballo de bastos y cuatro sotas.
Holanda: Paso.
El Papa: Ya yo pasé.
...”. 275
A la tendencia radical del modernismo se la dejó correr con alguna libertad desde mediados de siglo hasta la Revolución, pero después se la reprimió con rigor, extremándose mucho éste en la época del virrey Branciforte.
c. 2. La tendencia misoneista
Prodújose esta tendencia como reacción contra la modernista, y, en general, se dirigió contra todo lo nuevo, la nueva moral, las nuevas costumbres, las nuevas ideas filosóficas y políticas, etc., levantando como bandera la defensa del antiguo patrimonio espiritual, político y moral. Fué, pues, el resultado de la actitud combativa asumida por la vieja concepción del mundo y de la vida ante los embates de la nueva.
En lo político —ya lo hemos visto—, 276 defendió el absolutismo puro, que no era precisamente doctrina rancia, y erigió en dogma la alianza indisoluble del trono y el altar, que era contraria a los principios tradicionales de la Iglesia.
Esta tendencia fue muy numerosa y capitaneóla principalmente el clero medio y bajo, y una parte del alto, entre el cual se contó la Inquisición. Este tribunal y el influjo sobre los fieles, mediante sermones, pastorales, exhortaciones, etc., fueron sus principales armas. No dejó, tampoco, de valerse de la sátira, con la que ridiculizó sobre todo las costumbres y modas afrancesadas y las reformas regalistas.
c. 3. La tendencia criollista
Es una tendencia antiespañola, que tiene como principales causas determinantes la madurez y personalidad adquirida por el país y los agravios inferidos por la metrópoli a los criollos. Estuvo constituida en su mayor parte por adictos a las ideas revolucionarias del XVIII, ideas que, como se sabe, contribuyeron considerablemente a fomentar el nacionalismo. Los objetivos de esta tendencia, en lo que tiene de movimiento, van desde el de la igualdad entre españoles y criollos hasta el de la independencia, pasando por el de la preferencia y el de la exclusividad de los criollos por lo que se refiere al goce de los cargos públicos. Los más de los criollistas decídense en esta época por los objetivos moderados, pero lo hacen indudablemente atendiendo a motivos tácticos; para no provocar temores y poder controlar el avance, prefieren seguir el procedimiento de la marcha escalonada, ir arrancando concesiones cada vez mayores que desembocarían necesariamente en la independencia. Esta táctica se traslucirá claramente en los patriotas de 1808-1812.
Muchas manifestaciones de la tendencia criollista cabría recoger en los documentos de la época. Pero bastará con que reseñemos aquí las hasta ahora más señaladas, a saber: los escritos públicos de protesta contra la preterición u otros agravios, la sátira anónima contra los españoles en general y las agitaciones antiespañolas y conjuras en pro de la independencia.
Los escritos públicos de protesta.
Dos hallamos contra la preterición y en demanda de la exclusividad de los criollos en cuanto al disfrute de los cargos públicos.
Uno es la “Representación que hizo la ciudad de México al rey D. Carlos III en 1771 sobre que los criollos deben ser preferidos a los europeos en la distribución de empleos y beneficios de estos reinos”. 277 Trátase de un escrito en que el Ayuntamiento de México contesta a un atentado consumado entonces contra el “crédito de los americanos”, queriendo presentarlos como “ineptos para toda clase de honores”; guerra ésta que se les venía haciendo “desde el descubrimiento de la América”. La ocasión es aprovechada por aquel cuerpo para mostrar al monarca cuán contraria al derecho era la preterición y justa y conveniente la provisión exclusiva en los criollos de las prebendas y oficios públicos: “La provisión de los naturales con exclusión de los extraños —decía el Ayuntamiento— es una máxima apoyada por las leyes de todos los reinos, adoptada por todas las naciones, dictada por sencillos principios, que forman la razón natural, e impresa en los corazones y votos de los hombres. Es un derecho, que si no podemos graduar de natural primario, es sin duda común de todas las gentes, y por eso de sacratísima observancia ... [En la cabeza de S. M.] formamos un solo cuerpo político los españoles europeos y americanos, y así aquéllos no pueden considerarse extranjeros en América. Así es verdad en cuanto al reconocimiento que unos y otros vasallos de ambas Españas debemos prestar a un mismo soberano; pero en cuanto a provisión de oficios honoríficos se han de contemplar en estas partes extranjeros los españoles europeos, pues obran contra ellos las mismas razones por que todas las gentes han defendido siempre, el acomodo de los extraños. Lo son en lo natural, aunque no en lo civil, en América los europeos; y como no alcance la fuerza civil a la esfera de los efectos naturales, hemos de experimentar éstos de los hijos de la antigua España, por más que no se entiendan extraños en la nueva.” Y añadía el Ayuntamiento —razonando la conveniencia—: Faltando las esperanzas de ocupar los principales empleos, “faltará todo lo político, que sin una de sus columnas [la esperanza de premio al mérito], queda ruinoso el gobierno de las Indias”. Naturalmente, la defensa que de los americanos hacía el Ayuntamiento se refería sólo a los criollos en sentido estricto, es decir, a “los españoles americanos”, pues respecto a los indios consideraba justificado el ataque: “De esto [de la inferioridad natural o social de los indios] —afirmaba dicha corporación— hablan todos los autores juiciosos...; y acaso la mala inteligencia o precipitación en la lectura de estos escritos, ha hecho mal copiar sus expresiones para acomodarlas a los españoles americanos.”
El otro escrito, de los dos a que nos hemos referido, es la representación político-legal hecha por Juan Antonio Ahumada, abogado de la Audiencia, a don Felipe V, para que se sirviese declarar que “no tiene óbice los españoles indianos para obtener los empleos políticos y militares de la América, y que deben ser preferidos en todos, así eclesiásticos como seculares”. 278 Como el del Ayuntamiento, este escrito se contraía a afirmar la conformidad con todos los derechos de la pretensión de los criollos a que en ellos se proveyesen los oficios de América, y a aducir razones en pro del goce exclusivo de dichos oficios por los “españoles indianos”.
Otro escrito público de protesta que hemos hallado se refiere a agravios. Es una representación elevada a la superioridad por la ciudad de México el 19 de septiembre de 1765, quejándose de que no se le hubiera dado parte del establecimiento de la renta del tabaco. 279 Lamentábase, en ella, dicha ciudad de que, atropellando viejos derechos y haciendo caso omiso de su condición de cabeza del reino, no se le hubiera informado de aquel establecimiento, ni pedido parecer sobre el mismo. Y luego, fundándose en tener “el específico vínculo obligación en conciencia de mirar, atender al bien de la república, pedir por ella y solicitar su beneficio”, demandaba ser oída y tener parte en las reformas de importancia que se introdujesen. Petición hecha en vano, ya que el absolutismo en este siglo había apretado ya mucho las clavijas que tuviera aún algo aflojadas en el siglo XVI. La junta de tabaco contestó secamente: “Declárese por no parte a la ciudad: devuélvase a su procurador síndico esta instancia, advirtiéndole se abstenga de representar en los asuntos que (como éste) son propios y privativos de la suprema potestad y regalía de S. M.”
La sátira anónima.
A través de la sátira anónima ostentáronse sin rebozo todos los motivos de disgusto, resentimiento, etc., de los criollos contra los españoles europeos. Una parte de los motivos que salen a relucir es de índole privada —la codicia, el orgullo, el egoísmo, etc.—, como se podrá apreciar en el cèleberrimo “Padrenuestro de los gachupines, por un criollo americano, en décimas”, del que hay múltiples variantes. Otra parte es de índole pública o política, agravios provenientes del gobierno, particularmente en el siglo XVIII. Oigamos muchos de ellos en la sátira titulada “El testamento de la ciudad de Puebla”. 280
“¡ Aquí llegan mis lamentos !
¡Aquí mis lamentos se ahogan!
¡Aquí la sangre en el cuerpo
olvida el natural curso,
quedándose como el hielo,
al ver el infame trato
que le van dando a este reino !
Pues no permiten desahogo
al gusto ni en lo ligero
de un cigarro, pues privados
se hallan todos de torcerlo;
y aún no estancadas las ansias,
sólo tienen por aumentos,
órdenes a cada paso,
bandos y penas, haciendo
en tumultados concursos
traidores los leales pechos;
cebada la inclinación,
resultan de sus proyectos
desatentadas malicias,
conociendo en sus aprietos,
de la mucha tiranía
las causas por los efectos.
Item, dejó el algodón,
alhaja tan de mi centro,
parto tan de mis entrañas,
que por fruto de mi suelo
han puesto la mira en él;
sírvete, señor, con ello,
mas advierte que, aunque tuyo,
despojas a tus hijuelos
de las gotas de sudor
que en su cultivo vertieron,
pues aun es a tanto afán muy limitado su premio.
Item, te dejo las minas
de plata y oro, aunque a trueco
de cobre, que bien merece
tu sello real tanto efecto,
que tu estimación dará
muy limitado su premio.
