Julio 21 de 1822
Con el consentimiento de las Cortes Constituyentes es coronado emperador, quien inició su breve carrera política cuando el virrey Apodaca le dio el mando del ejército realista para luchar contra el insurgente Vicente Guerrero, y que cuando no logró someterlo, le ofreció el indulto primero y después convenció del Plan de Iguala. Tras firmar los Tratados de Córdoba, Iturbide hizo su entrada triunfal en la ciudad de México al frente del Ejército Trigarante, el 27 de septiembre de 1821 –día de su cumpleaños,- consumando así la independencia de México.
Al instaurarse una Junta Provisional para el gobierno del nuevo país, Iturbide fue nombrado su presidente, y un poco más tarde asumió la Regencia. Al ser rechazada la corona del Imperio Mexicano por la familia real española, la noche del 18 de mayo de este mismo año, en un alboroto callejero, por medio del sargento Pío Marcha y la tropa del regimiento de Celaya, Iturbide azuzó a la plebe para que lo proclamara emperador. Y en la madrugada del día 19, Iturbide “accedió” a los deseos de la tropa y su “nombramiento” fue ratificado dos días después por el Congreso. Hoy es coronado como Agustín I.
Su “Imperio” será muy breve. Alamán señala: "desgraciadamente el carácter de Iturbide, imponente, altivo y audaz, acostumbrado a no sufrir contradicción y educado en los campos de batalla... y el envanecimiento de su elevación, ... lo precipitaron en la torcida senda del error. Apenas había empuñado el cetro, y dio su primer golpe a la libertad de imprenta; asistido por su consejo de Estado, entró en pugna con el congreso, proponiéndose disminuir el número de diputados". Francisco Ortega, dedica un poema “A Iturbide en su Coronación”:
Y pudiste prestar fácil oído
a falaz ambición, y el lauro eterno
que tu frente ciñera,
por la venda trocar que vil te ofrece
la lisonja rastrera
que pérfida y astuta te adormece!
¡Sús! despierta y escucha los clamores
que en tu pro y del azteca infortunado
te dirige la gloria:
oye el hondo gemir del patriotismo,
oye a la fiel historia,
y retrocede ¡ay! del hondo abismo.
En el pecho magnánimo recoge
aquel aliento y generoso brío
que te lanzó atrevido
de Iguala a la inmortal heroica hazaña,
y un cetro aborrecido
arroja presto, que tu gloria empaña.
Desprecia la aura leve, engañadora,
de la ciega voluble muchedumbre,
que en su delirio insana,
tan pronto ciega, abate como eleva,
y al justo a quien hosanna
ayer cantaba, su furor hoy llega.
Con los almos patricios victoriosos,
amigos tuyos y en el pueblo electos,
en lazo fiel te anuda;
atiende a sus consejos, que no dañan:
sólo ellos la desnuda
verdad te dicen; los demás te engañan.
Esos loores con que el cielo te alzan,
los vítores confusos que de Anáhuac
señor hoy te proclaman,
del rango de los héroes, inhumanos,
te arrancan y encaraman
al rango ¡oh Dios! fatal de los tiranos.
¿No miras, ¡oh, caudillo deslumbrado,
ayer delicia del azteca libre!
cuánto su confianza,
su amor y gratitud has ya perdido,
rota ¡ay! la alianza
con que debieras siempre estarle unido?
De puro y tierno amor, no cual solía
allegarse, veráslo ya a tu lado,
y el paternal consejo
de tus labios oír; más zozobrante
temblar al sobrecejo
de tu faz imperiosa y arrogante.
La cándida verdad, que te mostraba
el sendero del bien, rauda se aleja
del brillo fastüoso
que rodea ese solio tan ansiado;
ese solio ostentoso,
por nuestro mal y el tuyo levantado.
Y en vez de sus acentos celestiales,
rastrera turba, pérfida, insolente,
de astutos lisonjeros,
hará resonar sólo en tus oídos
loores placenteros:
¡ah, placenteros..., pero cuán mentidos!
No así fueron los himnos que entonara
Tenoxtitlán cuando te abrió sus puertas;
y saludó risueña
al verte triunfador y enarbolando
la trigarante enseña,
seguido del leal patricio bando.
¡Con qué placer tu triunfo se ensalzaba!
La ingenua gratitud ¡con qué entusiasmo
lo grababa en los bronces!
¡Tu nombre amado con acento vario,
cuál resonaba entonces
en las calles, las plazas y el santuario!
Ni esperes ya el clamor del inocente,
ni de la ley la majestad hollada,
ni el sagrado derecho
de la patria vengar: que el cortesano,
de ti en continuo acecho,
atará para el bien tu fuerte mano.
¿De la envidia las sierpes venenosas
del trono en derredor no ves alzarse,
y con enhiestos cuellos
abalanzarse a ti? ¿Los divinales
lazos de amistad bellos
rasgar y conjurarte mil rivales?
La patria, en tanto, de dolor acerbo
y de males sin número oprimida,
en tus manos ansiosa
busca el almo pendón con que juraste
la libertad preciosa
que por un cetro aciago ya trocaste.
Y no la halla, y en mortal desmayo
su seno maternal desgarrar siente
por impías facciones;
y de desolación y angustia llena,
los nuevos eslabones
mira forjar de bárbara cadena.
¡Oh, cuánto de pesares y desgracias,
cuánto tiene de sustos e inquietudes,
de dolor y de llanto;
cuánto tiene de mengua y de mancilla,
de horror y luto cuánto
esa diadema que a tus ojos brilla!
Doralicia Carmona. Memoria Política de México.
|