3 de Marzo de 1908
El periodista norteamericano James J. Creelman llegó a México a mediados de noviembre de 1907, para realizar una entrevista a Porfirio Díaz. Creelman traía consigo una carta de presentación del presidente de los Estados Unidos Teodoro Roosevelt en la que le inquiría a Díaz si pensaba reelegirse y sobre las inversiones extranjeras en México. La entrevista tuvo amplia difusión tanto en la prensa norteamericana como en la mexicana.
Los días 3 y 4 de marzo de 1908, el diario “El Imparcial”, de la Ciudad de México, reproduce en español el texto de la entrevista que el presidente Porfirio Díaz había concedido, seis meses antes, a Creelman. Causa gran expectación y diversas reacciones en la opinión pública:
“Es un error creer que los sentimientos democráticos de la República se hayan debilitado por mi larga permanencia en la Presidencia, decía tranquilamente. Puedo sinceramente afirmar que el continuado ejercicio del poder no ha menguado mis ideales políticos y creo, por el contrario, que la democracia trae consigo los verdaderos y únicos principios de un buen Gobierno aunque en realidad sólo sean practicables en los pueblos que han llegado a su pleno desarrollo... Aquí en México las condiciones son muy distintas. Yo recibí el Gobierno de las victoriosas manos de un ejército, en un tiempo en que este pueblo estaba dividido y muy poco preparado para el supremo ejercicio de las prácticas democráticas. Haber dejado sobre las masas la completa responsabilidad del Gobierno, desde un principio, hubiera sido lo mismo que crear tales condiciones que hubieran traído el descrédito de la causa para un gobierno liberal.
Es cierto también que una vez que se me confió el poder supremo, por el ejército, se convocó a elecciones, y refrendado su voto para mí, el poder me fue conferido directamente esta vez, por el pueblo.
He tratado de dejar muchas veces el poder; pero siempre que lo he intentado se me ha hecho desistir de mi propósito, y he permanecido en su ejercicio, creyendo complacer a la Nación que confiaba en mí. El hecho de que el precio de los valores mexicanos descendieron once puntos cuando estuve enfermo en Cuernavaca, tenía tal evidencia para mí, que me persuadió, al fin, a desistir de mi personal inclinación a retirarme a la vida privada.
He procurado, con el concurso de las personas que me rodean, conservar incólume la práctica del Gobierno democrático. Hemos mantenido intactos sus principios y al mismo tiempo hemos adoptado una política que bien pudiera llamarse patriarcal, en la actual administración de los negocios de la Nación; guiando y restringiendo a la vez las tendencias populares, con plena fe en que los beneficios de la paz traerían como resultados la educación, la industria y el comercio, desarrollando, al mismo tiempo, elementos de estabilidad y unión en un pueblo naturalmente inteligente, afectuoso y caballeresco.
He aguardado durante muchos años pacientemente, a que el pueblo de la República estuviera preparado para elegir y cambiar el personal de su Gobierno, en cada período electoral, sin peligro ni temor de revolución armada y sin riesgo de deprimir el crédito nacional o perjudicar en algo el progreso de la Nación, y hoy presumo que ese tiempo ha llegado ya.
—¿Cree usted exacta, señor Presidente, la aserción de que exista la verdadera democracia, ahí donde no existe la clase media?— pregunté.
El Presidente respondió con su benévola sonrisa y moviendo ligeramente su cabeza.
—La creo exacta —me dijo—. México tiene hoy una clase media que nunca había tenido antes, y la clase media, es bien sabido que aquí, como en todas partes, forma los elementos activos de la sociedad.
Los ricos están demasiado preocupados con sus riquezas y con sus dignidades, para ocuparse en algo del bienestar general; los hijos de ellos no procuran con ahínco ni mejorar su instrucción ni formar su carácter.
Por la otra parte, los individuos de la clase del pueblo son, por desgracia, bastante ignorantes para aspirar al poder.
En la clase media, que viene en alguna proporción, de la clase pobre y a su vez, con pocos elementos de la rica, se forman los mejores y más saneados elementos que anhelan su propia elevación y mejoramiento; es la clase entregada con ardor al trabajo más activo en todas sus fases, y de ella extrae la democracia a sus propagadores y a sus adeptos. Es la clase media la que interviene en la política y de la que depende el progreso en general.
En tiempos anteriores no contábamos en México con la clase media porque ella, lo mismo que el pueblo en general gastaban todas sus energías en la política tumultuosa y en las sangrientas revueltas. La tiranía española y nuestro mal gobierno habían por completo desorganizado esta sociedad. Las actividades productoras de la Nación morían en las continuas luchas. Había, por consecuencia una confusión terrible. Ni la vida ni la propiedad, estaban a salvo, y una clase media era entonces imposible...