Item, dejo a la aduana
el erario de su cetro,
donde en duplicadas trazas
chupan la sangre a su reino,
pues que sin hallarse límite,
cada día con más esfuerzo,
suelen pedir el octavo,
si no les arrancan diezmo.
Item, dejo mejorado
de mis bienes en el tercio
a Villalba, gran señor,
que tan rígido y severo,
cual africana cabeza,
con los hijos de este reino
tan padrastro se ha mostrado,
a vista de mis lamentos,
que con caricias y halagos
de amigables tratamientos,
me los rige, me los mide,
contándolos por momentos,
sellándolos como esclavos,
y mirándolos tan tierno,
que como tan buen padrastro
no quiere verlos dispersos.
Item, a mi Gálvez dejo
supremo depositario
de todo mi sufrimiento,
pues como a tu hechura que es,
mis facultades le entrego,
y juzgo que pues tan tuyo
se hace dueño de todo esto
con donativos de gracia,
con préstamos, suponiendo
que él ya de gracia no pide,
aunque es gracioso su empleo,
el caerá en gracia con vos,
y en desgracia con nosotros.
Item, por última cláusula
te acuerdo, señor, te acuerdo,
que ha sido de las lealtades
el blanco todo este reino,
y tus humildes vasallos
han defendido tu reino,
han guardado tus ciudades
con justos arreglamientos,
que en todas las invasiones
han mostrado sus afectos.
Si este recuerdo, señor,
es tan cierto y verdadero,
¿para qué nos has enviado
un número tan sin cuento
de mariscales, soldados,
capitanes, granaderos,
sargentos, cabos, dragones,
de distintos regimientos?
¿Son por ventura, señor,
inútiles tus hijuelos,
negados a la milicia
y a lo que es arreglamento?,
¿o no tienes confianza?,
¿o dudas guarden tus fueros?,
que no serán hijos tuyos
si sospechas de sus hechos."
De los agravios públicos que exhiben los anteriores documentos, los que más dolieron y excitaron a los criollos contra los españoles fueron la preterición, el monopolio económico de la Península, los estancos, el donativo (que en realidad era un impuesto forzoso), la presencia en el país de tropas españolas y la milicia.
c. 4. Los movimientos políticos. Agitaciones y conjuras contra los españoles y en pro de la independencia
Desde que triunfó la Revolución en Francia, desatóse en la Nueva España cierta agitación contra el régimen español y hubo conatos de levantamiento contra el mismo, provocados, naturalmente, por los criollos nacionalistas, muchos de los cuales eran también liberales.
En 1794, el día 8 de septiembre, prodújose en la ciudad de México no poca inquietud, que, como dice Sedaño, 281 fué originada por haber amanecido “pegados en algunas esquinas unos pedazos de papel que aplaudían la determinación de la nación francesa de haberse hecho república”. Tal hecho dió lugar a que circularan rumores de insurrección, y el virrey, alarmado, ordenó la detención de “muchos franceses y varios españoles”.
Años después, en 1801, volvían a producirse la inquietud y el temor del gobierno de la Colonia, aunque esta vez parece que con más fundamento, pues el virrey Marquina habla de “varias incidencias indicantes de conmociones populares”, y manifiesta la conveniencia de “vivir en el mayor cuidado y precaución”. 282 Algo grave debió de haber advertido, en efecto, dicho virrey, ya que de no ser así resulta injustificado que se hubiera dirigido al tribunal de la Inquisición pidiéndole le facilitase sus auxilios, estando muy a la mira y adoptando cuantas providencias le pareciesen oportunas para descubrir los principios de la reprobada conducta “de los que pudiesen estar mezclados en ideas y proyectos de insurrecciones y alborotos”. 283
Verdaderas conjuras o conspiraciones sólo fueron descubiertas dos, que nosotros sepamos. El contador don Juan Guerrero y otras personas prepararon una de ellas en 1794, “para levantarse con el reino en nombre de la independencia y la libertad”. Según confesó el contador, “además de su infeliz situación”, el motivo que tuvo para “discurrir levantarse con el reino fué la agitación que causó la demasiada libertad con que en favor de los franceses y contra el gobierno oyó explicarse a don Francisco Rojas y Rocha”. 284 La otra conspiración o conjura parece haber sido la más seria. Entraron en ella bastantes individuos —doce fueron detenidos cuando celebraban una junta— y estaba fraguándose en el año de 1799, en que fué descubierta. Su objeto era “hacer una revolución... arrojando [del reino] a los europeos y haciéndose dueños de él los criollos”. 285 Este conato preocupó mucho al virrey a causa de la tirantez existente entre criollos y europeos. “Como por una grande fatalidad —decía al ministro del ramo en carta reservada— 288 existe en esta América una antigua división y arraigada enemistad entre europeos y criollos, enemistad capaz de producir las más funestas resultas..., tuve por precisión mirar seriamente este asunto y tomar activas providencias para cortar el mal antes que adquiriese incremento.”
¿Hubo otra conjura en 1795 para realizar una revolución en la que entrarían los norteamericanos? Unas declaraciones de un tal Contreras en el proceso incoado por la Inquisición al clérigo Juan Antonio Montenegro, hablan de ella, pero no han podido ser comprobadas mediante otros documentos de la época; sin embargo de lo cual, debido a su interés, creemos conveniente reseñarlas aquí. Contreras refiere haberle dicho a Montenegro que se preparaba en México una conjuración contra la Corona, en la que estaban comprometidas unas doscientas o trescientas personas, y que los colonos ingleses habían ofrecido seis mil hombres a uno de los conjurados, persona de carácter; también le manifestó que, para después del triunfo, los conspiradores tenían trazado ya un plan político, que era el siguiente: la Nueva España sería una república libre y se dividiría en doce provincias, cada una de las cuales tendría un diputado; la capital estaría en el centro de la nación y en ella residirían los representantes de la república, cuyo mandato sería temporal y cuyo nombramiento se haría mediante elección. 287
d. LAS INSTITUCIONES POLITICAS 288
d. 1. Las españolas. Su transformación
En la época de los Borbones, las instituciones políticas españolas experimentan importantes cambios, al acentuar el neo-absolutismo la tendencia unificadora y centralizado» de los Austrias e imperar en la organización el criterio racionalizador derivado de la Ilustración.
Fué liquidada la autonomía política —Cortes propias, magistraturas provinciales especiales y ciertos privilegios— que aún tenían Cataluña, Aragón, Valencia y Menorca, se reemplazó en gran parte el sistema burocrático colectivo, de los consejos, por el burocrático unipersonal, de los ministerios, y se estableció un régimen provincial uniforme, el de las intendencias y subdelegaciones, en lugar del bastante heterogéneo de los gobernadores, corregidores y alcaldes mayores.
España, que aún a fines del XVII se nos aparece como una pluralidad de reinos gobernados por un mismo monarca, pasa a ser en el siglo XVIII un estado unitario. Valencia, en 1707, Aragón, en 1711, y Cataluña, en 1716, pierden su condición de reinos, siendo privados de las instituciones gubernamentales propias de éstos, virreyes y Cortes, a las que reemplazarán las de las regiones castellanas, capitanes generales y audiencias. La única excepción dentro del todo peninsular es Navarra, que conserva virrey y Cortes. Así, pues, salvo Navarra, todas las regiones españolas tendrán en lo sucesivo una constitución política uniforme, las regirán unas mismas autoridades conforme a unas mismas leyes — políticas, se entiende.
Dentro de la monarquía, en cuanto institución, sólo un cambio importante hay que registrar: la modificación del sistema sucesorio que realizó Felipe V introduciendo la ley sálica, si bien con carácter limitado — las mujeres sólo heredaban cuando faltaba varón en la línea directa o colateral. Esta reforma fué abolida por Carlos IV en las Cortes de 1789, pero la pragmática sanción en que el acuerdo se recogía sólo se publicó cuando interesó a Femando VII, en 1830.
Hízose todavía más pronunciada durante los Borbones la decadencia de las Cortes. Sólo se reunieron seis veces a lo largo del siglo, y únicamente para la jura de los príncipes herederos y la ratificación de las decisiones reales modificativas del orden de suceder a la Corona. Debido a la unificación del Estado, las Cortes no se juntaron ya por reinos; se celebraron unas solas para toda España, salvo para Navarra, y a ellas concurrieron diputados de Castilla, Aragón, Cataluña y Valencia.
Pero los cambios de mayor alcance práctico fueron el establecimiento de los ministerios o secretarías de despacho, por materias, y las intendencias, pues ellos alteraron profundamente la estructura del aparato gubernativo-administrativo.
Las secretarías de despacho por materias fueron introducidas en 1705, al ser desdoblada la Secretaría de Estado y del Despacho Universal, y tras sucesivos aumentos y divisiones, ascenderían a cinco a mediados de siglo, a saber, la de Estado y Asuntos Extranjeros, la de Asuntos Eclesiásticos y Justicia, la de Marina e Indias, la de Guerra y la de Hacienda. Estos organismos se convirtieron en las principales agencias gubernativas de los asuntos del ramo, desplazando a los consejos del campo ejecutivo y buena parte del legislativo y administrativo —en los que les restará una función preparatoria y auxiliar—, y confinándolos principalmente al área consultiva y judicial.
Las intendencias fueron establecidas, con competencia exclusivamente económica, durante la guerra de sucesión. Suprimidas en 1718, se las restableció en 1749, pero ampliándose las atribuciones de sus titulares a las materias administrativas, judiciales y militares, siendo estos magistrados desde entonces los jefes superiores de una circunscripción intermedia, entre las mayores, o regiones, gobernadas por capitanes generales, y las menores, regidas por alcaldes mayores o corregidores, oficiales éstos que serían sustituidos por delegados de los intendentes — los llamados subdelgados. En apariencia, desaparecía la división territorial en pequeños distritos; pero, en realidad, como los subdelegados ocuparon el lugar de los alcaldes mayores y corregidores, y en la práctica ejercieron la mayoría de sus funciones, se intercalaría más bien un distrito nuevo entre el grande, de los capitanes generales, y el pequeño, de los alcaldes mayores y los corregidores. Invistióse a los intendentes de una gran competencia en el terreno fiscal, trasladándose a ellos parte de las funciones que tenían los oficiales de la real hacienda.
En la esfera local, llevóse a cabo una reforma digna de señalarse: la creación de los diputados del común y los síndicos personeros, magistraturas municipales destinadas a contrarrestar el carácter aristocrático y cerrado de los cabildos. Su designación era atribuida a los contribuyentes mediante elección. Las funciones de los diputados del común fuéron principalmente de orden económico: intervenían en el abastecimiento municipal y en la gestión de la hacienda concejil. A los síndicos personeros se les fijó la misión de velar y abogar por los intereses del público: tenían derecho a tomar parte en las reuniones del cabildo y podían proponer a éste la adopción de las medidas que estimasen beneficiosas para el municipio.
d. 2. Las novohispanas 289
Las instituciones políticas novohispanas sufrieron grandes cambios durante el siglo XVIII, tanto en el área de la relación con el gobierno metropolitano como en el área territorial propia, en los sectores central, provincial y local de la Colonia.
d. 2. 1. Cambios en el dispositivo central-peninsular y su reflejo en la relación del mismo con el dispositivo central-novohispano
Los principales cambios que experimentó el mecanismo central del gobierno y la administración ultramarinos fueron los derivados del establecimiento de la Secretaría del Despacho de Indias. La erección del nuevo organismo central hízola Felipe V por cédulas de 20 de enero y 11 de noviembre de 1717.
Con el establecimiento de la Secretaría del Despacho, quedó dividida en dos grandes sectores la competencia asumida antes por el Consejo de Indias: éste perdió casi completamente sus facultades ejecutivas y gran parte de las legislativas y administrativas, que constituyeron el núcleo principal de las atribuciones propias del Ministerio. La Real Cédula de 11 de noviembre, hizo el reparto inicial de la competencia entre los dos cuerpos. Todo lo que atañía, directa o indirectamente, a la hacienda, guerra, comercio y navegación de Indias, era atribuido a la Secretaría del Despacho; al Consejo se le asignaba todo lo relativo al gobierno municipal y al real patronato, y la facultad de conceder licencias para pasar a Ultramar y de proponer individuos para los empleos “puramente políticos” (“presidencias, plazas de administración de justicia, y gobierno, corregimientos, alcaldías mayores...”) y sin relación con las materias de hacienda, guerra, comercio y navegación. No obstante, la competencia señalada al Consejo no era completamente privativa, como la del Ministerio, pues el monarca se atribuía en la citada cédula la facultad de expedir por la vía reservada (es decir, a través de la Secretaría), cuando lo creyese oportuno, órdenes sobre las materias asignadas al Consejo, derogando al efecto una disposición real anterior que se oponía a esto —la ley 23, tít. 1, lib. II, de la Recopilación de Indias, que mandaba no se diese cumplimiento a las cédulas y despachos que no fueren señalados y firmados por los ministros del Consejo.
Las reformas que Carlos III hizo en la Secretaría de Indias cercenaron todavía más la competencia del organismo consiliario. De las dos secciones o subsecretarías en que dicho monarca dividió aquel Ministerio, una debía correr con los asuntos de gracia y justicia y encargarse del despacho de títulos y mercedes y de la provisión de empleos, tanto civiles como eclesiásticos —competencia que hasta entonces había retenido el Consejo—, y la otra seguiría encargada de las materias atribuidas en 1711 a la Secretaria, esto es, las de guerra, hacienda, comercio y navegación.
Y no sería esta la única reducción de sus atribuciones que desde 1711 experimentaría el Consejo; pues entre dicho año y el de 1787, vanse trasladando continuamente, por órdenes reales, a la Secretaría del Despacho partes de la competencia de aquel instituto. He aquí un ejemplo de dichas órdenes: “Que se informe de los ministros de las audiencias y de los demás oficios por la vía reservada.” 290
Con la división del dispositivo central-peninsular, nace una nueva forma de legislación real, las disposiciones reales dadas a través de la Secretaría del Despacho. Escíndese, pues, aquella legislación en dos grandes grupos: el de las reales cédulas (o legislación emanada del Consejo de Indias) y el de las reales órdenes (o legislación emanada del Ministerio de Indias). A medida que transcurre el tiempo, el segundo género de legislación va desplazando al primero, convirtiéndose a fines de siglo en el más regular y corriente, pues las reales cédulas aparecerán entonces muy de tarde en tarde.
Reflejo de todo este cambio en la relación del dispositivo central- peninsular con el central-novohispano fueron las consecuencias que forzosamente hubo de producir en ella. Esa relación, que en los siglos XVI y XVII se trababa entre las autoridades centrales de la Colonia —el virrey y la Audiencia, sobre todo— y el Consejo, trabóse en el siglo XVIII entre aquellas autoridades americanas y los dos organismos del poder central, Consejo y Ministerio, principalmente con el último. El Ministerio suplanta casi completamente al Consejo en el lado peninsular de la referida relación. Quien siga durante el XVII los documentos en que se registra tal relación, advertirá inmediatamente cuán pocos son los escritos procedentes del Consejo o a él dirigidos y, al contrario, cuán numerosos los cambiados entre el Ministerio y las supremas autoridades novohispanas. Singularmente, la intercomunicación de virrey y secretario de despacho alcanza un enorme caudal: las reales órdenes, las instrucciones, los reglamentos, etc., emanados de la Secretaría, y la correspondencia entre ambos jerarcas del gobierno, sobre todo la dirigida por el virrey al ministro, forman una dilatada y frondosa selva documental, sin posible parangón con la que produjera en tiempos anteriores la relación entre los virreyes y el Consejo de Indias.
Secuelas en la Nueva España de la referida suplantación fueron, lógicamente, el gran predominio de la legislación ministerial —reales órdenes— sobre la del Consejo, y la conversión de la vía reservada en principal camino de los asuntos o negocios que ascendían hasta la corte.
d. 2. 2. Cambios en los diversos dispositivos novohispanos
Era obligado que las reformas introducidas por los Borbones en España, sobre todo en el área de la hacienda, fuesen trasladadas a América. Pero tardóse bastante en hacerlo; sólo después de subir al trono Carlos III se inició verdaderamente la implantación sistemática de las reformas en la Nueva España, y la más importante en los órdenes político, administrativo y fiscal, el establecimiento de las intendencias, estuvo largos años en estudio —cerca de veinte— y no fué acometida hasta fines de siglo.
Aunque las reformas alcanzaron a casi todo el mecanismo político- administrativo novohispano, únicamente en el sector provincial trastocaron completamente las cosas. Por eso, hemos de referirnos principalmente aquí a la transformación operada en dicho sector, es decir, al paso del régimen de alcaldías mayores y corregimientos al de las intendencias, transformación que afectó no poco a los demás sectores —
el central y el local. De las otras reformas, entre las cuales descuella la creación del cargo de regente en las Audiencias, ninguna altera mucho el orden o sistema anterior.
El régimen de las intendencias.
Con la introducción de los intendentes en la Nueva España persiguiéronse varios fines. Por un lado, como en España, uniformar el aparato estatal, mejorar la administración de las rentas reales y la gestión de la hacienda pública e impulsar las reformas administrativas — el fomento de la economía, de la cultura, etc. Y por otro, acabar con una antigua llaga de la administración americana, con los repartimientos, el comercio y las irregularidades fiscales de los corregidores y alcaldes mayores. Estos fines pusiéronse de manifiesto cuando el marqués de Sonora planteó durante su visita la necesidad de establecer las intendencias en la Nueva España. Pero el fin que más se tuvo en cuenta fué indudablemente el segundo, el de resolver un grave problema de la administración novohispana. En torno de él girará precisamente la discusión que se suscitó aquí sobre la conveniencia del nuevo establecimiento.
El planteamiento de la reforma.
Los que abogaban por la introducción de las intendencias presentaban éstas como el remedio más apropiado contra la situación producida por el sistema de las alcaldías mayores y corregimientos. ¿Cuál era ésta a mediados de siglo, cuando la cuestión de la reforma se suscita?