... El futuro de México está asegurado —dijo con voz firme y clara—. Los principios democráticos no han adquirido aún profundas raíces, es cierto, pero la Nación se ha fortalecido y ama la Libertad. Nuestras dificultades han sido, porque el pueblo no se preocupa mucho de los negocios públicos y de las prácticas democráticas. El mexicano como regla general piensa mucho en sus derechos privados y está siempre muy atento a defenderlos, pero no hace lo mismo con los derechos colectivos. Reclama, sí, sus privilegios, pero le preocupan poco sus obligaciones. La facultad de dominarse a sí mismo es la base de la democracia, y esa propia restricción sólo es posible en aquellos que reconocen el derecho de los demás.
Los indios, que forman la mitad de nuestra total población, están en tinieblas aún respecto a sus derechos y obligaciones políticas; están acostumbrados a delegar en sus autoridades sus destinos en lugar de pensar por sí mismos. Esta fue una fatal tendencia que provino de los conquistadores, quienes siempre les impidieron mezclarse en los asuntos públicos, dejando a sus mandatarios que arreglasen todos sus asuntos...
Y, sin embargo de esto, creo firmemente que los principios democráticos existen en México, y que seguirán creciendo más.”
Díaz, menciona que su larga su larga permanencia en el poder y la insignificancia de los disidentes, implicaba la aceptación tácita de su estilo personal de gobernar. Dice que ha pacificado al país y llevado al progreso; admite que ha gobernado con dureza y reconoce que ha implantado una ‘paz forzada’; acepta que el país no tiene un régimen democrático y asegura que la democracia “trae consigo los verdaderos y únicos principios de un buen gobierno, aunque en realidad sólo sean practicables en los pueblos que han llegado a su pleno desarrollo”.
Eduardo Blanquel (“La entrevista Creelman”. En: Así fue la Revolución Mexicana) comenta que el lenguaje del presidente resulta casi “siempre claro y categórico… sibilino y contradictorio”; y que al admitir que México no vivía un régimen democrático, “hacía al mismo tiempo una sutil defensa del carácter ‘práctico’, no ‘abstractamente’ democrático de su poder… De igual manera, y a pesar de las afirmaciones de que no tenía ‘ya deseos de continuar en la presidencia’, de que terminado su mandato no aceptaría ‘una nueva elección’, Díaz aseguraba que no por eso dejaría de ‘servir’ a su ‘Patria hasta el último instante de (su) vida si ello fuera necesario’… vería con gusto la formación de un ‘partido oposicionista’ y si ‘acaso esa oposición ayudara al gobierno, no en el sentido de explotarlo, sino de sostenerlo’, él ‘estaría a su lado y lo apoyaría y lo aconsejaría en la inauguración y en el éxito del completo gobierno democrático del país’. La creencia presidencial de que había llegado el momento en que el pueblo podía cambiar a sus gobernantes por medio de elecciones pacíficas y sin peligro para la estabilidad del país, no estaba exenta de ambigüedades y de dudas. Porque, al mismo tiempo que expresaba una visión optimista sobre las capacidades democráticas del pueblo mexicano, señalaba que los principios democráticos no habían arraigado suficientemente en él debido a su heterogeneidad, vicios de carácter y despreocupación por la cosa pública. En virtud de ello ubicaba a la democracia mexicana en un futuro impreciso, indicando que era algo que debía seguir ‘creciendo’.”
Para Blanquel, la esencia de la entrevista era positiva, optimista sobre las capacidades democráticas del pueblo mexicano. “… Díaz no mentía —cosa que ninguno de sus críticos llegó a entender cabalmente—. Para salvar su obra y justificar sus métodos el presidente tenía que decir lo que dijo. Tenía que verse a sí mismo como el último de los hombres necesarios en la historia de México. Con él se había operado un cambio esencial en la organización social y política de su país. El creía —necesitaba creer— haber reunido al fin las dos realidades de la vida mexicana que se movían separada y a veces contradictoriamente: una legislación constitucional casi perfecta y un pueblo sin educación política. Ahora ese pueblo a pesar de todos los pesares, —pensaba Díaz-estaba apto para la democracia… el esquema entero de la entrevista aparece montado sobre una de las ideas más caras y originales del positivismo mexicano. Estas tienen su origen en Justo Sierra, el más importante ideólogo de esta corriente filosófica, quien las dio a conocer directamente al general Díaz con inteligente desenfado desde 1892.... Lo dicho por el general Díaz guarda una notable similitud con el ensayo de Sierra titulado ‘La era actual’… Los argumentos, pero sobre todo la tesis medular de ambos documentos, es la misma y Justo Sierra la expresa claramente al término de su escrito: ‘toda la evolución social mexicana habría sido abortiva y frustránea si no llega a su fin total: la libertad’…”
La entrevista causará gran expectación en la opinión pública, se pensará que Díaz ya no se va a reelegir… pero se postulará nuevamente…
Doralicia Carmona: MEMORIA POLÍTICA DE MÉXICO.
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