La situación no podía ser, en realidad, más lamentable: dichos magistrados, que no recibían salario alguno del rey, sólo trataban, en general, de enriquecerse por todos los medios posibles, aprovechándose de su autoridad, y descuidando el cumplimiento de sus deberes. “Muchos [subalternos] tenía el virrey —decía Revillagigedo, el joven— en el número grande de justicias o alcaldes mayores, pero éstos eran una desordenada congregación de hombres precarios que, sujetos a la voluntad de sus mercaderes o comerciantes aviadores, sólo pensaban en los medios de aumentarles sus riquezas y en los de hacer caudal propio. El flujo y reflujo de estas adquisiciones en la alternada provisión de las alcaldías han sido la causa de las injusticias, vicios, desordenes, pobreza y ruina de vasallos del rey, decadencia de los pueblos, abandono de su policía, perezoso fomento de las rentas reales, usurpación de justos derechos y confusión del gobierno como encargado parcialmente a personas que por lo común no podían aspirar a otras ventajas de honor y decoroso interés que el de hacerse ricos por la senda de la iniquidad o quedar perdidos para siempre sobre el camino recto de la justicia.” 291
Hasta principios del siglo XVII, los corregidores y alcaldes mayores, además de la pequeña participación que se les daba en los tributos y las penas pecuniarias, tuvieron un sueldo fijo; pero como estos ingresos eran insuficientes para el sostenimiento de sus casas y para cubrir los gastos del oficio, se toleró por las autoridades superiores de la Colonia que repartiesen dinero y géneros a los indios y comerciasen. Y seguramente por haber sabido el monarca que los beneficios obtenidos en estas granjerías eran bastante cuantiosos, se dejó de pagarles sueldo. 292 La consecuencia de esta práctica contra ley fué que los alcaldes mayores y corregidores se convirtieron de lleno en comerciantes y prestamistas, y ejercieron un verdadero monopolio económico de su circunscripción. Según reconoce el virrey Bucareli, partidario del antiguo sistema, había alcaldes mayores que sacaban en sus tratos de quinientos a seiscientos mil pesos anuales, debiendo manejar de dos a tres millones de pesos para obtener dicha utilidad. 293 Para la explotación de su distrito, si carecían de recursos, juntábanse con comerciantes adinerados —aviadores—, constituyendo compañías. Valga como ejemplo de ellas la formada en 1782 por el alcalde mayor de Chichicapa y Zimatlán (Oaxaca) y el comerciante de México Manuel de Goya, “para el manejo y repartimiento” de la alcaldía. Según la escritura de la sociedad, el objeto de ésta sería el comercio que se hiciese en el tiempo de duración de la compañía, “en la jurisdicción o fuera de ella, comprando grana u otros frutos”. 294
Es obligado advertir que, si bien el comercio por parte de los corregidores y alcaldes mayores estuvo muy generalizado, no ocurrió lo mismo con los repartimientos que ellos hacían a los indios; pues parece ser que estos repartimientos estuvieron muy extendidos en Oaxaca, Zacatecas y Yucatán, y poco o nada en Michoacán, San Luis Potosí, Guadalajara y Durango. 295
A situación tan irregular, que dilataba y agravaba considerablemente los males anteriores —los excesos y abusos de los corregidores y alcaldes mayores—, y desnaturalizaba por completo la institución rectora de los distritos, trató de buscársele remedio desde mediados de siglo.
La primera solución que se intentó dar al problema tuvo como punto de partida una representación que dirigió al monarca el conde de Revillagigedo (el viejo), proponiendo que se autorizase legalmente el comercio de los corregidores y alcaldes mayores, en vista de que no se les pagaba salario ni tenían emolumentos lícitos capaces de mantenerlos; pero que, para evitar los excesos, se hiciese ello con limitación y regulación: determinándose para cada distrito los géneros objeto de comercio y fijándose su valor. 296 Por una Real Cédula de 7 de julio de 1751, el soberano aceptó lo propuesto, y mandó que se constituyese una junta presidida por el virrey para que elaborase un arancel —lista de objetos y tasa de precios— de los artículos de repartimiento. Tarea difícil resultó esta de la formación de un arancel; largos años se pasaron en realizarla, y cuando por fin en 1767 se estaba a punto de darle cima, como la solución había dejado de inspirar confianza, ya se buscaba otro remedio para la dolencia.
Establecimiento de las intendencias.
El nuevo remedio en que se pensó fué el más radical de cambiar completamente el sistema, introduciendo para el gobierno provincial novohispano las intendencias.
La iniciativa tendiente a trasladar a la Nueva España instituciones existentes desde hacía bastante tiempo en la Península partió del visitador Gálvez y del virrey Croix, conjuntamente. Estas dos autoridades remitieron al monarca, en 15 de enero de 1768, un plan de reforma en el que recomendaban el establecimiento de las intendencias. A su entender, sólo mediante ellas cabía instaurar el orden y la justicia en tan dilatados territorios confiados únicamente al virrey, pues el resto del aparato de gobierno, la parte subordinada a aquél, consistía en “la plaga de más de ciento cincuenta alcaldes mayores [y corregidores] que con la negociación y la industria aniquilaban la mejor heredad de la corona”, a los que se unían sus tenientes, “hombres de baja extracción, de ningunas obligaciones y de codicia sin límites”, que tiranizaban a los pueblos. Las intendencias debían ser establecidas bajo las mismas reglas que en España (Reales Cédulas de 1718 y 1749), “con abolición de los alcaldías mayores, dejando a los [alcaldes mayores y corregidores] que no hubieren cumplido su tiempo en calidad de subdelegados de los intendentes”. 297 En su célebre Informe, 298 el marqués de Sonora se extiende más en la crítica del sistema de corregimientos y alcaldías mayores. Dice allí: “... constituidos [los corregidores y alcaldes mayores] en la triste necesidad de buscar medios con que mantenerse, satisfacer los empeños que traen y retirarse con algún caudal, no perdonan por lo común arbitrio por injusto que sea a fin de llenar estos objetos; y como no pueden conseguirlo sin notable perjuicio del rey y detrimento de sus vasallos, vienen a ser igualmente gravosos al erario y a los pueblos. Buena prueba tenemos de esta verdad en los ramos de tributos y alcabalas, porque siendo exactores del primero sin que se les abone premio alguno, se quedan con buena parte del importe que exigen íntegro a los contribuyentes; y en el segundo defraudan el derecho más recomendable del patrimonio real, además de impedir el libre comercio en sus respectivos territorios para aumentar la ganancia que hacen a precios excesivos; deduciéndose de estos antecedentes la dolorosa consecuencia que los alcaldes mayores son por lo general el azote de las provincias y los usurpadores de la real hacienda.”
El monarca, por Real Orden de 1° de agosto de 1769, aprobó el plan del visitador y el virrey; pero el establecimiento de las intendencias en la Nueva España tardaría bastante en realizarse. Creemos que la razón de esto fué la oposición que hicieron a la reforma muchas de las autoridades de la Colonia, incluso los virreyes, y no como dice Priestly 299 a que el establecimiento quedó pendiente de la selección de individuos idóneos para los nuevos oficios.
La referida oposición fué sin duda la que movió a Carlos III a examinar más detenidamente la cuestión, antes de dar el nuevo paso, el de la reglamentación y los nombramientos. Y para contar en dicho examen con más elementos de juicio, pidió informe al sucesor de Croix en el virreinato, don Antonio María de Bucareli, quien redactaría uno largo y minucioso, manifestándose decididamente contrario a la introducción del sistema de intendencias.
El informe de Bucareli puede ser considerado como el reverso del plan de Gálvez y Croix: ofrece una estampa contrapuesta a la de éste, de la realidad de los corregimientos, y rechaza, por inadecuado para la Nueva España, el régimen que se quería establecer.
Son rebatidas, en general, por Bucareli las aseveraciones de Gálvez y Croix. Según él, en la Nueva España la justicia se distribuía con rectitud, y la administración, cobranza y cuentas de real hacienda eran las más exactas; por otro lado, la Audiencia de México ocupaba tan poco tiempo en pesquisas y capitulaciones, que en el espacio de los últimos seis años no había habido seis alcaldes mayores capitulados. Declaraba ser cierto que los alcaldes mayores y corregidores obtenían altísimos ingresos, pero esto probaba, a su parecer, la importancia de la “negociación e industria en sus comercios permitidos”. Y no negaba tampoco, que muchos de dichos magistrados contasen entre sus utilidades la venta de los tenientazgos, percibiendo por cada uno entre doscientos y seiscientos pesos. Mas veía en los repartimientos una institución de gran utilidad por ser muy apropiada para el fomento de la economía rural y aliviadora de la situación de los indios, a cuya psicología creía él que cuadraba perfectamente.
Son dignas de reseñar algunas de sus ilustraciones, indicaciones y juicios sobre los repartimientos. Ilústranos sobre la forma en que se hadan: “Un alcalde mayor, por ejemplo, lleva a su provincia cien mulas, cien toros, etc. Da una muía o un toro a un indio por diez, por quince o por veinte pesos, y el indio que la recibe le ha de pagar esta cantidad dentro del término de seis meses o de un año en la especie o fruto respectivo de la provincia, y en la cantidad de peso, número o medida, verbigracia, una o dos cargas de piloncillos, de panocha, etc. En las provincias de Oaxaca dan los alcaldes mayores diez, veinte o más pesos a un indio con la obligación de que dentro de un año ha de pagar esta cantidad en grana, a razón de doce reales por libra.” Indícanos cuál considera que es su origen: Teniendo en cuenta que “la ley XXI, tít. I, lib. 6, de la Recopilación de Indias manda que los indios sean compelidos por los justicias a no estar ociosos y que se ocupen en oficios y en cultivar, labrar la tierra y hacer sementeras, procurando que tengan bueyes con que alivien el trabajo de sus personas”, cree que los repartimientos provienen de los previstos por las leyes relativas al trabajo en América, pues como para poner en práctica sus preceptos era preciso ayudar a los indios, “que con su pobreza tenían pretexto para estar ociosos, se introdujo el repartimiento de mulas, bueyes, dinero, etc., con lo cual labran sus tierras, cultivan y benefician el algodón, la grana y otros frutos que seguramente no se producirían de otro modo que compeliéndolos las justicias y dándoles los referidos auxilios”. Muéstranos su juicio acerca de la relación entre el repartimiento y los indios: aquél se aviene muy bien con el carácter de éstos; por una parte, es de su agrado, ya que “tienen por pasión dominante el tomar el dinero o ganado..., pues como se les dé plazo para la paga, nunca se detienen al tiempo del contrato en ofrecer cuanto se quiere”; por otra parte, los salva de su imprevisión, pues “el carácter de los indios... es no pensar jamás para lo futuro, mirando sólo sus necesidades presentes ..., gastan lo que tienen en el día sin reservarse nada para el siguiente; llega el tiempo de las siembras y les falta o las semillas o el buey o la muía, y si no tienen el auxilio del repartimiento, se abandonan a su inacción natural...”; y todavía es más acusado el servicio que a los indios hace el repartimiento en el caso bastante frecuente de pérdida de las cosechas.
Los excesos, a que tanto se referían otros, no eran considerados por Bucareli fáciles y, consiguientemente, frecuentes, sino, al revés, difíciles y, en consecuencia, extraordinarios o raros. Fundaba esta consideración en el uso corriente por los indios de un arma legal, los capítulos o la persecución en justicia, que hería eficazmente a los malos corregidores o alcaldes mayores. “No hay causa de capítulos —decía— que no sea larga y costosa por su naturaleza; se hace la pesquisa, sale de la jurisdicción el alcalde mayor; si resultan probados los capítulos, se le manda venir a esta ciudad en la calidad de preso, se le hace cargo, se recibe la causa a prueba, y antes que se determina se suelen pasar años y queda perdido el alcalde mayor, aunque se le absuelva y se le mande resarcir costas, daños y perjuicios.” Siendo así, los corregidores y alcaldes mayores temían a las capitulaciones —por la práctica bien experimentada de que los capitulados quedaban reducidos a su última ruina—, y tal temor era la demora que los constituía y obligaba a proceder con moderación. (Ya hemos dicho antes que Bucareli aseguraba que durante seis años sólo había habido seis alcaldes mayores capitulados.)
La razón suprema que Bucareli esgrimía en pro de los repartimientos era el florecimiento económico que producían, el cual contrastaba con el efecto contrario —el marasmo o la decadencia— cuando aquéllos no se efectuaban. Y del contraste ponía ejemplos: “La provincia de Xicayan, una de las más ricas en grana, nunca ha estado más floreciente que de seis años a esta parte, cuando antes era notorio su atraso; todo se debe a la abundancia de dinero que repartió su alcalde mayor, aviado por uno de los comerciantes más ricos de este reino.” “El penúltimo alcalde mayor de Nejapa hizo en esta provincia muy pocos repartimientos por falta de avío, y hoy que está bien habilitada es mayor la cosecha de grana y más útil su comercio; lo mismo sucede en la alcaldía mayor de Teotitlán del Camino, fomentada últimamente con plantaciones de nopaleras y con repartimientos que la enriquecen.”
Si por no existir los inconvenientes que se les atribuían, no veía Bucareli motivo para suprimir los corregimientos y las alcaldías mayores, tampoco, por no reputarlas adecuadas ni oportunas, lo veía para introducir las intendencias. No resultaban adecuadas, porque las condiciones de clima, población, costumbres y carácter eran muy distintas aquí de las que existían en Francia y España, donde las intendencias habían dado buenos frutos (“estas dos naciones tienen tanta uniformidad entre sí como hay de diferencia entre ellas y la Nueva España”), no creyendo Bucareli, por ello, “adaptables a este reino las providencias de intendentes”. Tampoco era oportuno su establecimiento, porque en España se hizo debido a “la ruinosa constitución” en que el país se hallaba a principios de siglo, lo cual no ocurría en la Nueva España, que por el contrario nunca había estado más floreciente que a la sazón.
El establecimiento de las intendencias.
En posesión del informe de Bucareli, el soberano pudo pesar ya bien el pro y el contra de las intendencias, y su balanza se inclinó del lado de éstas. Después de cerca de veinte años de deliberación, el 4 de diciembre de 1786 era promulgada la ordenanza para el establecimiento e instrucción de los intendentes de ejército y provincia del reino de la Nueva España.
En la nueva reglamentación de la administración provincial y local, pónese de manifiesto el propósito rector que tuvo la monarquía al dictarla: unificar y ordenar para mejorar y sanear aquella administración, principalmente en el ramo de real hacienda (arts. 1, 6, 9 y 15, entre otros, de la ordenanza).
La ordenanza de intendentes modificó considerablemente la antigua estructura político-administrativa del virreinato. Este quedó dividido en doce intendencias, a cuyas demarcaciones se daba la denominación de provincias, las cuales eran conocidas con el nombre de la ciudad que fuere su capital; las circunscripciones que hasta entonces se titularon provincias pasaron a recibir la denominación de partidos, conservando el nombre que aquéllas tenían. Las doce provincias-intendencias eran: México (sede de la Intendencia General, o Superintendencia), Puebla, Veracruz, Mérida, Oaxaca, Valladolid, Guanajuato, San Luis, Guadalajara, Zacatecas, Durango y Arispe. Su demarcación territorial fué señalada por la ordenanza.
A la cabeza de todo el sistema, junto al virrey, se puso un superintendente. El virrey conservó las {tinciones que tenía como capitán general, gobernador y presidente de la Audiencia, pero perdió las que le correspondían como jefe de la Real Hacienda, que pasaron al intendente general, o superintendente, de México, a quien estaban subordinados, por lo que respecta a los ramos de Hacienda y Económico de Guerra, los intendentes de provincia. La superintendencia que ejercía el intendente general de México era delegada de la general de la Hacienda Real de Indias, que ejercía el respectivo secretario del despacho.
Como auxiliar del superintendente y para colaborar en el establecimiento de las intendencias, “reuniendo la dirección de todas para uniformar su gobierno”, era establecida una Junta Superior de Real Hacienda, que presidía el superintendente, y que integraban, como vocales, el regente de la Audiencia, el fiscal de Real Hacienda, el ministro más antiguo del Tribunal de Cuentas y el ministro más antiguo contador o tesorero general de Ejército y Real Hacienda. Esta junta debía reunirse dos o tres veces por semana, y su competencia se limitaba al campo propio del superintendente — Real Hacienda, Económico de Guerra, propios y arbitrios de los pueblos españoles y bienes de comunidad de los pueblos indígenas.
Al frente de cada una de las doces provincias-intendencias era puesto un funcionario de nuevo cuño, el intendente de ejército y provincia, cuyo nombramiento haría el rey y que recibiría un sueldo proporcionado a la elevada categoría de su empleo — entre siete mil y cinco mil pesos, según la importancia de la provincia. El ámbito de su competencia estaba integrado por los ramos de Hacienda, Justicia, Policía y Guerra, pero su cometido de mayor entidad, y en el que mayores cuidados se le imponían, era el de la gestión de los asuntos de la real hacienda y los económicos de guerra.
Los gobiernos y los corregimientos y alcaldías mayores eran refundidos en las intendencias o desaparecían. Los gobiernos políticos de Puebla, Nueva Vizcaya, Sonora y Sinaloa, quedaban anexionados a las intendencias respectivas; pero los gobiernos políticos y militares de Yucatán, Tabasco, Veracruz, Acapulco, Nuevo Reino de León, Nuevo Santander, Coahuila, Texas y Nuevo México, continuaban existiendo, con las causas de justicia y policía reunidas al mando militar en sus respectivos territorios. Los corregimientos de México, Oaxaca y Veracruz (que había de crearse), y las alcaldías mayores o
corregimientos de Valladolid, Guanajuato, San Luis y Zacatecas, eran unidos a las intendencias establecidas en dichas capitales; los demás corregimientos y alcaldías mayores se extinguirían conforme fuesen vacando, y entretanto quedaban inmediatamente sujetos a la intendencia de su provincia, con la calidad de subdelegaciones; también, con esta calidad, continuaban existiendo los corregimientos y alcaldías mayores de los estados del marqués del Valle y del duque de Atlixco mientras no se llevara a cabo la incorporación de dichos estados a la Corona.
Al lado de cada intendente, habría un teniente o asesor letrado, que nombraría el monarca, y cuyo cometido sería ejercer la jurisdicción contenciosa civil y criminal, asesorar al intendente y hacer sus veces cuando éste faltare. En la rama de lo contencioso de Hacienda y Económico de Guerra, serían ayudados los intendentes por subdelegados, de su nombramiento, y con residencia en las cabeceras de los gobiernos políticos y militares (excepto los de Yucatán y Veracruz) y en las ciudades y villas subalternas de gran vecindario.
En los pueblos españoles se mantenía para la justicia a los alcaldes ordinarios elegidos por los cabildos; en los pueblos donde no los hubiere, “siendo de competente vecindario”, se elegirían dos; y en los que carecieren de ayuntamiento, se haría la designación por los intendentes.
En los pueblos de indios que fuesen cabezas de partido, y en que hubiese habido antes teniente de gobernador, de corregidor o de alcalde mayor, se pondrían subdelegados, que lo serían “en las cuatro causas” (policía, guerra, hacienda y justicia) y habrían de ser forzosamente españoles. Además de subdelegados, se llamó a estos funcionarios jueces españoles de los pueblos —cabeceras— de indios. Debían ser nombrados por los intendentes, y su retribución consistía en el cinco por ciento de los tributos que recaudaren. El nombramiento de subdelegados no sería óbice a la existencia de las magistraturas indígenas; los indios conservarían “el derecho y antigua costumbre de elegir sus gobernadores y alcaldes y demás oficios de república”.
Resumiendo, la organización general de la administración en sus diversas ramas experimentaba, conforme al nuevo ordenamiento, un profundo cambio: en lugar de un solo jefe, como antes, la administración tendrá dos, el virrey, que seguiría siendo gobernador, capitán general y presidente de la Audiencia, y el superintendente, que asumirá la dirección de la real hacienda y lo económico de guerra; y en la estructura anterior se intercalará, entre el virrey —jefe general— y los corregidores o alcaldes mayores —jefes distritales—, una nueva jefatura territorial-administrativa, la provincial de los intendentes, desapareciendo los corregidores o alcaldes mayores, pero no la circunscripción distrital, que lo será la subdelegación. Sin embargo, como veremos, el cambio efectivamente realizado sería mucho menor que el dispuesto por la ordenanza, pues la superintendencia independiente desaparecería y las subdelegaciones serían en la práctica casi lo mismo que los corregimientos, por no haberse resuelto con su establecimiento la cuestión originadora del maleamiento de aquéllos, la de la sana retribución conveniente de sus titulares.
A los intendentes se les señalaron, además de las funciones de las llamadas “cuatro causas” (policía, justicia, hacienda y guerra), muchísimas otras relacionadas con la nueva política de la monarquía. Como dice la ordenanza en términos generales, los intendentes debían cuidar de cuanto condujera a “la policía y mayor utilidad” de los vasallos. Y desarrollando esta orden se les mandaba que formaran mapas topográficos de sus provincias; que informaran al monarca sobre el temperamento y cualidades de las tierras, las producciones naturales de los reinos mineral, vegetal y animal, la industria y el comercio, los montes, valles, prados y dehesas, los ríos, acequias, puentes, molinos, caminos, astilleros, puertos, etc. —de suerte que con estas relaciones y las visitas personales que habían de hacer a sus provincias se instruyeren del estado de la suya, y de los medios de mejorarla, a fin de dar anualmente al rey todas las noticias conducentes a la conservación, aumento y felicidad de la Nueva España—; que fomentaran y extendieran el cultivo de la grana, auxiliando a los indios en su producción y comercio, y también el cultivo del cáñamo y el lino...; que procuraran el mejor aprovechamiento de las aguas en beneficio de la agricultura, el aumento de la ganadería, la conservación de los bosques y la protección de la industria, el comercio y la minería; que miraran por las obras públicas —puentes, caminos...— y fomentaran la carretería; que velaran por el arreglo de las ciudades y los pueblos; que cuidarán de la moralidad de la población, averiguando “las inclinaciones, vida y costumbres de los vecinos y moradores”, para corregir y castigar a los ociosos y malentretenidos y evitar que hubiera vagabundos; etc., etc.
Aplicación y resultados del sistema de intendencias.
Aplicación:
Sin pérdida de tiempo procedióse a aplicar el nuevo ordenamiento. El 26 de diciembre de 1786 fué nombrado superintendente y en el curso del año siguiente hiciéronse varias designaciones de intendentes de provincia (los de Veracruz, Puebla, Oaxaca, Valladolid, Guanajuato y Zacatecas).
Apenas tomó posesión de su cargo el superintendente, señor Mangino, comenzaron los choques entre este nuevo magistrado y el virrey por cuestiones de competencia. Para acabar con la pugna entre las dos autoridades superiores, que ya había previsto Bucareli en su informe, el monarca, a petición del virrey, atribuyó a éste el cargo de superintendente.
La aplicación de la reforma tropezó con otros grandes obstáculos; a saber: la resistencia de los beneficiarios del antiguo sistema, que batallaban por su restablecimiento, el poco empeño de aquellos a quienes correspondía ejecutarla y las dificultades inherentes al montaje de un nuevo organismo. Por ello, apenas planteado el nuevo sistema, ya se hablaba de los males que había traído y de la necesidad de su modificación. El virrey Flores decía a su sucesor en el cargo que, a la verdad, lejos de verse hasta ahora (el fin de su mandato; concluyólo el 16 de octubre de 1789) los efectos benéficos del establecimiento de las intendencias, “se oyen sordos lamentos que anuncian la ruina del reino y la próxima notable decadencia de los ramos de Real Hacienda si no vuelven a gobernarse por el sistema de sus antiguas leyes ... Sin embargo, estos fatales anuncios podrán desvanacerse modificando, ampliando y aboliendo muchos artículos de la ordenanza de intendentes”. 300 También Revillagigedo refiere que había muchas personas persuadidas de que se reformarían las intendencias y muchas otras de que los artículos de Su ordenanza sufrirían variaciones, fundándose éstas en las que ya se habían prevenido por distintas reales órdenes, y aquéllas en la misma razón y en las que obligaron a traspasar al virrey la superintendencia. 301 Las reformas de la ordenza de intendentes a que se refiere Revillagigedo no fueron de gran importancia, salvo la ya referida, de la supresión de la intendencia general, y las que tendieron a reforzar la autoridad del virrey, como la que le restituyó la potestad de confirmar las elecciones de alcaldes ordinarios (Real Cédula de 22 de noviembre de 1787) y la que le facultó para aprobar los nombramientos de subdelegados hechos por los intendentes (Real Cédula de 7 de octubre de 1788).
El caso es que cuando tomó posesión Revillagigedo, se había adelantado muy poco en la aplicación del sistema recién implantado. “La anarquía y la confusión —escribe dicho virrey— reinaban poderosamente cuando recibí el mando, porque establecidas con mil imperfecciones las intendencias, no gobernaban muchos de sus esenciales artículos, se infringían con facilidad los que no eran acomodables al interés particular y se observaban arbitrariamente los de posible práctica; de modo que dirigidos los asuntos y mezcladas las providencias ya por el orden del antiguo defectuoso sistema de gobierno ya por el nuevo mal entendido y observado, bien puede decirse que no lo había en la Nueva España.” 302
La afirmación y grandes avances del nuevo orden en la Nueva España débese al susodicho jerarca, el primer amigo verdadero del sistema de intendencias entre los virreyes, como dice Priestly. Él lo encarriló y lo hizo andar, con el entusiasmo y la tenacidad que puso en toda su obra administrativa, secundado eficazmente por los intendentes, funcionarios en su mayoría de gran talla, escogidos para desarrollar acá la gran obra reformadora emprendida por los ministros ilustrados de Carlos III. Sin embargo, como el sistema tenía no pocas imperfecciones, y que enfrentarse a los muchos obstáculos que le oponían sus enemigos, el mismo Revillagigedo no se sentía muy satisfecho en 1791 de lo hasta entonces logrado. 303
Durante la gobernación de este virrey, se hicieron algunos cambios de cierta importancia en el sistema de las intendencias. De una parte, en 1792, por Real Orden de 29 de enero, se mandó que los subdelegados sólo sirviesen por el término de cinco años, y que su nombramiento se verificase por los virreyes a propuesta, en terna, de los intendentes, debiendo ser confirmado por el monarca; también disponía dicha Real Orden que durante el quinquenio de sus oficios, los subdelegados no podrían ser removidos sino por legítima causa comprobada en juicio, con audiencia de ellos, y tampoco suspendidos temporalmente, salvo por los virreyes, decidiendo en definitiva sobre la suspensión el soberano. Y de otra parte, en 1793, fué suprimida la Intendencia de México que con carácter interino se estableció en 1788, a ruegos del virrey, después de refundida en éste la superintendencia. Revillagigedo sintió mucho esta supresión, pues precisamente había insistido en que la Intendencia de México fuera convertida en permanente, ya que lo que interesaba a los virreyes era la jefatura de la intendencia, es decir, la superintendencia, pero no su agregado, la intendencia de provincia, que echaba sobre sus hombros un gran fardo de asuntos de poca importancia. Los virreyes posteriores a Revillagigedo reiteraron las instancias de éste, pero el monarca tardó en acceder a lo que se le pedía; hasta 1803 no fué creada la Intendencia de México.
Resultados: *
En general, el nuevo régimen político-administrativo sólo produjo algunos de los resultados que se esperaban de él. Respondió, en gran parte, el mecanismo provincial, la institución de los intendentes, pues estos funcionarios se condujeron con gran probidad y, en lo que pudieron, sanearon y ordenaron la administración y secundaron con entusiasmo la política reformadora de la Corona. Pero no respondió en absoluto el mecanismo distrital, la institución de los subdelegados, que padeció los mismos vicios que la de los corregidores, por ella reemplazada.
Los intendentes, además de aumentar considerablemente las rentas reales con su recta y ordenada gestión fiscal y de elevar a su debido rango la justicia mediante la limpia e imparcial aplicación de las leyes, pusieron no poco empeño en la realización de la obra ilustrada y reformadora que les señaló la Corona, bien en la ordenanza, bien en otras disposiciones. Hombres escogidos sin duda por su adhesión a las nuevas ideas y su pasión por las reformas, los intendentes fueron brazos eficaces de los virreyes, y singularmente de Revillagigedo, en la ejecución de la política del despotismo ilustrado. La gran obra realizada por el referido virrey se debió en muchísima parte al selecto equipo de jefes provinciales que trabajó a sus órdenes. Ellos, los intendentes, formaron largas y cuidadosas —y aun precisas para la época— relaciones geográficas, económicas y estadísticas de sus provincias; relaciones que constituyeron la base de los censos de población de Revillagigedo. 304 también ellos se esforzaron por llevar a cabo la labor de fomento económico y cultural que se les señaló, como lo demuestran algunas realizaciones y tentativas, que no podemos referir aquí. 305
Sin embargo, la institución de los intendentes no dió, ni mucho menos, particularmente en este último respecto, los resultados apetecidos. Varias causas hubo de ello: la abrumadora carga de obligaciones que se les impuso; la falta casi completa de recursos para llevar a cabo obras públicas o de fomento material y espiritual, y la carencia de colaboradores suficientes e idóneos. Y estas tres causas eran a la vez, en su mayor parte, efecto de una causa general, de aquella que agarrotó o truncó casi toda la obra del despotismo ilustrado, y singularmente del español, a saber, la desproporción entre los proyectos —lo que se quería hacer— y los recursos de que se disponía para realizarlos. Los intendentes de la Nueva España atribuyen reiteradamente a las referidas causas la circunstancia de que buena parte del mecanismo no marche: de que las visitas para conocer su provincia y para enmendar los vicios y corregir los abusos no puedan realizarse; de que sus obligaciones administrativas no sean debidamente cumplidas, y de que las obras y mejoras no puedan ser emprendidas. 306 Debido a la falta de recursos, y también a la lentitud en la tramitación de los asuntos, mucha de la labor reformadora quedaba reducida a la formación de informes y el expedienteo. El intendente de Puebla, Manuel de Flor, refleja bien lo que ocurría. En un informe al virrey dice que se le mandó “plantar moreras para el establecimiento de la cosecha de seda; pero como hay tanta diferencia entre mandarlo y disponer el modo en que se verifique, dando los arbitrios necesarios para su buen efecto, y los intendentes no tienen facultad para disponer de ramo alguno por vía de suplemento..., el gobierno se ha contentado con mandarlo, nosotros con trasladarlo a los subdelegados; éstos con publicarlo en sus partidos y los habitantes del reino con hacerse sordos; lo mismo ocurre con el cáñamo y lino y ocurrirá con todo”. Y en el mismo escrito añade que durante cinco años dió al virrey Revillagigedo tantos informes que “podía haber formado una disertación en los tres reinos, animal, mineral y vegetal”, pero que nada había visto practicar, “sin duda por falta de arbitrios”; las cárceles, posadas, puentes, pósitos, caminos, montes, etc., se hallaban en el mismo estado. 307
Si el mecanismo provincial del nuevo sistema se salvó en parte, no así el distrital, que falló por completo, lo cual era de prever, porque, en cuanto a él respecta, la ordenanza dejó las cosas igual que estaban, o, al entender de muchos, las empeoró. Había en el dispositivo distrital, como se sabe, un problema capital a resolver si se quería sanearlo o mejorarlo, el problema de la retribución de sus jefes, llamáranse de una manera u otra. Se sabía que sin la retribución directa y suficiente por el Estado no sería posible tener como cabezas de los distritos a personas idóneas, ni evitar que los ingresos por vía mercantil supliesen al salario. Y no obstante, ¿qué se hizo?: se cerró la vía mercantil, prohibiendo bajo severas penas los repartimientos, y no se fijó salario, sino una retribución consistente en el cinco por ciento de los tributos recaudados en el distrito y, además, los derechos de justicia, retribución que no bastaba en la mayoría de los distritos para cubrir las necesidades de sus rectores. Continuó, pues, en pie la cuestión que viciaba el antiguo dispositivo distrital. Los males de antaño se curaban en parte prohibiendo los repartimientos; pero también se agravaban en parte al señalar a los subdelegados una retribución insuficiente. Estos se encontraban ante la misma disyuntiva de los corregidores, o completar sus ingresos por medios irregulares o arrastrar una vida miserable, decidiéndose casi todos por lo primero; 308 y la administración, en la imposibilidad de contar con los funcionarios probos e idóneos que precisaba para su mejoramiento. Tuvieron, por lo tanto, que seguir ai frente de los distritos individuos “ignorantes y pobres”, como dice Revillagigedo, desconocedores los más del derecho y las leyes por donde habían de juzgar, y que por estar “reducidos a una miserable constitución” y tener que depender de varios modos de los vecinos de sus pueblos, “no podía proceder con la libertad y entereza que se necesitaba para administrar justicia con imparcialidad y rectitud”. 309 Realidad ésta que descorazonaba a Revillagigedo y le llevaba a declarar que, ante la imposibilidad, por él sentada, de que la hacienda real pudiera sufragar los sueldos de los subdelegados, habría que permitir de nuevo los repartimientos, a pesar de considerarlos usurarios e injustos. 310
Las demás reformas.
Las otras reformas introducidas en el siglo XVIII fueron de menos trascendencia que el establecimiento de intendencias.
Una, sin duda la de mayor importancia entre ellas, fué la constitución de un gobierno separado con la mayoría de las provincias norteñas. En virtud de una Real Cédula dada el 22 de agosto de 1776, los gobiernos de Texas, Coahuila, Nuevo México, Nueva Vizcaya, Sonora, Sinaloa y ambas Californias pasaron a constituir una sola entidad político-administrativa independiente del virreinato, erigiéndose su mando en Gobierno Superior y Comandancia general de las Provincias Internas, que llevaba anejos la superintendencia de la Real Hacienda y el vicepatronato general.
Otra reforma de cierto alcance gubernativo, por afectar algo a las facultades del virrey, fué la creación del oficio de regente de la Audiencia (Real Cédula de 20 de junio de 1776). Esta nueva magistratura mermó un tanto las atribuciones que tenían los virreyes como presidentes de la Audiencia, sobre todo las que atañían a su intervención en el régimen interno de este organismo. Las facultades que respecto de tal régimen les correspondían —señalamiento de salas, formaciones de salas extraordinarias, reparto de comisiones, etc. — deberían compartirlas casi todas con el regente, pues se convertía en requisito indispensable para el ejercicio de aquéllas la conformidad, la propuesta o el informe de dicho funcionario. También se contraponía en cierto modo el regente al virrey, al confiarle al primero que velase por la efectividad de uno de los más eficaces frenos puestos al segundo, el recurso judicial contra sus decisiones gubernativas: “Siendo de gravísimo perjuicio —dice la Real Cédula de 1776— el que no se observan con toda exactitud las leyes de Indias que permiten la apelación de todas las determinaciones de gobierno para las reales audiencias ... será uno de los principales cuidados de los regentes el hacer que tengan puntualísimo cumplimiento, celando que no se defrauden unas decisiones tan justas, y apartando cualquier motivo de terror que intimide a las partes para dejar de seguir su derecho, y a este fin pasarán sus oficios con los virreyes y presidentes, los cuales se abstendrán de asistir a los acuerdos en que se trate de las apelaciones de sus providencias...; y sobre lo que ocurra en este asunto darán cuenta todos los años a mi real persona los regentes, o antes si hubiese algún motivo urgente...”
Hubo una reforma de importancia que se solicitó por los virreyes, principalmente por Revillagigedo (el joven), y no llegó a realizarse, la de la Secretaría del virreinato, instrumento primordial de los jefes supremos de la Colonia. En 1773 dispúsose que su planta la formasen el secretario, seis oficiales, un archivero y seis entretenidos sin sueldo. Como este personal era insuficiente, y además o estaba mal pagado o carecía de retribución, la Secretaría era un mecanismo incapaz de realizar sus múltiples cometidos y al cual se infiltraba fácilmente la corrupción. A pesar de ser la primera oficina del reino —manifestaba Revillagigedo—, padecía “la casi general ineptitud de sus dependientes, desorden en su gobierno y torpe confusión en su perezoso despacho, resultando por forzosa consecuencia daños muy graves al servicio del rey y la causa pública”; los empleados, a causa de sus cortos salarios, recurrían a procedimientos ilícitos e indecorosos, de los cuales el peor era la venta de noticias de los expedientes, cédulas y otros documentos dignos de la mayor reserva. 311 Algún orden debió introducir en el despacho de la Secretaría la instrucción que dió Revillagigedo en 31 de marzo de 1790 para su mejor regimiento y gobierno; pero los males fundamentales seguirían vivos, pues no fué acometida a fondo su reforma, ni en la manera que propuso aquel virrey en un proyecto de reglamento para la reorganización de la Secretaría, ni en ninguna otra.
Algunas de las reformas se refirieron a los ayuntamientos. La ordenanza de intendentes modificó profundamente el régimen económico municipal; por un lado, restando autonomía al concejo en la administración de sus propios y arbitrios, que debía ser estrechamente intervenida por la Junta Superior de Hacienda y el intendente respectivo; y de otro, instituyendo un organismo local para la gestión económica concejil, una junta municipal integrada por el alcalde ordinario de primer voto o de mayor antigüedad, dos regidores y el procurador general o síndico. También pudo haber entrañado cambio de alguna importancia en el sistema municipal la introducción en la Nueva España de las magistraturas locales de carácter semipopular —los diputados del común y los síndicos personeros—, con competencia económica, principalmente; pero aquí, como ocurrió también en otras partes, se despojó a dichas magistraturas de lo que mayormente tenían de innovadoras, el origen semipopular, y sus titulares fueron designados por los mismos cabildos, que pidieron y obtuvieron para ello autorización real. 312
----------------
Notas:
236 AGNM., Correspondencia de Virreyes, 135, f. 904.
237 López de Oliver, Verdadera idea de un Príncipe, Valladolid, 1786.
238 Véase Pérez-Márchand, Dos etapas ideológicas del siglo XVIII en México a través de los papeles de la Inquisición, México, 1945.
239 Pedimento del fiscal del crimen sobre la expulsión de los franceses, 11 nov., 1794. Los precursores ideológicos de lo guerra de independencia, Publicaciones del AGNM., XII, 1, 309.
240 AGNM., Inquisición, 1345, f. 1.
241 AGNM., Sec. de Hacienda, provisional, 24, exp. 1.
242 AGNM., Inquisición, 1357, f. 158.
243 Infra, pp. 183 ss.
244 Id.
245 AGNM., Reales Cédulas, 149, f. 66.
246 Véase infra, p. 173.
247 AGNM., Inquisición, 1049, f. 279.
248 Véanse, por ejemplo, una de Floridablanca —21 sept., 1789— y otra de Aranda —3 marzo 1792—. AGNM., Historia, 414, fs. 557 y 584, respectivamente.
249 Véase Los precursores ideológicos de la guerra de independencia, cit. nota 239.
250 Infra, pp. 183 ss.
251 AGNM., Inquisición, 1352, f. 7.
252 Sufra, p. 147.
253 AGNM., Correspondencia de Virreyes, 9, 236.
254 Por ejemplo, los padres Domingo Barrera y Luis Carrasco. AGNM., Inquisición, 1441, f. 2.
255 Pablo Juan Catadino. AGNM., Inquisición, 1540, exp. 1.
256 Colección de escritos más importantes, México, 1813, 8.
257 Venecia, 1789-1791. Como los capítulos que a nosotros nos interesan, los 8 y 9 de la Prop. IX del Lib. VIII, han sido incluidos por el señor Méndez Planearte en sus Humanistas del siglo XVIII (Biblioteca del Estudiante Universitario, n° 24, México, 1941), en versión española hecha por él, a esos capítulos nos referiremos aquí.
258 AGNM., Historia, 401, exp. 3.
259 Este bando fué publicado por Croix para acallar la agitación provocada por la expulsión de los jesuítas. AGNM., Bandos, 6, exp. 70.
260 AGNM., Reales Cédulas, 92, f. 174.
261 Instrucción para los censores regios. AGNM., Bandos, 22, exp. 64.
262 AGNM., Inquisición, 1096, f. 14.
263 AGNM., Impresos, 20, f. 94.
264 AGNM., Inquisición, 1441, f. 2.
265 AGNM., Inquisición, 1441, f. 246.
266 AGNM., Reales Cédulas, 103, f. 84.
267 AGNM., Industria y Comercio, 14, f. 60.
268 Los más principales de los referidos escritos son la Instrucción a su sucesor, el Informe sobre el comercio libre y el Dictamen sobre las intendencias.
269 Colección de escritos.
270 AGNM., Inquisición, 1540, exp. 1.
271 Aunque hay fuertes indicios de que Puglia estuvo en México, no cabe asegurarlo con certeza.
272 Boletín del AGNM., v, n* 4.
273 Véase infra, pp. 188 ss.
274 Véase infra, pp. 183 ss.
275 AGNM, Inquisición, 1321, f. 290.
276 Supra, pp. 158 ss.
277 CDHI, 1, 427.
278 “Varios papeles del año 1820.” Biblioteca de Hacienda, Sec. de Historia.
279 AGNM., Reales Cédulas, 9, f. 236.
280 AGNM., Inquisición, 1052, f. 78.
281 Noticias de México, 262.
282 AGNM., Inquisición, 1454, f. 134.
283 Id.
284 AGNM., Historia, 415, f. 15.
285 AGNM., Historia, 297, exp. 1.
286 Id.
287 AGNM., Inquisición, 894, f. 264.
288 Bibliografía general: Riaza y Garcia Gallo, ob. cit., cap. I, B, 2; Colmeiro, id.; Desdevises du Dezert, L’Espagne de l’ancien régime, París, 1897-1904. 3 vols.
289 Bibliografía general: Las obras ya dts. (nota 139) de Ots y Capdequi, Ruiz Guiñazú, Haring, Cunningham y Fisher, y Priestley, José de Gálvez, visitor- general of New Spain, Berkeley, 1916.
290 AGNM., Reales Cédulas, 67, f. 170. Año 1747.
291 Dictamen sobre las intendencias, AGNM., Correspondencia de Virreyes, 2ª serie, 23, f. 54.
292 Instrucción del virrey conde de Revillagigedo (el viejo) a su sucesor, Instrucciones de los virreyes, 1, 283.
293 Informe de Bucareli sobre las intendencias, Archivo del Museo Nacional, E, 3, 6.
294 Biblioteca Nacional, Sec. de Manuscritos, 482, f. 147.
295 Revillagigedo (el joven), Dictamen cit. nota 291.
296 Instrucción cit. nota 292.
297 Bucareli, informe cit. nota 293.
298 Pág. 17.
299 “The reforms of Joseph Gálvez in New Spain.” The Pacific Ocean in History, Berkeley, 1917.
300 Instrucción a su sucesor. Instrucciones de los virreyes, 1, 626.
301 Dictamen cit. nota 291.
302 Id.
303 Id.
304 Véanse estas relaciones en el AGNM., ramo de Padrones.
*305 Han sido recogidas por la señorita Isabel Gutiérrez del Arroyo en un estudio denominado “Algunas reformas políticas del siglo XVIII”, que, junto con otros estudios sobre las instituciones de dicho siglo, publicará en breve El Colegio de México.
306 Véase Informes de los intendentes a los virreyes. AGNM., ramo de Intendencias.
307 Tomado del estudio cit. nota 305.
308 Medios irregulares principales fueron los repartimientos, que algunos hicieron a pesar de la prohibición de la ordenanza (la señorita G. del Arroyo, en el estudio cit. nota 305, muestra casos de ello), y la venta de “favores” a los poderosos, esa dependencia “de varios modos de los vecinos de sus pueblos”, a que se refiere Revillagigedo (Instrucción a su sucesor, Museo de Historia).
309 Instrucción cit. nota anterior.
310 Dictamen cit. nota 291.
311 Tomado del estudio cit. nota 305.
312 Revillagigedo, instrucción cit. nota 308.
Miranda José. Las ideas y las instituciones políticas mexicanas, 1521-1820. México, Instituto de Derecho Comparado, 1952. Págs. 143-209.
|